Olivia

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CAPÍTULO 15

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CAPÍTULO 15

GUILLAUME

—¡Venga, Guillaume, haz un esfuerzo!

Refunfuño por la forma y me coloco en la posición del perro. Mi ordenador está a la derecha y, en la pantalla, Diane en la misma posición que yo. Intento tocar el suelo con los talones, me estiro un poco y fuerzo la pierna izquierda. Siento una descarga en la parte trasera del muslo. Inspiro profundamente, incluso espiro, intentando no centrarme en el dolor. Es parte de mí.

Paz y amor.

Paz y amor.

¡Jo… der, estoy fatal!

Diane encadena una postura de zona media para luego bajar a una flexión, con los brazos pegados al cuerpo, para subir a la posición de la cobra. Yo la sigo, concentrándome en la respiración. Decididamente, estoy oxidado y, tras estos tres meses en los que me he limitado a correr un poco y hacer algunos estiramientos por aquí y por allá, tengo la impresión de que mi pierna ha encogido. ¿El problema? Que solo es una impresión. Si quiero seguir pudiendo mover la rodilla, más vale que trabaje los músculos del muslo y la pantorrilla todos los días. Y como estoy desequilibrado, también debería ir al osteópata con regularidad para no compensar demasiado.

Se lo he comentado por encima a Diane, que de inmediato me ha sugerido que hiciéramos yoga juntos, como solíamos hacer en Nueva York. He aceptado con gratitud. Por una parte, echo de menos a Diane, a pesar de nuestros FaceTime habituales, y, por otra, me hacía falta alguien para motivarme.

Seguimos encadenando series y, aunque me quema la rodilla, siento que poco a poco se van relajando los músculos que la rodean. Es algo ínfimo y mañana voy a pasarlo mal, pero, si me obligo a repetir los movimientos a diario, sé que sentiré menos la rodilla de aquí a dos semanas, quizá tres.

—¿Qué tal el trabajo?

La voz de Diane resuena desde el otro lado del Atlántico.

—Diane, creía que tenía que mantenerme concentrado…

—Tengo que ir al estudio justo después de nuestra sesión y ¡quiero saberlo! —responde con vehemencia.

Cambio de posición para colocarme en flor de loto, con las piernas cruzadas y las manos juntas.

—¿Qué quieres saber?

Diane se toma su tiempo para terminar su serie y adoptar la misma posición que yo. Cierro los ojos e inspiro.

—¿Estás contento? ¿Avanzas? —me pregunta.

—Sí y no. Hemos escarbado en páginas y páginas de correspondencia y no tengo nada concluyente, algunas pistas, pero insuficiente para hacer un libro.

—¿Hemos?

Abro un ojo para observar la expresión inquisitiva de Diane. No ha retenido nada de lo que le he dicho excepto ese plural acusador. Niego con la cabeza.

—Diane, no te andes con rodeos. Mi trabajo te da igual…

—¡Para nada! —contesta, indignada—. Es solo que es la primera vez que te oigo hablar en plural, así que me interesa.

—Sabes perfectamente a quién me refiero con ese plural. Ya te he dicho que Liv me estaba ayudando.

—Y, recuérdame, ¿por qué has aceptado que te ayude?

—Necesito ayuda y ella necesita convalidar una asignatura —mascullo.

—¡Pero qué generoso eres, Guillaume!

Suspiro e intento enviarle una mirada mordaz a través de la pantalla.

—Sé lo que estás intentado hacer, Diane.

—¿Qué, según tú? —responde, parpadeando con aire inocente.

—Quieres que te hable de Liv.

—Solo si te apetece —interviene rápidamente.

—No, no me apetece —respondo con tono frío.

—Ah, pero eso significa que hay algo de lo que hablar, ¿no?

Diane no parece decidida a dejarlo pasar. Al otro lado de la pantalla, sentada con las piernas cruzadas y las rodillas tocando el suelo, me observa, sonriente.

—La has visto en Nueva York, ¿verdad?

