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Capítulo 4

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Por lo menos después de hablar con ella por teléfono.

Habían visto exactamente lo mismo. Dijo que le había llevado menos de un cuarto de hora ver el error que habían cometido desde el primer momento. A él le había llevado más, pero no se lo contó. De hecho, la interrumpió. Cuando tras un minuto de conversación comprendió que ella había visto lo que faltaba en el caso, había apartado el vaso de whisky y levantado la voz. Su presentación fue tan precisa y llegó al meollo de la cuestión tan deprisa que ella había exclamado «¡Bravo!».

—Bravo —susurró él, y sonrió entusiasmado mientras se tocaba la aleta de la nariz tres veces con el dedo índice—. Me ha dicho bravo, a mí.

A Hanne también le había llamado la atención el trato que la policía había dispensado al padre de Karina Knoph. Cuando por fin pusieron en marcha una investigación de verdad, fue a él a quien dedicaron sus esfuerzos. Había pasado veinticuatro horas en la comisaría y los papeles dejaban muy claro que el responsable de la investigación quiso retenerlo en prisión preventiva. El abogado de guardia se había negado, pero eso no había impedido que los agentes siguieran convencidos de que el padre estaba relacionado con la desaparición de su hija.

El padre de Karina había cometido el error más antiguo del mundo.

Había mentido en los primeros interrogatorios.

Henrik Holme volvió a leerlos una vez más y meneó la cabeza al ver su contenido.

Frode Knoph, en aquel momento segundo entrenador del equipo de fútbol de Vålerenga, afirmaba haber cogido un merecido día de descanso en el trabajo. Había ido a pescar. No había pescado nada, pero había sido un buen día hasta que llegó a casa por la tarde y se encontró a su mujer histérica porque Karina no había aparecido a la hora de cenar, como le había dicho a su madre que haría.

Ya resultaba llamativo que utilizara la palabra «histérica» al referirse a su mujer en una circunstancia como aquella, pensó Henrik mientras echaba una generosa dosis de miel en la taza de té.

Frode Knoph mantuvo su versión durante tres semanas y dos días. Entonces le hicieron saber que la policía había investigado en el puerto donde tenía anclado su Windy Sport de unos siete metros de eslora. Había sido muy sencillo constatar que el barco no había salido a navegar el día de los hechos. El puerto estaba a la venta y un fotógrafo había pasado tres horas haciendo fotos para el folleto. El amarre del entrenador de fútbol en la marina no estaba vacío ni a las once ni a las dos.

Solo entonces la verdad salió a la luz.

Frode Knoph había estado con una amante.

—¡Dios mío! —murmuró Henrik—. ¿Cómo se puede ser tan tonto?

Pensaba tanto en la amante como en que la gente nunca aprendía lo que él había intuido ya a los diez años: si sospechan que has hecho algo malo que no has hecho, no intentes mentir sobre otra cosa mala que sí que has hecho.

Al fin y al cabo, tener amantes no era un delito penado por ley.

Y el mal ya estaba hecho.

No para Frode Knoph: la nueva historia sobre la visita a su amante se pudo verificar. Su coartada se consolidó. Pero el caso de Karina se había enfriado, al igual que el interés de los investigadores por él. Después de que tres semanas de insistente persecución al entrenador no dieran resultado, no se hicieron muchos más esfuerzos para descubrir la verdad de la desaparición de Karina Knoph. El interés de la prensa por el caso también se había apagado, no había amigos que pudieran dar un lloroso testimonio de que se trataba de una joven alegre y fantástica. Karina se había mudado demasiadas veces como para tener ese tipo de aliados.

Además llevaba el pelo azul y tocaba en un grupo en el que dos de sus miembros tenían antecedentes.

Henrik se sirvió más té. Luego cogió el montón de las declaraciones de los testigos y sacó el resumen de la conversación con Elisabeth Thorsen. Eran tres páginas y se concentró en la última.

La testigo declara haber oído rumores de que Karina era novia de Gunnar Ranvik de segundo A. La declarante nunca preguntó directamente a Karina por esto. La testigo cree que puede haber algo de cierto en los rumores, puesto que era frecuente verles juntos. Karina también pasaba tiempo con Abid Kahn de tercero B, y hay quien dice que tal vez fueran más que amigos. Karina tiene fama de «

fag hag, pero con negratas en lugar de maricones» (cita textual, según especifica el autor del informe).

