Oh, Jerusalén

Oh, Jerusalén


Cuarta Parte: Batalla por la Ciudad Santa - » 42. Un banquete de condenados

Página 49 de 61

42UN BANQUETE DE CONDENADOS

EL CENTRO DE AMMÁN estaba lleno de gente. Cantando, gritando y batiendo palmas cadenciosamente, una exultante multitud aclamaba el éxito de su ejército. Aquel concierto templó agradablemente a los hombres que conferenciaban en el salón del hotel cuyas ventanas daban al soberbio anfiteatro de la antigua Filadelfia romana. La victoria de la Legión Árabe en Latrun no era la única hazaña militar que el comité político de la Liga Árabe celebró. El mismo día, el ejército egipcio se apoderó del kibbutz de Yad Mordechai, posición clave en la carretera de Tel-Aviv. El único frente en el que un ejército árabe sufrió algún revés fue en el del Norte. Allá, los sirios habían sido contenidos, y luego desalojados de Galilea.

Los dirigentes árabes reunidos en Ammán estaban convencidos de que el triunfo no tardaría, y que sería completo. Dudaban de ello tan poco, que no hicieron mucho caso a un documento que Azzam Pachá, el secretario general de su organización, sometió a su atención. El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas exigía un alto el fuego en treinta y seis horas. Aquel llamamiento coronaba los esfuerzos emprendidos por la organización internacional para restablecer la paz en un territorio que creyó apaciguar, seis meses antes, decidiendo dividirlo. Desde el 14 de mayo, los Estados Unidos no cesaban de reclamar al Consejo de Seguridad un alto en las hostilidades, lleno de sanciones para las partes que no lo aceptaran y, si era necesario, la creación de una fuerza de Policía de las Naciones Unidas en Oriente Próximo.

Gran Bretaña no cesó de poner trabas a esos esfuerzos. Apostando visiblemente por el éxito de los ejércitos árabes, los ingleses no experimentaban ninguna necesidad de apresurar el fin de los combates. «Es preciso dejar madurar la situación», recomendaba un consejero del Foreign Office a los representantes de Washington. Para la mayoría, los miembros del Consejo de Seguridad seguían el ejemplo británico. En aquel asunto, los Estados Unidos sólo tenían un aliado —muy paradójico en aquel inicio de la guerra fría—: la URSS. Sin embargo, Washington ejerció sobre Londres discretas pero vigorosas presiones diplomáticas, pidiendo que Gran Bretaña interrumpiese sus entregas de armas a los países árabes y reclamase a sus oficiales que servían en la Legión Árabe. El presidente Truman incluso dio a entender que, en caso de negativa, América podría suspender su propio embargo, particularmente con respecto a Israel.

Finalmente, el 22 de mayo, el Consejo de Seguridad condescendía a las voluntades conjugadas de los Estados Unidos y la URSS. Votaba una resolución para un alto el fuego, aunque sin imponer el ultimátum ni las amenazas de sanciones a las que Londres se había opuesto. Por mutilada que fuese, la resolución podía entenderse, y restaba alguna esperanza de ver a los beligerantes conformarse con un acuerdo común. El Secretario de Estado, Marshall, pidió personalmente a los embajadores de los países árabes que se esforzaran por convencer a sus Gobiernos.

En Tel-Aviv, David Ben Gurion interrogó al Estado Mayor sobre la oportunidad de aceptar un alto en los combates. El armamento de las fuerzas israelíes mejoró considerablemente. Cinco nuevos «Messerschmitt» habían llegado, y el primer cargamento importante de armas acababa de ser desembarcado en Haifa. Sin embargo, el gabinete de Ben Gurion era unánime: una pausa era altamente deseable.

Los dirigentes árabes reunidos en Ammán no estaban inclinados a la misma prudencia. Seguros de conseguir incesantemente victorias decisivas y, por encima de todo, conquistar toda la ciudad de Jerusalén, rechazaron categóricamente hacer callar sus armas. Incluso respondieron a las Naciones Unidas mediante una auténtica advertencia. Dieron a la organización internacional un plazo de cuarenta y ocho horas para hallar una nueva solución que excluyera la existencia de un Estado judío. Les importaba bien poco, a decir verdad, que la ONU aceptase o se negase. Estaban seguros de conseguir aquella nueva solución por sus propios medios.

