Olivia

Olivia


CAPÍTULO 26

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LIV

—¡Liv! ¡No pudimos vernos el viernes! ¡Qué pena!

La voz de Imelda me recibe en los vestuarios, tan falsa como la expresión de su rostro. Me sonríe con todos los dientes, mientras termina de arreglarse el moño. Imelda forma parte del pequeño grupo que solía frecuentar durante los últimos meses antes de mi accidente. Yo no podía superar que no me hubieran ascendido a bailarina principal y ella siempre estaba disponible para despellejar a quien fuese necesario, más por placer que por convicción personal.

Sin embargo, en cuanto me lesioné, jamás supe nada más de ella después de algunas tentativas poco convincentes. Cualquiera diría que creía que era contagioso.

—Hola, Imelda.

El viernes me concentré en mi clase, en hacer unas cuantas gestiones administrativas con William, el asistente de nuestra directora artística, para formalizar mi regreso y en mis ensayos con Joaquín. No hablé con casi nadie aparte de ellos. Y a Imelda, a la que no he echado nada de menos durante estos meses lejos, en París, tampoco la echo nada de menos ahora que la tengo delante. Me visto deprisa y, mientras estoy sentada en un banco recogiéndome el pelo en un moño rápido, exclama:

—¡Ya veo que no te has privado de nada en Francia! ¿Qué ha sido? ¿El queso o el vino?

No le respondo, consciente de que se agarraría a un clavo ardiendo. Tengo mejores cosas en las que invertir mi energía. Me limito a mirarla fijamente hasta que por fin pestañea. Dejo que se forme una pequeña sonrisa en la comisura de mis labios, algo desdeñosa pero, sobre todo, compasiva. Eso la pondrá frenética.

Imelda entorna los ojos y se sienta a mi lado, con expresión de preocupación. Ah, voy a vomitar.

—Si lo digo por tu bien. Todos sabemos que la rehabilitación es dura. Volver a tu nivel anterior no es algo que consiga todo el mundo. Una suerte que ya fueras solista.

La observo. Tengo que aguantar. He cambiado.

Ah, y además no. Prefiero dejar el desdén silencioso a los mártires.

Esta vez soy yo la que sonríe de verdad, limitándome a decir asintiendo con la cabeza:

—Recuérdame algo, ¿bailas en Joyas?

Sus labios se quedan blancos ante la presión, mientras me pongo una última horquilla en el moño antes de rociarlo con una buena cantidad de laca. Al moño y a ella, ya que estamos.

—¡Liv!

Se aleja y finge toser. Vale, lo confieso, la laca no era necesaria, pero es como un buen antimosquitos: mata a los parásitos y a las cabronas por el mismo precio.

El reparto de Joyas es una sorpresa que me esperaba a mi vuelta. Bailo Diamantes, pero también Rubíes, como acordé con Audrey en noviembre. Diane bailará Esmeraldas y Diamantes, pero es el nombre de Jill el que más me sorprende. También desapareció de la compañía poco tiempo después de mi accidente, pero por razones mucho más oscuras que las mías. Bueno… oscuras… Últimamente, la bailarina tenía cierta tendencia a necesitar muletas químicas para aportar un poco de pasión a sus actuaciones. Me sorprende que Audrey le haya dado una segunda oportunidad. O quizá una tercera, que no lo tengo claro. A Jill ya la habían invitado varias veces a bailar en la Ópera de París. Quizá sea por eso, el público la espera. Y, después de todo, a mí también me han dado una segunda oportunidad.

Justo cuando estoy pensando esto, Imelda, que ya se ha repuesto de su «laqueado», aunque no de la pullita, decide volver a la carga antes de que nos vayamos a clase.

—Haces buena pareja con Diane. Sobrecarga por arriba y sobrecarga por abajo.

El comentario no es muy elegante, ni tampoco hiriente en exceso; es demasiado grosero como para dar en el blanco. Que sí, que ya lo he pillado, que ya no tengo piernas de saltamontes. Hubo un momento en el que yo misma, llevada por los celos, me reía de los atributos de Diane, bailarina principal de la compañía desde hacía ya un año. Podría dejarlo estar, pero sé que Imelda intenta crear una nueva camarilla a su alrededor y tiene que sacrificar a una víctima para asentar su nueva influencia.

¿Yo? ¿Víctima?

