Olivia

Olivia


CAPÍTULO 24

Página 28 de 33

C

A

P

Í

T

U

L

O

2

4

GUILLAUME

—¿De verdad que te vas ya?

—Sí.

—Te podrías haber quedado hasta después de las fiestas.

Miro a Mathieu y Pierre, que me han acompañado a la terminal 2 E del Charles de Gaulle para despedirse de mí.

—Volveré, ya os lo he dicho. Todavía tengo mi billete de vuelta para principios de enero. Es solo una ida y vuelta rápida para solucionar dos o tres asuntos y presentar mi plan a mi codirectora de tesis de la NYU.

Mis hermanos asienten con la cabeza, con expresión seria. He seguido los consejos de Jean-Louis Lejour, profesor emérito y consejero de relaciones familiares. Me disponía a ir a hablar con Sophie cuando me crucé con Liv. Por suerte, me dijo que no a ese café porque, seguramente, habría perdido el valor para retractarme. Después de Sophie, fueron mis hermanos y, sobre todo, mis padres. Una vez abierta la brecha, contar mi verdad resulta mucho más simple de lo que creía. También más satisfactorio. Ya solo me queda hablar con Diane, mi mejor amiga, que me espera en Nueva York.

—Hemos llegado tres horas antes por tu culpa, así que espero que nos tomemos un café antes de que te vayas, ¿no? —pregunta Mathieu mientras pone rumbo a la panadería que hay junto a un puesto de prensa, al lado del control de seguridad. Pierre hace ademán de querer coger la maleta, pero lo fulmino con la mirada.

—¡Ya te he dicho que puedo yo solo!

Mathieu, que nos escucha, suelta por encima de su hombro:

—Déjasela, que así le sirve de muleta.

—¡Mathieu! —le corrige Pierre, siempre dispuesto a defender a la familia, a veces incluso contra sí misma si fuese necesario.

—¿Qué pasa? —dice este, encogiéndose de hombros—. ¡Guillaume nos ha dado permiso oficialmente para meternos con él y hablar de danza! Pues aprovecho y así se va acostumbrando.

Pierre niega con la cabeza, pero sonríe. Por mi parte, encuentro una mesa para tres, mientras mis hermanos hacen cola para comprar los cafés. Los anuncios se intercalan con la agitación de los viajeros y la efervescencia de un viernes, creando así un ruido constante. Mathieu y Pierre vuelven con unos vasos desechables de los que salen un hilillo de vapor y dejan su tributo sobre la mesa.

—Toma, esto será un adelanto de las delicias gastronómicas de las que disfrutarás en el avión —me suelta Pierre.

Me mojo los labios en el ardiente brebaje y hago una mueca, una reacción que Mathieu y Pierre también reproducen.

—Si infligirse semejante castigo no es la prueba definitiva de que te queremos, no sé qué podría ser —declara Mathieu.

—Eres un esnob.

—¡Le dijo la sartén al cazo! —murmura Pierre.

Bebemos sin decir palabra unos minutos. El ruido que nos rodea se convierte en una especie de burbuja en sí misma. Mathieu, jamás cómodo con el silencio fuera de escena, es el primero en romperlo:

—¿Te han llamado papá y mamá?

—Sí, esta mañana temprano para volver a disculparse. Y luego para decirme que he estado realmente insoportable, que me quieren y que estaban muy orgullosos de mí.

—Eso es lo que se llama caridad cristiana.

—Mathieu, me alegro de que te hayas decidido por la danza, porque desde luego el humor no es lo tuyo —lanza Pierre.

Mathieu, sorprendido por la reacción de nuestro hermano, abre los ojos como platos antes de echarse a reír.

—Ya veo que la familia Chrétien se siente liberada desde que Guillaume ha hecho su gran numerito.

—Calmémonos un poco, que me voy dentro de nada.

