•PAREDES DE PAPEL.

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Contos

-Escritor(a): Alfas Corpii.

-Categoría: Maduras.

-Tiempo Estimado de Lectura: [18min.]


CONTINUACIÓN...

«¡Qué bueno es el cabrón!», me dije. «Ha hecho que se corra enseguida. Lástima que apenas haya podido verle».



Como respondiendo a mi mudo lamento, mi vecino se incorporó, obligando a la chica a levantarse para ponerse ambos en pie. Al fin pude verlo de cuerpo entero, en su espléndida desnudez, con su cimbreante y portentoso miembro brillando a la luz de la luna, enfundado en un condón recubierto de fluidos femeninos. Se me hizo el coño agua.



— Ponte a cuatro patas —ordenó a su compañera—, que te voy a dar bien lo tuyo…



— ¿Pero tú no te has corrido? —le preguntó, sorprendida y visiblemente entusiasmada.



— ¿Tú qué crees? —le dijo con autosuficiencia, poniéndose tras ella para apoyarle su tremenda erección entre las nalgas—. Con la mamada que me has hecho antes, ahora tengo cuerda para follarte hasta que te desmayes.



— Uuufff… —suspiramos al unísono la chica y yo.



Ella volvió a subirse sobre la tumbona, colocándose en posición de perrita, y yo apagué el cigarro, sintiendo que casi me quemo los dedos.



— ¡Menudo culo tienes! —exclamó Fer, dándole un azote que resonó en la noche, ante el que ella respondió con un “¡Aummm!” cargado de excitación— Y por lo que veo, ya está estrenado… Te gusta que te lo llenen de carne, ¿eh?



— Aumm, sí —contestó la joven al recibir otro sonoro azote—. ¡Métemela!



Ante mi mudo asombro, mi vecino apuntó su engomado y lubricado ariete entre los glúteos de su anhelante hembra y, de un certero empujón, la ensartó hasta que su pelvis hizo vibrar las tersas nalgas, con el consiguiente grito femenino de placer acompañado de un triunfal gruñido masculino.



Sin dilación, el macho, con todo su duro cuerpo en tensión, comenzó a bombear la grupa de su montura, rebotando contra sus carnes mientras la sujetaba por las caderas y la hacía jadear, con sus colgantes pechos meciéndose al ritmo de las embestidas.

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Me giré un momento para encender otro cigarrillo, ocultando el resplandor del mechero, y observé exhalando el aromático humo cómo la pareja gozaba con una práctica que yo nunca me había atrevido a realizar, pero que en aquel momento me dio una profunda envidia por lo excitante, morboso y placentero que parecía.



Fer estaba espectacular, una auténtica máquina folladora que penetraba sin compasión el culo de su amiguita, castigándolo a caderazo limpio mientras su barrena lo abría en canal, haciendo bajar la cabeza de su víctima, totalmente sometida por el placer.



Por un momento, y con una sonrisa en los labios, el joven se quedó mirando fijamente hacia donde yo estaba, dejándome paralizada por la vergüenza.



«Ellos no pueden verme», traté de tranquilizarme.



Y lo hizo el hecho de que mi vecino no se detuviera en su empeño. Siguió y siguió golpeando rítmicamente las cachas de su montura, haciéndola gritar mientras él mismo apretaba los dientes, denotando que su catarsis era casi inminente.



Mi joven doble anunció su clímax apoyándose sobre los codos, aullando y riendo a la vez, ante lo cual el macho detuvo su ímpetu para observar, desde su dominante perspectiva, cómo el cuerpo de su amante temblaba de gusto.



El humo salió de entre mis labios con un mudo suspiro, como expresión del anhelo de ser yo quien gozara de ese orgasmo.



«Acabo de echar un buen polvo con mi marido, y estoy deseando que me folle salvajemente mi vecino… ¡Deja de mirar y sácate esas ideas de la cabeza!», me reprendí.



Pero permanecí inmóvil, observando cómo el objeto de mi deseo pasaba a coger a su pareja por los hombros y reanudaba el martilleo de su trasero con mayor intensidad, componiendo una ancestral melodía de restallido de piel contra piel, gruñidos y gemidos.



«¡Dios, qué bueno está!», me repetía una y otra vez, saboreando mi pequeño vicio del mismo modo que saboreaba el espectáculo. «¡Cómo la embiste!, ¡y cómo disfruta ella! Joder, ¡qué envidia!».



Los gritos de la jovencita, sofocada, con la boca abierta y los ojos en blanco, me anunciaron que iba a alcanzar otro orgasmo, así que apuré el cigarro para escabullirme sigilosamente en cuanto todo acabase.



— ¡Me corroooo…! —gritó Fernando, tirando de sus hombros y empalándola como en una tortura medieval.



Con el corazón desbocado por la excitación, asistí a cómo la chica alcanzaba el éxtasis con su enculador bramando en pleno orgasmo, ofreciéndole toda su potencia, pero con su mirada fija en mi posición.



