Olivia

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CAPÍTULO 16

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CAPÍTULO 16

LIV

Recorro el laberinto de callejuelas que rodean Covent Garden. Aquí está la Royal Opera House, justo en pleno centro del Londres histórico y turístico. Sin más dilaciones, y tras mostrar mi patita blanca, me meto en el edificio por la entrada reservada a los artistas. Joaquín, que ha dejado mi nombre en la puerta, me espera dentro. El vigilante del exterior me pregunta si necesito ayuda para encontrar el camino, pero le digo que no con la cabeza. Me acuerdo perfectamente de dónde tengo que ir.

Los vestuarios están ocupados, con mochilas abiertas por todas partes porque la compañía ensaya en escena hoy, y me cuelo dentro para cambiarme. Me quito la ropa y me pongo un maillot negro con mangas tres cuartos y escote en la espalda. Añado unas medias cortadas a la altura de los tobillos y una rebeca cruzada también negra. Entre bambalinas, la temperatura es más bien fresca y no quiero que se me enfríen los músculos de camino a la sala de ensayos. Ya llevo el pelo recogido en un moño alto y me limito a pasarme la mano, por reflejo, por los cabellos aplastados para verificar que nada sobresale. El último objeto que saco de mi mochila es un par de puntas. Antes de venir a Londres, volví a pasar por el estudio para aprovisionarme de puntas de la reserva a mi nombre y con las que entrenar las próximas semanas, antes de mi vuelta definitiva. Sin embargo, en Nueva York, solo preparé un par, ante la mirada asombrada de mi sobrino, por el tratamiento al que estaba sometiendo a mis zapatillas de satén rosa. Tras coser gomas y lazos, y decidir qué zapatilla sería la derecha y cuál la izquierda, las pisotée para ampliar un poco la caja. Despegué la mitad de la suela interna para luego doblarla a ambos lados con el objetivo de conseguir algo más de flexibilidad, quité el satén de la punta y lo quemé. Hice algunos relevés para hacerme un poco con ellas y eso es todo.

Observo mi par, ya preparado para usarlo. Deslizo mis pies dentro. Tengo la sensación de estar aprisionada en un cepo, nada raro después de seis meses en libertad. Sentada sobre mi mochila, no me anudo todavía los lazos, ya que las gomas mantienen los pies en su sitio. Me limito a poner en punta un pie con cuidado antes de volver a apoyarlo en el suelo. Con los codos descansando sobre las rodillas, dejo caer la cabeza un instante. Cierro los ojos e inspiro profundamente para luego espirar largo y tendido hasta sentirme vacía, con la mente clara. Me quito las puntas, las guardo en mi mochila y las sustituyo por unas booties —unos botines grandes de tela que protegen los pies y los tobillos de los bailarines— para ir al estudio de ensayo. Atravieso las bambalinas, donde me cruzo con otros bailarines a los que saludo educadamente a pesar de no conocerlos. Ellos tampoco me conocen a mí. Mejor. Menos presión así. Localizo por fin la puerta del estudio que me ha indicado Joaquín. Echo los hombros hacia atrás antes de empujar con fuerza.

—Hola, Joaquín.

—¡Liv!

El bailarín está en el centro de la sala, donde acaba de instalar una barra portátil. Se ha dado la vuelta y me sonríe con todos los dientes. Lleva el pelo más largo de lo que recordaba. El contraste entre sus mechones morenos, casi negros, y sus ojos azul claro le confieren un cierto aire de conde romántico, entre Casanova y Montecristo, capaz tanto de seducir como de vengarse.

Se acerca y me abraza. El gesto me sorprende y le doy unas palmaditas en la espalda, sin saber qué actitud adoptar. Aunque Joaquín siempre ha sido bastante «táctil» con la excusa de sus raíces hispánicas —cuando le convenía— para así poder arrimarse a quien le interesaba, jamás hemos sido de los que se dan palmaditas en la espalda. Sin embargo, cuando me lesioné, estuvo muy presente y continuó estándolo hasta que se vino a Londres.

—¿Has traído tus puntas?

Desconcertada, tardo unos segundos en responder:

—Sí, pero creía que iba a asistir a vuestra clase. Puedo quedarme en booties, ¿no?