Mi intervención pone fin a estos microincendios y hablamos de la reacción de mis padres. La que más temía. Sabía hasta qué punto los dos querían que fuese bailarín. Lejos de los aplausos y el reconocimiento, soy consciente de que lo que más deseaban era compartir su pasión con su familia. Lo hicieron lo mejor que supieron y no quise que pensaran que habían sido unos malos padres o que su hijo se había vuelto loco. Era, a la vez, mucho más complicado y mucho más simple que todo eso. Pero mi revelación, hace pocos días, ha dado lugar a muchas reflexiones seguidas de monólogos, sobre todo por parte de mi padre, que ha llegado a la conclusión perfecta: todo ha sido culpa de la bisabuela, que tuvo un desliz con uno de los bailarines de Diaghilev. Bueno, si eso le consuela…

He dejado a mis padres con sus elucubraciones. Sé que volveremos a hablar del tema hasta que esa noción de «culpa» desaparezca. Por lo pronto, me voy a Nueva York.

Echo un vistazo a mi reloj.

—Dilo, te aburrimos —suelta Mathieu.

—Un poco, pero sobre todo es que tengo que coger un avión y, aunque creas que hemos llegado con tres horas de adelanto, la verdad es que ya tengo que irme.

Pierre se levanta y me abraza. Apenas mide un par de centímetros más que yo, pero siempre tengo la impresión de ser más pequeño cuando estoy con él. Le doy unos golpecitos en la espalda para agradecerle los meses que me ha acogido en su casa, pero también por su reacción cuando hablé con él. Una sonrisa de alivio. Pierre tiene el don de ver el lado bueno de las cosas y de pasar página. Por eso es un profesor tan apreciado. En cuanto a Mathieu, a él le ha afectado más de lo que esperaba. Mantiene una cierta distancia amistosa conmigo, como si tuviera que reconstruir la imagen que tenía de mí, como si se hubiera resquebrajado por mi confesión. Lo comprendo. Yo también tengo que juntar los pedazos para aceptar a este nuevo Guillaume. Mathieu me abraza a continuación y aprovecha para decirme al oído:

—Vuelve con la chica.

Si fuera por mí…

Les saludo antes de situarme en el control de seguridad. La fila avanza lentamente y la excitación frenética propia de estos lugares de tránsito despoja de sus buenas formas a ciertas personas que, al no darse cuenta de que ando un poco despacio por culpa de mi rodilla, me reprenden. Me imagino a Liv siendo borde con ellos y eso me hace sonreír.

Ya en el avión que sobrevuela el Atlántico, intento no pensar demasiado. El viaje no le sienta especialmente bien a mi rodilla y la estiro un poco en cuanto salgo de la pasarela para no llegar demasiado mal a casa de Diane. Me voy a quedar con ella los pocos días que voy a pasar en Nueva York y su expresión de alegría cuando me abre la puerta de su apartamento borra el nerviosismo, aunque no el cansancio, del viaje.

—¡¡¡Guillaume!!!

Tiembla de alegría como una niña pequeña y me planta dos besos sonoros en las mejillas antes de ocuparse de mi maleta, sin que me dé tiempo a decirle que no.

—¡Ven, mira, es mucho mejor que antes!

La sigo al salón. Lleva el pelo recogido en una cola de caballo suelta que oscila entre sus omóplatos y sus mechones color caoba contrastan con el jersey crema que lleva. Se gira y me suelta:

—Tu habitación es la primera a la derecha en el pasillo. Dejo tu maleta allí y vuelvo ahora mismo, ¿de acuerdo?

—Genial, ¿te espero en el salón entonces?

—Sí, he sacado champán y unas copas. ¡Ahora mismo vuelvo!