—¿De qué hablas?

Parece sincera cuando dice no saber de qué le estoy hablando, pero Diane es una experta en fingir cuando le conviene. Arqueo una ceja. Ella frunce el ceño y exclama:

—¿Te refieres a Liv?

—¿Quién si no? Está en Nueva York esta semana. Imaginaba que os cruzaríais en la compañía.

Diane niega con la cabeza:

—No, si se ha pasado por allí, no ha sido cuando estaba yo. Ya sabes cómo es Liv, ahora que la conoces mejor que yo…

Siento que una ola de culpabilidad me invade y, aunque no me sonrojo, hay algo en mi actitud que debe de delatarme porque Diane, desde el salón que comparte con Ethan, grita:

—¡No! ¡Os habéis acostado!

—¡Por supuesto que no! Todavía n… ¡Mierda! —suelto.

Diane se queda con la boca abierta, con expresión de horror y fascinación, antes de echarse a reír y perder el equilibrio. Coloca las dos manos detrás y sigue riendo, mirando al techo. Necesita varios segundos para recomponerse y veo que se acerca a la pantalla. Coge el ordenador y se sienta en el sofá.

—Espera que me ponga cómoda antes de continuar esta conversación. ¿Todavía no? Es eso lo que ibas a decir, no me mientas.

—¿Por qué te mentiría? Y, además, ¿qué más te da?

Hago como ella y me levanto para sentarme en la cama con el ordenador en las rodillas. Diane no responde de inmediato y veo que adopta una expresión de inquietud.

—¿Qué pasa? ¿Crees que no debería?

Se encoge de hombros:

—No es eso… No soy quién para opinar, pero…

—Diane, eres mi mejor amiga. Te he visto a punto de hacerte pis en el tutú.

—¡Solo tenía diez años! ¿Durante cuánto tiempo piensas recordármelo?

—Mientras vivamos —la amenazo, frunciendo el ceño.

Refunfuña antes de preguntarme:

—¿Vas a ser amable con ella?

—¡¿Q… qué?! —exclamo, asombrado por el giro de los acontecimientos.

—Te gusta mucho jugar con los sentimientos de la gente…

—¿A qué te refieres?

Esta vez, lo que me invade es la indignación. Diane inspira resoplando antes de estirar las manos por delante de ella.

—Veo cómo le vuelves la cara a las estudiantes que están locas por ti.

—¡Pero sabes perfectamente que no pasa nada con ellas!

—Pero a ti te encanta agradar sin… comprometerte.

—No estoy muy seguro de que Liv espere un compromiso, Diane.

Resopla, más superada que molesta:

—Puede ser, Guillaume, pero… espero que Liv vuelva a la compañía y me gustaría que no me odiara más de lo que ya lo hace porque mi mejor amigo le haya hecho perder el tiempo.

—Diane, deja de querer salvar a todo el mundo. Liv es ya mayorcita y yo también. Solo nos hemos besado. Nada más.

—Ah. Entonces ha habido beso.

El tono que utiliza, ese «lo sabía» subyacente, termina de enfadarme y, sin darle oportunidad de seguir, cierro el ordenador con gesto seco. Unos segundos después, recibo un mensaje en el teléfono:

¡No te vas a escapar tan fácilmente!

No le respondo, pero veo otro mensaje de Sophie en el que me pregunta si pienso ir a verla. Le confirmo que voy a pasarme y, tras ducharme y vestirme, ando veinte minutos hasta su consulta, cerca de la parada de metro Voltaire. Empujo el portón, entro en el bonito patio pavimentando, giro a la izquierda y me adentro en la consulta. Sentado en la sala de espera, echo un vistazo a las revistas que hay sobre la mesa, en las que descubro con estupor los productos de cuidado del cabello que utilizan las celebridades, cuando por fin se abre la puerta del despacho de Sophie. Lleva unos vaqueros, un jersey negro y el pelo recogido en su eterna cola de caballo.

—Ven, Guillaume.

—¿Soy tu último paciente?