En el barrio judío de la ciudad vieja de Jerusalén, los rabinos suplicaban nuevamente al jefe de la «Haganah». Sólo había una oportunidad de salvación: capitular. Por lo demás, la voluntad de Dios no ofrecía ninguna duda.

—¡No hemos cesado de recitar salmos y, no obstante, la batalla continúa! —se lamentaba tristemente uno de ellos dirigiéndose a Moshe Russnak.

Las posiciones de los defensores judíos caían unas tras otras. El viejo barrio, ya tan exiguo, era una zapa que se encogía de hora en hora. Los depósitos de agua estaban casi vacíos. No había ya electricidad. Las cloacas habían reventado y las inmundicias se amontonaban. En el sofocante calor de aquel inicio de verano, las callejuelas exhalaban pestilentes efluvios de excrementos en descomposición. Más repulsivo aún era el hedor a carne podrida emanado por las piedras de las casas próximas al hospital. Ya que no se podía enterrar a los muertos, los médicos ordenaron que se les envolviese en sábanas viejas antes de amontonarles en el patio. El rabino Ornstein y su esposa estaban entre ellos. Mientras su hijo y su hija de quince años luchaban por su barrio, una bomba cayó sobre la casa del rabino, que celebraba el advenimiento de Israel con una vibrante oración de acción de gracias. Su joven hijo no pudo abandonar su puesto más que el tiempo justo de recitar el kaddish —oración por los muertos— sobre los restos de sus padres.

Faltos de hielo para conservarlos, se debió tirar los últimos frascos de sangre del hospital. No había más anestésicos, y las operaciones se efectuaban a la luz de linternas eléctricas. En las viejas salas abovedadas, demasiado repletas, se amontonaban más de ciento cincuenta heridos, combatientes y civiles alcanzados por el cañoneo árabe. Esther Cailingold, la joven inglesa que tanto deseó participar en la defensa de la ciudad vieja, yacía sobre una camilla, con la espalda destrozada por una explosión de mortero.

Expulsados de las casas por el avance de los árabes, o porque la vida se había convertido en insostenible bajo los bombardeos, la mayoría de los mil setecientos habitantes del barrio se habían reagrupado en tres sinagogas, justo detrás de los primeros puestos de la «Haganah». Tumbados juntos sobre inmundos jergones llenos de piojos, rezaban, lloraban o se evadían mentalmente lejos del mundo que les rodeaba.

Russnak veía todo lo trágico de la situación, pero rechazó obstinadamente las súplicas de los rabinos. La ciudad nueva acababa, en efecto, de enviarle garantías formales: después de tantas esperanzas frustradas, la ayuda les iba a llegar la próxima noche.

En vez de los refuerzos que aquella tarde no debían llegar aún al barrio judío, les sobrevino una sorpresa por parte árabe. Poco satisfecho de los resultados obtenidos por su artillería desde el monte de los Olivos, el comandante Abdullah Tell decidió transportar sus cañones al mismo centro de Jerusalén, a fin de aplastar a bocajarro la resistencia judía. Remontando la Vía Dolorosa, dos potentes autocañones se sumergieron en el laberinto de callejuelas que sólo habían visto siempre carros con asnos, para ir a apostarse en las lindes del barrio judío.

Aquella maniobra causó estragos en las filas de los extenuados defensores. «No sabíamos quién nos martillaba», recordó el soldado Yehudá Choresh. El barrio no poseía la menor arma anticarro. Choresh y sus camaradas se refugiaron en los tejados y lanzaron sobre los aparatos los escasos cócteles Molotov de que disponían aún, con la esperanza de que el dédalo de estrechas callejuelas invadidas de detritos consiguiera mejor que ellos detener los blindados.

Treinta y tres días después de Pascua, la fiesta judía de Lag Ba'Omer conmemora a la vez el milagroso cese de la peste que asolara Judea durante la guerra contra los romanos, y el último combate que condujo, en aquella época, a conseguir su independencia al pueblo judío. Mientras nacía el alba de aquel día de fiesta, privado por la guerra de sus alegrías tradicionales, todos —tanto los piadosos habitantes de la ciudad vieja como sus defensores— veían claramente que sólo un nuevo milagro podría salvarles.