Observo el apartamento a mi alrededor. Ethan, el novio de Diane, vivía antes en uno de esos lofts del West Village para empresarios incapaces de asumir que ya no son artistas. Grandes volúmenes, bonitas vistas y un ambiente más o menos igual de acogedor que un hangar. Era eso o un apartamento en lo alto de un rascacielos con vistas a la ciudad, imagino. Siempre me he preguntado quién engañaba a esa gente para comprarse sistemáticamente apartamentos impersonales en lo alto de torres con un significado freudiano tan transparente como los ventanales de sus pisitos de soltero.

Diane tiene gustos más europeos y ha conseguido encontrar un apartamento espectacular para Manhattan, donde el metro cuadrado se negocia con dureza, pero en un barrio con edificios que no superan las tres plantas. Ella y Ethan ocupan la segunda y la tercera de uno de esos inmuebles del West Village con azotea desde la que apreciar la barriada cuando la temperatura no es de tres grados, como ahora.

Me quito el abrigo, los guantes y la bufanda, y los dejo en el sillón más cercano antes de dejarme caer. Como ha dicho, Diane ha preparado una botella de champán que ha mantenido fría en una cubitera. También ha sacado dos copas. Vuelve al salón y, tras abrir la botella y casi dejarnos tuertos con el tapón, sirve el líquido burbujeante y brindamos.

—No me esperaba semejante bienvenida —exclamo antes de saborear el champán.

Son casi las once en París y siento que el cansancio del viaje multiplica los efectos del alcohol.

—Hace tanto tiempo que no nos vemos. El año pasado me había vuelto a acostumbrar a que estuvieras siempre aquí y te he echado más de menos que antes.

La gran sonrisa de Diane me reconforta, pero también hace que me estrese y me sienta culpable. No es fácil contar esta historia.

—Entonces, ¿Ethan tardará en volver?

—Sí, Show me participa en un torneo de fútbol sala todos los viernes de invierno.

Ethan y su socia, Al, montaron una aplicación cultural, Show me. Todos sus miembros, o casi todos, son fanáticos del fútbol hasta el punto de que cualquiera diría que es un requisito de contratación. Yo solía jugar con ellos cuando estaba en Nueva York y no me pasaba la vida en la biblioteca. Aunque no soy el mejor corredor del mundo, sé desenvolverme en el campo porque, a diferencia de Ethan, por ejemplo, mantengo la cabeza fría cuando juego. De hecho, aunque Ethan me cae muy bien, sobre todo porque adora a mi mejor amiga, prueba de un buen gusto indiscutible, no es mi mejor amigo y me alegro de tener a Diane toda para mí con objeto de que podamos hablar.

—He estado hablando mucho con mi familia últimamente —empiezo.

—Ah, ¿sí? ¿Están todos bien? Hablé con Sophie por teléfono hace unos días. De hecho, me habló de Liv.

Esbozo una pequeña sonrisa de pena. De acuerdo, esta conversación tampoco será fácil.

—Diane, ¿puedes dejarme hablar unos minutos y luego, si quieres, hablamos de Liv?

Arquea las cejas, asombrada por mi petición.

—Sí, por supuesto. Nada grave, espero.

Mi sonrisa se hace algo más grande. Por el momento, su reacción se parece mucho a la de mi familia. No tiene la más mínima idea de sobre qué le voy a hablar, por lo que llega de inmediato a la conclusión de que voy a darle una mala noticia.

—No, de hecho tengo algo muy bueno que anunciarte. Y también una gran mentira.

—Oh.

Se pone un dedo delante de la boca como para intentar no pronunciar palabra y asiente con la cabeza para invitarme a seguir hablando.

Inspiro profundamente y me recoloco el cárdigan como por reflejo. Su mirada sigue mis manos; mi nerviosismo es contagioso.

—Odio bailar.

El silencio se prolonga. En un primer momento, Diane frunce el ceño y sus ojos parecen más oscuros bajo la luz tamizada.