—Sí, me he dicho que así tendríamos algo más de tiempo para charlar. En casa es un auténtico caos —me suelta por encima del hombro, ya entrando en la habitación.

La sigo y me instalo en uno de los sillones que hay frente a su mesa. Cuando tiro de uno hacia mí, me detiene con un gesto.

—No, no, no, ahora que te tengo aquí te vas a quitar el pantalón y rapidito.

—Sophie, no puedo hacerle eso a Pierre, ya lo sabes.

Chasca la lengua y se cruza de brazos; parece que mi broma no le ha hecho la más mínima gracia.

—No te vas a escapar, Guillaume. Hace casi tres meses que no veo tu rodilla y si crees que no me he dado cuenta de cómo andas, estás muy equivocado.

—De verdad, Sophie, solo te estoy pidiendo que respetes a mi hermano.

Por fin, esboza una pequeña sonrisa, pero no cede ni un palmo:

—Te aviso. Si no lo haces tú, yo misma te quitaré el pantalón.

—¿Estás segura de que eso es profesional?

—Eres mi cuñado, Guillaume, y no pienso esperar a que no puedas doblar la pierna para examinarte. ¡Venga, en calzoncillos!

—En calzoncillos… No me lo puedo creer —murmullo mientras obedezco.

Me siento en la camilla. Sophie observa mis cicatrices con expresión neutra antes de doblarme la rodilla, verificando el grado de flexibilidad. Estira la pierna poco a poco, la hace girar y se pasa un cuarto de hora manipulándome sin casi pronunciar palabra. Finalmente, se aplica un aceite en las manos y planta sus dedos en el músculo, por encima de la rodilla, en torno a la cicatriz que atraviesa mi muslo.

—¡Ay, joder! —no puedo evitar gritar.

Sophie no deja de masajearme, observándome con el rabillo del ojo mientras sigue trabajando mis músculos de forma metódica.

—No te conocía todavía cuando tuviste el accidente, pero siempre me he hecho la misma pregunta…

Intento no gritar, pero no puedo evitar emitir un gruñido reprimido cuando su pulgar toca un punto sensible.

—¿Podrías ir con más cuidado?

—Treinta segundos más y todo irá mejor.

Y tiene razón: los espasmos involuntarios que el masaje de Sophie había provocado en un primer momento desaparecen para dar paso a un calor casi abrasador. Sophie no se detiene ahí y, obligándome a doblar un poco la pierna, pasa a la parte trasera de la rodilla, el muslo y también la pantorrilla. El dolor reaparece, pero esta vez aprieto los dientes.

—La pregunta que me hago es… ¿Ya no bailas en absoluto?

—No —mascullo—, jamás.

—Pero justo después del accidente, ¿ni siquiera lo intentaste? Aunque supieras que ya no podías ser bailarín profesional.

Espiro con gran estruendo por las fosas nasales y me limito a responder:

—No.

—¿Y cómo es que mantienes el cuerpo?

La pregunta que mata. Intento encogerme de hombros, pero Sophie empieza a masajearme la pantorrilla de arriba abajo y eso me provoca un escalofrío de placer y alivio. Cierro los ojos y dejo que mi barbilla toque mi pecho.

—Excepto estos últimos meses, sigo entrenando. Todos los días.

—¿Todos los días?

—Todos los días. Los fisios y médicos de la clínica de rehabilitación no paraban de decirme que tenía que mantenerme en buena forma física si quería compensar mi rodilla, que jamás recuperaría al cien por cien. Como pasé de estar todo el día bailando a estudiar, seguí trabajando lo básico.

—Ya veo. Eso explica bastantes cosas.

—¿Mi cuerpo de ensueño, quieres decir?

—Tu cabeza dura, más bien. Un auténtico bailarín. Antes morir que quejarse. ¡Dejadme que sufra por mi arte!

—¿Qué dices? ¡Yo no soy un bailarín!