De los doscientos soldados que componían sus fuerzas al comenzar la batalla, Moshe Russnak sólo disponía —aquel jueves 27 de mayo— de treinta y cinco hombres útiles. Cada uno de ellos sólo poseía una decena de balas, y su único fusil ametrallador no tenía más municiones. Leah Wultz convirtió en granadas las últimas cajetillas de cigarrillos y botes de conserva del barrio. Tan sólo se guardó una, que ocultó cuidadosamente, para poder suicidarse cuando sobreviniera el fin.

El lastimoso territorio que defendían los supervivientes comprendía el hospital, el puesto de mando y las tres viejas sinagogas cuyos sótanos albergaban a los refugiados. Solamente una sinagoga importante estaba aún en manos de los judíos: la de Hurva —principal templo de los asjenazos—, considerada como la más bella de Jerusalén, si no de toda Palestina. Al igual que la cúpula de San Pedro domina el paisaje de Roma, su graciosa cúpula se elevaba por encima de los tejados de la vieja Jerusalén. Preocupado por conquistar intacto tan venerable y majestuoso edificio, Abdullah Tell previno a la Cruz Roja Internacional de que se vería obligado a atacarla si la «Haganah» no evacuaba las posiciones que ocupaba en ella.

El jefe de la defensa judía no podía someterse a tal exigencia. La sinagoga Hurva constituía el último bastión del pedazo de barrio que aún controlaba. Caído aquél, los árabes estarían tan sólo a una quincena de metros de los tres refugios donde se amontonaban los mil setecientos civiles a los que debía asegurar la protección. Lucharía, pues, por Hurva hasta el límite de sus fuerzas. Aquel edificio llevaba en su mismo nombre el triste destino al que le condenaba aquella tenacidad. Sus constructores la llamaron «Hurva» —la Ruina—, ya que había sido construida sobre los escombros de la primera sinagoga asjenaza de Jerusalén.

Con la más profunda desesperación y desánimo que anegaba el barrio, los acontecimientos de la vida cotidiana que el rabino Weingarten hubo, tan regularmente, consignado en su memoria, continuaban desarrollándose. Así, la señora Agi dio a luz una niña, a la que llamó «Tegboret» —Refuerzos—, en memoria de la obsesión que ocupaba los pensamientos. El médico del hospital le encontró una cama, pero sólo para el período de alumbramiento. Con su recién nacido en brazos, la señora Agi regresó pronto a su lugar en la sinagoga, donde se había refugiado toda su familia.

Como cada mañana, el enfermero Jacob Rangye cosía etiquetas con sus nombres en los sudarios de los muertos por la noche. Luego se puso la propia camisa, que tan cuidadosamente guardara para la ocasión, y corrió hasta el sótano de la Yeshiva de las Puertas del Cielo, a fin de asistir a una ceremonia mediante la cual se perpetuaba la vida en aquel barrio en ruinas. Iba a casarse. Su futura esposa acababa de llegar del puesto que defendía en primera línea. Había tenido justo el tiempo de cambiar su uniforme de combate por un vestido. A la luz de una vela que el estruendo de las explosiones hacía vacilar, los dos jóvenes intercambiaron sus votos y rezaron, según el ritual del matrimonio judío, para que «pronto las ciudades de Judea y las calles de Jerusalén resuenen con el eco de la alegría y la felicidad».

Aquella mañana, en el informe cotidiano del C. G. de la Legión Árabe de la ciudad vieja, los comandantes de compañía de Abdullah Tell eran unánimes; bastaba con un último asalto para hacer caer el barrio judío. El objetivo contra el que debían dirigir aquel último esfuerzo no ofrecía ninguna duda. La caída de la sinagoga Hurva provocaría el derrumbamiento de la resistencia judía. Como su llamamiento a la Cruz Roja Internacional había quedado sin respuesta, Abdullah Tell no tenía otra posibilidad.

—La sinagoga debe ser nuestra antes de mediodía —ordenó a sus oficiales.

—Si lo conseguimos —pidió el capitán Mussa—, ¡prométanos venir a tomar allí el té esta tarde!

—¡Inch Allah! —respondió el comandante del 6.º Regimiento de la Legión Árabe.

