Olivia

Olivia


CAPÍTULO 25

Página 29 de 33

C

A

P

Í

T

U

L

O

2

5

LIV

—Venga, Theo, vete con la tita Liv. Te ha echado mucho de menos.

—En realidad, no.

Theo mira a su madre, no muy convencido de su afirmación, y me dedica al mismo tiempo una mueca bien sentida. Finjo no verla y cojo en brazos a mi ahijada. Suelta un grito agudo antes de que un reguero de babas se deslice por su mentón.

—Traidora —exclamo mientras me froto la oreja.

En poco menos de un mes, Juliette ha crecido como la mala hierba, pasando de ser una muñeca gritona a un bebé medio gritón. De hecho, ha decidido ahorrar a sus padres sus conciertos en plena noche y se limita a soltar gritos agudos de vez en cuando que tienen la ventaja de hacer que se alejen los viandantes y las palomas. Agarrado a la pierna de su madre, Theo no muestra ningún signo de querer separarse de ella.

—Creo que tu hijo no tiene especial interés en pasar un rato conmigo. Míralo, cualquiera diría que es un mejillón aferrado a su roca.

Vic deja de maniobrar con el carrito de bebé en el que estaba Juliette antes de que la cogiera y observa a sus hijos. En su cara se perciben sentimientos contrapuestos. Exasperación, ternura y una duda constante porque, según me ha explicado mi hermana, haga lo que haga no puede evitar preguntarse si va a crearles un trauma profundo que sus hijos, ya adultos, le pudieran echar en cara. Las bondades de la maternidad. Según ella y para mi tranquilidad, eso se supera con el agotamiento, que deja paso a un sentimiento de que «al menos están bien alimentados».

—Está un tanto celoso de su hermanita. El pediatra ya me había dicho que podría pasar.

—Hay que reconocer que no es demasiado interesante por el momento. Entiendo que perciba como injusticia que os ocupéis de ella como si fuera la reina del mundo.

—¿Crees que Chase se pondría celoso cuando nacimos?

Reflexiono un poco sobre su pregunta. ¿Chase, celoso?

—Por mí, no. Él ya sabía que ocupaba el primer puesto y probablemente habría adivinado que sería la oveja negra de la familia. Sin embargo, tú… quizá no en la cuna, pero ahora que has alumbrado dos niños, uno tras otro…

—Ja, ja, ja —responde con mirada irónica.

—No puedes negarlo, has ganado muchos, muchos puntos.

—A costa de mi salud mental, sí…

Le doy unos golpecitos en la mano, consciente de que mi hermana está agotada bajo su sonrisa y su perfecto peinado. De hecho, se da cuenta de que hay un banco libre y le dice a Theo:

—Ve a guardarnos el sitio, cariño, que mamá y la tita Liv llegan ahora mismo.

El niño, no muy convencido, sale pitando y escala uno de los bancos del parque. El invierno también está llegando a Nueva York, pero eso no impide que la gente invada los parques aprovechando las últimas temperaturas relativamente clementes de la estación. Victoria me propuso vernos en Central Park para dar un paseo hoy, sábado, y a mí me gusta el aire que pica y la calma relativa en medio de la ciudad. Había olvidado hasta qué punto Nueva York puede llegar a ser agotadora. Apasionante pero agotadora. Y también gigantesca, a pesar de que, en París, como aquí, todo el mundo acabe viviendo en su propio barrio. Todavía hace poco que volví y es normal que me sienta un poco desubicada. Seguramente es por el desfase horario, nada más.

Por suerte, hay algunas cosas positivas. Me encanta haber vuelto a mi apartamento. Aire acondicionado, ascensor, portero… No es que viviera como Robinson Crusoe en París, pero me seguía sintiendo una invitada. En mi casa tengo mis sábanas, mis toallas de baño escogidas con esmero y todas esas pequeñas cosas del día a día que te hacen sentir que estás en casa. La pasta de dientes a la que estás acostumbrada, la marca de zumo de naranja que prefieres y los folletos de comida para llevar que coleccionas.

