Olivia
CAPÍTULO 23
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LIV
París, Nueva York o Vladivostok vienen a ser más o menos lo mismo cuando, como yo, te pasas todo el tiempo en modo «ponerse en forma» intensivo y no pones un pie fuera. Ya no es rehabilitación en un sentido estricto porque mi tendón ya está bien, he ganado músculo y he recuperado la movilidad y la flexibilidad, pero ahora llega la fase siguiente: volver a ser bailarina. Por la mañana, me reúno con mi entrenador para un entrenamiento por intervalos. No dejo de repetirme que es por una buena causa, aunque tengo la sensación de ser un hámster en una rueda, condenada a dar vueltas en torno al jardín de la Tullerías, solo que, al contrario que un hámster, yo sí tengo un objetivo. Espero.
Después de correr y hacer los ejercicios de core y refuerzo muscular, me voy directamente a la Ópera para mi clase. Sigo quedándome al fondo para no molestar a la compañía, pero me siento mucho más cómoda; mis músculos van recuperando poco a poco la memoria de sus veinte años de danza. Y, aunque el profesor tiene exigencias levemente diferentes a las de Nueva York, aprovecho para aprender y adaptarme. Nunca es tarde para ganar más movilidad en cuello y hombros, uno de mis defectos como bailarina. Sorprendentemente, soy un poco rígida.
Aliénor, que ha pasado su prueba de ascenso y ahora es primera bailarina, viene a veces a verme trabajar Diamantes. A pesar de mis temores, Mathieu se comporta como si no hubiera pasado nada y, aunque no somos amigos, sí somos colegas durante unos cuantos días más. Curiosamente, con la única persona con la que me siento incómoda es con Sophie, seguramente porque, además del hecho de que fue la única que me vio en mi peor momento cuando llegué a París, las sesiones que todavía nos quedan juntas se parecen cada vez más a sesiones de psicoanálisis. No sé si es por el contacto de las manos o porque nos concentramos en la reparación del cuerpo, pero siempre me siento tentada a confiarme a ella y tengo que contenerme en el último minuto para no hacer un monólogo sobre mis temores. De hecho, Sophie es el broche de oro de estas jornadas maratonianas que voy encadenando desde hace más de dos semanas y un poco mi recompensa. Esta tarde salgo directamente de la Ópera para ir a su consulta, a una de nuestras tres sesiones semanales, ahora que tenemos otro ritmo desde que he vuelto a bailar con regularidad.
Llego un poco antes y me siento en la sala de espera. Hace algo más de tres meses, estaba allí para darle el gusto a mi hermana, muy a la deriva y con una gran cólera dentro como resultado de un sentimiento de injusticia que ahora entiendo que era una variante infantil del «yo también quiero todos los caramelos». Incluso a través de las mallas puedo ver mis músculos, unos muslos poderosos, unas pantorrillas definidas, esta nueva fuerza que hace que hoy le haya arrancado un «¡oh!» de satisfacción a Mathieu en una serie de grands jetés que por fin consigo hacer. ¡Ya puede tragarse sus «circonitas»!
La puerta se abre y Sophie estrecha la mano de un joven antes de hacerme señas para que entre.
—¿Bailarín? Su cara me suena…
—Elenco en la Ópera y alguien que se cuida para no hacerse daño.
—Ah, estas nuevas generaciones que no saben trabajar duro —bromeo.
—O que han comprendido que exigirse sin conocer sus límites es peligroso si queremos tener una carrera. Al menos, una que dure más de cinco años.
Finjo reír mientras me quito las mallas para que Sophie pueda verme las piernas antes de trabajar un poco. Oigo cómo corre el agua mientras se lava las manos. Instalada en la camilla, miro el techo. Me voy en una semana. Ya.
No es momento de ponerse nostálgica. Sophie se sienta en la camilla y me coge el pie derecho para girarlo y doblarlo.
—Dime, ¿cuántas horas bailas al día?
—Mmm… Tres horas, tres horas y media.
—Liv.
—Cuatro horas. No puedo más con el entrenamiento de la mañana.
—¡Liv!
—Cuatro horas y media, a veces más, pero no seguidas, y es sobre todo el tiempo que paso en la Ópera y en los estudios de ensayo. No bailo todo el tiempo.
—Pero todos los días, imagino. Incluso los fines de semana.
—¡Tengo tiempo que recuperar!
Sophie guarda silencio y empieza a trabajar mis rodillas y luego las caderas. Hace más osteopatía que fisioterapia en estos momentos y comprueba que mantengo la alineación ahora que mi lesión está oficialmente curada. Me pide que me tumbe boca abajo y obedezco después de quitarme la parte de arriba y terminar en ropa interior. Sus dedos se deslizan por mi columna, palpando las fijaciones de las costillas a la columna vertebral, deshaciendo los diferentes nudos.
—Estás bastante tensa —murmura con tono de descontento.
Simulo encogerme de hombros, algo realmente difícil debido a mi posición tumbada, y gruño en señal de asentimiento.
—Sé que entrenas mucho y, aunque me parece un poco excesivo, lo comprendo, pero tienes la espalda un poco tensa y el cuello, también.
