Olivia

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CAPÍTULO 17

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CAPÍTULO 17

GUILLAUME

—¡Ten cuidado al bajar de la camilla!

Dudo. Sophie acaba de pasarse una hora masajeándome. Nada de esos masajes relajantes que te dejan como un charco, con velas perfumadas y música tranquila de esa que se vende en las tiendas new age. No, el masaje de Sophie ha sido un masaje deportivo. Se ha pasado como diez minutos trabajando la piel que rodea mis cicatrices. Después de diez años, creía que no merecía la pena, pero la piel parece menos tensa y menos pegada al músculo. Deslizo los dedos por las líneas de piel arrugada que atraviesan mi muslo y bajan hasta la tibia. Queman y el área que las rodea parece más móvil allí donde el músculo estaba dañado y donde mi muslo se hunde cuando debería arquearse.

—Hoy te va a arder bien la pierna. Espera un poco antes de hacer ejercicio, aunque el yoga que me has enseñado podría estar bien para esta tarde. Nos vemos en dos días, ¿no?

—¿El domingo?

—Esa es la prerrogativa excepcional de ser mi cuñado. Me gustaría ver cómo reaccionan tu piel y tus músculos. Los he trabajado con toda la profundidad que he podido, pero están muy contracturados. No me extraña que tengas la impresión de tener una pata de palo. Así aprovecharé para una sesión general de osteopatía. También tienes la espalda bastante engarrotada.

Apoyo una mano en mi muslo izquierdo antes de deslizarla por detrás de la rodilla y por mi pantorrilla. Los músculos me arden y, cuando presiono, siento que ceden más que de costumbre.

—Todos esos músculos están contracturados porque los sobreutilizas para compensar la rodilla, aunque no está tan mal como para eso. Con un trabajo regular, podrías incluso mejorar tu movilidad.

—Pues la he estado trabajando estos últimos años —empiezo a decir.

—¿Con un profesional? —me corta Sophie.

—No con la suficiente regularidad, tengo que reconocerlo, pero sí… con un año en el CERS de Capbreton, ya tuve mi dosis de profesionales…

—Guillaume —resopla Sophie con toda la paciencia de una madre superada por los caprichos de sus hijos—, haría falta que vieras a un osteópata algunas veces por semana para reequilibrar tu cuerpo; compensas con la parte derecha y estás muy tenso. A largo plazo, ¡acabarás agotado! ¡No puedes hacerlo todo solo, por muy disciplinado que seas!

Apoyo los pies en el suelo y me estiro. Para la sesión, llevo una camiseta y mis bóxers. Mi año en el Centro de Rehabilitación Deportiva —bueno, diez meses en realidad una vez que recibí el alta de los servicios intensivos— queda ya muy lejos y, sin embargo, todavía conservo recuerdos en forma de sensaciones que se reactivan con un gesto o un dolor específico. Es así, por ejemplo, cuando, con ambos pies en el suelo, me doy cuenta de que apuntan de forma natural hacia fuera. Sin pensar, coloco en punta el pie izquierdo y siento esa antigua tirantez que aparece cuando contraigo el muslo y ese dolor lacerante es tan extraño que se traduce casi como una ausencia total de sensaciones a la altura de la rodilla, confirmación de que no volveré a bailar nunca más. Detengo el gesto y elevo la mirada solo para encontrarme con Sophie observándome, con los brazos cruzados, apoyada en su mesa.

—De todas formas, es alucinante. Las líneas que conservas. Un bailarín en todo su esplendor. ¡Tienes unas piernas increíbles!

—¡Para, que pareces mi padre!

—Imagino que eso debería de enfadar bastante a Mathieu.

—¿A qué te refieres?

Me estoy quitando la camiseta para ponerme la camisa que me he traído y ahogo la pregunta en el algodón. Sophie me escucha de todas formas y continúa:

—Oh, ya sabes, te pareces mucho a tu padre y eres el que ha heredado más visiblemente el desliz de tu bisabuela.

Me río por la forma de decirlo.

—¡Desliz no verificado, te recuerdo! ¡Somos franceses de pura cepa!