Henrik seguía las líneas con su delgado dedo índice mientras leía. Luego dejó los papeles otra vez sobre la mesa, perfectamente alineados con los otros documentos, y volvió a abrir los informes. El que buscaba era el más breve.

El abajo firmante ha intentado establecer contacto con Gunnar Ranvik, mencionado en el documento 2-6, un supuesto amigo, tal vez novio de la desaparecida. Pero está hospitalizado por un episodio violento, véase copia de la portada del caso. Según la doctora Augusta Aronsen del hospital de Ullevål pasará mucho tiempo antes de que se le pueda interrogar, puede que nunca. Le daré seguimiento dentro de un tiempo. En cuanto a Abid Kahn, el colegio confirma que se marchó a Rawalpindi con su familia a principios de agosto y que no le esperan en el colegio hasta finales de septiembre.

Eso era todo lo que el agente había hecho al respecto. Al menos había hecho eso. Pero no había ningún indicio de que hubiera intentado tomar declaración a Gunnar más tarde.

Henrik observó la copia de la cubierta del otro caso. El que se refería a Gunnar Ranvik, nacido en 1979, encontrado entre la maleza en la parte alta del río Aker, justo pasada la presa del lago Maridal. A finales de verano, golpeado con saña.

Buscaría el informe completo en el archivo en cuanto se hiciera de día. Eso le había pedido Hanne Wilhelmsen. En realidad, se lo había ordenado. Encuentra ese caso ya, le había dicho.

A Henrik le gustaba Hanne. Dejaría de pensar en ella con apellido. Ahora eran colegas y le había dicho bravo por lo que había hecho y además le había dado una nueva orden.

Aunque todavía no tuvieran el caso completo, la portada era suficiente para que Hanne y él lo vieran claro: habían pegado una paliza de muerte a Gunnar Ranvik el 3 de septiembre de 1996.

Ese era el mismo día en que Karina Knoph desapareció.

Una posible pareja de novios es víctima de un suceso extraordinario el mismo día. Uno de ellos desaparece. El otro recibe una paliza que casi lo mata. Pero una posible conexión entre los dos casos se había ignorado por un informe escrito por un policía que había decidido que el padre de la chica era un canalla, y no se había molestado en seguir una pista tan evidente.

Era un escándalo, y Henrik estiró los brazos por encima de la cabeza y sonrió de oreja a oreja.

Frikk Borg Sand tenía dieciséis años y se echó a reír cuando vio la portada del diario

Aftenposten. Era el único de los hijos de Håkon Sand que todavía vivía en casa, y el único de ellos que desde hacía años manifestaba interés por la prensa escrita en papel. Se había afiliado a las Juventudes Socialistas tres días después del atentado de Utøya, era bastante activo en la sección local y estaba mejor informado que sus padres.

—No tiene gracia —le regañó Karen Borg—. A mí me dan ganas de llorar. ¿Me pasas la leche?

—No me río de las encuestas en sí. Me río de que la gente pueda ser tan increíblemente corta de luces. ¡Pero si los musulmanes fueron las víctimas!

—Eso es cierto —murmuró Håkon, y le cogió el cartón de leche a su mujer—. Pero si los musulmanes no hubieran estado allí no habría estallado ninguna bomba.

—¡Papá!

El chico se llevó las manos a la cabeza.

—De verdad —dijo Karen, recuperó el cartón y echó más leche sobre las gachas de avena—. Déjalo ya. Esa encuesta es muy preocupante. Espabila.

Håkon levantó las manos por encima de la cabeza.

—Yo solo digo lo que la gente piensa. Y lo mires como lo mires, tiene cierta lógica, ¿no? Si no dejamos que la gente entre en la fiesta, no podrán cargársela. Si no hubiera musulmanes en el país, no se atacarían. Al menos aquí no. Es normal que la gente se preocupe.

