Oh, Jerusalén

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Cuarta Parte: Batalla por la Ciudad Santa - » 40. «El primero que salga con una bandera blanca, sera fusilado»

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40«EL PRIMERO QUE SALGA CON UNA BANDERA BLANCA, SERA FUSILADO»

EL TENIENTE CORONEL Habes Majelli, comandante del 4.º Regimiento de la Legión Árabe, pasaba el vasto panorama por la criba de sus prismáticos. Una vez más, intentaba descubrir las intenciones del enemigo. Ningún repliegue del terreno, ningún bosquecillo y ningún caserío escapaba a su atención. Desde el lugar donde se hallaba, varios de los más ilustres generales de la Historia habían, antes que él, vigilado las cercanías de las colinas de Latrun que dominaban la carretera de Jerusalén. Ibn Jebel, uno de los lugartenientes del califa Omar, eligió incluso reposar sobre aquella cresta perfumada con fragancias salvajes. El montón de piedras sobre el que se había subido el coronel árabe eran también las ruinas de un castillo fortificado construido por Ricardo Corazón de León y luego arrasado por Saladino.

Majelli no tenía, de hecho, ninguna duda sobre la naturaleza de las intenciones de los judíos. Tal como lo predijo Glubb Pachá, la presencia de la Legión Árabe en Latrun conduciría a una verdadera guerra. Para abrir un pasillo hacia Jerusalén y llevar socorros a sus cien mil habitantes judíos, la «Haganah» debería, obligatoriamente, hacer saltar las posiciones árabes. A mediados de aquella tarde, le parecía a Majelli que era inminente el ataque judío.

Sus soldados beduinos se preparaban para ello desde hacía varios días. Habían llenado de nidos de ametralladoras las colinas que tan precipitadamente abandonara Fawzi el Kaukji. Limpiaron, ampliaron y reocuparon las antiguas trincheras en las cuales los turcos habían, treinta años antes, intentado rechazar los asaltos del ejército inglés de Allenby. Minas y rollos de alambradas cubrían sus laderas. Las piezas anticarro dominaban los principales ejes de paso. Tres ametralladoras «Vickers» habían sido colocadas en batería sobre el tejado del antiguo puesto de Policía británico, al oeste de la abadía de los trapenses franceses, y podían mantener toda la llanura bajo su fuego. Al Este, por encima de la entrada a los desfiladeros de Bab el Ued, Majelli camufló sus morteros de tres pulgadas, en torno al poblado de Yalu, el Ayalón de los Jueces.

Cada noche, su adjunto, el capitán Mahmud Russan, enviaba patrullas a lo lejos, a la llanura, para descubrir las posiciones de la «Haganah». Instaló incluso a uno de sus destacamentos en el puesto de Policía de Hartuv, un poblado situado a cinco kilómetros más allá de su vanguardia. En aquella tarde del 24 de mayo, una patrulla debía volar el único puente de la carretera que conducía a aquel poblado. Así, Russan contaba con privar a los judíos de aquella vía de acceso a la carretera de Jerusalén.

Para aumentar sus efectivos, Majelli reorganizó en unidades auxiliares a los irregulares y a las milicias de los pueblos. Nadie estaba mejor dispuesto para aquella tarea que aquel hijo de una de las más poderosas tribus beduinas de Transjordania, aquel árabe que, el primero entre los suyos, recibió un honor hasta entonces reservado únicamente a los oficiales británicos: mandar un regimiento de la Legión Árabe. Dando sus órdenes en la lengua, llena de imágenes, del desierto, bautizó a cada unidad con el nombre de un animal cuya ferocidad debía igualar la combatividad. Equipados con nuevos fusiles, los Leones, Tigres, Lobos y los Halcones de Majelli fueron adheridos a sus compañías regulares.

