Oh, Jerusalén

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Cuarta Parte: Batalla por la Ciudad Santa - » 43. «Buenas tardes y buenas noches desde Jerusalén»

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43«BUENAS TARDES Y BUENAS NOCHES DESDE JERUSALÉN»

SOBRE UNA PROMINENCIA, a cinco kilómetros de Jerusalén, un teniente estudiaba atentamente el mapa, a escala 1:25 000, desplegado ante él. El árabe Emile Jumean, de veinticuatro años, del 1.º Regimiento de Artillería de la Legión Árabe, dio un nombre cifrado a cada uno de sus objetivos. «Notre-Dame de France» era Whisky, en recuerdo de la bebida favorita de sus ex ocupantes escoceses; la «Agencia Judía», Flor; y el «Orfelinato Schneller», transformado en base de la «Haganah», Diamante. El joven oficial árabe maridaba la fuerza que constituía, en aquel momento, la amenaza militar más inmediata que pesaba sobre la ciudad nueva de Jerusalén: doce cañones del 88.

Una vez en su poder la ciudad vieja, el comandante Abdullah Tell esperaba que sus beduinos se lanzaran al asalto de la ciudad judía. Pero Glubb, escarmentado por su fracaso ante los muros de «Notre-Dame de France», rechazó categóricamente aquella sugerencia. Lleno de amargura, Abdullah Tell se dirigió, pues, a sus compañeros de la artillería, para que intentaran arrancarle la decisión que le hubiera gustado obtener él. Un metódico martilleo de la ciudad acabaría —pensaba— por hacer insoportable toda vida en los barrios judíos, y forzaría a sus habitantes a capitular.

El teniente Jumean colocó sus piezas sobre tres prominencias estratégicas. Además, sobre un tejado de Sheij Jerrah, en el minarete de la mezquita de Nebi Samuel y en una casa del monte de los Olivos, tres oficiales de observación estaban apostados, dispuestos a dirigir su tiro sobre cualquier blanco. Incluso con la restringida dotación fijada por Glubb —diez obuses diarios por pieza, más algunos proyectiles obtenidos secretamente—, el teniente Jumean podía sumergir a la ciudad en un verdadero infierno.

Contra aquella amenaza, los judíos estaban indefensos. Las piezas árabes disparaban desde demasiado lejos para que la «Haganah» pudiera organizar una incursión contra ellas. Finalmente, fue una ordenanza británica de 1920 lo que —ironía de la Historia— salvaría a la ciudad de una completa destrucción. A fin de preservar el tradicional carácter de Jerusalén, obligaba a los arquitectos a construir todas las casas con grandes piedras. En contrapartida, no había ninguna ordenanza para salvar la vida de sus habitantes. Día tras día, mientras las bombas árabes rugían por encima de los tejados, aumentaba la lista de víctimas. Al final de la batalla, Jerusalén perdería —proporcionalmente— cinco veces más habitantes que Londres en el peor momento de los bombardeos nazis.

Contra aquella terrible ofensiva, la «Haganah» solamente podía contestar de forma irrisoria. En una cervecería abandonada del arrabal de Givat Shaul, Elie Sochaczewer —el judío que, una noche del invierno precedente, utilizara los dos viejos cañones del club «Menorah» para convertirlos en «Davidka»— fabricaba a toda prisa explosivos para las granadas, minas y obuses, que desesperadamente necesitaban los soldados de Jerusalén. Poseía un verdadero tesoro: un almacén de insecticida a base de clorato de potasa. Gracias a una complicada química, consiguió elaborar una especie de cheddita, el potente explosivo al que la pequeña ciudad francesa de Chedde —que lo fabricaba— diera su nombre.[28] Tal respeto rodeaba a sus trabajos, que una mañana un rabino irrumpió en su laboratorio para abrazar y bendecir cada obús de «Davidka» que se hallaba allí.