—Chungo —dijo Frikk—. Muy chungo. Es que el 76 por ciento de la población respalda la afirmación de que…

Levantó el periódico y leyó:

—«No debemos dejar entrar más inmigrantes en Noruega». ¡El 76 por ciento! En el año 2010 eran el 53 por ciento, papá, y un año después del 22 de julio habían bajado al 45. Estábamos en una senda positiva. Pero ahora resulta que el 76 por ciento de la población opina que…

El chico no terminó la frase. Se metió una cucharada de gachas en la boca antes de seguir hablando con la boca llena:

—Además, ¡más de un 30 por ciento opina que deberíamos retirar la nacionalidad a los criminales! Pero no a los criminales noruegos, no. ¡Mira, papá!

Se inclinó sobre la mesa de la cocina y le dio la vuelta al periódico para que su padre lo pudiera leer. Golpeaba rítmicamente el texto con el dedo índice.

—O sea que no eres de origen noruego y te han dado la nacionalidad, pero ¿no se van a respetar tus derechos si cometes un delito? ¿De verdad, papá? ¿No te das cuenta de lo horrible que es?

—Sí, es horrible. Pero para empezar… —Håkon agarró el periódico— es una encuesta bastante limitada. Hecha en unas horas ayer por la tarde. En otras palabras, han preguntado a un número determinado de personas. Mira. Lo dice en la información técnica. En este caso el resultado no es muy preciso. Y además no es extraño que la gente reaccione si unos yihadistas pirados vuelan la mitad de Frogner.

—Lo natural sería pensar que la gente sintiera compasión por las víctimas —objetó Karen—. Que en este caso son ciudadanos normales y corrientes. Gente bien integrada y cumplidora de la ley cuyos familiares y amigos merecen sin duda algo mucho mejor que esta… mierda.

Cogió un bote de semillas de calabaza y las echó sobre las gachas a medio comer.

—Silencio —dijo Håkon Sand cogiendo el mando a distancia que estaba en el centro de la mesa.

—No estamos diciendo nada —murmuró Frikk.

«… que en el fondo es una nueva batalla por nuestro país», dijo una mujer en el televisor, junto al frigorífico.

—Acabo de bajar el sonido precisamente por ella —dijo Karen molesta—. Si hay algo que no soporto ahora mismo son los racistas que se disfrazan de humanistas y pescan en aguas revueltas.

—Silencio —repitió Håkon en voz más alta esta vez.

«Así como nuestros padres y nuestras madres combatieron la ocupación alemana durante cinco agotadores años, nosotros también debemos resistir. Ya no estamos hablando de que enriquezcan nuestra sociedad. Si es que alguna vez lo hicieron. Si miramos hacia el futuro, los musulmanes serán la mitad de la población de Oslo y…».

La voz se interrumpió bruscamente cuando Karen agarró el mando y apagó el televisor.

—No lo soporto —dijo con decisión—. Precisamente hoy no soy capaz de escuchar a la incansable Kari Thue. Ni a ella ni a los pirados de la dudosa ala derecha del Partido del Progreso. Ni siquiera… —Apartó el cuenco de gachas y tiró la cuchara dentro—. Es que no puedo —concluyó—. ¿Vale?

—Por supuesto —murmuró Håkon—. A mí tampoco me gusta esa mujer. Pero el caso es que cada vez tiene más…

—No puedo —repitió Karen algo más alterada.

Sonó el teléfono de Håkon.

Se llenó la boca de gachas y se acercó el móvil a la oreja.

—Diga —dijo con voz pastosa.

Y ya no dijo casi nada más. Después de un par de minutos se metió el teléfono en el bolsillo de la chaqueta.

—Tengo que irme corriendo —dijo—. Ha aparecido otra bomba.

Juró con saña mientras se precipitaba hacia la puerta.

Henrik Holme tuvo que abrirse paso hasta la puerta entre un grupo creciente de periodistas cada vez más impacientes. Solo eran las seis de la mañana. Le parecía haber oído ruso y japonés en aquella Torre de Babel desconcertada. Cuando consiguió pasar de la puerta fue derecho al archivo y dio con la carpeta de la agresión a Gunnar Ranvik. Hizo dos juegos de copias, devolvió el original a su lugar y metió las dos carpetas en una mochila antes de volver a abrirse camino en sentido contrario para salir de la comisaría.

Llevaban más de una hora revisando la documentación.