El coronel beduino camufló el florón de sus fuerzas bajo redes, en un bosque de olivos cerca del caserío de Beit Nuba. Desde aquella altura, sus seis cañones del 88 dominaban todas las carreteras que convergían hacia la única cinta asfaltada que ascendía hacia Jerusalén. Se lo confió a uno de sus oficiales que, como él, pertenecía a una de las más famosas tribus beduinas de Transjordania. Mahmud Ma'ayteh, cuyo hermano Mohamed fue el primero en abrir fuego sobre Jerusalén, había iniciado a sus beduinos analfabetos en los misterios de la geometría y de la balística con un viejo cañón francés del 75 capturado en Siria durante la guerra contra las fuerzas de Vichy. Se convirtieron en tan hábiles, que dos obuses fumígenos les bastaron para regular sus piezas sobre cada uno de los blancos que les indicara Ma'ayteh en torno a Latrun. El oficial beduino no experimentó ninguna duda en su elección, al ser el tema de sus últimas maniobras antes de la guerra precisamente la conquista de aquella posición estratégica.

Desde lo alto de su observatorio, la mirada del coronel Majelli seguía al oleaje de los trigos maduros en la llanura; luego, al Noroeste, el minarete rectangular de Ramleh y, más lejos, los tejados de Tel-Aviv y de Jafa que se recortaban en el horizonte. Mientras sus prismáticos descendían hacia la verde llanura de Shaaron, en dirección al valle del Soreq, patria de Dalila, un ayudante de campo le llevó un mensaje de radio. Procedía del C. G. de la Brigada, y le informaba de que tres compañías del 2.º Regimiento, provistas de artillería, se dirigían hacia Latrun, a fin de reforzar sus posiciones. Satisfecho, Majelli volvió a escudriñar el panorama. Aquella vez, sus prismáticos se detuvieron en un bosque de pinos y cipreses, a una decena de kilómetros de distancia. Detrás de los árboles distinguió una sucesión de tejados rojos. Su mapa le confirmó que se trataba de una colonia enemiga: el kibbutz de Hulda, último bastión judío en la carretera de Jerusalén.

Primer ataque judío al reducto árabe de Latrun, para abrir la carretera de Jerusalén (25 de mayo de 1948).

Dov Joseph observaba en silencio al grupo de rabinos ultraortodoxos reunidos en Jerusalén, en el domicilio del Gran Rabino Isaac Herzog, aguardaba a que uno de ellos se decidiese a hablar.

—Usted quería ver, señor Joseph —acabó por exclamar el Gran Rabino—. Bien, allá está; explíquele lo que tenga que decirle.

El portavoz del grupo, un venerable anciano, emprendió con dolor un discurso sobre los preceptos morales y el valor que la fe judaica ligada a la salvaguardia del alma humana. Su barrio de Mea Shearim fue probado duramente por el bombardeo de la Legión Árabe, declaró. Muchas mujeres y niños habían muerto. Sin duda, no se puede esperar que la «Haganah» abandone la lucha contra los árabes. Más, quizá, los rabinos podrían, en aquel barrio, negociar algún acuerdo gracias al cual su comunidad quedaría fuera de los combates.

Dov Joseph comprendió bien pronto lo que iba a pedir el viejo rabino: una especie de capitulación local. También sabía que no podía aceptarla. Podría extenderse una ola de pánico que contaminaría a toda la ciudad.

El anciano se dirigió, con pena, hacia su conclusión. Aquel plan, destacó, ahorraría al menos otros sufrimientos a las mujeres y a los niños y salvaría muchas almas inocentes. ¿Qué pensaba el señor Joseph de esta proposición?

El severo y bigotudo jurista fijó en su interlocutor una mirada glacial.

—Haga lo que crea usted mejor —declaró—, y yo haré, por mi parte, lo que crea que es lo mejor.

Se produjo un largo silencio. Luego, el rabino preguntó qué es lo que el señor Joseph estimaba «ser lo mejor».

—Haré fusilar al primer hombre que salga con una bandera blanca —respondió simplemente Dov Joseph.

Las tropas que intentaba localizar el coronel Majelli estaban en fase de concentración en el kibbutz de Hulda. La hora H del ataque judío contra Latrun fue fijada para medianoche, aquel lunes 24 de mayo y, según su costumbre, los oficiales de la «Haganah» buscaron en la Biblia el nombre de su operación. Se llamaría «Ben Nun», en honor de Josué, que detuviera al sol en aquel valle de Ayalón para retrasar la llegada de la noche y acabar a plena luz la destrucción de los enemigos de Israel.

