Oh, Jerusalén

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Cuarta Parte: Batalla por la Ciudad Santa - » 41. «Ojos manchados de rojo»

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41«OJOS MANCHADOS DE ROJO»

ÚNICAMENTE EL CONCIERTO metálico de las cigarras y, a veces, el ladrido de un perro, turbaban la quietud de la noche. Desde El Kubab, al Oeste, hasta las primeras estribaciones de los montes de Judea, al Este, ninguna brisa de aire movía las espigas de trigo o los cipreses de Latrun. Era una noche pesada y sofocante, pero de engañosa calma. Los trapenses de la abadía acababan de comenzar a cantar el oficio de vísperas cuando los soldados de Shlomo Shamir se lanzaron a la conquista de la carretera de Jerusalén.

Ya llevaban tres horas de retraso. Y, para colmo, sólo eran cuatrocientos. Ben Gurion había contado con una fuerza mucho más potente para apoderarse de la encrucijada más importante de Palestina. Además, el jefe del mejor batallón se había desplomado dos horas antes del ataque, y Shamir debió remplazado por Chaim Laskov.

Bajo la luna llena, Laskov y las tres compañías, de las que no conocía a ninguno de sus oficiales, se deslizaron a través de la llanura para ir a conquistar las posiciones clave: la fortaleza del antiguo puesto de Policía británico y la línea de colinas por encima de la abadía.

A la derecha del dispositivo, Zvi Hurevitz y sus inmigrantes se dirigieron hacia la pequeña carretera que, desde Bab el Ued al pueblo de Hartuv, pasaba al pie de los montes de Judea. Cuando la alcanzaran, torcerían hacia el Norte, superarían la entrada del desfiladero de Bab el Ued y ascenderían al asalto de las colinas y de los pueblos que lo dominaban.

El teniente árabe Quassem el Ayed, del 4.º Regimiento de Infantería de la Legión Árabe, se hallaba, justamente aquella noche, en aquella pequeña carretera. El oficial maldecía el atolondramiento de sus árabes, que olvidaron traer los detonadores destinados a volar su único puente. Debió detenerse aguardando el regreso de los dos legionarios enviados de nuevo a su base para recoger los ingenios que faltaban.

Los judíos que habían desembarcado hacía menos de setenta y dos horas antes en su nueva patria, iban a pagar caro ese contratiempo. Cuando ya habría debido regresar a sus líneas, el teniente árabe distinguió de repente una serie de sombras sospechosas desplazándose por la llanura. Escrutando intensamente la oscuridad, distinguió la larga columna de inmigrantes que avanzaba hacia Bab el Ued. Alertó inmediatamente al C. G. de su regimiento.

Aquel descubrimiento accidental privaba a los israelíes de su triunfo más precioso: la sorpresa. Eran las cuatro de la madrugada del martes 25 de mayo. La primera gran batalla que debía abrir la carretera de Jerusalén acababa de empezar.

Despertado de repente, el teniente árabe Mahmud Ma'ayteh trepó al observatorio desde donde el coronel Majelli estudiara —la víspera— largamente el paisaje. No pudo creer a sus ojos. Bajo la grisácea luz del amanecer, decenas y decenas de soldados enemigos avanzaban por los campos de trigo de Latrun.

Cañones, morteros, todos los fusiles y todas las ametralladoras de los que la colina estaba repleta…, un fuego devastador se abatió sobre las fuerzas judías sorprendidas por los primeros rayos de un sol que se levantaba inexorablemente. El tiroteo árabe fulminó sus filas antes de que pudiera ser alcanzado ni un solo objetivo, ni siquiera acercarse. En el centro del sector de Laskov, la compañía de cabeza ni siquiera había llegado hasta la carretera de Latrun a Bab el Ued. Los hombres se tumbaron bajo las tomateras y las cañas cruzadas de las judías de los monjes, esperando un apaciguamiento. A su izquierda, otra compañía estaba apostada en las cercanías del caserío de Latrun, más allá del puesto de Policía. En el otro extremo del campo de batalla, cerca del desfiladero de Bab el Ued, los beduinos del teniente Ayed, apoyados por numerosos campesinos, cayeron sobre los descubiertos flancos de los emigrantes de Hurevitz, que debieron retroceder.

En su puesto de mando, Shamir escuchaba las patéticas llamadas que reclamaban la intervención de la artillería judía para acallar las baterías árabes. Varios minutos después una serie de violentas explosiones obligaba al padre Martin Godart, el experto vinícola de la abadía de Latrun, a interrumpir su curso sobre el dogma de la Encarnación. Los dos viejos cañones de montaña franceses, el 88 de Mike Scott, los morteros de tres pulgadas sin sistema de fijación y varios otros morteros ligeros hicieron lo que mejor pudieron para reducir al silencio las piezas árabes.