De vez en cuando Henrik levantaba la vista de los papeles. Hanne no. Parecía estar dentro de una campana de cristal, concentrada, y se dio cuenta de lo guapa que era. Mucho más guapa que la primera vez que la vio. Su madre a veces utilizaba la palabra «exquisita» para describir a otra mujer. Nunca había entendido lo que quería decir. No hasta que se encontró sentado a la gran mesa del comedor de Hanne Wilhelmsen mirando de reojo a la mujer que era mucho mayor que él. Llevaba un jersey azul claro con cuello en V. Sus dedos eran largos y delgados, y creía que llevaba las uñas pintadas. Por lo menos brillaban mucho, pero en un color natural. Parecía que se acababa de duchar. Cuando él llegó tenía el pelo húmedo.

Henrik se preguntó cómo haría para ducharse.

Su hija, que se iba al colegio cuando él llegó, parecía demasiado pequeña para ayudarle. Además, a una niña de diez o doce años le daría algo de vergüenza ayudar a su madre a lavarse. Tal vez Hanne tuviera una silla especial en la ducha y se apañara sola.

El caso era que olía de maravilla.

Podría haberse quedado allí para siempre. Se respiraba una paz maravillosa en la gran habitación, y había muchas cosas bonitas. A Henrik le gustaban las cosas hermosas, y la calma aún más. Nada de música. El televisor estaba apagado. Hanne había apartado el teléfono y el ordenador, a pesar de que en su anterior visita le había parecido que dependía del todo de ambas cosas. De otra habitación salía un sonido débil y rítmico, como un gran reloj.

Henrik no había dormido nada, pero hacía mucho que no se sentía tan a gusto.

Ya había leído la documentación del caso dos veces. Deprisa. Leía tan rápido que cada nuevo profesor que había tenido en el colegio sospechaba que hacía trampas. Pero no dijo nada. Se limitó a quedarse sentado disfrutando de la oportunidad de mirar de soslayo a Hanne de vez en cuando.

El atentado con bomba le había empezado a dar igual.

Esto era mucho mejor. Empezó a leer los documentos desde el principio por tercera vez.

Gunnar Ranvik nunca había vuelto a ser el mismo después de que una corredora mañanera le encontrara entre la maleza cerca de la presa del lago Maridal. Era miércoles 4 de septiembre de 1996 pero la policía había concluido enseguida que debían de haberle golpeado la noche anterior. Con hipotermia, fractura de cadera y graves lesiones en la cabeza, su vida estaba en peligro.

En el lugar de los hechos no había huellas de nadie más que de la víctima.

Al menos este caso no fue un trabajo negligente por parte de la policía, como era evidente que lo había sido la desaparición de Karina Knoph. Habían registrado a fondo el lugar en el que apareció, en la parte alta del río Aker. La patrulla canina había podido dejar claro que Gunnar Ranvik se había desplazado después de ser agredido. Y parecía que por su propio pie. Habían encontrado huellas de pasos tambaleantes en un recorrido de unos cien metros.

El problema era que al final de las huellas, o mejor dicho, en su punto de partida, todo estaba quemado. En un círculo de un diámetro de diez o doce metros alguien había derramado un líquido inflamable y le había prendido fuego. El círculo estaba en campo abierto y limitaba con un camino de carros que recorría el sur del lago Maridal. Del círculo quemado salían tantos rastros que los perros estaban totalmente desconcertados. Era una pista forestal bastante transitada y la policía no había llegado más lejos en la búsqueda de huellas ni en el lugar de los hechos ni en los alrededores.

La corredora que encontró a Gunnar había oído unos débiles gemidos y se apartó del sendero para ver de qué se trataba, según explicó a la policía cuando le tomaron declaración. Luego había gritado pidiendo ayuda y un anciano que daba su paseo matinal la había oído. Vivía muy cerca, en Kjelsås, y había ido a casa para llamar a la policía todo lo deprisa que sus piernas reumáticas se lo permitieron. Los dos no pudieron contribuir con nada más.

También habían tomado declaración a la madre de Gunnar Ranvik, Kirsten. Estaba muy alterada, según se deducía de los testimonios, tanto en el momento en que ocurrió como cuando tres meses más tarde reprochó a la policía no haber llegado más lejos en su búsqueda de los autores de los hechos. Para entonces había quedado bastante claro que la vida de Gunnar Ranvik iba a ser muy distinta a lo que él y su madre habían previsto.

