Olivia

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UN AÑO DESPUÉS

—¿Crees que Mathieu será puntual?

—Debería. Hoy no baila.

Diane se frota las manos.

—¡Estoy tan contenta! Tengo la impresión de no haberlo visto desde hace años.

—Años no, pero más de dieciocho meses sí, ¿verdad?

Asiente con la cabeza antes de coger los platos y seguirme al salón. Sophie y Pierre han dejado a los mellizos con los padres de Sophie hasta mañana al mediodía para poder estar tranquilos. El salón está decorado de Navidad, lo que contribuye a crear una atmósfera festiva. El árbol destaca junto a la chimenea de mármol y las ventanas todavía tienen Papás Noel de nieve falsa dibujados con plantillas que Jean y Adèle habían suplicado a sus padres este año. Se ha añadido una prolongación a la mesa, donde se espera que se sienten diez comensales para la cena de Nochebuena.

Suena el timbre y luego la puerta que se abre. Me giro de forma automática con una sonrisa en los labios antes de hacer una mueca:

—Ah, eres tú.

Mathieu me lanza una mirada de indiferencia.

—¡Qué bonito todo!

Diane refunfuña y me empuja. Con los brazos abiertos, se lanza sobre Mathieu, que la hace girar dos veces antes de dejarla en el suelo.

—¡Diane! ¿Cuándo has llegado?

—Esta mañana. Ethan y yo hemos alquilado un alojamiento en Airbnb a dos pasos de aquí para esta semana.

—Ethan, ¿eh? —repite, fingiendo arquear las cejas.

—Seguro que te cae bien —empieza a decir.

—Vista la crítica que ha hecho de mi Rothbart de El lago de los cisnes, no lo tengo claro…

Mathieu se quita el abrigo y me lo tiende.

—¡Venga, esto te mantendrá ocupado!

Niego con la cabeza, pero lo cojo de todas formas y lo dejo en la habitación de invitados, en la que me quedé este otoño. Cuando vuelvo, Mathieu y Diane están en mitad del salón, inmersos en una agitada discusión.

—¡No! —grita Diane.

—Y sí, privado de Siegfried. No tengo el físico. He bailado Rothbart, pero tengo que reconocer que este año no he puesto tanto corazón, lo que podría explicar la crítica horrible de tu chico.

—¡No exageres! Pero es un escándalo. Hace dos años destacaste por tu interpretación de Siegfried; es una pena.

—Ah, mi pequeña Diane. Por eso te quiero tanto. Siempre te acuerdas de lo positivo —sonríe.

—¿Te has cruzado con Sophie abajo? —pregunto.

Mathieu asiente con la cabeza.

—Sí, ha ido al supermercado a comprar pan, creo.

—A comprar pan al supermercado… ¡Viva Francia! —replico, agitando la cabeza.

Esta noche tenemos tres continentes sentados a la mesa con todo lo que cabe esperar de una cena francesa. Las dos cajas de champán que se han puesto a enfriar son testimonio de la ambición de Pierre: emborrachar a todos los invitados. Diane me da un golpe de cadera de reprobación y arqueo una ceja antes de recolocarme la corbata.

—Cuidado, que no está de humor —interviene Mathieu.

—¡Para ya y ayúdanos a terminar de poner la mesa! Ethan y los demás estarán a punto de llegar.

Mathieu, Diane y yo nos callamos unos minutos, el tiempo necesario para poner sobre el mantel los platos y los cubiertos, tal y como Pierre había dejado dispuesto antes de irse para dejar a los niños en casa de sus suegros. Una vez que todo está ya en su sitio, es el momento del aperitivo. ¡A por el champán, por supuesto! Diane saca el número de copas necesario y se encarga de colocarlas en la mesa baja. Los canapés están listos para meterlos en el horno en cuanto vuelva Pierre, que nos ha prohibido meter las narices en su cocina excepto para buscar platos y cubiertos.

Diane se pasa la mano por el pelo. Esta noche se lo ha dejado suelto y su vestido esmeralda revela los matices de oro rosa de sus mechones color caoba.

—¿Nerviosa? Ethan será puntual, ¿no? ¿Dónde está?

—Le he pedido que vaya a buscar a Alice a la estación. Es mejor.

—Ah… entonces, ¿es Joaquín el que te estresa?

Diane me lanza una sonrisa nerviosa. La mirada de Mathieu va de ella a mí, desconcertado. Ante la mueca esbozada por Diane, decido explicarle la situación.