A los jefes de la «Haganah» les hubiera gustado prohibir que aquel sol se levantara. Necesitaban el amparo de la noche para tener buen éxito en su operación.

Preparado en la anarquía y la confusión, aquel ataque judío se presentaba mal. Fijado, en principio, para el 23 de mayo, a medianoche, hubo de ser aplazado veinticuatro horas, ya que los efectivos y el armamento de la 7.ª Brigada no pudieron ser concentrados en el tiempo deseado en Hulda. El 23 de mayo, a las seis de la tarde, la fuerza principal prevista para el asalto, un batallón de infantería prestado por la «Brigada Alexandroni», del «Palmach», no estaba aún allí. Aquellos agricultores de la llanura de Shaaron eran los únicos que, realmente, poseían una experiencia militar, y Shamir les reservó un papel capital: la toma del puesto de Policía, al oeste de la abadía de Latrun. En cuanto a las autoametralladoras y a los half-tracks de Laskov, no tenían aún ni ametralladoras, ni municiones, ni emisoras de radio. Los inmigrantes de Zvi Hurevitz llegaron bien a Hulda en los autobuses requisados de la línea 5 de Tel-Aviv, pero no tenían aún cascos, cantimploras ni equipo. Los oficiales del batallón no siempre conocían a sus hombres, ni los hombres a sus armas. Los inmigrantes continuaban salmodiando las escasas palabras de hebreo que pudieron aprender y de las que su supervivencia dependería, quizá, pronto. Ante una situación tan catastrófica, Shamir hizo saber a Yadin que difería el ataque veinticuatro horas.

Cuando el ausente batallón del «Palmach» llegó, finalmente, al día siguiente a mediodía, Shamir y sus oficiales les recibieron con alivio. Pero su alegría se transformó en estupefacción a medida que los hombres descendían de los autobuses. El ejército del nuevo Estado de Israel no había podido ser aún reorganizado. Fundamentalmente concebido para un combate clandestino, continuaba siendo un mosaico de feudos cuyos jefes tenían la costumbre de calibrar ellos mismos la situación y de interpretar las consiguientes órdenes. Antes de dejar partir a sus hombres para Hulda, los oficiales de la «Brigada Alexandroni» les despojaron, sistemáticamente, de sus armas y equipo. A media jornada de su enfrentamiento con la Legión Árabe, llegaron sin un fusil: «un batallón de vagabundos», recuerda, amargamente. Vivian Herzog.

Nadie estaba más horrorizado por la deplorable falta de preparación de la 7.ª Brigada como el que violentamente se opusiera a Ben Gurion a propósito de aquel ataque. Llegado en avioneta «piper-cub» para inspeccionar las fuerzas de asalto, Yigael Yadin se aterrorizó por lo que descubrió. Los batallones no eran más que un amasijo de compañías desprovistas de reservas, unidades de apoyo y enlaces. La artillería se componía, toda ella y para todo, de dos viejos cañones de montaña franceses llamados «Napoleonchiks», del cañón del 88 ofrecido a la «Haganah» por Mike Scott, con quince obuses perforadores como parque de municiones, cuatro morteros de tres pulgadas sin sistema de fijación y un «Davidka» que nadie sabía utilizar. Yadin observó, igualmente, con espanto, que no se había podido organizar ningún servicio de sanidad digno de tal nombre; la Brigada no tenía ni médicos, ambulancias y ni siquiera suficientes camillas.

Pese a los prodigiosos esfuerzos de los compradores de armas y del apoyo de los judíos del mundo entero, el Estado de Israel estaba superado por la amplitud y el número de tareas. Sólo tenía diez días de existencia. La facultad de improvisación y la increíble ingeniosidad de sus ciudadanos, que tantos milagros realizaron en el pasado, eran, en la actualidad, impotentes.