Es un placer estar de vuelta. En serio, es como ponerte unas zapatillas cómodas después de haber llevado unos tacones muy elegantes pero que te rozan el meñique.

Y luego está, por supuesto, la familia, me digo en el momento en el que Juliette abre la boca para producir un sonido que tiene más de alarma de incendios que de voz humana.

Ah, el placer de estar en familia. Y de quedarte sorda.

Vic me mira con sentimiento de culpa y yo esbozo una sonrisa de consuelo antes de colocarme a Juliette en el hombro y realizar un leve movimiento oscilatorio para ver si eso la calma. Sé que corro cierto riesgo porque su pequeña boquita rosa está a tan solo unos centímetros de mi oreja.

—¿Qué tal tu vuelta a la compañía? ¿Todo bien?

Asiento con la cabeza, intentando no romper el ritmo que he fijado con Juliette, porque siento que su cuerpo se relaja imperceptiblemente. Un suspiro la atraviesa y tiembla antes de acurrucarse un poco más en mi cuello. Mi chal terminará lleno de babas. Qué se le va a hacer. Lo sacrificaré con gusto si con eso ganamos unos cuantos minutos de calma.

—Sí, no tuve problemas para seguir la clase de ayer. Estuve en una buena escuela en París.

—Oh, ¿y qué tal fue eso de ir a clase en la Ópera de París? —me pregunta con los ojos iluminados por la curiosidad.

—Pues ya te lo puedes imaginar. Impresionante, aunque solo sea por el lugar y el número de bailarines presentes. Es un auténtico ejército. Por supuesto, eso es algo que ya sabes, aunque no eres realmente consciente hasta que los ves a todos bailar al unísono.

—¿Y no era demasiado duro? ¿La escuela francesa, me refiero?

—Los profesores me dejaban un poco a mi aire, ya sabes. Yo estaba allí sobre todo para entrar en ambiente, pero sí que intenté aprender un par de cosas que jamás nadie me había explicado de esa forma. Sobre todo el épaulement. Bueno, no es que una pueda cambiar su estilo en tres semanas, pero sí que me ha dado una perspectiva algo diferente.

Vic me sonríe, con la mirada vacía, y comprendo que he entrado demasiado en detalles.

—Es la forma en la que mueves los hombros y también la posición de la cabeza para añadir una dimensión adicional a tu forma de bailar. Es un poco como si pasaras de dos a tres dimensiones. Es difícil de explicar, pero digamos que aporta algo más de delicadeza e intención a tus movimientos.

—Ah, entonces es genial, ¿no? Los vas a dejar impresionados.

Dejo que una pequeña sonrisa de satisfacción recorra mis labios, algo que mi hermana detecta de inmediato. Frunce el ceño, curiosa.

—¿A qué te refieres? Dime.

—No, nada…

La dejo intrigada unos segundos. Juliette por fin se ha quedado dormida en mi hombro, mientras que Theo, pegado a su madre, está en silencio, contento por la proximidad con ella, fascinado con los corredores vestidos con modelitos dignos de la NASA.

—Sabes que voy a bailar Diamantes por primera vez cuando vuelva, ¿no?

—Sí, en París, ¿no era así?

—Sí, exactamente. Y mi partenaire será Joaquín Jouanteguy.

La boca de Vic se redondea formando una o perfecta.

—Sí, oh, como bien dices.

A mi hermana le gusta la danza sin llegar a ser una apasionada, pero, dado que yo pertenezco al Ballet de Nueva York, siempre se ha preocupado por saber con quién bailaba. Posiblemente para contrarrestar el desinterés relativo de mis padres, aunque quizá también por placer, ya que determinados bailarines han captado su interés más que otros.

Entre ellos Joaquín. Por supuesto.

Se coloca las manos en las mejillas y suspira, soñadora:

—Ah, Joaquín… cuando pienso que ha hecho falta que te encerraras en tu casa y que yo estuviera embarazada de diecisiete meses para que te dignaras a presentármelo…

—Te recuerdo que conociste a tu chico con diecinueve años.