—Ethan y Joaquín no son precisamente… amigos.

—Ah. Y ¿por qué?

Aunque jamás se ha cruzado con Ethan, Mathieu conoce un poco a Joaquín y no tarda en sacar conclusiones. Diane se pasa la mano por los ojos y suelta una carcajada ahogada.

—No, conti… —empieza.

—¡En absoluto! —grita Diane antes de elevar la mirada al cielo.

—Digamos que tienen caracteres opuestos y han tenido intereses divergentes en un momento dado —me limito a comentar.

Diane me mira con gratitud antes de continuar:

—Es una cuestión de incompatibilidad de caracteres. No se aguantan. El problema es que a Joaquín le encanta tocar las narices y Ethan salta a la primera.

Oímos que se vuelve a abrir la puerta y esta vez es Sophie, seguida de cerca por Pierre. Los dos abrazan a Mathieu y Pierre prolonga el abrazo más de lo habitual.

—Vale, ¿todavía no han llegado? —pregunta Sophie mientras se quita el abrigo y la bufanda.

—Sí, claro, pero los hemos mandado al balcón, a tomar el fresco, junto con el invitado sorpresa —responde Mathieu como si nada.

—Ja, ja, ja —se limita a responder.

—¿Invitado sorpresa? —pregunta Diane.

—Cuenta los platos; hay uno de más. Confieso que creía que Mathieu nos traería a alguien hoy.

El citado en cuestión niega con la cabeza. Sophie finge no escucharnos. Ella también se ha vestido para la ocasión. Su cola de caballo habitual ha sido sustituida, con la ayuda de Diane, por un moño y lleva un vestido negro que revela sus delicadas clavículas. Pierre le dedica una mirada de admiración a la que ella responde con un guiño.

Suspiro y miro el reloj.

—¡No te preocupes, Guillaume, llegarán a tiempo!

Sonrío a Diane y me dispongo a responderle cuando mi hermano interviene, con la ceja arqueada por encima de su ojo verde:

—Eso le da igual. No los espera a ellos.

Con el rabillo del ojo, veo a Mathieu y Diane intercambiar una sonrisa de complicidad. Los ignoro, absorto en el botón de mi chaqueta, que abrocho y desabrocho.

Cuando el timbre de la puerta suena, levanto bruscamente la cabeza, pero Diane es más rápida que yo y el grito de entusiasmo que suelta me indica que es probable que Ethan forme parte de los recién llegados. En efecto, Ethan entra en la habitación, con su pelo rubio oscuro despeinado y sus ojos azules brillantes. Mira a Pierre, a Mathieu y a mí, los tres con traje, y le lanza una mirada de desesperación a Diane antes de soltarle en inglés:

—¡No me habías dicho que era una cena de gala!

Sophie se echa a reír y le da dos besos en las mejillas antes de consolarlo:

—Ethan, ¿verdad? No te preocupes. Es que a los hermanos Chrétien les encanta hacer sentir mal al resto de hombres de su entorno.

—No hace falta un traje para eso —murmura Mathieu en francés a Pierre, que le guiña un ojo.

—Yo no me siento incómodo —declara Joaquín, que está justo detrás de Ethan, con Alice a su lado.

Habla en inglés para asegurarse de que Ethan lo comprende todo. De hecho, veo cómo este inspira profundamente para no morder el anzuelo. A este ritmo, la noche se presenta interesante.

Alice aprieta la mano de Joaquín y declara:

—A ti nada te hace sentir incómodo y ese es justo el problema.

El bailarín sonríe y le suelta delante de todo el mundo:

—Creía que ese era justo mi encanto.

—¡¡¡Joaquín!!! —gritan Alice y Ethan al mismo tiempo.

Mathieu está muerto de la risa y Diane oculta su sonrisa detrás de su mano. Pierre interpela a los recién llegados.

—Joaquín, Alice, Ethan, dejad los abrigos en la habitación de invitados. Mathieu os dirá dónde está. ¿Tenéis maletas?

—No, Joaquín nos ha hecho desviarnos para dejar las maletas en el hotel —masculla Ethan.

Joaquín no le presta atención, con la mirada fija en Alice. Mathieu reacciona a la orden de Pierre:

—¿Y por qué yo? —pregunta, haciéndose el indignado.

—Porque a mí me duele la rodilla —respondo, poniendo cara de desvalido.

—¿No era lo que querías? —replica Mathieu.

Elevo la mirada al cielo:

—Esto va a perseguirme el resto de mis días, ¿verdad?