—Imelda, habla menos y baila más. Diane no te ha hecho nada y yo… no quiero saber nada de ti. Ni hablar contigo ni molestarte. Toma ejemplo, quizá no de mí, pero sí de ella. Lo mismo te sienta bien un poco de elegancia, para variar. No es fácil, pero resulta rentable a largo plazo, como los músculos.

La bailarina no parece apreciar mis consejos, pero tampoco me responde. Es probable que tenga que volver a enfrentarme a ella en los próximos días, aunque estoy segura de que esperará un poco antes de volver a venir a buscarme. Ya no soy la Liv amargada que odiaba a los demás por no haber recibido lo que se merecía, pero eso no quiere decir que me haya vuelto inofensiva. He hecho rehabilitación, no me he sometido a un trasplante de personalidad. El resto de bailarinas guardan silencio y siguen vistiéndose una vez finalizado el altercado.

El día empieza bien.

Salgo de los vestuarios poco después para ir a clase, donde me pongo las puntas. Diane, que estaba charlando con un pequeño grupo de bailarines, se acerca a mí para colocarse al otro lado de la barra. Le dedico un breve saludo.

—¿Ahora me defiendes y todo?

Finjo no saber de qué me está hablando y empiezo a estirar antes de que llegue el profesor. La veo sonreír con el rabillo del ojo.

—Te lo prometo, Liv, no pienso decirle a nadie que te caigo bien, pero las pruebas empiezan a ser ya aplastantes, ¿sabes? —bromea.

—Diane, solo te tolero. ¿Podemos quedarnos ahí?

Apoya la mano en su corazón con un gesto teatral y se estremece:

—¿Tolerar? Jamás había recibido una declaración tan apasionada.

Aparto la mirada y sigo estirando. Me saca de quicio. Pero menos que los bailarines frustrados y amargados con los que solía ir antes.

Es una declaración de amistad como otra cualquiera.

Diane posa una mano en mi hombro, obteniendo como respuesta una mirada exasperada por mi parte:

—¿Ahora quieres un abrazo o qué? Porque ya puedes esperar sentada.

—Te prometo que tu secreto está a salvo conmigo.

—Pero mira que eres chistosa —le suelto con un tono frío.

—¿Sabes hasta dónde ha llegado Guillaume con sus investigaciones?

El cambio de tema me produce el mismo efecto que un latigazo cervical. Parpadeo antes de adoptar una expresión de disgusto, incapaz de no responder:

—No, no lo sé. ¿Por qué?

—Parece ser que no ha conseguido nada concluyente. El pobre ha perdido todos estos meses con eso. Ha sido un detalle por tu parte ayudarlo. Me ha dicho que sin ti probablemente habría necesitado el doble de tiempo.

—Así es la vida. No siempre podemos tener lo que queremos —respondo.

Mierda. Pobre.

No puedo evitar sentir una oleada de decepción. Ha trabajado tanto… De hecho, ¡hemos trabajado tanto! A pesar de haber dicho que así es la vida, imagino su frustración y su decepción. Yo también estoy decepcionada.

—Volverá con las manos vacías. No deja de ser triste.

Me dispongo a pedirle que se calle cuando Joaquín hace su entrada triunfal. Desde que se ha convertido en bailarín principal invitado de la compañía, le encanta jugar con su estatus y tensar la cuerda. Hace una pose en la entrada de la sala durante suficiente tiempo como para crear un poco de silencio antes de avanzar hasta el centro como si fuera él el que nos fuera a dar clase.

—A veces me dan ganas de matarlo —murmuro, entre la admiración y la indignación.

Parece ser que Diane comparte el mismo sentimiento.

—Creo que ese es justo su objetivo —susurra Diane.

Con su mechón perfectamente colocado en su frente algo bronceada, los ojos brillantes y sus medias ajustadas, se nos acerca para coger las manos de Diane y besarlas antes de hacer lo mismo con las mías.

—Mi nueva princesa rusa.

—¡Joaquín, déjalo ya!

—¿Acaso no tengo derecho a alegrarme por tu vuelta? ¿Ni por la oportunidad de tener como partenaires a mis dos bailarinas preferidas?

—¿En Nueva York?

—Sí, por supuesto. Tengo otras en Londres…

—Apostaría a que tienes una o dos en cada compañía —interviene Diane.

Joaquín frunce el ceño, pero acepta la broma con una sonrisa. Cuando el profesor entra para empezar la clase, ya he tenido suficiente azúcar como para toda la jornada y estoy a punto de entrar en coma diabético. Sobredosis de sentimientos.