—Sí, bueno, cuando vemos las fotos de tu abuelo, es más eslavo que otra cosa.

—Pero los tres hemos heredado sus rasgos, así que no veo la relación con Mathieu.

—Pierre jamás ha querido ser bailarín profesional. Tus padres lo sabían, aunque no quisieran reconocerlo. Mathieu era ambicioso y trabajador, pero su físico de bailarín de carácter era menos «Ópera de París». Les gustan las piernas largas y musculadas, como bien sabes. Y, además, Mathieu siempre tiene un lado bufonesco tanto en el escenario como en la vida privada que no pega demasiado con los estándares. Pero tú…

—Pero yo era el perfecto joven primer bailarín, ¿no?

—Sí, y por si fuera poco tu prueba de acceso a la Ópera fue muy buena o al menos eso dice la leyenda que tus padres han ido tejiendo con los años.

Me estoy anudando la corbata, con el mentón levantado. Espero a terminar el nudo para encogerme de hombros.

—Sí, la pasé. Pero muchos otros la han superado y no por eso se han convertido en étoiles. No significa nada.

—Está bien saber que ya no te afecta. Además, te gusta lo que haces y eso es importante.

Me cuesta no corregirla en cuanto a los efectos que el accidente tuvo en mí. Por supuesto que me afectó, pero no como mis padres, mis hermanos o Diane creyeron en su momento. Al fin y al cabo, solo hay dos personas que tengan una idea de la realidad. Liv es la segunda a la que le he hablado del alivio, teñido de culpabilidad, que sentí al despertar.

De hecho, he quedado con ella cuando abra la biblioteca. Me visto, me pongo mi abrigo y le doy un beso a Sophie antes de salir de la consulta. Mi pierna, más relajada gracias a sus cuidados, parece casi blanda, justo lo contrario que de costumbre. Ando más despacio de lo habitual con la sensación de que la rodilla ya no está sujeta por mis músculos, que, si bien estaban contracturados, tenían el mérito de crear un cerrojo en torno a mi sucedáneo de menisco. Las malas costumbres se resisten al movimiento natural y me veo cojeando más que nunca. Cuando por fin llego a Voltaire para coger el metro, tengo calor. El trayecto me permite recomponerme un poco. Liv me espera delante del enrejado de la biblioteca, una silueta fina que el resplandor de su abrigo rojo diferencia de los árboles cada vez más mustios. Hago el esfuerzo de estirar la pierna como me ha dicho Sophie, consciente de que mis pasos hacen más ruido que de costumbre. Rara vez me pasa, pero en este momento desearía no haber tenido el accidente. Ahora siento haberme abrigado tanto, olvidando que, algunos días, el simple hecho de andar se convierte en una auténtica prueba deportiva. Y siento mucho percibir en la mirada de Liv solo una indiferencia educada, el tratamiento que me tiene reservado desde que volvió.

Sus ojos verdes me escrutan.

—¿Todo bien?

Asiento con la cabeza. Le había dicho que llegaría un poco tarde, pero no le he había comentado a nadie que tenía sesión con Sophie. No me apetece hablar de mi rodilla.

—Mi pierna me ha ralentizado un poco esta mañana —le confieso a Liv, que no me ha pedido explicaciones.

Arquea las cejas imperceptiblemente y me dedica una sonrisa educada que me hace entrever a la gran burguesa del Upper East Side en la que habría podido convertirse si no se hubiera decantado por la danza.

Bajo las escaleras que nos llevan a la casa de Balzac delante de ella, como exigen las normas de cortesía, aunque soy más bien yo el que corre el riesgo de caerse y el que podría necesitar que alguien le sujete. Liv suelta un suspiro de exasperación detrás de mí. Su reacción me arranca una sonrisa.

—Déjame pasar. No tienes que obligarte a ir deprisa si te duele.