Por fin habían tomado declaración a Gunnar, cinco meses después del suceso. Había recuperado el habla, más o menos, pero eso era todo. Los daños cerebrales que el chico de diecisiete años había sufrido eran tan graves que había vuelto a la infancia. Le habían tomado declaración en Sunnås, donde estaba ingresado para hacer rehabilitación durante seis meses.

Recordaba bien poco.

Eran dos chicos. Al menos eso afirmaba. Dos paquistaníes, dijo con firmeza, lo mismo que había intentado decir nada más despertar del coma.

No recordaba por qué le habían pegado.

No tenía ni idea de por qué los tres se encontraban junto al lago Maridal.

Y no, no sabía cómo se llamaban los chicos.

Puede que los conociera de antes, pero lo dudaba. No recordaba conocer a ningún paquistaní. No le gustaban «esos»: así le citaban en la toma de declaración, con comillas y todo.

A la pregunta de cómo sabía que los chicos eran de Pakistán, y no de la India o de Afganistán, por ejemplo, Gunnar había mirado al investigador con ojos inexpresivos y había pedido que le dejaran dormir.

Habían investigado varios aspectos más, como comprobar las cámaras de vigilancia del supermercado Coop, en el cruce del tranvía y del 7-Eleven de la calle Grefsen.

Nada de lo que hizo la policía dieciocho años atrás había llevado ni siquiera un paso más cerca de saber quién había malherido salvajemente a Gunnar Ranvik.

El lejano reloj de pared dio nueve campanadas.

Hanne Wilhelmsen levantó la vista.

—¿Qué opinas? —preguntó cerrando la carpeta.

—Pues…

Henrik tardaba en contestar y ocultó la cara tras la taza de café tibio.

—Tanto como opinar… —murmuró—. No veo que este caso nos diga mucho de la desaparición de Karina Knoph. Salvo eso. Que Gunnar fue atacado el día que ella desapareció para siempre.

Hanne no dijo nada. Pero seguía mirándole fijamente. Sus ojos glaciares le hicieron sudar y siguió hablando para controlar el maldito sonrojo.

—Sigue siendo increíble que los casos no se hayan relacionado. Fuera lo que fuese este ataque.

Puso la mano sobre la carpeta del caso, más que nada para evitar el impulso de tocarse la aleta de la nariz.

—Puede haber miles de razones por las que estuvieran junto a la presa. Y seguro que diez por las que a Gunnar le hubieran dado una paliza. Pero lo más extraño del caso es que no se menciona el nombre de Karina ni una vez. Tomaron declaración a varios de los amigos de Gunnar para intentar averiguar por qué estaba junto a la presa esa noche. Yo también lo hubiera hecho si el caso fuera mío. Pero ni la madre ni sus tres mejores amigos mencionan a Karina. Quiero decir que en el caso de Karina hay quien afirma que eran novios.

—¿A qué conclusión te lleva eso?

—Que Gunnar no se la mencionó a nadie, por alguna razón desconocida. Antes. Quiero decir antes de que le atacaran. Puede que después sencillamente no la recordara.

Tomó un sorbo de café y dejó la taza sobre la mesa sujetándola con las dos manos.

—Supongo que esa es la explicación más probable —dijo dudoso mirando a Hanne—. Parece que las lesiones de la cabeza eran bastante severas. Puede que la hubiera olvidado. Sobre la razón por la que no habló de ella entonces…

Pensó un par de segundos.

—A esa edad no es infrecuente ocultarles las novias a los padres. ¿O sí lo es?

—A mí no me preguntes. No sé mucho de padres. Y tampoco sé mucho de chicos, pero tengo la impresión de que a los diecisiete os gusta mucho contaros historias de chicas. Historias de verdad e inventadas.

—¡A mí no me preguntes! —se le escapó—. Nunca he tenido novia. Y tampoco me he inventado ninguna.

Hanne sonrió. No era una sonrisa despectiva, ni siquiera bromista. A él le pareció una sonrisa cálida y confiada. Se metió las manos debajo de los muslos e intentó corresponder a su sonrisa.

—¿Sabes una cosa? —dijo ella inclinándose un poco sobre la mesa—. Pronto cumpliré cincuenta y cuatro años y solo he tenido dos. Pero han sido estupendas. La primera murió. La segunda lleva conmigo casi quince años. Tu momento llegará, Henrik.

—No estoy tan seguro —murmuró, pese a todo complacido.