—Pero nunca se sabe… antes.

—¿Antes de qué? ¿Cuando entré en la compañía y solo tenía dieciséis años?

—El amor no tiene edad —resopla, mientras se encoge de hombros como una adolescente rebelde.

—Te recuerdo que estás casada.

—Felizmente casada, además, pero también tengo derecho a soñar. He engordado unos cuantos kilos con el embarazo y ahora tengo un bebé chillón, ¡déjame soñar un poco!

Le lanzo una mirada burlona y, con voz baja, le pregunto:

—Y cuando sueñas… ¿tú llevas un tutú y él unas medias blancas?

—Aaah —suspira antes de ruborizarse con vehemencia.

No puedo evitar echarme a reír ante ese suspiro de total rendición. Mi hermana me observa, con una media sonrisa que traza un pequeño pliegue en su mejilla. Sus ojos verdes brillan y parece sentirse tan culpable como una niña pequeña a la que han pillado con la mano dentro del tarro de las galletas.

—Ya sé que está mal cosificar a la gente, pero…, bueno…, es que está increíble.

—Pues sí, es un tipo guapo. No puedo negarlo. Los bailarines clásicos tienen un algo…

—Las bailarinas clásicas también… —exclama, siempre leal.

Le sonrío por encima de la cabeza de su hija.

—No te preocupes, Vic, que no necesito aprobación. Me siento muy bien así y, además, no te juzgo para nada. Puedes fantasear todo lo que quieras con el trasero de Joaquín. Te prometo que no se lo diré a Sebastian.

—Oh, pero si él ya lo sabe… —responde, soñadora.

—¿Y le da igual?

—Sí, me ha dicho que no piensa ponerse unas medias de bailarín, pero que un poco de fantasía es algo muy sano para un matrimonio.

Agita la cabeza como para quitarse la idea de la mente y se gira hacia mí.

—Bueno, entonces, me decías que ibas a bailar con Joaquín… Es genial, ¿no? ¿Y cómo lo haces para no perder la concentración?

—Es como un virus: a fuerza de exponerme a pequeñas dosis, me he inmunizado.

—Ah. No creo que eso funcionara conmigo.

Chasco los dedos delante de ella al sentir que está a punto de volver a ponerse a soñar.

—Hemos empezado a ensayar, a descomponer nuestro dúo. Estaba impresionado por mis saltos y, en general, por mi forma física.

Soy incapaz de contener la arrogante sonrisa que se dibuja en mis labios. Ver a Joaquín deslumbrado me ha generado un sentimiento de satisfacción y orgullo que ha terminado por convencerme de que estoy donde tengo que estar. Nuestro maestro repetidor, que bailó con Balanchine al principio de su carrera y que me conoce desde que entré en la compañía, también estaba sorprendido por la amplitud que he conseguido.

—Es cierto que estás más fuerte —me dice mi hermana lentamente, escogiendo bien sus palabras.

—¡Puedes decir que ahora tengo más piernas, sí! —exclamo sin segundas intenciones esta vez.

Victoria me sonríe.

—Ya tenías mejor cara a principios de noviembre, cuando viniste, pero ahora estás aún mejor. Pareces mucho menos frágil.

—¿Frágil? —me sorprendo.

—Sí, las bailarinas suelen ser muy delgadas, pero debes reconocer que tú, antes del accidente, estabas muy, muy flacucha.

Tiene razón. Me autoexigía demasiado entre las clases de danza y los cursos que hacía fuera para mejorar mi rendimiento. Esperaba poder ganar ligereza adelgazando, pero en París comprendí que lo que necesitaba en realidad era afianzarme más y aceptar ganar más volumen para saltar más alto.

—Sí, tienes razón. Gracias por mandarme a Francia; me ha sentado bien. En todos los sentidos.

—¿Tan bien como para venir mañana al brunch familiar?

—¡Oh, no!