Fawzi el Kutub fue encargado de abrir un pasillo a los legionarios. Aquella misión debía constituir la apoteosis de la violenta carrera del palestino. Para hacer volar el muro del recinto de la sinagoga, ató a una escalera un barril de doscientos litros repleto de explosivos. Asiéndola por cada extremo como si se tratara de una camilla, cuatro hombres se deslizaron a través de un patio para depositar su máquina infernal al pie del muro. Nadi Dai'es, el muchacho que descubriera el cuerpo de Abdel Kader en Castel, era uno de los portadores. Revólver en mano, El Kutub apremió a sus portadores bajo las admirativas miradas de los legionarios que aguardaban poder penetrar a través de la brecha.

Cuando el barril fue colocado contra la espesa mampostería, El Kutub encendió tranquilamente la mecha con la colilla que ardía en sus labios e hizo una seña a sus hombres para que se pusieran a cubierto. Una formidable explosión abrió un boquete a los legionarios. Durante tres cuartos de hora, una decena de tiradores judíos apostados consiguieron, desde las casas vecinas, contenerles bajo un diluvio de granadas y balas. Luego, el tiroteo cesó. Los soldados beduinos hallaron en las posiciones abandonadas un botín desacostumbrado: cinco fusiles. Por primera vez, el barrio judío poseía más armas que combatientes.

Los legionarios se introdujeron en la sinagoga e intentaron subir hasta lo alto de la cúpula para colocar allí los cañones árabes. Tres de ellos fueron abatidos, pero un cuarto lo consiguió. Visible en todas partes, la bandera se desplegó en el cielo de Jerusalén, anunciando la victoria de la Legión Árabe. No era la bandera azul y blanca que David Shaltiel esperaba izar por encima de los tejados de la ciudad vieja, sino el emblema verde, rojo y negro del reino de Transjordania.

Sólo la presencia de numerosas tiendas en torno a la sinagoga impidió que aquella tarde el barrio fuese totalmente aniquilado. En efecto, las tropas árabes aflojaron su presión para dedicarse al pillaje del territorio conquistado. Aprovechando esa tregua, el jefe de la defensa judía intentó reorganizar su línea de defensa. Su única esperanza de retrasar una marejada árabe se cifraba en la reconquista de un pequeño edificio que flanqueaba la sinagoga y desde donde los escasos combatientes que le quedaban podrían quizás impedir, con sus últimos cartuchos, que los legionarios se dirigieran hacia el centro del barrio.

El hombre más capaz de conseguirlo era el kurdo analfabeto que había formado parte de todos los ataques, llamado Isaac el Ametrallador. Pero incluso aquel indómito combatiente estaba desmoralizado.

—Ahora es inútil —respondió con dejadez a la muchacha que le comunicó la orden—. El fin está próximo y acabaremos de todas maneras por rendirnos.

—Isaac —suplicó la muchacha—, es necesario absolutamente volver a tomar esa posición. Los árabes sólo están a quince metros de las sinagogas llenas de mujeres y niños.

Resignado, el joven kurdo se levantó, tomó su metralleta, llamó a cinco hombres y se fue para allá. Un instante después estaba muerto. El último intento de los defensores había fracasado.

Entonces, una gigantesca explosión sacudió a toda la ciudad. Del centro de la ciudad vieja se elevaba un enorme hongo de polvo y humo que oscureció el cielo y recubrió todos los tejados de una película blancuzca. Cuando sobrevino el silencio, centenares de voces angustiadas entonaron en los sótanos de las tres sinagogas la oración más sagrada del judaísmo: la Shema Yisrael. El cielo de Jerusalén había perdido uno de sus más bellos monumentos, Fawzi el Kutub, en vez de Abdullah Tell, había ido a tomar el té en Hurva.

Como si la destrucción de aquel santo edificio aportase la prueba definitiva del destino al que ellos mismos se habían condenado, los habitantes amontonados en sus refugios tuvieron una extraña reacción. Desenterraron los tesoros que habían ocultado para acompañar los últimos instantes de sus pobres existencias. Sombríos y rezumando humedad, los fétidos sótanos de las tres sinagogas se convirtieron en escenario de una extraña bacanal. Aquellos a los que tantas privaciones y sufrimientos habían reducido al estado de espectros, se dedicaron a intercambiar chocolate, pasteles, cigarrillos, lentejas, arroz e incluso vino. Bruscamente vueltos a la vida, aquellos lugares albergaron un gigantesco banquete de condenados.