—¡Oh, sí, por supuesto que sí! —me lanza Mathieu, que recoge de buena gana los abrigos de nuestros invitados.

Proceden a intercambiar abrazos y hugs diversos, y Joaquín experimenta un placer malvado prolongando el de Diane para luego hacer lo mismo con Sophie que, cuando por fin la suelta, no para de parpadear, algo aturdida.

—Gracias por invitarnos, Sophie.

Ella le sonríe y le da unos golpecitos en la mejilla como si fuera un niño pequeño, visiblemente conmocionada todavía:

—Ah, tendrías que darle la gracia a Diane. Fue ella la que sugirió que nos reuniéramos todos aquí.

—Gracias igualmente. Al fin y al cabo, eres tú la que nos acoge.

Le lanza una mirada capaz de derretir un glaciar y Sophie se marcha con una risa ahogada que le sorprende tanto como a los demás.

—Joaquín —gruñe Alice.

—Solo estoy presentando mis respetos a nuestros anfitriones —le responde, con aire inocente.

—¿Piensas hacer lo mismo con Pierre? Está en la cocina —le suelta Mathieu en francés.

—No le des ideas —murmura Diane.

—Oh, pero si no he hecho nada —responde Joaquín, todavía en francés, antes de inclinarse hacia Alice y darle un largo beso que hace que se sonroje.

Se aparta de ella unos centímetros y le susurra, en inglés:

—Eso sí es algo.

Pasan unos minutos, tiempo suficiente para presentarse y llenar las copas de champán. Joaquín aprovecha para recordarle a Ethan que son prácticamente hermanos. Después de todo, pronto se casará con Alice, a la que Ethan considera su hermana. Ethan casi se atraganta con el anuncio, que Alice se apresura a desmentir, roja.

—Mira que te gusta liarla —admira Mathieu.

El bailarín vasco se encoge de hombros con una dejadez estudiada que no consigue atenuar el brillo burlón de su mirada.

—Así me siento como en casa —se limita a responder, dedicando una sonrisa a mi hermano.

La primera botella de champán ya está vacía y Pierre abre otra. Soy el único que no tiene copa.

—¿No quieres champán? —me pregunta Alice.

Por reflejo, miro en dirección a la entrada. Mathieu se da cuenta de inmediato de mi reacción y se apresura a añadir:

—¡El pobre está triste! ¡Espera a su amada!

Frunzo el ceño, pero no le corrijo. Sí, espero a mi amada. Pero ella, que debería haber aterrizado ayer, se ha visto afectada por una tormenta de nieve que ha anulado varios vuelos procedentes de la Costa Este. Hace doce horas, me dijo que había encontrado la forma de llegar y que me mantendría informado. No he vuelto a saber nada más de ella.

—¿No tienes noticias suyas? —me pregunta Diane.

—No, creo que ha intentado coger una correspondencia a Heathrow.

—Había muchos pasajeros en el Eurostar que venían del aeropuerto. Quizá haya cogido el que llegaba media hora después que el nuestro —interviene Joaquín.

—No viene sola, ¿verdad? —añade Diane.

Niego con la cabeza:

—¿Y cómo es eso?

Diane mira a Sophie y luego a mí:

—El invitado sorpresa viene con ella.

Sophie asiente con la cabeza y se limita a canturrear:

—Yo sé quién es…

En ese momento, el teléfono que guardo en mi bolsillo desde hace media hora se pone a vibrar. Lo cojo y veo que aparece un mensaje.

—¡Ya llega!

Mi entusiasmo arranca una expresión hilarante de mis hermanos y de Sophie, pero estoy demasiado contento como para echarles la bronca. Unos minutos después, suena el timbre y me abalanzo hacia la puerta. Mathieu hace ademán de cortarme el paso, pero lo fulmino con la mirada.

Me recoloco las gafas, aliso mi corbata y abro la puerta.

—Liv.

Veo que su boca tiembla y siento que se dispone a burlarse de mi fervor, molesta por la expresión de mis sentimientos. Antes de que se mofe de mí en directo, la rodeo con mis brazos y le doy un beso en toda la boca. Solo hace unos días que no nos vemos, pero con toda esta historia de la tormenta he llegado a pensar que no la volvería a ver hasta mi vuelta a Nueva York. Sus ojos verdes parecen risueños y su boca fresca se abre bajo la mía hasta que una tos me saca del trance en el que me encuentro desde su llegada.