Al menos eso era lo que me había dado a entender Joaquín cuando hablamos de mi vuelta después de la propuesta de Audrey. Después de ir a clase y hablar un poco sobre cómo podíamos abordar nuestra colaboración, esperaba poder huir deprisa antes de que se diera cuenta de todo el trabajo que queda por hacer.

Pero estamos solos.

Joaquín arquea las cejas antes de que su sonrisa se haga todavía más amplia.

—Vas a asistir a una clase, pero a una impartida por mí. Todo un privilegio.

—Ah.

—Por favor, no te emociones tanto —me reprende con un tono de falsa indignación.

—Es solo que estoy un poco sorprendida.

Sigo plantada en la entrada de la sala con la mochila al hombro. Joaquín me guía hasta un banco que hay apoyado en uno de los espejos que decoran las tres paredes del aula. Me quita las asas del hombro y deja la mochila a mi lado. La abre sin preguntar y, tras rebuscar unos cuantos segundos dentro, me entrega un par de puntas.

—Toma. Quiero verte los pies.

Acepto las zapatillas antes de preguntarle:

—¿Por qué una clase particular?

—Necesito ver de qué eres capaz —me suelta antes de quitarse la sudadera con capucha que llevaba cuando llegué a la sala.

Me tengo que contener para no fruncir el ceño ante su anuncio. Si él supiera… Por desgracia, no sabe gran cosa; si he aceptado venir es porque una parte de mí…

—¿… creías que ibas a poder ocultarte en el fondo de la sala? —completa Joaquín, como leyendo mis pensamientos.

No digo nada y mi silencio habla por sí solo. El bailarín gira los hombros hacia delante y hacia atrás y se coloca en la barra. Lleva una camiseta gris chiné y unas mallas de danza negras que marcan todos los músculos de un cuerpo que trabaja como una herramienta de precisión. Joaquín es un modelo en la profesión. Su resistencia y su exigencia son legendarias, y si bien su reputación de donjuán es merecida, quizá este sea su único exceso.

Me levanto un poco a regañadientes. No me queda otra. Me quito las booties y me pongo las puntas que me ha dado Joaquín. Cuando me incorporo, me observa con los brazos cruzados.

—Lo sé. He engordado.

Todavía me cuesta acostumbrarme a esta nueva silueta, tengo que reconocerlo. Joaquín agita la cabeza antes de hacerme señas para que me una a él en el centro de la sala. Una vez frente a él, cada uno a un lado de la barra, sigue escudriñándome antes de asentir con la cabeza, despacio, y decir, como si hablara consigo mismo:

—Audrey tenía razón…

—¿De qué hablas?

—Quizá sí seas capaz de hacer justicia a Diamantes.

—¿A qué te refieres?

—Has ganado amplitud, sí.

Elevo la mirada al cielo. ¡Qué clase de eufemismo es ese! Voy a matar a Sophie y sus ejercicios de musculación, que no solo han desarrollado mis pantorrillas, sino también mis cuádriceps. Pocos verían la diferencia, pero yo sí, que además la siento. Quizá haya ganado en potencia, pero, sobre todo, peso más.

—Te has desarrollado —comienza, pensativo—, aunque está bien. Eres más atlética, menos poca cosa. Sigues siendo delicada, pero se percibe cierta potencia. Por el contrario…

Animada por sus palabras, me dispongo a darle las gracias, pero cierro la boca al ver su expresión de preocupación.

—No mentías cuando me dijiste que hacía tiempo que no bailabas…

—Eh… no…

—Y yo que creía que te estabas haciendo la modesta…

—Entonces, ¿en qué quedamos? ¿Soy más atlética o no?

—Sí, pero vamos a tener que trabajar. Tienes que alargar esos músculos, ¿lo sabes? Y emplearte a fondo, sin reservas. Si eres capaz, por supuesto.

Molesta, me limito a asentir con la cabeza de forma seca.

Joaquín, que no es de esos a los que les va el psicoanálisis en la barra, pasa de inmediato a la clase. ¡Y qué clase! Me hace repasar todo lo básico para comprobar si he olvidado mis clases de danza. Las posiciones fundamentales, tanto de pies como de brazos, los pliés, los dégagés, los battements, los ronds de jambes en dehors y en dedans en altura y luego en el suelo, los fondus, los fouettés con final en arabesque.