Me paro y ella me rodea, rozándome con el paño de su abrigo rojo. Seguimos nuestra bajada, que tiene poco de deportiva en sí misma: cada peldaño me arranca una mueca interior. Tengo la impresión de haber retrocedido diez años y tener que volver a domesticar mi cuerpo. Delante de mí, Liv brinca, literalmente, con esas piernas, recubiertas de negro, ágiles y agraciadas. Una vez instalados en la biblioteca, frente a una montaña de papeles que estudiar, observo un nuevo cambio en ella. Se tiene más recta. Jamás la había visto encorvada, pero había algo frágil en ella durante estos primeros meses, una fragilidad bajo una dureza aparente que hubiera podido saltar en pedazos al menor movimiento. Ya no es el caso. Al contrario que yo, que hoy tengo la impresión de andar sin articulaciones, su cuerpo parece más compacto. Firme y tensa. Es muy simple.

Está claro que vuelve a ser una bailarina.

—¿Todo en orden?

—Sí —me responde—. Estoy revisando toda la correspondencia de la época en la que apareció Los secretos de la princesa de Cadignan; busco sus secretos y sus «mentiras verdaderas» —continúa, jugando con las palabras que Balzac utilizó para referirse a esta obra en una carta a madame Hanska, su futura mujer.

Por mi parte, yo me pongo con la versión teatralizada de la obra que, en forma de novela, ya se prestaba al teatro con su casi unidad de lugar. La mayor parte de la trama se desarrolla en el salón de la princesa. Es un personaje fascinante, libre de los códigos morales de la época y decidida, más allá de la imagen que sus múltiples aventuras habrían podido dar. Inmerso en mis comparaciones, la jornada pasa volando. La partimos brevemente con un sándwich compartido en silencio sobre el banco más próximo a la casa. Con la mente todavía perdida en mis pensamientos, pregunto a Liv:

—¿Qué piensas de la princesa de Cadignan?

—¿El libro o el personaje?

—El personaje.

Liv me observa con el rabillo del ojo. El sol otoñal nos calienta un poco y sus mejillas están algo rosadas, haciéndola parecer una niña.

—Se las apaña bastante bien.

Sorprendido por su lacónica respuesta, exclamo:

—¿Eso es todo?

—Sí, se las apaña bastante bien, pero no es algo sorprendente, tampoco es que vayamos a declarar a Balzac el gran feminista de su tiempo.

Sonrío parapetado tras el cuello de mi abrigo y la animo a contarme más:

—¿A qué te refieres?

—Es la más bella, la más noble y, probablemente, la más inteligente, pero sí, es toda una suerte que consiga engatusar a un pobre hombre y aún… Yo habría preferido que ella lo hubiera podido engañar de verdad.

—¿Engañar?

—Sí, en realidad, es él el que decide creerla… Así que, al fin y al cabo, es él el que asume el control de la historia. Como se trata de un escritor, es fácil imaginar que sea él el que la escriba. Ella se presta a crear el personaje perfecto.

—Pero… también se trata de una historia de amor —replico.

Se hace el silencio ante mi comentario, que, incluso a mis oídos, suena algo sentimental.

Veo que la boca de Liv se estira y me lanza una mirada divertida.

—¡Ah, un romántico! Aunque solo cuando le conviene. Lo que me molesta es que, al final, quien le salva es su último amante. Tengo que reconocer que se encuentran los dos, pero es un poco «mi última oportunidad de ser feliz es un hombre». Prefiero a su prima Bette.

—¿Un personaje que se dedica a destruir la vida de sus allegados?

—No hablo desde un punto de vista moral, se trata de alguien que, por lo menos, se rebela contra su suerte y asume las riendas de su propia historia.

—¿Y prefieres eso? —pregunto, antes de darme cuenta de todos los sobreentendidos que conlleva.

Qué idiota. Después de nuestro beso, solo he hablado con Liv de cuestiones anodinas. Creía que era lo mejor que podía hacer, pero era más fácil cuando estaba lejos. Cuando me mira como si fuera imbécil, con sus párpados tapando la mitad de esos iris verdes que me atraviesan, solo quiero besarla. Se levanta y se sacude con cuidado las migas de su sándwich antes de volver a la biblioteca.

La tarde es tan aplicada como la mañana. No levanto la cabeza hasta las seis y media, cuando Liv me da un golpecito en el hombro con un dedo.