—En realidad, nunca me ha gustado bailar; pero como todo el mundo en casa bailaba, quise complacer a mis padres y parecerme a mis hermanos, y también bailé. No se me daba mal, los profesores me apreciaban y, vista la dificultad del medio, me decía que era normal tener dudas. Me encantaban las historias, así que me centré en las de los grandes ballets. Supongo que es de ahí de donde viene mi pasión por el siglo XIX.

Sonrío ante la expresión todavía desconcertada de Diane. No tiene ni idea de adónde quiero llegar.

—Me gustaba la escuela de danza. Era divertido pasar allí toda la semana; y luego te conocí y nos hicimos amigos. Ese ambiente de tanta exigencia me gustaba, tenía el físico, trabajaba en serio y todo iba bien. Pero engañarme a mí mismo cada vez se me hacía más difícil. Odiaba bailar. Ensayar los pasos, los trajes de joven primera… Me sentía ridículo. Odiaba subirme al escenario y todavía más cuando veía hasta qué punto os gustaba a vosotros. Vivíais para las obras en las que se llamaba a la escuela de danza para interpretar los papeles infantiles. Todo el mundo creía que era modesto, que no quería pasar por delante de nadie, lo que, paradójicamente, jugaba a mi favor. Pero, en realidad, intentaba escapar como fuera de las medias blancas delante de un patio de butacas lleno de espectadores que analizarían la altura de mis saltos, la precisión de mis recepciones o si era capaz de ejecutar un doble o un triple salto. Había visto a mis padres en la Ópera, también a Mathieu, y ya estaba harto de ese universo. Espectador, sí; bailarín, no.

Hago una pausa en mi discurso al ver cómo afecta a Diane. Sigue con el ceño fruncido, pero no parece enfadada ni realmente sorprendida. Pensativa, sí. Asumo que me está animando a continuar, así que eso hago:

—Creía que suspendería el examen de acceso a la Ópera y que así podría hacer otra cosa. ¿El qué? No tenía ni idea todavía, pero algo diferente. Y, sobre todo, nada que me obligara a llevar medias.

Diane ahoga una pequeña carcajada. Alentado, continúo, tenso:

—Sin embargo, aprobé. Creía que no había estado a la altura, pero imagino que la costumbre y el entrenamiento… No te puedes hacer una idea de hasta qué punto estaba asqueado. Aunque más que nada, me sentía culpable. Había otros que lo deseaban y que, seguramente, lo merecían mucho más que yo… Y luego tuvo lugar el accidente. Qué bien me vino ese mal conductor, ¿verdad? Eso es lo que quiero contarte. La escúter. Tenía la impresión de que toda mi vida estaba ya trazada. Rechazar el acceso habría sido como escupir a la cara de mis padres, de Pierre que no lo había conseguido, de Mathieu que se divertía en la Ópera pero que no paraba de repetirme que con mi físico de bailarín noble llegaría más lejos que él y alcanzaría el estrellato que mi padre no había logrado. Me sentía prisionero y yo…

Veo que Diane empalidece y que, en su rostro, solo queda el color de sus ojos brillantes. Me incorporo en el sillón y rodeo su mano libre con las mías. Se deja hacer.

—Fui un cobarde, Diane. Recuerdo haber dudado antes de frenar. No estoy seguro de haberlo hecho.

—Pero fue un mal conductor el que te atropelló, ¿no? —objeta con voz temblorosa.

Me levanto del sillón para ir a sentarme junto a ella. Me mira como si no me reconociera.

—Sí, bueno, la policía afirmó que no habría podido evitarlo aunque hubiera querido. Pero cuando vi el coche, me dije que, con una pierna rota, me dejarían en paz unos cuantos meses. El tiempo suficiente para encontrar el coraje que me permitiera decirle a mis padres que no quería bailar. Al menos no como ellos.

Una lágrima rueda por su mejilla.

—¡Venga, Diane, no te pongas triste!

Me acerco un poco más para rodearla con mis brazos, pero me propina un puñetazo violento en el hombro.

¡Ay!