Lo trabaja un poco, presionando con el dedo en la unión de cuello y hombro, donde encuentra nudos que calienta antes de ablandarlos.
Me pide que me vuelva a dar la vuelta y, esta vez, trabaja mi cabeza.
—Ardes. Una pequeña tensión en el occipucio. ¿No te duele la cabeza?
—Bueno…
—¿Sí o no?
—Un poco sí.
—¡Pues dímelo! El objetivo es devolverte en mejor estado del que llegaste.
—Pero no es gran cosa —balbuceo, mecida por los movimientos infinitesimales de sus dedos sobre mi cuero cabelludo.
—¡Liv, espero que cuando vuelvas a Nueva York no dejes pasar los «no es gran cosa»! La prevención es lo que marca la diferencia. No te he ayudado a reparar un tobillo para que vuelvas dentro de seis meses con el cuello hecho polvo.
—¿Cómo?
—Roto.
—Ah. No.
La manipulación termina y me siento en la camilla, un poco abrumada y con ganas de dormir, algo que pienso hacer antes de ver Diamantes por enésima vez. Me vuelvo a poner la ropa, tomándome mi tiempo para no hacer movimientos bruscos y, una vez vestida, voy a sentarme frente a ella, en su despacho, donde está transcribiendo la sesión en el ordenador.
—¿Hoy no hacemos ejercicios?
—No, hoy no; en vista de que ya te ejercitas lo suficiente, haremos una sola sesión de ejercicios antes de que te vayas y pondremos punto final al tratamiento con una última sesión de osteopatía para que cojas el avión en plena forma.
—Genial —replico con voz monocorde.
Los ojos de Sophie, fijos en la pantalla de su ordenador, se centran ahora en mí.
—¿Es la idea de coger el avión lo que te alegra o tener que verme una vez más antes de irte? De hecho, todavía no has respondido a mi invitación. ¿Quieres venir a cenar el viernes? Y, por cierto, Pierre se ha ofrecido a llevarte al aeropuerto.
—Muchas gracias por el ofrecimiento, pero voy a coger un taxi, si no le importa.
—¿Estás segura?
—Sí, así será más fácil.
—¿Y sobre la cena? Jean sigue empeñado en convencerte para que te quedes en París, ¿sabes?
Miro hacia el patio al que da la consulta para que Sophie no pueda leer mi expresión cuando le respondo:
—Mejor no. Ya sabes… con las maletas y todo eso.
—¿Acaso me vas a hacer creer que no están ya casi hechas?
No se equivoca. Lo único que he dejado a mano son mis cosas de deporte para la semana y la ropa que necesito ahora que mi vida vuelve a girar en torno a la danza. Suspiro y miro a Sophie.
—¿Quieres la verdad?
—Pues sí, si no te importa.
—Preferiría no ver a Guillaume antes de irme. Soy una buena chica… —empiezo antes de ver cómo Sophie hace una mueca para intentar ocultar una carcajada.
—¡Eh! ¡Que sí que soy una buena chica! —grito.
—A ver, Liv, ¿de verdad es tan importante eso?
—¡No soy un monstruo!
—¿Acaso he dicho yo que lo seas? ¿Es que Guillaume ha dicho que lo seas?
—Solo una pobre chica, un caso que él, en su infinita bondad, había decidido tomar bajo su protección —escupo, llevada por la emoción.
Tras su mesa, Sophie me observa. Una lenta sonrisa se dibuja en su rostro, la expresión de alguien que acaba de relacionar dos problemas.
—Guillaume no tiene nada de santo, lo sabes, ¿no? De hecho, seguramente sea el chico menos «bueno» que conozco. Pero eso no impide que sea buena persona…
Suelto un suspiro, nada convencida.
—… cuando no se vuelve loco porque alguien se le acerca demasiado. Por miedo a que conozcan la verdad…
—¿Pierre te lo ha contado todo?
—Sí. He conocido a un Guillaume más elegante, lo reconozco.
Ah, estos franceses y su sentido del eufemismo.
—¿Menos cabrón, quieres decir?
—Sí, eso también —admite.
—Pero no está totalmente equivocado. Es cierto que me he aferrado a él. Que no lo he dejado. He sido yo la que no ha estado bien en este caso. He sido demasiado directa. En modo buldócer más que bailarina, no puedo negarlo.
Sophie me observa fijamente, con aire circunspecto.
—No veo el problema. Has sido directa con él, pero no le has obligado a nada. Los dos sois adultos. ¿Y qué es esa historia de bailarina? Si conocieras a su madre, sabrías que es capaz de cantar unas cuantas canciones subiditas de tono que dan mucho miedo y, sin embargo, no por ello dejar de ser una gran bailarina romántica. ¡Dejémonos ya de clichés! No, no, lo que estaría bien es que dejaras de flagelarte porque no entras en un determinado patrón. Pero ¿qué creías? ¿Que flotarías por todos los papeles, te convertirías en bailarina principal y vivirías feliz sin tener demasiados hijos para poder seguir bailando?
Sorprendida por el resumen bastante acertado que acaba de hacer de mis sueños de la infancia, me limito a asentir con la cabeza.