«Es imposible que me vea», tuve que repetirme mentalmente. «Y menos cuando se está corriendo dentro de esa guarrilla…»



Al fin, los fuegos artificiales concluyeron, así que aproveché el momento en el que los dos jóvenes se desacoplaban para volver a la seguridad de mi dormitorio, donde Agustín ya roncaba como un oso, volviendo a bajar mi libido hasta dejarla en mínimos que me permitieron conciliar el sueño.



Pasaron varios días sin saber nada de mi vecino. La última vez que le vi, fue espiándole como una colegiala, admirando su imponente planta física mientras sodomizaba vigorosamente a una amiguita que, según mi marido, se parecía mucho a mí.



Mi nivel de excitación, casi a cualquier hora del día, condicionaba mi vida. Estaba completamente obsesionada con las actividades nocturnas de fin de semana de Fer, con la imagen en mi cabeza de sus conquistas, disfrutando de sacarle brillo a su potente verga con la boca, con los gemidos y gritos de profundo placer que les provocaba, con su magnífico cuerpo desnudo en pleno esfuerzo sexual, con sus descaradas insinuaciones y contacto en mi propio dormitorio…



Me pasaba el día aguzando el oído por si le oía en alguna de sus aventuras, aunque no fuera fin de semana, corriendo hacia la mirilla de la entrada cuando sentía abrirse la puerta de su casa, por si era él… y masturbándome. Masturbándome tres o cuatro veces al día, cuando estaba sola, con su imagen en mi mente.



Mi fijación con él, idealizándolo como a un dios, era tal que, a pesar de estar en semejante estado de celo, no buscaba el alivio con mi marido, como había hecho anteriormente. Agustín no me parecía suficiente en aquellos momentos, no era rival para mi fantasía. Prefería autocomplacerme con mis manos, pensando en la polla de Fer, a follar con aquel cincuentón de abdomen blando, cuyos mejores años ya habían quedado atrás mientras los míos se encontraban en la cresta de la ola y los del vecino estaban en plena ascensión.



Cuando Pilar, su madre, me dijo que el siguiente fin de semana no se marcharían al pueblo, y que nos invitaban a comer en su casa el sábado, por un lado, sentí una gran decepción: no tendría la oportunidad de escuchar una nueva sinfonía sexual del otro lado de la pared, ni la loca suerte de encontrarme con un espectáculo pornográfico, en vivo, en la terraza. Pero, por otro lado, también me ilusioné y excité: si íbamos a comer a su casa, lo más probable es que él estuviera allí, y podría recrearme en contemplar, discretamente, ese joven objeto de deseo por el que todo mi maduro cuerpo clamaba en silencio.



Volvía a ser viernes, y había decidido madrugar un poco más de lo normal para ir temprano al gimnasio. Últimamente, prefería ir a primera hora para coincidir con el menor número de usuarios posible, ya que, en mi situación de mente calenturienta, prefería no tentar a la suerte encontrándome con algún que otro chulo, de muy buen ver, que ya se me había insinuado en alguna ocasión. Tal vez, sintiéndome tan vulnerable y propensa a “olvidarme” de mi marido, cayese en un juego del que no sabía si podría salir a tiempo.



Al volver a casa, Agustín ya se había marchado a trabajar, por lo que, ya relajada tras el consumo de adrenalina, me enfrasqué en la traducción que me había propuesto terminar y enviar a la editorial antes del fin de semana.



A media mañana, cuando estaba preparándome un café para retomar el trabajo con energías renovadas, sonó el timbre.



«Seguro que es algún certificado para Agustín», me dije, dejando la taza en la cocina y comprobando en el espejo del pasillo que mi aspecto era presentable. No estaba preparada para visitas, me había quedado con la cómoda ropa con la que me había vestido tras la refrescante ducha en el gimnasio: unos shorts y una camiseta de tirantes que hacían más llevadero el calor que ya comenzaba a arreciar esa mañana.



«Para abrir al cartero, suficientemente decoroso», le dije mentalmente al reflejo que estudiaba mi indumentaria.

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— Buenos días, Mayca —dijo Fernando al abrirle la puerta, sonriendo ampliamente ante mi sorpresa.



— Hola, Fer —contesté, visiblemente turbada—. No te esperaba…



— Ya… —dijo, entrando directamente en casa, sin darme tiempo a preguntarle o a invitarle a pasar—. Estaba aburrido en casa, y me he acordado de que tenía algo pendiente contigo —añadió, cerrando la puerta tras de sí.



— ¿Ah, sí? —pregunté, sintiendo cómo se me subían los colores ante el recuerdo de cómo había terminado su última visita.



— Claro, no me gusta dejar nada a medias —su mirada recorrió todo mi cuerpo, haciéndome sentir un escalofrío—. Quisiera comprobar cómo ha quedado tu ordenador, si su rendimiento es óptimo con el uso que le das…



Todo el aire escapó de mis pulmones en un silencioso suspiro. Ese chico no iba a ponerme a prueba, para mi alivio, e inconfesable decepción.