Desde luego no es la reacción que me esperaba. Mis padres lloraron. Pierre, extrañamente, se sintió aliviado por mí. Había proyectado tanto en mí por aquella época, diciendo que mi sueño había volado en mil pedazos, que la revelación de que no fue el caso le había calmado. Sophie fue comprensiva tras una primera muestra de cólera. Mathieu empezó a bromear para ocultar que estaba molesto. La reacción de Diane me sorprende, pero no tengo tiempo de analizarla más porque comienza a decir:

—¡No estoy triste! ¡Me culpo y te culpo a ti! ¿Te haces una idea de hasta qué punto nos asustamos? ¡Creía que ibas a morir! ¿Y tus padres? ¡Serás gilipollas!

Me vuelve a dar un puñetazo que no intento evitar, consciente de que me lo merezco.

—Lo sé. Y créeme si te digo que, cuando desperté, comprendí que había cometido una idiotez. Por muy absurdo que pueda parecer, lo vi como una escapatoria, una solución fácil.

—¿Una solución fácil? ¡Por poco te matas y casi te quedas sin pierna!

—No había previsto exactamente pasar por debajo del coche; no lo pensé…

—Pero ¡qué idiota! —exclama.

Busco su mirada antes de retomar la palabra:

—¿Podrás perdonarme? Por eso te estoy contando toda la historia. Para que tengas todos los datos y decidas si me quieres perdonar o no. Comprendo que necesites tiempo para digerirlo.

—¡Cuando pienso que me he pasado diez años creyendo que no venías a verme bailar porque te dolía demasiado convertirte en un simple espectador y ver lo que podrías haber alcanzado sin el accidente! Cuando, en realidad, lo que pasaba… ¡es que te morías de aburrimiento! No sé si debería enfadarme, sentirme aliviada o echarme a reír. Me siento ridícula.

—No, el ridículo aquí soy yo, sobre todo por haber esperado diez años para contarlo, pero es que, cuando desperté, mis padres estaban tan inquietos que no encontré el valor para decírselo. Ni a ellos ni a nadie. No me hicieron ni una sola pregunta cuando les anuncié que quería retomar mis estudios en cuanto acabara la rehabilitación. Me dije que una pequeña mentira no haría mal a nadie, que todo era cuestión de pasar página.

—¿Y qué ha cambiado?

—He madurado y, además, he conocido a alguien que me ha sacado de mi zona de confort, alguien a quien no le importaba nada mi rodilla y que no ha permitido que me ocultara detrás de mis trajes y mi cojera. Me he dado cuenta de que esa pequeña mentira se estaba convirtiendo en una mentira cada vez más grande hasta el punto de aprisionarme, otra vez.

Diane se ha secado las lágrimas y ha abierto los puños. Ahora me mira con interés.

—¿Y?

—Y he vuelto a ser un cobarde. Otra vez. He escogido la opción fácil, no hacer nada, rechazarla, pero, al hacerlo, le he hecho daño y no estoy seguro de que me vaya a perdonar.

—Ha estado en clase esta mañana, ¿sabes?

—Sé que volvió ayer.

—¿Y qué piensas hacer?

—Pues no lo sé. ¿Crees que si tuviera un accidente vendría corriendo para cuidarme?

—Más bien para escupirte.

Sonrío ante la respuesta de Diane. Al ver mi reacción, me observa con más atención todavía. Dudo y suelto un largo suspiro:

—Probablemente tengas razón. Mejor. De todas formas, preferiría quedarme con mi otra pierna como está. Tengo que hacer algo por Liv, algo con clase. A fuerza de jugar al yoyó con ella, tengo miedo de haberla alejado para siempre. ¿Cómo estaba ayer?

No puedo evitar que una nota de súplica impregne mi pregunta. Un poco ridícula, pero bien real. Aunque un poco de ridículo nunca ha matado a nadie. Diane me observa con el rabillo del ojo.