La vehemencia con la que me expreso hace que eleve la mirada al cielo y adopte un tono tranquilizador:

—De acuerdo, no eres un bailarín. ¿Sabes? Tampoco es tan grave no haber conseguido serlo en la Ópera.

—Por supuesto que no lo es. ¡Ni siquiera era mi sueño! —exclamo, lamentando al instante lo que acabo de decir.

Sophie decide dejar pasar mi comentario y vuelve al tema del ejercicio:

—¿Te duele cuando haces estiramientos?

—Sí.

—Quiero decir después.

—Durante y después.

Frunce el ceño.

—¿Y cuando no los haces?

—¿Te refieres a cuando me olvido de hacerlos? Me duele más, sí.

—¿Me estás diciendo que te duele todo el tiempo?

—Pero ¿tú has visto mi rodilla? Aunque tampoco es que sea insoportable.

Sophie agita la cabeza y veo en su expresión de descontento que no he dado la respuesta correcta.

—¿Por qué no me lo has dicho?

—Eres mi cuñada y tienes cosas mejores que hacer que cuidar del tullido de la familia.

—No, no tengo nada mejor que hacer. Es mi trabajo. Si no cuido de mi familia primero, ¿qué sentido tendría?

Estira mi pierna y la vuelve a doblar. Mi rodilla se dobla mejor y ya no tengo la impresión de que el menisco va a atravesarme la piel o que el músculo que hay justo encima es una masa dura e inmóvil.

—¿Sabes, Guillaume? En mi consulta veo diferentes actitudes frente al dolor. La primera consiste en querer evitarlo a cualquier precio y eso puede llevar a accidentes. El dolor es una señal de alarma que envía tu cuerpo antes de que llegues al punto de no retorno. La segunda reacción es la de aquellos que no lo soportan, hasta el punto de no poder identificarlo, y se niegan a enfrentarse a él, lo que puede hacer mucho daño porque, en realidad, no escuchan a su cuerpo. La tercera, la típica de los bailarines, es considerar que el dolor forma parte de su profesión. Que el dolor es noble. Que es prueba de que saben aguantar. También es una forma de control y, a veces, de placer patológico. Sienten su cuerpo. Pero como ya te he dicho, el dolor es una señal de alarma, como la fiebre. ¿Sabes lo que pasa cuando cortas una señal de alarma?

—Imagino que vas a explicármelo.

—Imagina que hay una alarma en la calle que no para de sonar. ¿Cómo reaccionarías?

—Me pondría tapones en los oídos.

—Solo que tu cuerpo no puede ponerse tapones. Lo vuelves loco al no intentar calmar ese dolor. Está en un estado de alarma constante. Cuanto más lo sometes a esa tortura, más difícil resulta relajarse.

—Pero bueno, de eso hace ya diez años y todavía no me he vuelto loco —respondo, incómodo con el giro que ha tomado la conversación.

—No, pero cansas a tu cuerpo. Lo pones al límite. El dolor se ha convertido en una forma de control, ¿me equivoco?

Me viene a la cabeza el recuerdo de aquella tarde en la que Liv tenía mucho calor y yo, voluntariamente, doblaba la rodilla para que el dolor me ayudara a aclararme las ideas. Sophie continúa:

—No sé cómo lo haces para tener vida sexual con semejante dolor.

La pregunta del millón.

El silencio se prolonga. Cuando elevo la mirada hacia Sophie, me está observando, intentando mantener una expresión neutra. Desbordado, elevo la vista al cielo.

—¿Quieres que hablemos ahora de mi vida sexual? ¡Creía que eras fisio, no psicóloga!

—¿Tienes vida sexual? —me pregunta con tono aséptico.

—Sí, no te preocupes. No necesito tirarme a una tía distinta cada noche para tener vida sexual.

—Una ya estaría bien… —comienza.

Me tapo la cara con las dos manos y gruño.

—¡Paraaa!

Pero más que a ella, me lo digo a mí mismo, porque con tan solo la evocación molesta de mi vida sexual se ha añadido de inmediato la imagen, mucho más perturbadora, de Liv.

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