Los proyectiles eran tan preciosos, que David Shaltiel los economizaba con terrible parsimonia. Nadie tenía derecho a disparar un solo obús de mortero o de «Davidka» sin su autorización personal. Cuando una unidad reclamaba apoyo de artillería, llegaba incluso a aguardar la caída de un obús árabe en el vecindario y reivindicar en presencia de sus hombres la paternidad de aquel disparo para sostener su moral. Pero, pese a todas esas precauciones, las reservas descendieron hasta un nivel crítico, y el aprovisionamiento en municiones individuales no era mejor. Estaba estrictamente prohibido, salvo permiso especial del Estado Mayor, disparar con ametralladora o con fusil ametrallador si no era tiro a tiro. Los defensores de «Notre-Dame de France» no debían abrir fuego sobre ningún blanco a más de cien metros. Incluso llegó una noche en que los fusiles de «Notre-Dame» tuvieron solamente cinco o seis cartuchos cada uno. A fin de no revelar al enemigo esta trágica situación, instrucciones formales prohibían toda conversación por teléfono o por radio concerniente a las armas y municiones. Las escasas cajas de cartuchos que llegaban por avioneta, eran recogidas inmediatamente por el responsable del armamento, un grueso fabricante de quesos de origen yemení, llamado Yaffe. Éste los distribuía en escondites, conocidos solamente por él y por el comandante de Jerusalén. Aquellas «raciones de chatarra», como los judíos denominaron el puñado de cartuchos y los escasos obuses que distribuía el yemení, eran tan irrisorias como las de Dov Joseph para sus estómagos. La última ración, la que no sería repartida más que en el último momento, estaba guardada en un sótano de la «Agencia Judía». Al atardecer del 29 de mayo, al día siguiente de la rendición del viejo barrio, Isaac Levi descubrió que aquel instante bien hubiera podido llegar varias horas antes. Aquella mañana sólo les quedaban a las unidades que defendían la ciudad ocho obuses de mortero de tres pulgadas y cuarenta cartuchos por fusil.

Pero el hambre y la sed dominaban todas las demás preocupaciones. Dando a Jerusalén el nombre en clave de «Bacalao» el día de su salida, los militares británicos rindieron un involuntario homenaje al único artículo que aún contenían los depósitos de Dov Joseph. Gracias a una vieja provisión maloliente de pescado seco, los habitantes no morían, literalmente, de hambre. Muchos soldados caían de inanición. Algunos polcaban por un pedazo de salchicha o un mendrugo de pan. Para galvanizar las energías de los defensores de vientre vacío, Shaltiel debió lanzar una proclama: «¡Soldados —decía—, acordaos de que los ancianos, mujeres y niños de Jerusalén tienen tanta hambre como vosotros!».

Los habitantes desplegaban, para sobrevivir, todos los recursos de su imaginación. Cuando la sequía hubo agostado los últimos manojos de jubeiza, las mujeres de Jerusalén recogieron las viñas locas de los jardines, cuyas hojas, una vez hervidas, ofrecían una vaga semblanza con las espinacas. Fragmentos de pan ácimo humedecido con algunas gotas de aceite constituían el alimento principal. Irónicamente bautizada como «grasa de mono», la pasta obtenida se extendía sobre otra galleta. La enfermera Ruth Erlik plantó rábanos en el reborde de su ventana. Los regaba con las últimas gotas de su ración de agua, cuando ésta acababa su ciclo completo de variadas utilizaciones. Por toda bebida, la señora de David Rivlin no ofrecía a sus invitados más que una taza de agua hervida en su viejo samovar, con la secreta esperanza de que el augusto recipiente comunicara a su brebaje un poco del sabor de los centenares de litros de té que allí hirvieron. Pronto, las consecuencias de aquellas privaciones se convirtieron en alarmantes. Subalimentados, los niños estaban expuestos a todas las enfermedades. Ya llenos de heridos, los hospitales no podían acogerles.

Dov Joseph suplicó a Ben Gurion que organizara lo antes posible lanzamientos masivos de alimentos en paracaídas. Tras haber consultado a expertos en aviación, Ben Gurion le anunció que se intentaría lo imposible para lanzar en paracaídas, semanalmente, casi tres toneladas. Aquella cifra hizo brincar a Dov Joseph. «Las necesidades vitales mínimas para una sola semana se elevan a ciento cuarenta toneladas de harina, tres de polvo de huevos, diez de leche en polvo, diez de pescado seco y diez de queso —cablegrafió a Ben Gurion—. Sus tres toneladas no resolverán nada en absoluto».

No teniendo el menor medio de poner en marcha tales cantidades, Ben Gurion no pudo más que dirigir un mensaje de ánimo a la población. «Valor —decía—. Pronto el ejército liberará y salvará nuestra capital».