Oigo murmullos detrás de mí:

—¿Y tú decías que me había pasado? ¡Míralo, está a punto de desnudarla!

—Joaquín —responde Alice con paciencia.

Doy un paso atrás para dejar entrar a Liv. Detrás de ella, el interruptor temporizado apaga la luz de la escalera y sumerge al invitado sorpresa en una total oscuridad. Estoy tan absorto con la presencia de Liv que ni me preocupa saber con quién ha podido venir.

—Hola a todo el mundo. Tengo una sorpresa. Sophie me ha dicho que podía —añade de inmediato como para prevenir la reacción del resto de invitados.

Sophie se nos acerca:

—¡Guillaume, coge el abrigo de Liv y avanzad un poco para no dejar a Jill fuera!

¿Jill?

Me giro hacia el salón para observar las reacciones de los diferentes invitados. Diane tiene una gran sonrisa, mientras que Ethan parece sorprendido. Alice aprieta la boca y Joaquín me da la impresión de que está dubitativo, pero no descontento. En cuanto a Mathieu, observa con interés a la recién llegada. Liv entra en el salón, seguida de Jill St Clair. Lleva el pelo corto, a lo garçonne, como Audrey Hepburn, y sus mechones castaños hacen que la delicada estructura ósea de su rostro destaque, así como sus ojos azules grisáceos. Era una de las bailarinas principales del Ballet de Nueva York hasta el año pasado. Se fue en circunstancias no demasiado claras justo después de las representaciones de Joyas en París. Diane, siempre dispuesta a salvar al oprimido, me dijo que no sabía nada de ella desde que se marchó, algo que sentía mucho porque Jill fue una de las primeras personas que la acogió en la compañía.

En el salón, las distintas reacciones no ayudan precisamente a que la antigua bailarina se sienta cómoda, así que opta por no mirar a los invitados hasta que llega a Mathieu, que le sonríe de inmediato.

—¡Encantado, Jill! Nos cruzamos el año pasado cuando viniste a bailar Rubíes a París.

Jill le sonríe con timidez, pero Mathieu no deja que se ponga más nerviosa y decide tomarla bajo su protección, tendiéndome su abrigo. Lo cojo, además de la mano de Liv, contento de poder pasar unos minutos a solas con ella. Una vez en la habitación de invitados, se quita el abrigo y me lanza una mirada desafiante.

—Estaba sola en Nueva York.

—No he dicho nada.

—Se lo pregunté a Sophie.

—No tienes que disculparte por ser una buena samaritana, ¿sabes?

Eleva la mirada al cielo y hace una mueca que hace que me den ganas de besarla.

—Te estás confundiendo con Diane.

Diga lo que diga Liv, las dos bailarinas tienen más cosas en común de lo que está dispuesta a admitir, y este año se han acercado bastante. Liv jamás se sentirá del todo cómoda con la bondad un poco cursi, tengo que reconocerlo, de Diane, pero confían la una en la otra y se respetan. Aunque Liv no sea bailarina principal, cada vez baila más en las obras contemporáneas que exigen potencia y amplitud. Nada que ver con la bailarina terriblemente delicada que era antes de su accidente. Y, aunque sigue siendo punzante, es más parecida a una rosa que se protege pero a la vez te permite entrever su belleza que a un erizo que se transforma en una bola de pinchos en cuanto te acercas. Solo hay que saber cómo cogerla.

La cojo por la cintura antes de besarla largamente, sin soltarla, hasta que siento que se me acerca. Voy a necesitar unos minutos para estar presentable.

—Todo el mundo debería poder tener una segunda oportunidad —me susurra, y comprendo que no se refiere solamente a Jill.

—Estoy totalmente de acuerdo.

Sonrío mientras me acaricia la cara con la yema de los dedos.

—Te deseo.

—¡Liv! ¡Ahora no! Voy a necesitar como diez minutos para poder salir de esta habitación sin que Mathieu se muera de la risa. Y visto el público, estoy seguro de que no será el único que aproveche la ocasión.

Me sonríe y desliza sus manos por mi torso.

—¿Y tú? ¿No piensas aprovechar la ocasión? ¡A ver si voy a tener que subir la temperatura del radiador!

Con una mano me despeina y me afloja la corbata antes de besarme en el cuello. Asiento con la cabeza, sonriente.

—Después. Tenemos todo el tiempo del mundo, amor mío.

Liv adopta un gesto de indignación:

—Mira que eres empalagoso. Es un milagro que no esté en coma diabético…

La beso en la nariz:

—Yo también te quiero.

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