Moshe Russnak lanzó una última llamada al C. G. de la ciudad nueva: todo estaría consumado —prevenía— si las ayudas no llegan esta noche. Pero aquella noche el único socorro que pudo franquear las murallas se hallaba en un obús de «Davidka» al que se le había extraído la pólvora. Dos palmachniks la sustituyeron por la única cosa que podía ayudar a sus camaradas asediados, con los que no podían reunirse: balas. Encima depositaron un mensaje. «Valor, estamos con vosotros», decía. El proyectil cayó en las líneas árabes.

Poco después de las nueve de la mañana del viernes 28 de mayo, el timbre del teléfono resonó en el puesto de mando árabe de Abdullah Tell, en la escuela de la Raudah.

—Dos rabinos —anunciaba el capitán Mussa— salen del barrio con una bandera blanca.

Tell tomó su bastón y partió a reunirse inmediatamente con Mussa. Atravesando a toda prisa la ciudad vieja, el oficial árabe pensó en el primer conquistador musulmán en Jerusalén, el califa Omar, y en el respeto que la Historia vinculaba a su nombre por la generosidad de que diera prueba hacia los que había vencido. La leyenda hizo de él una especie de símbolo del carácter caballeresco de los árabes. Abdullah Tell deseaba que nada, aquel día, pudiera mancillar aquella leyenda.

Al entrar en la escuela armenia de los Traductores de las Sagradas Escrituras, donde Mussa había instalado su puesto de mando, Abdullah Tell se halló de improviso, frente a los primeros judíos con los que se encontrara personalmente en su vida: los rabinos Reuven Hazan, de setenta años, y Zeev Mintzberg, de ochenta y tres años. Tal como el alcalde árabe de Jerusalén lo hizo treinta y un años antes entregando la ciudad a los soldados británicos, los rabinos se presentaron con una sábana para ofrecer a la Legión Árabe la rendición de su barrio.

Dos horas de un severo enfrentamiento precedieron a aquel gesto. Para interrumpir una primera tentativa de rendición, el jefe de la «Haganah» del barrio no dudó en disparar sobre los venerables ancianos. La bala que recibió en el brazo no quebrantó, sin embargo, la determinación del rabino Hazan ni la de su colega.

—Sería necesario que nos matara —declaró a Moshe Russnak— para impedirnos ir a devolver a los árabes las llaves del barrio. Y poco importa que sean para unos o para otros. La situación no tiene esperanzas.

Derrumbado, Russnak convocó a sus adjuntos. La situación no tenía, en efecto, esperanzas; los legionarios estaban a seis metros de la primera de las sinagogas que cobijaba a los habitantes del barrio. El hospital ya no tenía ningún medicamento. Incluso los apósitos y el alcohol estaban agotados. A los últimos defensores sólo les quedaban algunos cartuchos, con los que podían resistir aún una media hora. Después, mil setecientos civiles estarían a merced de los árabes. Russnak decidió intentar ganar tiempo. Autorizó a los rabinos a pedir un simple alto el fuego, el tiempo de recoger a los muertos y heridos.

Abdullah Tell se abstuvo de dejarse engañar por aquella astucia. Cortés, pero firmemente, rogó a los dos rabinos que fueran a buscar un representante de la «Haganah».

Russnak difirió su respuesta todo el tiempo que pudo y, finalmente, ordenó a uno de sus adjuntos que hablaba árabe, Shaul Tawil, que se reuniera con el jefe árabe. Éste había invitado a un representante de la Cruz Roja Internacional, al médico suizo Otto Lehner, y al enviado de las Naciones Unidas, Pablo de Azcárate, a que asistieran personalmente a la rendición. Azcárate recordó que las negociaciones se desarrollaron con una perfecta y emocionante corrección. «El oficial árabe no pronunció una palabra ni hizo un gesto que pudiera humillar u ofender de alguna manera a los representantes judíos vencidos». Por su parte, el oficial judío Shaul Tawil, tranquilo y digno, «no mostró el menor resentimiento ni el más pequeño signo de servidumbre». Abdullah Tell no estaba, sin embargo, dispuesto a entablar una discusión cualquiera. Sus condiciones eran sencillas y correctas. Todos los hombres útiles serían hechos prisioneros. Las mujeres, niños y ancianos serían repatriados a la ciudad nueva. Los heridos serían hechos prisioneros o evacuados, según la gravedad de su caso. Aunque sabía que numerosas mujeres combatían en las filas de la «Haganah», Tell no quiso hacer ninguna prisionera.