Me corrige sin parar, obligándome a forzar mis gestos, bajar los hombros y mantener las caderas hasta que queda satisfecho. Él mismo hace todos los movimientos sin esfuerzo aparente, con la frente lisa y su camiseta gris impecable, justo lo contrario que yo. Siento que me arden las mejillas y tengo el maillot pegado al torso.

A continuación, me aparta de la barra para que haga una serie de arabesques, segunda, tercera, cuarta, inclinada. Cuando llega la serie de relevés y piqués, hace una pausa.

—Vale. ¿Te puedes poner unas medias puntas?

La expresión de preocupación con la que me lo pregunta hace que me den ganas de estrangularlo con mi rebeca cruzada, que hace ya tiempo que está en el banco. Tengo calor y veo en el espejo que me brilla la frente, así como los pequeños pelitos que se escapan de mi moño para crear un halo que me hace parecer más un científico loco que un ángel.

—Sí, ocho meses después del accidente, ¡más me vale!

—Teniendo en cuenta que te has pasado la mitad vegetando en el sofá, prefiero preguntar.

¡Grrr!

Le lanzo una mirada malvada, pero él se limita a sonreír al espejo.

Me coloco frente a él y encadeno un piqué attitude y un piqué arabesque cambiando de pie de apoyo, como me pide. Siento el tobillo, por supuesto, pero mi orgullo me hace aguantar, así como el movimiento de cabeza de Joaquín que, esta vez, no me corrige de inmediato y se limita a tirar levemente de la pierna que tengo en el aire para darle mayor amplitud a la posición.

El bailarín me hace subir en mis medias puntas una y otra vez. Ya no ejecuta los pasos ni los encadenamientos al mismo tiempo que yo, sino que me observa minuciosamente. Estoy a punto de lanzarme a ejecutar una diagonal de grands jetés, un paso que requiere impulso, sobre todo del tobillo, cuando me para con un gesto.

—Ya vale por hoy, Liv.

Aliviada muy a mi pesar, me relajo y empiezo a refunfuñar:

—¡Ah, estoy muerta!

Joaquín mira el reloj de la pared y aplaude despacio.

—Bravo, Liv, has bailado una hora y media.

Me siento en el suelo, estiro las piernas y giro los tobillos de inmediato para relajarlos. Por supuesto que siento tenso el tobillo derecho, pero, para ser honesta, todo el cuerpo lo está y tengo la impresión de que se me va a salir el corazón de la caja torácica. Joaquín se agacha junto a mí. En posición de grand écart, con el pecho pegado al suelo, levanto la cabeza a un lado y le lanzo una mirada inquisitiva por encima del hombro. Me sonríe y responde a mi interrogatorio silencioso:

—Estás mejor de lo que me esperaba. Puedes subirte a las puntas.

Suspiro y apoyo la cabeza entre mis brazos. Me levanto despacio, desenrollando la columna. Joaquín vuelve a estar a mi lado, pero ahora para darme una botella de agua y una toalla. Me seco y bebo un largo trago antes de levantarme. Tengo la impresión de que me han centrifugado, algo que me solía gustar.

—Sé que queda mucho por hacer. Estoy trabajando la flexibilidad, pero todavía no estoy como debería.

—No, has conservado una bonita amplitud, pero debes dejar de tener miedo de tu tobillo y tienes que explotar de verdad tu nuevo cuerpo, ¿sabes? Todavía bailas demasiado como antes.

Se bebe media botella de agua y se seca la frente con la camiseta, desvelando un torso que hace fantasear a bastantes bailarines y bailarinas de la compañía, pero al que yo soy inmune. Casi. Joaquín, a pesar de su lado donjuanesco y ese punto de arrogancia que le caracteriza, jamás ha sido de esos tíos que están enamorados de su reflejo. Él se observa para mejorar su rendimiento. Y suele hacer lo mismo con los demás con la excusa de sus miraditas reiteradas.

—Ven y siéntate a mi lado.

Obedezco y le sigo. Me pongo la rebeca cruzada y me instalo en el banco. Joaquín saca una tableta de su mochila y, tras algunas manipulaciones, aparece un vídeo.

—Oh, es…

—Sí, Natacha Mychkine y el Bolshoi, bailando Diamantes en los años noventa.