La penuria general atañía a todos los sectores. Faltos de carburante, los camiones ya no se llevaban las basuras, que se amontonaban, exhalando pestilentes olores. El aflujo de heridos convertía las condiciones de los hospitales en más dramáticas cada día. Por falta de antibióticos y aparatos de esterilización, la gangrena causó terribles estragos. Luchando perpetuamente contra el vértigo del hambre, el profesor Edward Joseph realizaba con su equipo una media de veintiuna operaciones diarias. Llegó a trabajar veinticuatro horas de un tirón.

Los cigarrillos desaparecieron por completo. Ni siquiera tenía nada el fumador empedernido que era David Shaltiel. Una noche, su adjunto, Yeshurun Schiff, descubrió tres colillas aplastadas en la calle. Corrió a llevárselas a su jefe y, como escolares, los dos hombres se apresuraron a saborear todas las delicias de aquella ganga.

Pese al sombrío cuadro que ofrecía la ciudad, subsistían, sin embargo, algunos signos de vida normal. Uno de los más apreciados era «Kol Yerushalayim: La Voz de Jerusalén», una emisora de radio improvisada. Los miembros más populares de su equipo eran los treinta músicos de su orquesta. Como quiera que no había fluido eléctrico para permitir a los aparatos de radio captar sus conciertos, éstos tenían lugar, en plena calle, cada martes, interpretando su repertorio ante los que tenían el suficiente valor como para desafiar el bombardeo árabe. Cuando éste llegaba a extremos verdaderamente violentos, los músicos se refugiaban en su estudio improvisado, donde continuaban, imperturbables, la ejecución de sus fragmentos.

Cada tarde, no obstante, se restablecía la corriente eléctrica durante algunos minutos, a fin de permitir a la población escuchar el boletín de información difundido en hebreo, árabe, inglés y francés. La sala de redacción de aquel diario hablado estaba instalado en un lugar donde otrora casi se apretujaban los noctámbulos de la ciudad: el «Café Rehavia», cerrado a causa de la escasez.

Jugando al escondite con los estallidos de los obuses, los periodistas de La Voz de Jerusalén pasaban su jornada en una perpetua carrera entre el campo de batalla, el café y su micrófono. Un eminente arqueólogo, llamado Robert Pireau, escribía y leía, con pluma y voz igual de cálidas, los boletines en lengua francesa.

Aquellas noticias volvían a dar constantemente a los habitantes de Jerusalén la convicción de que podían resistir. Muchos de ellos no olvidarían jamás aquellas noches pasadas en el fondo de un oscuro sótano oyendo, bajo los bombardeos, la tranquila voz del locutor, que repetía las palabras de consuelo: «Buenas tardes y buenas noches desde Jerusalén».

Los rigores de la batalla no perdonaban a la población árabe, aunque no soportase idénticos males. Preludio de una tragedia que debía prolongarse indefinidamente, el principal problema era el de los refugiados. Alrededor de treinta mil personas huyeron de los barrios de la ciudad nueva, conquistados el 14 y 15 de mayo por la «Haganah», y se amontonaron en la ciudad vieja, o acamparon en Sheij Jerrah. Aquellos aflujos de población acrecentaban la densidad humana en tales proporciones, que únicamente la penuria de municiones que sufría la artillería judía evitó por aquel tiempo una escalofriante matanza.

Las condiciones sanitarias, en aquellos núcleos de casas, eran lastimosas. Nubes de moscas y hordas de ratas poblaban las callejuelas llenas de basuras y detritos. El improvisado hospital instalado en el «Hospicio austríaco» carecía de todo. Los cementerios estaban bajo el fuego de los tiradores de la «Haganah», y era preciso enterrar a los muertos en los jardines o patios traseros. El padre Eugene Hoade, franciscano irlandés, debió incinerar, en el huerto de Getsemaní, los cuerpos de dos de sus compatriotas que habían desertado del Ejército británico para luchar al lado de los árabes.

La central eléctrica municipal, al estar ocupada por los judíos, obligaba a la ciudad vieja a vivir en una oscuridad casi completa. Incluso el agua faltó, al ser la ciudad árabe alimentada también en parte por las conducciones que los saboteadores del Mufti volaron para hacer perecer de sed a la población judía. Pero a catorce kilómetros de la ciudad, se consiguió reactivar el antiguo manantial de Ein Fara, y los grifos de la ciudad vieja volvieron a chorrear.