Mientras árabes y judíos parlamentaban, tenía lugar una escena extraordinaria. Sabiendo que una delegación había ido a ofrecer la rendición del barrio, los habitantes refugiados en el sótano de una de las sinagogas se pusieron a lanzar gritos de alegría y a recitar salmos de acción de gracias. Luego, empujando a los soldados colocados por la «Haganah» para protegerles, se precipitaron fuera. En pocos minutos, los árabes y los judíos, que se mataban entre sí pocas horas antes, se arrojaban unos en brazos de otros. Se volvieron a encontrar viejos amigos con lágrimas de alivio. Los legionarios abandonaron sus posiciones y acudieron a mezclarse con los soldados de la «Haganah». Los tenderos judíos volvieron a abrir sus tiendas. No sin amargura, Russnak vio a algunos que, a menudo, aceptaron dar a regañadientes un simple vaso de agua a sus hombres, sacar café y golosinas y dárselos a los árabes. Viendo a las dos comunidades ya totalmente mezcladas una con la otra, Russnak comprendió que todo estaba, verdaderamente, consumado. La rendición oficial no sería más que una simple formalidad. Fumó tristemente un último cigarrillo y llamó a sus oficiales. Excepto el representante del «Irgún», todos dieron su asentimiento a la capitulación. Russnak se vistió entonces un battle-dress australiano, se tocó con una boina, fijó una «Parabellum» a su cintura y se puso en camino para entregar a los árabes la parcela de tierra judía más vieja del mundo.

Con sus zapatos lustrados y sus uniformes cuidadosamente abotonados, los apenas treinta soldados de la «Haganah» que habían sobrevivido a la batalla se alineaban, en una perfecta formación, en un rincón del patio escogido para la rendición. Por otra parte, los habitantes del barrio empezaron a reunir a sus hijos, sus líos de ropa y los escasos enseres que pudieron arrancar de sus casas.

Contemplando la miserable tropa reunida por Russnak, Abdullah Tell sacudió la cabeza.

—Si hubiera sabido que eran ustedes tan poco numerosos —le dijo al comandante de la defensa judía—, les habríamos atacado con palos y no con cañones.

El oficial árabe se acercó a continuación al grupo de civiles. A la vista de la angustia que crispaba la mayoría de los rostros, comprendió lo que aterrorizaba a aquella lastimosa multitud: la perspectiva de una matanza. Pasando lentamente por las filas, intentaba, con una palabra o un ademán, tranquilizar a unos y otros. En los pasillos y salas repletas del hospital, uno de sus oficiales leyó en la mirada de los heridos «la terrible certeza de que todos iban a ser matados». El periodista árabe Sam Suki, corresponsal de la agencia United Press, se abría paso en medio de aquel universo de miseria sobre el que flotaba un olor a muerte, cuando oyó una voz que le llamaba. Se volvió y reconoció al conductor del taxi judío cuyos servicios utilizaba habitualmente. Convencido de que los soldados árabes iban a degollarle a la salida, el pobre hombre temblaba por todos sus miembros. Suki le ofreció un cigarrillo, asegurándole que no tenía que temer nada.

El comandante Abdullah Tell iba a mostrarse tan caballeresco como el califa Omar.

Las únicas víctimas de los legionarios aquella tarde no fueron judíos, sino árabes: algunos saqueadores llegados demasiado tarde al pillaje.

El más corto y triste exilio de toda la historia judía moderna comenzó poco antes del ocaso del sol. De dos en dos, los mil setecientos habitantes del barrio judío se pusieron en marcha para recorrer los quinientos metros que separaban la puerta de Sión de la ciudad nueva. Esa marcha señalaba el fin de dos mil años de presencia judía casi ininterrumpida en el interior de las viejas murallas de Jerusalén. Los últimos habitantes dejaban tras ellos los enormes bloques de piedra de los que fueron, tras otras tantas generaciones, piadosos centinelas. Tal como habían sido arrancados los tiernos árboles de los huertos de Kfar Etzion para que desapareciese para siempre toda señal de presencia judía, temían que aquel muro, alisado por las frentes de sus antepasados, fuera también desmantelado, así como todos los demás vestigios que poblaban aquel sagrado lugar del judaísmo. Ahora, mientras los primeros exiliados franqueaban la puerta de Sión, los hogares incendiados por los saqueadores y los irregulares comenzaban a consumir sus casas.