A causa de la determinación de mi respuesta, Juliette se altera un poco y tengo que calmarla, acariciándole la espalda con la mano para que no se despierte. Cuando deja de moverse, continúo, más bajito:

—Ya les he dicho a nuestros padres que no iba, ni mañana ni en unas cuantas semanas. Tendrán que aguantarse sin su víctima favorita. No tengo ganas de perder el tiempo de esa forma. Pero no te preocupes, que haré un esfuerzo estas Navidades.

Victoria me lanza una mirada de desaprobación, pero sé que tiene más que ver con la situación que conmigo.

—Ya sabes que jamás harán el esfuerzo si no te enfrentas a ellos.

—Pero si ya me he enfrentado a ellos, Vic; no sé qué más decirles, es como si estuvieran sordos. Y tampoco son tan mayores.

—Así es.

La voz que resuena es la de mi madre, que acaba de aparecer a mis espaldas. Como seguro que Victoria la ha visto llegar, le lanzo una mirada asesina. ¡Ya podría haberme avisado! La mirada de culpabilidad que me devuelve me hace comprender que el encuentro en cuestión ha sido una emboscada en toda regla. Resoplo suficientemente bajo como para que mi madre no lo pueda oír:

—¡La madre que…!

Vic hace una mueca, pero, con todo, se levanta para saludar a nuestra madre. No sé si es por ser la pequeña, pero siempre está dispuesta a disculpar a nuestros padres y, sobre todo, no soporta que haya tensiones en la familia. A mí no me supone ningún problema. Tarde o temprano hay que aceptar que uno no escoge a sus padres y que ellos tampoco te escogen a ti. Estoy segura de que, de haber podido, los míos no me habrían elegido. Por suerte, Victoria llegó después de mí. Incluso su nombre lo dice todo.

—Mamá, Liv, os dejo hablar.

—¿Perdón? —grito.

—Muy bien, querida, tu padre está deseando ver a los niños. Rosa le ha preparado la merienda a Theo.

Cuando este escucha la palabra «merienda», se le iluminan los ojos. No puedo competir contra un niño de año y medio que huele el azúcar a kilómetros de distancia como un perro de caza y que olfatea el aire con todo el cuerpo estirado. Muy a mi pesar, devuelvo a Juliette a su madre y me recoloco el chal. En efecto, la niña ha dormido tanto sobre él que lo ha llenado de babas y no puedo ocultar un gesto de asco. Vic me guiña un ojo y, unos segundos después, me doy cuenta de que estoy sentada sola, en Central Park, con mi madre. Primera vez en la vida.

—¿Qué haces aquí? Creo que jamás te había visto en este lugar.

—Vengo a veces para ver a Victoria y los niños —me responde sin la mordacidad habitual en ella.

—Oliv…

—Mam…

Las dos nos callamos y esperamos a que la otra ceda la palabra. Observo a mi madre. Lleva su carré perfectamente rubio, el mismo rubio ceniza que el mío, aunque el suyo se lo mantiene un peluquero de precio prohibitivo. En torno a los cuarenta, se cortó el flequillo para darle algo de vida, pero si no, siempre habría lucido el mismo peinado. Se ha puesto un abrigo recto de corte impecable y sé que bajo su chal de cachemira cuelga un collar de perlas con un cierre de diamantes, igual que sé que bajo sus guantes de piel lleva la misma manicura color melocotón que le conozco desde mi infancia. Mi madre es fiable, tanto en su aspecto como en su humor. Fría, con un toque de gulag siberiano en general. Pero siempre parece preocupada.

—¿Qué pasa, mamá? ¿Tiene que ver con el brunch de mañana? Porque no pienso ir.

Suspira, superada.

—No nos has contado prácticamente nada de tu convalecencia.

—Ah, pero ¿acaso esperabais que lo hiciera? También podíais haber cogido el teléfono vosotros, ¿sabes?

—En efecto —reconoce, dejándome sin palabras, atónita.

Mi madre acaba de reconocer que no tenía razón ni la respuesta para todo.

—He hablado mucho con tu hermana durante tu ausencia.

—Ah.

Eso ya no me sorprende. Estaba claro que Victoria tenía algo que ver con todo esto.

—Sé que no te lo digo demasiado, pero estoy orgullosa de ti.