Georges Deeb, el hombre que enviara al ejército egipcio los mapas de carreteras de su «paseo» hasta Tel-Aviv, realizaba otra hazaña. Hizo venir, por camión, diez mil toneladas de provisiones de los depósitos del mayor almacenista de Beirut, lo cual alejaba para los árabes de Jerusalén el espectro del hambre. Deeb aún lo hizo mejor. Cargó sobre la venta de todas las mercancías un impuesto del diez por ciento en provecho de la municipalidad, consiguiendo así llenar las arcas que la pérdida del cheque de Antoine Safieh vaciara súbitamente.

Con gesto brusco, el Primer Ministro de Transjordania, Tewfic Abu Huda, tomó una hoja de papel de su despacho y la alargó a Sir John Glubb. Se trataba de un despacho del War Office, de Londres, que acababa de llegar a Ammán. El Gobierno británico, decía, teniendo conocimiento de los combates que se desarrollan en Palestina, experimentaría el más vivo embarazo caso de que fuese hecho prisionero algún individuo británico. En consecuencia, todos los oficiales británicos que sirven en las unidades de la Legión Árabe, deben ser retirados inmediatamente del campo de batalla.

—¿Ésta es la clase de aliada que tenemos en Gran Bretaña? —preguntó Abu Huda con sorna.

Aquella orden constituía una verdadera bomba diplomática. Significaba una vuelta casi completa de la posición británica. «Tras haber dejado durante semanas luz verde a los árabes, les cortamos de improviso el camino», diría más tarde amargamente el embajador de Gran Bretaña en Ammán, Sir Alec Kirkbride. De un raquetazo, Londres privaba a Glubb de los oficiales que hacían de la Legión Árabe una fuerza excepcional. Para el general inglés, aquella breve entrevista con el Primer Ministro transjordano, quedaría para siempre como uno «de los más penosos y humillantes» momentos de su vida.

La decisión británica era, de hecho, una alineación con las posiciones de Washington respecto al Oriente Próximo. Para conseguirlo, Estados Unidos llegó hasta amenazar a Londres con privar a la economía británica de la ayuda vital que le aportaban para recuperarse de la guerra.

El trozo de papel que Tewfic Abu Huda acababa de presentar a John Glubb no era, además, el único mensaje que Londres enviaba aquel día a Ammán. Varias horas después llegaba una noticia aún más importante. Gran Bretaña imponía un embargo sobre todas sus entregas de armas al Oriente Medio. Incluso el importe de las subvenciones atribuidas a la Legión Árabe podía ser revisado, hacía saber el Foreign Office, si Transjordania desafiaba a las Naciones Unidas. Para John Glubb, tales decisiones eran «absolutamente catastróficas».

La misma noche convocó a uno de los oficiales afectados directamente por aquel brusco cambio de actitud: el coronel Hugh Blackenden. Le encargó trasladarse inmediatamente a Londres para suplicar que el War Office no aplicase un embargo absoluto; además, abriría una oficina de reclutamiento para remplazar los oficiales retirados.

—Debemos intentar salvaguardar todo lo que aún no se ha perdido en este desastre —explicó—, a fin de colocar aquí, en Palestina, los fundamentos de un Estado árabe viable, gobernado por Abdullah, y cuyo interés sea el de conservar los lazos con Inglaterra.

Si se privaba a la Legión Árabe de sus oficiales y municiones —pensaba—, le quedarían dos caminos por elegir: encaminarse a un desastre militar, o abandonar a su suerte el territorio que tenía por misión defender.

Treinta y seis horas después, el coronel Blackenden abría en Londres, en el número 6 de Upper Fillimore Gardens, una oficina de reclutamiento para la Legión Árabe.

El primer ciudadano en cruzar el umbral presentaba, con su rostro escarlata y su «aliento capaz de cortar la leche», todos los indicios «de una monumental resaca». Pero el peso de todas las condecoraciones que llevaba el capitán Geoffrey Lockett era capaz de convencer a cualquier hombre.

Tres horas más tarde, un avión trasladaba hacia Ammán al primer recluta de Glubb Pachá.

Las infidelidades de su aliada no impidieron que el rey Abdullah se mostrara, hacia los súbditos, como el más cortés de los soberanos. El mismo día en que Londres reclamaba a los oficiales que servían en la Legión Árabe, el monarca se apuntó un tanto a su favor al visitar a los dos británicos que fueron heridos a su servicio. Tras haber estrechado ceremoniosamente la mano del mayor John Buchanan, el rey depositó en sus brazos un enorme ramo de flores.

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