Los legionarios les formaron un cordón con sus cuerpos a todo lo largo de la travesía de estrechas callejuelas que fueron el sombrío y ferviente decorado de su existencia. Ayudaban a los ancianos, sostenían a los inválidos, llevaban en brazos a los bebés de las mujeres agobiadas por el peso de sus paquetes. Rechazaban a culatazos a la excitada multitud, detenían a los que arrojaban piedras y no dudaban en disparar por encima de las cabezas cuando algún peligro amenazaba a la miserable procesión.

Muchas de las familias que abandonaban aquel día su casa, jamás habían salido de las murallas de la ciudad vieja. Un anciano de cien años de edad sólo las había franqueado una vez, noventa años antes, para ir a ver construir las primeras casas de la ciudad nueva.

Los ancianos eran quienes ofrecían el espectáculo más desconsolador. Encorvados, con la barba sucia y el solideo luciente, dejaban tras ellos toda una vida de estudio. Aquellos que por casualidad pasaban ante su casa, se separaban de la columna para ir a besar en el umbral la mezuza, el pequeño estuche que contiene el fragmento de pergamino implorando la bendición divina sobre todo hogar judío.

Llegando a la puerta de Sión, un viejo rabino salió de repente de las filas y fue a depositar un enorme paquete en los brazos del árabe Antoine Albina.

—Es un objeto sagrado de la sinagoga —declaró—. Se lo confío. Será su protección.

Era una vieja Torá de setecientos años, caligrafiada en un rollo de pergamino de piel de gacela, de una longitud de treinta y tres metros.[27]

Mientras, la ciudad nueva preparaba febrilmente el recibimiento de los refugiados. Dov Joseph decidió albergarles en las casas de Katamon abandonadas por los árabes. Encargó a su adjunto, Chaim Haller, que requisara sábanas y mantas. En la casa de una familia católica, Haller encontró gran cantidad de velas. Sabedor de que la santa comunidad del viejo barrio judío intentaría hacerse con cirios para celebrar su primer sábado de exilio, Haller se llevó todas las existencias, decidido a no revelar a sus destinatarios la naturaleza impía de sus orígenes.

El triste cortejo desfiló toda la tarde por la puerta de Sión, mientras las hogueras se multiplicaban en el barrio abandonado. Viendo desaparecer entre las llamas sus casas y calles, Masha Weingarten, la hija del rabino, pensó: «Esto es el fin de mi vida». Pese a su avanzada edad, su padre solicitó la autorización para acompañar a los prisioneros a Ammán, llevando consigo la llave de la puerta de Sión que un oficial británico le entregara catorce días antes.

El joven Abraham Ornstein y su hermana Sarah pudieron efectuar una última visita a la casa donde perecieron sus padres. «Estaba llena de libros y recuerdos de nuestra infancia», recordó Abraham. Deseó llevarse alguna cosa, pero no consiguió elegir nada. Sarah cogió el primer objeto que tuvo a mano y lo deslizó en su bolsillo. Luego se separaron. Ella tomó el camino de la ciudad nueva, y su hermano, el de un campamento de prisioneros, en compañía de doscientos noventa y tres hombres útiles.

Desde una esquina de la calle cerca de la puerta de Sión, el árabe que condujo su cruzada destructora contra aquel barrio, observaba partir a los últimos refugiados. Toda su vida, Fawzi el Kutub flanqueó a los judíos en aquella ciudad vieja de Jerusalén donde naciera. Comprendió de repente que les veía por última vez. Su patética procesión consagraba la victoria de la despiadada carrera que inaugurara, doce años antes, al arrojar una granada sobre un autocar judío.