Su disparo fue un rápido fuego artificial sin efecto auténtico. Escasos de municiones, los artilleros judíos debieron detenerse pronto, dejando a sus camaradas infantes afrontar solos las ametralladoras y los cañones de la Legión Árabe. La mayoría de los aparatos de radio habían sido destruidos por el tiroteo árabe, aislando a las compañías en el pequeño espacio en que se agazapaban.

Un pálido sol en un cielo plomizo anunció la llegada del enemigo más cruel que abatiría a los soldados judíos aquella mañana. Se trataba del jamsin, el cálido y seco viento que, procedente de las entrañas del desierto de Arabia, envolvía a Palestina en un manto de fuego. Con él venían nubes de pequeñas moscas negras llamadas barkaches. Invadían las narices de los soldados, las bocas, los ojos, cada porción de su piel, condenándoles al suplicio de sus atroces picaduras. Observando a sus hombres con los prismáticos, Shlomo Shamir comprendió que había perdido su primera batalla de oficial israelí incluso antes de haberla, realmente, comenzado. Sus fuerzas eran incapaces de apoderarse de Latrun mediante un ataque frontal en pleno día. Sólo le restaba ahorrar pérdidas y sufrimientos inútiles organizando un repliegue rápido y ordenado. Incluso antes de haber recibido la orden, el jefe de la compañía de cabeza se desplegó con sus hombres. Viendo a sus camaradas replegarse, las demás unidades, desprovistas de todo enlace por radio, también abandonaron sus posiciones.

Una lenta y escalofriante retirada comenzó a animar toda la llanura. Para evitar un desastre, Laskov ordenó a la compañía atrincherada en el huerto de los monjes que se trasladara a un cerro rocoso justo frente a las alturas de Latrun: la cota 314. Esperaba, de esta forma, cubrir la retirada de los inmigrantes. Pero cuando los soldados judíos salieron del huerto, el fuego árabe los envolvió de nuevo. Los campos de trigo, incendiados antiguamente por las colas en llamas de los trescientos zorros de Sansón, se abrasaron bajo los obuses de fósforo del teniente Ma'ayteh.

Rodeados por haces de balas, estallidos, calor sofocante y la espesa humareda de los campos ardiendo; torturados por la sed y por las crueles barkaches, los hombres se desplomaron y se arrastraron tirando de sus heridos o saltaron de una roca a otra. Los supervivientes que consiguieron abrirse camino hasta la cota 314 sólo descubrieron allí un desierto de piedras. Al no tener ni picos ni palas, debieron cavar con las manos el emplazamiento de sus armas. Consiguieron, sin embargo, impedir que los árabes aniquilaran a sus camaradas en retirada. Al término de una hora y media de frenético tiroteo, su ametralladora se encasquilló. El soldado Ezra Ayalon vio entonces a su jefe apoderarse de una metralleta y correr a parapetarse detrás de un árbol para contener el avance árabe, mientras sus hombres se replegaban. Durante media hora, Ayalon oyó tabletear la metralleta. Luego, silencio.

Los oficiales árabes seguían la batalla a simple vista desde su puesto de observación. «¡Dios mío —pensaba el capitán Russan—, es preciso que la “Haganah” desee mucho a Latrun para lanzarse así contra nuestros cañones!». Estaba particularmente emocionado por la obstinación de los israelitas en llevarse a sus heridos y a sus muertos. Seis veces seguidas, vio a un grupo de judíos descender de la cota 314 para recuperar los cuerpos de sus camaradas. «Cada intentona —recordaría el oficial árabe— les costaba dos muertos más». La retirada parecía efectuarse sin ningún plan, «como la desbandada de un rebaño sin pastor».

El coronel árabe Majelli hizo concentrar el tiro de sus morteros sobre el cerro, mientras sus gruesas piezas de campaña roturaban el sendero que descendía por detrás. Por ahí justamente, Zvi Hurevitz intentaba conducir a los inmigrantes hacia Hulda.

Para muchos de sus hombres, el camino que les separó de los ghettos y de los campos de la muerte de Europa acababa allá, en el horno de la llanura de Latrun. Muchachos polacos, rusos y húngaros, sólo conocerían de la Tierra Prometida un corto y fatal enfrentamiento con su despiadado sol, las picaduras feroces de sus moscas, la tortura de la sed y el mortífero huracán de los cañones árabes. Armados con puñales, los campesinos árabes les perseguían, abalanzándose sobre los heridos o sobre los que se derrumbaban agotados por el calor.