— Bueno, yo creo que ahora funciona bien —cierta inseguridad se notaba en mi timbre de voz—, pero tú eres el experto… Estaba trabajando con él.



— ¡Perfecto!, pues si no te importa, ¿puedo ver cómo lo manejas con un uso normal?



Descolocada por la ausencia de los dobles sentidos de las veces anteriores, y avergonzada por la posibilidad de que estos no hubieran sido más que una lujuriosa interpretación mía, llevada por la fantasía, asentí acompañando al joven a mi habitación.



Me senté ante el ordenador, quedándose mi invitado en pie, a mi lado, y no pude evitar que, antes de centrar mi mirada en la pantalla, mis verdes ojos se posaran en la entrepierna que quedaba un poco por debajo de mi línea visual.



«¡Dios mío, qué paquete!», exclamé alborotada por dentro, tratando de apartar la vista a tiempo. «¿Estará empalmándose?».



— Eso es —le oí decir—. Abre los programas que utilizas habitualmente.



Mi mano comenzó a manejar el ratón, pinchando aquí y allá, pero mi cerebro estaba más centrado en pedirle a mis ojos que volvieran, una y otra vez, a recrearse con el abultamiento que marcaban los pantalones cortos del ejemplar masculino que tenía a mi lado.



— Va todo bien, ¿no? —pregunté, girando mi rostro para subir desde su zona pélvica hasta sus ojos color avellana.



«¡Uf!, ahora parece más grande…»



— Va, justo, como tiene que ir —contestó, esbozando su encantadora sonrisa al no haberse perdido detalle de mi forma de mirarle.



Azorada, volví mi atención sobre el portátil.



— Entonces, cierro todo —dije apresurada, clicando todas las ventanas abiertas y cancelando programas.



Durante unos segundos, por haber querido hacer todo demasiado rápido, la pantalla del ordenador se quedó en negro. Sobre ella nos vi a ambos reflejados, revelándose cómo mi vecino tenía sus ojos clavados, no en el portátil, sino en mi escote, que se había abierto un poco más de la cuenta y, el joven, desde su privilegiada perspectiva cenital, devoraba con su mirada escrutadora.



Una cálida corriente me sacudió desde dentro, y en cuanto el fondo de escritorio del portátil volvió a visualizarse, me giré en la silla encarando a mi asaltador de balcones pectorales. Pero resultó no ser un verdadero cara a cara porque, al girarme, lo que enfrenté fue su abultado paquete, sintiéndome incapaz de alzar la vista de él durante un instante.



«¡Joder, cómo se le marca! Y sí, está empalmado… ¡Por mí!».



— Ya está —conseguí decir, haciendo un sobrehumano esfuerzo para apartar mis ojos de tan atrayente región anatómica masculina—. La verdad es que no sé cómo agradecerte el favor que me has hecho, y lo atento que has sido.



«Ofrécele algo de beber, o lo que quiera…», insinuó mi lado más atrevido. «No, dale las gracias e invítale a marcharse», se opuso mi vertiente más cabal.



— Sí que sabes cómo agradecérmelo, y lo estás deseando —dijo él, con un tono de voz íntimo y grave, dibujando su cautivadora sonrisa.



— ¿A qué te refieres? —yo ya no estaba como para jugar a los dobles sentidos, reales o figurados por mi cerebro recalentado.



— Te gusta fumar en la terraza, ¿verdad? —soltó de repente, seguro de la respuesta.



— Eeeh… sí —contesté, completamente descolocada—. ¿A qué viene eso?



— Y te gusta, sobre todo, por las vistas…



Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza. «¡Lo sabe!».



— Bueno, sí, se ve toda la sierra —dije, ahogada por la vergüenza y tratando de agarrarme a la última esperanza de que realmente estuviese refiriéndose al paisaje.



— Pero, por la noche, lo que se ve son otras cosas que te gustan más, ¿a que sí?



— No sé de qué me hablas —traté de negar, a la desesperada.



— Lo sabes perfectamente, Mayca. Me encanta este jueguecito que nos traemos entre tú y yo —sus ojos brillaban cargados de excitación—. Me pone casi tan cachondo como lo buena que estás…



— ¿Serás descarado? —traté de revolverme, luchando internamente contra la combustión que esa confirmación de mis sospechas me provocaba.



— Descarado es espiarme en la terraza mientras follo con mis amigas, ¿no crees?



— Yo…



— No puedes negarlo porque, aunque no podía verte, sabía que estabas ahí, mirando hasta el final… Hace dos semanas pude sentir el aroma mentolado de tu tabaco mientras Tania me la chupaba y, el sábado pasado, hasta pude ver el humo un par de veces mientras le daba lo suyo a la camarera aquella…

CONTINUARÁ...


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