Presintiendo una tragedia, Yadin emprendió una nueva gestión para modificar la decisión del único hombre que podía detener aquel ataque suicida. La respuesta a su llamada no se hizo esperar. Era un «no» sin equívoco. Deseando intentarlo todo para obtener, al menos, algunos días de plazo a fin de concluir la preparación de las tropas, Yadin decidió confrontar a David Ben Gurion con el oficial que debía conducir el ataque. Antes de la entrevista, sermoneó enérgicamente a Shamir:

—Todo dependerá de lo que usted le diga. Esta ofensiva le pone en una especie de inquietud. Ni siquiera me escucha. No duda absolutamente de que Jerusalén caerá si no atacamos, y hada de lo que yo le diga puede disuadirle.

Antes incluso de que Shamir pudiera concluir la enumeración de las dificultades que paralizaban su Brigada, Ben Gurion se lanzó a una descripción apasionada del drama de Jerusalén. No se debía perder ni un solo día, ni una hora, para abrir la carretera hacia la ciudad —repitió—. Cuando hubo terminado. Shamir, exaltado por aquella elocuencia, respondió simplemente:

—Su voluntad será la mía. Ejecutaré todas sus órdenes.

Fuera, Yadin estalló.

—¿Quién le ha pedido que le diga que ejecutaría usted sus órdenes? ¡Seguro que lo hará! ¡Pero, en nombre de Dios, lo que hacía falta era que le diera su opinión!

La hora de las lamentaciones había pasado. Los dos hombres regresaron a Hulda. A su regreso, supieron que los half-tracks habían, al fin, recibido sus ametralladoras, pero que se necesitarían horas para limpiarlas de su capa de grasa y poner los cartuchos en las cintas. Aquellas tareas, y numerosas más parecidas, acapararon de tal forma los esfuerzos de los oficiales de la 7.ª Brigada en las últimas cuarenta y ocho horas, que no habían tenido tiempo de enviar patrullas para investigar las defensas del enemigo. Aunque, de todas formas, los hubieran tenido, no poseían los efectivos necesarios.

Angustiado, Yadin permaneció toda la tarde en Hulda para vigilar los preparativos. Antes de irse, dirigió una última súplica a Ben Gurion, para que concediera un plazo de veinticuatro horas. Luego, con la muerte en el alma, convencido de que la Brigada se encaminaba a una tragedia, regresó a Tel-Aviv.

Eran las siete de la tarde cuando Shamir reunió a sus oficiales ante un mapa, a escala 1:200 000, del sector de Latrun. Comenzó ceremoniosamente su último briefing, según el método de los estados mayores británicos. Tenía en la mano la primera orden operacional del ejército de Israel, respondiendo a las cuatro cuestiones clásicas: objetivo del ataque, forma de alcanzarlo, estado de sus fuerzas de asalto y estado de las del enemigo.

El objetivo estaba claro: ocupar, entre Latrun y Bab el Ued, un trozo de cinco kilómetros de la carretera de Jerusalén, y hacer progresar bien pronto el enorme convoy de provisiones que aguardaba entre Rehovot y el campamento de Kfar Bilu.

Shamir comunicó a continuación a sus hombres el informe de su servicio de espionaje sobre el estado de las fuerzas enemigas. Era desesperadamente escueto: «El enemigo controla, en el sector de Latí un, un número indeterminado de prominencias. Dispone, quizá, de algunos elementos de artillería. La zona de Bab el Ued está, probablemente, sostenida por bandas de irregulares». Eso era todo. El servicio de información judío que tan brillantemente desempeñó misiones clandestinas contra el ocupante inglés, no había tenido tiempo de adaptarse a las exigencias del espionaje militar en una guerra moderna.

Shamir se dedicó entonces al plan de ataque. En el momento en que comenzaba el análisis, le interrumpió un correo para entregarle un mensaje de Tel-Aviv. Era una comunicación urgente de Yadin, marcado con la hora 19:30. «Fuerza enemiga de ciento veinte vehículos, comprendiendo numerosos blindados y transportes de artillería, ha abandonado Ramallah, probablemente en dirección a Latrun. Franquea, en este momento, el punto de intersección 154-141 del mapa». Una avioneta «piper-cub» de observación divisó a la columna árabe. Shamir examinó el mapa: dentro de una hora —estimaba— llegarían a Latrun. Era preciso, pues atacar, antes que esas nuevas tropas alcanzasen sus posiciones.