—Pero ¿a quién has decepcionado? ¿A ti misma?
Dudo. No, no estoy decepcionada. Estas últimas palabras me han hecho cambiar, poco a poco, en profundidad, como bailarina y como mujer. Que me hayan escogido para Diamantes me ha hecho más ilusión que cuando me convertí en solista, y volver a bailar en serio me ha permitido darme cuenta de hasta qué punto había sido un pez fuera del agua durante estos últimos meses en los que había perdido de vista lo que me llenaba de verdad.
—No, en realidad no.
Sophie me sonríe.
—Mi conciencia familiar me obliga a defender a Guillaume un poco. Ha pasado tanto tiempo construyendo un personaje que el hecho de que alguien lo amenace lo vuelve agresivo. Tiene demasiado miedo de ver lo que hay debajo. No sé si me explico.
—Creo que sí… de una forma algo retorcida. Pero ¿en qué soy una amenaza?
—Creo que tú ves al auténtico Guillaume. No tienes la leyenda del accidente de Guillaume sobre tus hombros. En resumen, su personaje no funciona contigo. No estoy segura de haberlo comprendido del todo, pero creo que jamás se ha repuesto de haber decepcionado a sus padres. Aunque son adorables, han moldeado a sus hijos para que se hicieran bailarines.
—Pero ¿por qué podría haberlos decepcionado?
—A mí también me parece raro pensar eso, pero Guillaume, al menos eso creo yo, se siente un poco culpable por su accidente. Dio al traste con todas sus posibilidades…
—Las suyas, no las de sus padres.
—Lógicamente, ahí estamos de acuerdo, pero no es posible controlar la psique de la gente. Sobre todo cuando sufrimos un trauma.
Me froto el mentón con el dedo índice haciendo una mueca, dubitativa.
—De todas formas, sigo prefiriendo no verlo antes de irme. Podríamos cenar juntos en enero, cuando venga para bailar. Celebraremos mi recuperación. Y Guillaume ya habrá vuelto a Nueva York, así que no habrá necesidad de encontrar una estratagema para que no esté.
Sophie me tiende la mano por encima de la mesa y me la aprieta con fuerza:
—¡Es una excelente idea!
—Nos vemos en dos días para nuestra última sesión.
—Cuídate. No te canses ahora demasiado corriendo y en la preparación física. Ya bailas mucho.
—Tomo nota —le respondo, acercando la mano a la frente a modo de saludo militar.
Salgo de la consulta y me paro un instante en la sala de espera para abrocharme el abrigo. Un solo vistazo por la ventana que da al patio interior me confirma que el tiempo ha cambiado y que una lluvia fina cae sobre la ciudad. Llevo una parka negra y me pongo la capucha antes de salir. Resulta extraño pensar que, en unos días, ya no volveré a hacer este camino que se me ha hecho tan familiar. Ralentizo un poco, contemplando el patio, las plantas que lo decoran, los grandes ventanales de la clínica, la sala de espera, el despacho de Sophie y la sala de tortura en la que me ha hecho crecer. La luz de la consulta proyecta bandas doradas sobre el suelo del patio. Oigo el ruido del portón que tiembla, probablemente una persona que forcejea con su peso. Me acerco y, tras pulsar el interruptor que abre la puerta, tiro del pomo para ayudar al pobre diablo que debe de haber al otro lado.
Con nuestras acciones conjugadas, por fin se abre bruscamente y la persona en cuestión casi tropieza conmigo.
—¡Cuidado! —grito, colocando una mano delante de mí.
—¿Liv?
Su mano recubre la mía, posada sobre el tejido mojado de un impermeable bien cortado, por encima del cual me observan con sorpresa sus ojos almendrados tras las gafas de cuerno de búfalo.
Me atraviesa una descarga eléctrica, ínfima pero real. Me estremece, pero no me muevo. La palma de su mano está fría. Antes de liberar la mía y metérmela en el bolsillo, lejos de las corrientes eléctricas inesperadas e inútiles, me digo que debería llevar guantes. La llovizna crea una especie de bruma que atenúa los perfiles del patio y la calle que hay detrás de él. Por un instante, tengo la impresión de que estamos solos en el mundo. Por suerte, el frío húmedo es eficaz para poner las ideas en su sitio.
—Sophie me había dicho que la veías hoy. Ya solo te queda una sesión, ¿no?
Incómoda, me limito a asentir con la cabeza antes de intentar esquivarlo. Me agarra por el codo, pero apenas siento su mano a través de la gruesa parka y mi ropa. A pesar de todo, me recorre un largo escalofrío, más de nostalgia que de excitación. O al menos es de eso de lo que intento convencerme. Como todo el mundo sabe, la nostalgia es un sentimiento que se manifiesta a la altura de la pelvis.
—¿Te apetece un café? Yo… yo termino con Sophie en media hora. Puedo pedirle incluso que me cambie la cita para que podamos irnos ahora mismo —se corrige en la misma frase.
Niego con la cabeza.
—Guillaume…
—No tienes tiempo —completa, con expresión de derrota.
Le sonrío y corrijo:
—Ya no tengo tiempo.