—¿Qué te parecería si te dijera que tenía el pelo liso y un aire de desesperación?

—Me daría algo de esperanza —confieso, con mi expresión más patética.

Diane pasa un brazo por mis hombros y me sonríe.

—Estaba en plena forma. Casi no la reconozco. Tu hermana ha hecho milagros. Incluso fue amable conmigo. Lo siento.

—¿Amable?

—Me dio los buenos días.

—Eso me tranquiliza; ya os veía haciéndoos trenzas —bromeo un poco.

Paso una mano nerviosa por mi pelo. Estoy en un buen lío.

Un silencio de estupefacción acoge mi gesto.

—¿Guillaume?

—¿Eh? ¿Qué?

—Acabas de despeinarte. La última vez que te vi hacerlo esperabas los resultados de tu oposición a la cátedra. Y antes de eso, estabas en la cama del hospital rompiéndonos el corazón a todos.

—Puf… Sé que me lo merezco, pero, con todas las bromas que he tenido que aguantar desde que he hablado, me pregunto si no debería haber conservado mi aureola de mártir. Eres consciente de que yo también he sufrido, ¿verdad?

—¡Por supuesto, san Guillaume! Lo que digo es que, si la situación te preocupa hasta el punto de perder un poco de tu esplendor, es que todavía queda esperanza, ¿sabes?

—Eso espero, aunque ¿a qué te refieres? La última vez que le envié un mensaje, me contestó con un gif que decía «Fuck you».

Diane se ríe de mis desengaños sin disimulo. Algo disgustado, continúo:

—Sí, tú ríete. Mientras tanto, nadie me da un consejo mínimamente práctico. Sophie me ha dicho que escuche mi corazón. Genial. Yo lo escucho, pero si ella no quiere escucharme, ¿qué puedo hacer?

—Está claro. No puedes obligarla, pero ¿estás preparado para que te rechacen? Porque ese es el riesgo. ¿Has tenido eso en cuenta? ¿Sobreviviría tu ego?

—¡Por supuesto que sí! ¡Lo superaré! —grito.

Diane se inclina sobre la mesa y vuelve a servirnos champán.

—Todavía no sabes si te he perdonado.

Sorprendido, me quedo con la boca abierta. Es cierto. No había previsto que la conversación derivara hasta ese punto en Liv.

—Tienes razón. Diane, ¿me perdonas por no haberte dicho que odiaba bailar y que el accidente, en realidad, lo había provocado yo en cierta manera?

Junto las manos y pongo mi mejor cara de pobre desgraciado.

—Teniendo en cuenta que sin ti seguramente no habría sobrevivido a la escuela de danza y que, además, tal vez arrastres las consecuencias del accidente toda tu vida, creo que ya has recibido tu merecido. Lo que me duele es que no confiaras en mí, no que me mintieras.

—Gracias.

—No he terminado.

Agita su dedo delante de mí.

—Tendrás mi perdón total con una condición.

—Te recuerdo que tampoco es que haya asesinado a uno de los miembros de tu familia, tampoco exageremos.

—¡Chsss! Calla. Te lo repito: solo tendrás mi perdón total con una condición.

Refunfuño, pero termino aceptando.

—Vas a dejar que te ayude a reconquistar a Liv. Y no cuestionarás los medios que te voy a hacer utilizar.

Trago saliva, imaginándome lo peor, pero Diane me mira fijamente con aire implacable.

—Tengo la impresión de firmar un pacto con el diablo. ¿Estás segura de querer ayudarme?

—Guillaume —gruñe.

—¡De acuerdo!

Bebo un sorbo de mi copa ahora llena, mientras la veo frotarse las manos cuando la devuelvo a la mesa vacía.

—¿Preparado?

—Eso espero.

—¡Voy a llamar a Joaquín!

Cierro los ojos, preparándome para lo peor.

Ir a la siguiente página

Report Page