Observo a la bailarina. De origen ruso, se pasó a Occidente a finales de los años ochenta y bailó en el Ballet de la Ópera de París durante veinte años, con algunas apariciones en otras compañías internacionales. En el vídeo tiene casi cuarenta años, aunque nada o casi nada lo refleja. La gruesa capa de maquillaje es por algo, pero lo que destaca, sobre todo, es la calidad atemporal de su interpretación. Por supuesto, su técnica es excepcional, puro producto de la escuela rusa, con esa forma de atletismo tan propia suya, pero ella también proyecta mucho como actriz. No es solo esa demostración de fuerza lo que hace que este Diamantes resulte cautivador, a pesar del hecho de que no haya ninguna historia detrás de los números de danza que se suceden. La coreografía será todo un desafío para mi tobillo, pero también un regalo. La sinfonía n.º 3 en re mayor de Chaikovski llega a su fin y hago una mueca a Joaquín.

Suelta una pequeña carcajada:

—No, no va a ser fácil, pero tienes mucha suerte, ¿lo sabes?

—¿Sí?

—Tienes un partenaire excepcional —declara antes de levantarse e inclinarse ante mí, con la mano en el corazón.

—No estoy segura de que sea suficiente, aunque es probable que tu ego ciegue al público hasta el punto de que no vea mis errores.

Joaquín me lanza una mirada ardiente.

—Ya me quedo más tranquilo. Veo que tu bilis legendaria sigue ahí.

Chasqueo la lengua, pero, cuando cruzamos miradas, veo que no hay crueldad en sus ojos, sino más bien algo de socarronería, como en los míos.

—Venga, vamos a marcar los pasos para familiarizarnos con la coreografía.

Tengo mis reticencias, pero también muchas ganas de hacerlo, así que le doy la mano para tener una mejor idea de nuestras ubicaciones y sentir la coreografía. He bailado poco con Joaquín y es todo un placer descubrirlo tan brillante en los ensayos como en el escenario. A veces se deja llevar y me coge sin avisarme por la cintura para elevarme, en vez de limitarse a esbozar el movimiento.

Tras dos o tres incidentes similares, para y me dice:

—Pero ¿quieres bailar o no?

—¡Pues claro! —me sublevo.

Levanta los brazos en señal de rendición, pero continúa:

—Te creo, aunque está por ver. Cada vez que te aprieto un poco, te tensas. Me gustaría saber para o contra quién bailas. Porque desde luego no estás bailando conmigo. Está claro.

—¿A qué te refieres?

—Liv, hay algo que te retiene y no es el tobillo, que está bastante bien. No bailes contra nadie ni para probar que puedes hacerlo. La única persona para la que debes bailar es para ti misma.

Me pongo en jarras, otra vez con la respiración pesada e irregular. Puede que todavía sea capaz de bailar, pero, a pesar de mis clases regulares, mi forma física deja mucho que desear. Agito la cabeza y casi me entra una gota de sudor en el ojo.

—Estoy de acuerdo. Físicamente no hay nada que me impida bailar, lo reconozco. Me siento perdida.

—¿Seguimos hablando de danza?

Aprieto los dientes, evito su mirada y le oigo silbar.

—¿París te ha hechizado? Y por París me refiero a un parisino.

—Sí —empiezo a decir antes de recomponerme—. ¡No, por supuesto que no!

Elevo la cabeza hacia Joaquín y hago una mueca al no saber de qué manera expresar cómo me siento.

—¿Ahora hemos pasado a un consultorio sentimental, Liv?

—A un consultorio clitoriano, mejor.

Joaquín suelta una carcajada sincera y generosa que resuena en toda la sala. Me encojo de hombros y me limito a agitar la cabeza. Sí, la verdad es que es para reírse. Se para y me mira, serio, con apariencia de no comprender dónde está el problema:

—Si hablamos de tu clítoris, Liv, nada de darle vueltas a la cabeza. Hay muchos tíos en el mundo, ¿no?

—Sí, hay muchos, eso está claro. Pero…

—Oh… ¿Tienes ese órgano reservado para alguien en concreto? Y seguimos hablando de clítoris, ¿verdad?

—Joaquín, esta conversación ya es suficientemente incómoda como para que encima te dediques a hablar de mis órganos, sean los que sean.

—Lo entiendo, pero, entonces… ¿Has sucumbido a los encantos de un francés?

—Sí, nos hemos besado hace una semana y luego… nada.