Me quedo muda, preguntándome hasta dónde va a ser capaz de llegar. Retuerce las manos, haciendo que el cuero rechine entre sus dedos.

—Jamás he pensado que bailar fuera una actividad ridícula ni una profesión fácil. Sé que ser solista es un gran éxito. Suelo hablar de ti a mis amigas, ¿lo sabías?

Me echa un rápido vistazo y me sorprende ver una duda en su mirada, una falta de seguridad.

—Soy consciente de que, cuando empezaste a bailar en serio, no te apoyé lo suficiente. No eras más que una niña y yo estaba… celosa.

—¿Celosa? ¿Querías ser bailarina?

No puedo ocultar la incredulidad en mi reacción, pero la respuesta de mi madre, con ese tono de indignación más habitual en ella, me permite recuperar la compostura.

—Pero ¡qué tontería! Yo, ¿bailarina? ¡No escucho música y la última vez que bailé fue en mi boda, obligada y a la fuerza!

Frunzo el ceño, pero es verdad, jamás he visto a mi madre ni siquiera esbozar un paso de baile o intentar cantar. Incluso en la boda de Victoria se quedó en la mesa.

—Entonces, ¿celosa de qué?

Suelta un largo suspiro como para coger impulso y me suelta:

—De esa au pair del demonio. Le confié a mis hijas y me devolvió a dos pequeñas francesas, una de las cuales había decidido consagrar su vida para siempre a la danza.

—¿Estabas celosa de la au pair?

—¡Se suponía que tenía que encargarse de vosotras, no convertirse en vuestro ídolo! He hablado con tu hermana durante tu estancia en Francia. Sé que es culpa mía. Tu hermano nos acaparaba demasiado.

—El señor perfecto, sí…

—¿El señor perfecto? ¡El hijo del diablo, más bien!

—¿A qué te refieres?

—¿Por qué crees que lo enviamos a un internado? Ese pequeño monstruo era insoportable. Os torturaba. La au pair también estaba allí para protegeros. Una vez más, no estuve a la altura. De hecho, ni yo ni tu padre. Pero eran otros tiempos y creía que hacía lo correcto, lo mismo que habían hecho conmigo. Ahora me doy cuenta de que fue un error.

—Hiciste lo que pudiste.

Ahora le toca a mi madre quedarse sorprendida. Me observa, desconcertada. Movida por la compasión, apoyo mi mano sobre la suya y su mirada sigue nuestras dos manos como si fuera una cosa incongruente, increíble y algo sobrenatural.

Tose para disimular la creciente emoción que la embarga tras la coraza de la educación perfecta y rígida que recibió.

—Tu padre y yo nos esforzaremos más de ahora en adelante. Él también está orgulloso de ti. He sido yo la que, a fuerza de hablar mal sobre la danza, le ha impedido decírtelo estos últimos años. Bueno, al menos esa es la excusa tras la que se escuda. Jamás ha sabido cómo comportarse con vosotras… Quería decirte que la casa está abierta para el brunch del domingo y para cuando quieras.

—¿Y Chase?

—¡Ah, ese! Estoy harta de que me traiga chicas que se pasan el domingo en nuestra casa como si fuera un bufé libre.

Jamás había visto a mi madre así.

—Le he dicho que no necesitamos ver la prueba de su virilidad todas las semanas.

—¿Y Amelia? ¿No lo ha soportado?

—¡Ha sido él quien no lo ha soportado! ¡Demasiado buena para él! Pero ya es mayorcito. Que haga lo que quiera. Simplemente que deje de imponérnoslas. Ha reflotado económicamente esta familia, pero ha llegado el momento de que se ocupe un poco más de sí mismo y un poco menos de su cartera. Tu padre está de acuerdo.

Arqueo las cejas, impresionada por su diatriba. La mano de mi madre agarra la mía y la aprieta en el frío neoyorquino antes de darme unos golpecitos con dulzura y torpeza. No le sonrío. Ella tampoco a mí. No es necesario.

Ir a la siguiente página

Report Page