Chase, nuestro profesor y homónimo de mi hermano, aunque mucho más simpático que este, ha decidido llevarnos a una cadencia sostenida, quizá para calmar la excitación que ha sentido al entrar en la sala. El trabajo en la barra es constante e intensivo y, por un momento, me arrepiento de haberme puesto las puntas. Pero no, tengo que entrenar un poco más que los demás para estar segura de no quedarme atrás.

Y esa obstinación es la que hace que no me dé cuenta al instante del revuelo que se está produciendo en la clase.

—¿Qué está pasando? —pregunto a Diane.

Ella agita la cabeza, tan sorprendida como yo:

—No lo sé. William ha venido a buscar a Chase. Una urgencia.

—¿Una urgencia? Jamás había visto a Chase abandonar una clase en casi diez años que llevo en la compañía.

En ese momento, Joaquín se gira y le guiña un ojo a Diane.

—Pero ¿qué le pasa ahora a ese?

Diane ríe, nerviosa.

—Nada, es… Joaquín…

—Sí, ya… —digo, dubitativa.

Aparto la mirada del bailarín cuando oigo un nuevo barullo en la entrada. Los bailarines que hay detrás de mí se ponen de puntillas para ver qué pasa. Yo misma me inclino a un lado para intentar comprenderlo. ¿Será Chase, que vuelve? ¿O tal vez otro profesor que viene a tomar el relevo?

De repente, la puerta de la sala se cierra de golpe y se oye un ruido de cerradura.

—¿Qué pasa? ¡Apartaos! —grito, molesta por la tensión repentina que parece apoderarse de la clase.

Los bailarines por fin se abren ante mí como el mar Rojo ante Moisés.

Ante Guillaume, debería decir.

Guillaume, con la llave de la puerta en la mano, tan apretada que sus falanges se han quedado blancas por la tensión, pienso, como en segundo plano.

En segundo plano porque a mi cerebro le cuesta procesar toda la información que está recibiendo. Sobre todo el hecho de que Guillaume va vestido de bailarín. Medias negras ajustadas que no dejan nada a la imaginación, ni siquiera los contornos irregulares de su muslo izquierdo, justo por encima de su rodilla dañada, y una camiseta blanca que se estira sobre su torso, revelando las líneas elegantes y poderosas que mis dedos memorizaron durante nuestra semana.

Mi mirada sube de sus pies a su cara, pasando por su cuello, donde veo que su nuez sube y baja cuando traga saliva antes de toser.

Sigue llevando sus gafas de cuerno de búfalo, algo que, paradójicamente, le hace parecer vulnerable, como si no estuviera en su elemento. Fuera de contexto. Detrás de los cristales, me mira fijamente.

Ha venido por mí.

Al darme cuenta, me quedo aturdida y no reacciono de inmediato cuando me habla. En francés. Los bailarines me observan sorprendidos, pero contentos por la distracción. Varios se giran hacia mí para ver mi reacción.

¿Mi reacción? Me he transformado en una estatua de sal.

—Liv, he venido a verte —repite Guillaume, que se ha dado cuenta de que no lo estaba escuchando, demasiado sorprendida como para concentrarme en lo que estaba diciendo.

Asiento con la cabeza con suavidad, invitándole a continuar. Por simple educación, por supuesto. Parece ganar un poco de seguridad y continúa, avanzando despacio hacia mí.

—He sido un cobarde durante muchos años. Preferí destrozarme la pierna a confesar lo que realmente quería. Y he conservado esa mala costumbre hasta ti. Pero tú, tú no me has dejado que me esconda.

Entorno los ojos. Era algo que ya sospechaba, aunque, en cierto modo, me alegra que me lo confirme y me lo confiese. En público. Con medias de bailarín.

—Me avergüenzo mucho de cómo me comporté, pero me avergonzaría más si no viniera a decírtelo a la cara. A decirte también que me gusta que seas directa. Que me gusta que no te andes con rodeos conmigo ni con los demás. Que me gusta que, a pesar de todo, sepas dónde están los límites y que decidas ir más allá cuando crees que no tiene sentido y que es una pérdida de tiempo.

Abro la boca para interrumpirlo, pero me hace un gesto con la mano para que le deje hablar un poco más. A mi alrededor, todo el cuerpo de baile, cuyos integrantes no hablan francés, sí ha entendido lo que está pasando y escucho, como un eco lejano, la palabra «sexi» lanzada por uno de los bailarines.