En el terror del cañoneo, muchos inmigrantes olvidaron las escasas palabras de hebreo aprendidas a toda prisa al descender del barco. Incapaces de comprender las órdenes que les gritaban sus jefes extenuados, caían, víctimas de su ignorancia. Matti Meged, que suplicara a Ben Gurion les diera tiempo para aprender a luchar, intentó llevar a varios hacia Hulda. «Eran como animales asustados —recordaría—. No sabían ni siquiera correr bajo las balas. Algunos ignoraban aún el funcionamiento de los fusiles que se les puso entre las manos varias horas antes. Sus jefes de sección debían correr de uno a otro para enseñarles cómo liberar el pestillo de seguridad». Otros, que sabían disparar, no sabían apuntar. Hurevitz recogió a uno que gemía en yiddish: «Lo veía, lo veía, pero no llegué a tocarle».

Meged reconoció la mirada familiar de un muchacho de diecisiete años que hizo el viaje con él en el Kalanit. Tumbado en una zanja, agonizante, murmuró:

—¡Cómo les hemos debido de decepcionar!

Los rescatados de la compañía de cabeza de Laskov y los restos del batallón de Hurevitz se hallaron pronto reunidos en las laderas de la cota 314. A las once horas, con todas sus municiones agotadas, recibieron la autorización de replegarse hacia el Sur, en dirección al caserío árabe de Beit Jiz, ocupado, se les aseguró, por fuerzas amigas. Allá, finalmente, encontrarían un bien tan precioso como la vida misma: agua.

Por todas partes, los supervivientes se pusieron en marcha. Para protegerles, Laskov optó por atraer sobre sí el fuego de los cañones árabes lanzando a sus blindados en una loca carrera a través de la llanura. Abatidos por el jamsin, muriendo literalmente de sed, los soldados judíos se desvanecían unos tras otros sobre la tierra desecada. Hasta el indómito Laskov se sentía ganado por el vértigo de la sed y del agotamiento. Le reanimó un espectáculo: un comandante de compañía empujaba, revólver en mano, a un grupo de inmigrantes hacia la salvación.

Los hombres corrían, caían, se levantaban, saltaban sobre los cuerpos de los muertos y moribundos, se volvían para disparar algunas balas y se desplomaban. Una mortal atmósfera de lasitud comenzó a extenderse. Los heridos pedían a los vivos que los rematasen. El soldado Chaim Inav tropezó con el cuerpo de un hombre al que creía muerto. Lo sacudió. Como si ese gesto le hubiera resucitado, el «muerto» se irguió sobre sus pies y echó a correr a través de la llanura. Otros se negaron a continuar. El sargento Asher Levi halló a dos soldados tumbados juntos, con el terror pintado en los ojos.

—Déjenos tranquilos —gimió uno de ellos—. Queremos permanecer aquí.

Nada pudo decidirles a moverse, ni el fantasma de los cuchillos de los campesinos árabes que se acercaban, ni los obuses que caían, ni el recuerdo de sus familias. Levi debió llenarles de puntapiés y garrotazos hasta que acabaron por ponerse en pie.

Otros no podían levantarse ya. Oyendo una débil voz llamarle, Hurevitz halló en una zanja a un joven inmigrante, llegado también en el Kalanit, con el pecho abierto por una explosión de obús.

—No podré volver a ver a mi madre, que está aquí —murmuró en ruso el herido—, pero ve a verla y dile que he muerto aquí.

En el paraíso prometido de Beit Jiz no había ni agua, ni medios de transporte, ni «Haganah» para recibir a la lastimosa tropa de hombres vacilantes. Sólo había allí otros fusiles árabes. Los irregulares habían ocupado el caserío, y sus disparos causaron las últimas víctimas de aquella retirada de pesadilla.

A las dos de la tarde, los primeros supervivientes alcanzaron, al fin, la carretera y los autobuses que abandonaran doce horas antes. Durante toda la jornada, Laskov y sus half-tracks jugaron al escondite con los obuses árabes para recorrer la calcinada llanura con la esperanza de hallar algunos supervivientes. En su puesto de mando de Latrun, el capitán Mahmud Russan exhibía las decenas de tarjetas de identidad recogidas de los cadáveres judíos por la patrulla del teniente Ayed. «Pertenecían a judíos de todos los rincones del mundo —se asombró Russan—, que vinieron a luchar por el país de la leche y de la miel».

El recuerdo de las miradas de los vivos y de los muertos de aquella terrible batalla asedió a Chaim Laskov el resto de su vida. El espectáculo de sus pupilas dilatadas por el horror y el sufrimiento de aquella jornada se grabaría para siempre en su memoria con las palabras de un poema escrito durante la guerra de España por un anónimo voluntario de las Brigadas Internacionales:

Ojos de hombres que corren, caen, chillan,

Ojos de hombres que gritan, sudan, sangran,

Ojos de los heridos manchados de rojo,

Ojos de los moribundos y de los muertos. [26]

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