Entre los últimos en franquear la puerta se hallaba Leah Wultz. La brutal irrupción de legionarios en su pequeño laboratorio no le dio tiempo a utilizar la granada que había separado para suicidarse. Viendo cómo el incendio devoraba el barrio, pensó «en los judíos de España abandonando sus ghettos en llamas». Llena de amargura, gritó frente a los primeros judíos que distinguió en la ciudad nueva:

—¡Judíos! ¡Vosotros os quedáis aquí, y nosotros hemos debido rendirnos!

Caía la noche y sólo quedaban en el viejo barrio los ciento cincuenta y tres heridos, que se amontonaban, en un concierto de quejidos, bajo las bóvedas del hospital. Una comisión médica debía venir para organizar su transporte. Pero el incendio que consumía el barrio amenazó pronto el edificio. Viendo llegar a los legionarios, los heridos creyeron que iban a ser asesinados. Pero los árabes acudían, al contrario, a intentar poner a sus adversarios a cubierto del incendio. Los transportaron al recinto del patriarcado armenio.

En el mismo instante, Abdullah Tell recibía una llamada telefónica que culminaba, para él, aquella terrible jornada. Con voz triunfante, el rey de Transjordania felicitó calurosamente al joven oficial al que, diez días antes, envió en ayuda de Jerusalén.

En cada casa de la ciudad nueva donde habían sido conducidos, los refugiados encontraron a judíos para ayudarles a acostumbrarse al brusco cambio de su existencia. Chaim Haller corría de estancia en estancia para reconfortar a aquellos que la suerte le envió. «Parecían completamente desamparados», recuerda. Pero, con gran sorpresa suya, comprendió lo que angustiaba a los desgraciados. No era el haber rozado la muerte y haber perdido todo lo que poseían. Era, al trasladarse de la puerta de Sión al barrio de Katamon aquel viernes por la noche, el haber profanado, por primera vez en su vida, el sábado.

Haller hizo entonces lo único que pudo atenuar su desesperación. Puso en manos de cada hombre y mujer una de las velas bendecidas por las plegarias de otra religión, para la que Jerusalén también era la Ciudad Santa. Mientras se encendían una a una, Haller vio los rostros en torno a él iluminarse de alegría, inmersos en la felicidad de haber respetado uno, al menos, de los mandamientos del sábado, tras haber violado tantos otros.

En el monasterio armenio, extendida sobre una camilla, la joven inglesa Esther Cailingold agonizaba. Ya no había más morfina para calmar sus atroces sufrimientos. El herido que yacía a su lado vio a un anciano inclinarse sobre ella y ofrecerle el único calmante que poseía: un cigarrillo. Esther levantó suavemente la mano para cogerlo, y luego dejó caer el brazo.

—No —murmuró—, es sábado.

Esas fueron sus últimas palabras. Minutos después, entraba en coma. Bajo su almohada se hallaba una carta que escribió cinco días antes a sus padres, caso de que le sucediera algo durante la batalla del viejo barrio. Era el testamento que dejaba la joven inglesa.

Queridos papá y mamá:

Os escribo para suplicaros que aceptéis todo lo que me pueda ocurrir, con la serenidad que deseo. Libramos un difícil combate. He saboreado el infierno, pero ha valido la pena, porque estoy convencida de que el fin de esta batalla verá la realización de nuestras esperanzas. He vivido plenamente mi vida, y me ha sido muy dulce vivir aquí, en nuestra tierra.

Espero que un día, pronto, vengáis todos y gocéis de los frutos de nuestra lucha. Sed felices y acordaos de mí sólo en la alegría.

Shalom,

ESTHER

El gigante de barba rosada que yacía al lado de la muchacha se puso a sollozar mientras se espaciaba poco a poco el aliento de su respiración. Fuera, las llamas que devoraban el barrio por el que había muerto, teñían de rojo la noche, iluminando las tinieblas con ramilletes de chispas. Tumbado en la oscuridad, Yeshuv Cohen pensaba en un versículo de la Biblia que a menudo había recitado cuando era niño. Se puso a cantarlo, suavemente al principio, y luego cada vez más fuerte, hasta que brotó de su camilla toda la potencia de su voz baja y profunda. Los demás heridos acostados en la oscuridad en torno a él, repitieron a coro las palabras. Un canto de orgullo, un canto de desafío resonó bien pronto bajo las altas bóvedas:

—Judea será destruida por la sangre y por las llamas y renacerá por la sangre y por las llamas.

Ir a la siguiente página

Report Page