—Señores —dijo—, estamos obligados a adelantar la hora H en dos horas. Atacaremos a las veintidós horas.

Shamir reanudó su exposición. La línea de salida estaba situada en la carretera Hulda-Latrun, cuatro kilómetros antes de la encrucijada donde se unía con la de Jerusalén. Desde allá, los dos batallones avanzarían en dos ejes. El cedido por la «Brigada Alexandroni» abriría la marcha ante él y se apoderaría del caserío de Latrun, del puesto de Policía y del poblado de Amwas, a fin de rechazar la llegada de nuevos refuerzos árabes. Una vez alcanzados sus objetivos, se apostarían sólidamente para proteger el paso del convoy de provisiones de Jerusalén.

Shamir iba a asignar su misión al batallón de inmigrantes de Zvi Hurevitz, cuando otro correo trajo un nuevo mensaje de Yadin. «La situación en Jerusalén es crítica —decía—. Debe usted forzar el paso esta noche». Por tercera vez en tres días, las fuerzas egipcias del coronel Abdel Aziz habían, en efecto, vuelto a tomar el kibbutz de Ramat Rachel, a las puertas de la ciudad. Ahora, una bandera egipcia ondeaba en la chimenea del comedor en ruinas de la colonia. Señal más amenazante todavía era que los elementos de la Legión Árabe habían ayudado a las tropas egipcias.

Shamir hizo encender lámparas de petróleo y continuó dando sus instrucciones. El batallón de inmigrantes efectuaría un largo movimiento hacia el Este, justo hasta el reducto donde la carretera de Jerusalén entra en el desfiladero de Bab el Ued. Atravesaría la carretera y treparía por las laderas opuestas para conquistar las cimas por encima del desfiladero, así como los pueblos de Deir Ayub, Beit Nuba y Yalu. También se parapetaría en el mismo lugar para cubrir el paso del convoy hacia Jerusalén. La fuerza blindada del capitán Laskov apoyaría su ataque. Un apoyo limitado, precisó Laskov. Solamente tres de sus autoametralladoras y dos de sus half-tracks estaban dispuestos a entrar en acción.

Shamir concluyó anunciando que el batallón de inmigrantes y los blindados de Laskov ascenderían hacia Jerusalén detrás del convoy. Si este ataque se desarrollaba tal como estaba previsto —destacó—, los conductores de cabeza vislumbrarían los tejados de Jerusalén con las primeras luces del alba.

Mientras acababa su exposición, entró un sargento para revelar el primero de los imponderables con los que siempre topa un plan militar. Al replegarse diez días antes, los soldados que fueron picados por las abejas de Latrun edificaron una gran barricada en la carretera que debía tomar aquella noche la Brigada. Era necesario desmantelarla para abrir un pasillo a los autobuses. Sin bulldozer, Shamir sabía que aquello llevaría varias horas, comportando así un dramático retraso al desencadenamiento de la operación. No tenía elección. Fijó de nuevo la hora H para medianoche, esperando siempre que, entretanto, surgiera algún incidente mayor que le obligara a anular pura y simplemente el ataque.

En lugar de ese milagroso impedimento, el jefe de la 7.ª Brigada recibió, a las 20:30, un tercer telegrama de Yadin. Era la respuesta de Ben Gurion a su última súplica, que él transmitía a quien más le concerniera.

Shamir contaría más tarde que, al leer aquel mensaje, comprendió de repente que la verdadera batalla que se le exigía librar sobrepasaba, largamente, lo que se arriesgaba en las prominencias, de Latrun. Se trataba de la de todos los judíos de Israel por la supervivencia de su pueblo, ya que su apuesta no era sino Jerusalén.

—¡Ataque a toda costa! —ordenaba Ben Gurion.

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