—Crees que te has colado en mi universo, pero no es así. Te podría haber dicho que no y si acepté fue porque me intrigabas. Y me sigues intrigando. Y también me das un poco de miedo. También. Me das miedo porque me obligas a mirarme de frente. Y lo que veo no me gusta demasiado. Bueno, no me gustaba demasiado.

Guillaume se ha ido acercando despacio a medida que ha ido hablando y ahora está a unos centímetros de mí. Puedo distinguir la pupila negra en su iris café, tan oscura que da la impresión de que tiene los ojos negros si no se miran con atención. Sigo sus ojos por la línea curva de su párpado inferior, que me recuerda a la de su pómulo, unos rasgos que formarían un rostro de belleza afilada si no fuera por el cuidado que pone Guillaume en domarlo a base de un pelo perfectamente colocado, sus pequeñas gafas de profesor, su ropa en la que nada está fuera de lugar y, sobre todo, con esa personalidad que guarda a buen recaudo, solo para él. También percibo su perfume, el olor de su piel mezclado con un poco de sudor que, cuando cierro los ojos, tanto me recuerda a las noches que pasamos juntos. Me doy cuenta de que se tensa y tengo que contenerme para no lanzarle una mirada de satisfacción. Que se estrese un poco.

Se acerca más y más hasta que nuestros cuerpos se rozan y mis dedos se estremecen, buscando los suyos por reflejo. Se inclina hacia mí y me susurra, solo para los dos:

—No he dejado de pensar en ti. Me has cambiado, pero sin ti… no tiene sentido. Y si sigues callada, voy a tener que seguir diciendo cosas tan tontas como ciertas. Incluso tengo pensado bailar si es necesario.

Ya no puedo más y me echo a reír ante lo ilógico de la situación. Veo a Diane detrás de Guillaume que me mira con gesto de incertidumbre, seguramente diciéndose que el numerito de su mejor amigo ha fracasado. Joaquín nos observa también, aunque su expresión no deja ver nada de lo que piensa. Pero es el rostro de Guillaume el que me tiene cautivada y tengo que dar un paso atrás para poder verlo. Está blanco y traga saliva con dificultad mientras dejo pasar los segundos.

Un poco de tortura no le viene mal a nadie, sobre todo si, como en este caso, es merecida.

Guillaume parece ver algo en mi mirada porque la suya se ilumina y esboza una pequeña sonrisa. Suspiro, vencida y victoriosa, cuando posa su mano en mi mejilla:

—Quieres volverme loco, ¿verdad?

Asiento con la cabeza.

—¿Por mucho tiempo?

Me encojo de hombros.

—Te quiero —concluye antes de besarme, con sus brazos rodeando mi cintura mientras los míos se anudan en su cuello.

Guillaume me cubre el rostro de besos y me echo a reír, sorprendida por la tensión que destila cada uno de ellos.

—¡Y toda esta palabrería para decirme que me quieres!

—Merecías al menos eso antes de la conclusión.

—Ah, los franceses, mira que os gusta andaros con rodeos.

—Nosotros lo llamamos sutileza. Ya te lo enseñaré.

—Y yo te enseñaré a ser directo. Ya verás, se gana mucho tiempo.

Sonríe antes de volvernos a besar, un beso interrumpido por un golpeteo en la puerta.

Uf. La clase.

Diane se desliza detrás de Guillaume, que le da la llave con una mano antes de volver a colocarla en mi cintura. Se va a abrir la puerta y nuestro profesor, con su pelo canoso totalmente despeinado, irrumpe en la sala.

—Pero, bueno, ¿qué pasa aquí?

Guillaume me roba un último beso antes de darse la vuelta para hacer frente al pelotón de fusileros. Al menos esa es la impresión que me da cuando Chase lo fusila con la mirada.

—Señor, usted no forma parte de la compañía.

—Soy consciente. Solo venía a entregar un mensaje de la mayor importancia.

—Y a bailar, ¿no? —suelta Joaquín.

—No, a bailar no —le corrige Guillaume.

Chase masculla:

—No debería pasearse por los pasillos de la compañía, señor, y haría bien en recordarlo la próxima vez que desee entregar otro «mensaje», sea cual sea su importancia.

—Intentaré recordarlo.

—Pero ya podrías haber bailado algo —escucho murmurar a Joaquín.

—¡Cierra la boca! —exclama Diane.

Guillaume pasa por detrás de Chase, pero se gira una última vez para decirme en un susurro, en francés esta vez, que me ama.

No digo nada.

Le sonrío.

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