—Pero hay otra cosa que me ha llamado la atención —dijo tan bruscamente que él dio un bote.

Su sonrisa había desaparecido. Se inclinó y sacó una carpeta que Henrik identificó como la de Karina. Debía de tener algún compartimento debajo de la silla. Había intentado comprobarlo al llegar, pero le daba vergüenza quedarse mirando.

—Mira —dijo ella.

Se inclinó y ladeó la cabeza.

—En la declaración de la amiga de Karina, Elisabeth Thorsen, se menciona otro amigo. Abid Kahn.

—Sí. Se había marchado a Pakistán una temporada larga. Una coartada muy firme.

—Exacto. Supongamos que fue así. Que estaba en Asia cuando todo ocurrió. Por muy mala que haya sido la investigación de este caso supongo que lo comprobarían.

Henrik se dio cuenta de que se estaba mordiendo las uñas y puso las dos manos debajo de la mesa.

—Pero mira esto…

Llevaba las uñas pintadas, en efecto, lo vio cuando señaló algo que había destacado en el texto en amarillo. De un largo muy adecuado, pensó, y muy bien pintadas.

—Se referían a Karina como una «

fag hag, pero con negratas en lugar de maricones» —dijo con tranquilidad—. Es decir, alguien que frecuenta a mucha gente de color. Supongo que la tal Elisabeth quiere decir que… Sí. ¿Qué quiere decir en realidad?

—Paquistaníes, tal vez gente de Oriente Próximo.

—La gente es…

Movió la cabeza desanimada.

—… rara —concluyó Henrik con una sonrisa.

—Iba a decir idiota. Bien. En este caso no tomaron declaración a nadie que no fuera muy noruego. No me extraña, puesto que ya habían decidido que Frode Knoph era un mal tipo y además no habían visto las conexiones con el caso de Gunnar. Pero para nosotros dos, que tenemos ambos casos, sería muy interesante saber con qué otros… —dudó y luego sonrió con ironía y concluyó— negratas trataba Karina.

—¿Y si estaba allí?

—¿Qué?

Hanne enderezó la espalda y le miró escéptica.

—¿Y si Karina fue al lago Maridal —dijo despacio— junto con un par de… sus amigos?

Su expresión le hizo sentirse ansioso.

—Solo ha sido una idea al azar —dijo deprisa.

—Yo lo llamaría una especulación loca.

—Perdón.

—No hace falta que te disculpes.

Seguía teniendo una arruga en el entrecejo, pero al menos no había dejado de mirarle. Como si le animara a seguir, quiso creer.

—Pero escúchame, Hanne. Ay, perdón. ¿Puedo llamarte Hanne?

—¿Y cómo me ibas a llamar si no?

—Perdón.

Respiró profundamente y se metió las manos debajo de los muslos.

—Creo… —dijo sosteniendo su mirada— que es buena idea ver qué es lo que tienen en común los dos casos. Porque no es mucho. Para empezar la fecha. Uno desaparece, el otro recibe una paliza, a la vez. Luego, eran amigos. Puede que novios. Después está su actitud hacia los… —Dudó.

—Negratas —dijo Hanne tajante.

—Sí. Mientras que Gunnar decía que no le gustaban… «esos», creo que eso fue lo que dijo, Elisabeth Thorsen afirma que a Karina le gustaban mucho. Los ne… negratas.

Hanne se quitó las gafas y las dejó sobre la mesa con cuidado.

—Esos son los tres puntos en común que tenemos —dijo Henrik.

—A mí me parece mucho.

—Sí, claro. Pero pueden dar pie a un montón de distintas hipótesis. Y no podemos…

No pudo resistirse más y sacó la mano izquierda para tocarse tres veces la aleta de la nariz y luego empezó a tamborilear con los dedos sobre la mesa.

—¿Te importaría dejar de hacer eso? —dijo ella—. Salvo que no tengas más remedio.

—Tengo que hacerlo —dijo con voz implorante—. Un ratito.

—Vale.

—¿Podemos especular con una hipótesis de proximidad entre ambos? —dijo deprisa—. Gunnar y Karina estaban juntos cerca del río Aker.

—¿Por qué?

—Ni idea. Para dar un paseo. ¿Tal vez… sexo?

—¿Al aire libre en septiembre?

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