—Pero ¿no estuviste en Nueva York esa semana? Si él está en París…

—Sí, pero cuando digo nada, ¡me refiero a nada de nada! Ningún tipo de comunicación, digamos, concreta, después.

—¿Nada de mensajitos de contenido sexual quieres decir?

Elevo la mirada al cielo. Tengo la impresión de estar hablando con mi hermano. ¡Qué pesadilla! Pero Joaquín también es un gran conocedor de la psique masculina, sobre todo cuando se encuentra entre los muslos del espécimen masculino en cuestión.

—Sí, es raro. Tenemos que volver a vernos cuando vuelva porque trabajamos juntos. Bueno, soy su asistente… Es Guillaume, el mejor amigo de Diane, el profesor.

—¿Diane Mychkine?

—¿Acaso conoces otra? —resoplo.

—Interesante…

Tras unos segundos, me mira directamente a los ojos.

—Mira, o bien no le gustas de verdad, y en ese caso, pasa página. O bien no sabe lo que quiere y…

—Me tiré encima.

—¿Y reaccionó?

—Eh, sí, me devolvió el beso…

—Liv, me refiero a si reaccionó físicamente.

No, es peor que hablar con mi hermano. Estoy hablando con un psicólogo mezclado con mi padre que además se ríe en mi cara. Lo veo en la forma en la que se acaricia el mentón, solo para evitar echarse a reír.

Le dedico una mirada mordaz y articulo con claridad:

—Sí, reaccionó.

Bueno, eso creo. Joaquín reflexiona:

—¿Podrías proporcionarme más detalles respecto al… contexto?

Le resumo brevemente mi proposición indecente, y luego el tiempo que hemos pasado juntos trabajando, mis tentativas de seducirle por medios indirectos como, por ejemplo, subir la calefacción, y el beso. Al hacerlo, no puedo evitar explicarle la atención con la que Guillaume lleva sus investigaciones. Sus manos que se deslizan sobre el papel. Su pequeña sonrisa que hace que le brillen esos ojos oscuros cuando encuentra una buena palabra. La forma en la que palidece cuando le duele y piensa que nadie se da cuenta. Esa tensión siempre presente en la comisura de sus ojos y que me gustaría poder borrar acariciándolo con la yema de los dedos.

Joaquín se echa a reír. Una vez más.

—¿Podrías dejar de reírte como un león marino, por favor? —le suelto.

Tengo que reconocer que, si lo pienso bien, hay razones para reírse de mí. ¡Pero qué tonta!

—No debería reírme, pero, bueno… Mierda, Liv, es que es francés. Vamos, sin entrar en los clichés de género y hablando solo de cultura… no sé, pero… crea un ambiente. Por un lado, te tiras encima y, por otro, me hablas de él como si fuera un poema. ¿No podrías encontrar un punto intermedio?

—Ah, pero ¿ahora me vas a decir que tú creas un ambiente cada vez?

Joaquín hace gesto de pensar y asiente con la cabeza.

—Sí, de una forma u otra. En cualquier caso, no les suelto sin más que tengo ganas de meterle la mano en las bragas.

Refunfuño antes de tener que reconocer que quizá haya sido un poco directa, incluso algo bruta, no demasiado fina. Pero Guillaume me pone nerviosa. Cuando se lo digo, reacciona de inmediato:

—¿Cuánto tiempo hace que vas detrás de él? ¿Dos meses? ¿Es que de verdad merece la pena? Tampoco es que sea el último hombre sobre la faz de la Tierra, ¿no?

—No, si tienes razón. Además, tengo cosas que hacer ahora.

Joaquín agita su dedo índice frente a mí en señal de negación:

—Yo no he dicho eso. Solo te digo que quizá necesites un poco de distancia. Y él también. O te echa de menos y reacciona, o no es el caso y adiós muy buenas. Pero no empieces a transformarte en una vestal de la danza.

Le sonrío, reconfortada por el enfoque directo del bailarín. Tiene razón. Me levanto y me estiro con suavidad. Siento que mi cuerpo se despierta tras esa hora y media de ensayo, de temblores recorriendo mis piernas y mi espalda. Mi rendimiento ha sido lamentable hoy, pero, a pesar de todo, me siento bien, en mi lugar.

Y no necesito a Guillaume para eso.

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