—Guillaume, me voy.

La observo y luego me quedo inmóvil, sorprendido. Está lista para irse, con el abrigo doblado en los brazos. Me aguanta la mirada, pero entorna los ojos en señal de enervamiento ante mi reacción.

—¿Qué pasa? —me suelta con tono seco.

—Tus ojos —farfullo como un imbécil.

—¿Qué le pasa a mis ojos? Solo es maquillaje.

—Pero… ¿por qué? —pregunto.

Liv frunce el ceño antes de responder en voz baja por respeto al resto de personas de la sala:

—He quedado para tomar algo. Solo tenía… ganas de que me vieran, eso es todo.

Aparta la mirada cuando pronuncia la palabra «ganas» y quiero decirle que yo sí la veo. Y que solo la veo a ella. Pero no es mi función. Desde luego, no desde que la besé y después solo la llamé para hablar de cuestiones relacionadas con nuestras investigaciones. Liv se ha soltado el pelo y sus ojos, delineados con lápiz negro oscuro, parecen todavía más verdes. Bajo la mirada y me doy cuenta de que lleva un vestido también negro, corto, que revela sus muslos musculados y tersos, y que me recuerdan el estado de mi pierna. La comparación me sienta como una ducha de agua fría. No es momento de fantasear.

—Ah, me parece bien. Estás muy guapa.

Sigue mirándome, con expresión más de enfado que de sentirse halagada por mi comentario.

—¿Tendría que darte las gracias?

Sorprendido por su agresividad, arqueo las cejas.

—Solo era un cumplido. ¿Prefieres que me centre en tus defectos?

—Preferiría que no te centraras en nada.

Se está empezando a poner el abrigo cuando, llevado por un impulso, le pregunto:

—¿Y con quién has quedado?

Liv hace una pausa para mirarme, incrédula. No cedo y mantengo su mirada. Acaba soltando:

—Creía que lo sabías. Con Mathieu…

—¡¿Qué?!

—… y sus amigos.

Mi «¡¿Qué?!» resuena en la sala y atrae algunas miradas asesinas. Hago un gesto para disculparme, pero no por ello abandono la conversación.

—Pero, ¿por qué?

—¿Por qué?

—¿Por qué con mi hermano?

—¿Con tu hermano y sus amigos, quieres decir?

Le gusta jugar con las palabras y tengo que contenerme para no fruncir el ceño. Le debo de dar pena, porque al final decide responder:

—He empezado a ir a las clases de la Ópera desde que he vuelto de Nueva York. Tu hermano me ha propuesto que saliese con él y con sus amigos.

¿Baila? Mierda. ¿Por qué no me lo ha dicho? ¿Y por qué no me lo ha contado mi hermano? Los pensamientos se arremolinan en mi mente.

—Pero ¿ellos no bailan? ¡Es viernes!

Mi tono de indignación le arranca una leve sonrisa, más bien del tipo crispación.

—¿Vas a superarlo?

—¿El qué?

—¿Que haya quedado con tu hermano?

—Por supuesto, vamos, ¿qué estás…? —farfullo.

Liv se abrocha el abrigo antes de soltarme:

—Vente.

—¿Qu… Cómo?

—Vente, solo vamos a tomar algo y estoy segura de que tu hermano se alegrará de verte.

Dudo. ¿Por qué me molesta tanto que haya quedado con Mathieu y sus amigos? Mathieu no me preocup… Pero ¿por qué debería preocuparme?

—¿Guillaume?

—¿Sí?

La voz de Liv pone fin a mi indecisión.

—A mí también me alegraría que vinieras.

Pronuncia estas palabras sin entonación, como si no quisiera meterme la más mínima presión. Desliza la mano por el cuello de su abrigo para sacarse el pelo, que rueda sobre el tejido, creando una onda rubia que contrasta con el rojo carmín de la prenda. Abro la boca y la cierro, echo un vistazo a la montaña de papeles que hay en la mesa y dudo un instante antes de volver a mirar a Liv, que sacude la cabeza y se limita a soltar al salir:

—Justo lo que me imaginaba.

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