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Capítulo 4

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Se puso colorado tan rápido y con tanta intensidad que no hizo ningún intento de disimularlo.

—Sí. Tenía diecisiete años.

Hanne esbozó una sonrisa. Henrik lo interpretó como una señal de que podía continuar.

—Si partimos de que Gunnar decía la verdad cuando afirmaba haber sido golpeado por paquistaníes, pueden haber estado con ellos porque fueran amigos de Karina, o podrían haber aparecido por allí por alguna razón.

—Dos chicos noruegos de origen paquistaní. Dando un paseo una tarde de otoño junto al lago Maridal. Vale. Hace mucho que no puedo salir a pasear pero creo recordar que la costumbre de dar paseos porque sí es una de las últimas que nuestros nuevos compatriotas suelen asumir.

—Sí, pero… Pudo haber ocurrido algo. ¿Celos, tal vez? Elisabeth Thorsen menciona tanto a un noruego paquistaní como a Gunnar como posibles novios de Karina.

—El noruego-paquistaní tiene coartada. Estaba en Asia.

—Sí, pero… A ella le gustaban los negratas, tal vez tuvieran…

—Henrik —le interrumpió Hanne levantando la mano.

Él dejó la frase por la mitad.

—¿Tienes hambre? —le preguntó.

La miró desconcertado y volvió a aprisionarse las manos bajo los muslos.

—Falta mucho para la hora de comer —respondió él.

—Sí, cierto. Pero ¿tienes hambre?

—Sí.

Empezó a deslizarse hacia la cocina. La siguió titubeando.

—¡Vaya! —exclamó él al pasar por la amplia puerta—. Qué bonito. Y qué… práctico.

Miró cómo Hanne abría un cajón de la parte adaptada de la cocina.

—Pizza —dijo ella sin que Henrik entendiera muy bien si se trataba de una afirmación o si le estaba preguntando si quería—. Es de anoche, pero la he preparado yo y está muy rica.

Henrik miró disimuladamente la hora. Nunca había comido pizza tan temprano.

—¡Estupendo! —dijo.

—Puedes sentarte.

Se subió vacilante a uno de los taburetes de la isla central.

—¿Sabes en qué consiste el método de investigación naturalista, Henrik?

—Eh… Sí.

Hanne hizo ruido con una bandeja y abrió un horno.

—Explícame —ordenó.

—Se empieza por una observación. O una idea. Luego se elabora una hipótesis de por qué son así las cosas. Por ejemplo, por qué una llama se apaga cuando se la cubre con un vaso. Después hay que hacer una serie de comprobaciones para asegurarse de que la teoría es correcta. Si los experimentos refrendan la hipótesis, en este caso que el fuego consume oxígeno y que por eso se apaga cuando no hay, tenemos una teoría válida. En caso contrario, la hipótesis es falsa. Y se empieza a buscar una nueva teoría.

Hanne metió media pizza en el horno y cerró la puerta.

—¿Ensalada?

—No hace falta.

—Eso no es lo que te he preguntado. ¿Te apetece ensalada de guarnición?

—Sí, gracias.

—¿Por qué te hiciste policía, Henrik?

Giró la silla hacia él unos instantes.

—Porque de niño me acosaban.

Ella se echó a reír. Nunca la había oído reírse. Su risa era baja y a la vez muy clara, como cubitos de hielo moviéndose en un vaso en un día de verano.

—Buena razón —dijo—. Yo escogí la policía porque quería molestar a mis padres. No es una razón muy inteligente.

Sin decir nada más, abrió el frigorífico y sacó el cajón de las verduras. Dejó lechuga y aguacate sobre la encimera baja y cogió dos tomates grandes y un pepino de un cesto del alféizar de la ventana. Henrik la seguía con la mirada sin decir palabra.

—Esa ha sido una explicación bastante buena —dijo ella por fin.

La ensalada estaba lista.

Se deslizó hacia él. Se detuvo a un metro de su silla y descansó las manos en el regazo.

—Creo que eres hábil. Tienes formación y eres listo. Pero ¿sabrías decirme por qué la labor policial debe ser todo lo contrario del método naturalista?

Se quedó pensando. Por alguna extraña razón no estaba nervioso. Estaba tan tranquilo que pudo dejar las manos quietas. Una sobre la rodilla derecha, la otra en la encimera. Sin tener que obligarlas.

—No. Creo que no, no así de pronto. Supongo que en muchos sentidos es ese el método que utilizamos.

—El que muchos emplean —le corrigió ella—. Pero nosotros no. Ni tú ni yo. Los buenos investigadores, no. Primero observamos algo. Luego hacemos todo lo posible por no elaborar una teoría de por qué es así. Qué ocurrió. Al contrario, nos concentramos en observar más. Buscamos más hechos. Construimos un caso, capa a capa. Al final, cuando hemos terminado, podemos llegar a conclusiones. La conclusión puede ser completamente distinta a la que imaginamos al empezar. Por eso no debemos imaginarnos nada. Elaborar una teoría con una base endeble, como hiciste ahí dentro… —indicó el salón con un movimiento de cabeza— no es un buen trabajo policial.

Henrik no se puso colorado. Su mano izquierda quería golpear un poco la encimera, pero logró impedírselo.

—Pero en un caso tan antiguo… —objetó él— casi no hay nuevas observaciones que podamos hacer. Casi estamos obligados a emplear lo que tenemos, y entonces debemos…

—Vas a ir de excursión —le interrumpió ella—. En cuanto terminemos de comer, vas a tomar una declaración que debería haberse producido hace dieciocho años.

Se oyó la campanilla del horno.

—Gunnar Ranvik vive —prosiguió sin hacer ademán de sacar la pizza del horno—. Anoche di con su dirección.

—Pero ¿puedo…? Quiero decir, ¿puedo ir a hablar con él? ¿Así sin más?

—¿No eres policía?

—Sí.

—¿No ibas a ayudarme a resolver el caso de la desaparición de Karina Knoph? ¿Por orden de la comisaria de la policía de Oslo?

—Sí.

—En ese caso solo hay un sitio por el que puedas empezar. Ahora vamos a comer y, cuando acabemos, tendrás un trabajo que hacer. Para mí.

Las manos de Henrik Holme perdieron el control. Hizo intensos movimientos propios de un batería, pero estaba tan feliz que no le preocupó lo más mínimo.

La principal preocupación de Khalil Alwasir no era que estuviera en riesgo de perder un ordenador bastante nuevo lleno de información relevante, un par de buenos zapatos y una camisa nueva.

Estaba en el extremo de un grupo de personas a quien la policía intentaba dispersar. Reaccionaban de maneras muy diversas. La mayoría empujaba para poder salir del enorme corro de gente que se había formado en torno a una mochila en medio del gran vestíbulo de la Estación Central de Oslo, otros sentían curiosidad y querían ir hacia el interior. El resultado era que el corro no paraba de crecer y el agujero central no aumentaba gran cosa.

Ya debía de haber una decena de policías. Habían llegado muy deprisa.

Khalil Alwasir por fin había conseguido alcanzar el centro del corro, y todas sus sospechas se vieron confirmadas. Era su mochila la que estaba en el centro de todo aquel follón.

El problema era poder transmitírselo a la policía de manera que despertara confianza.

Khalil era de origen tunecino. A los quince años su familia le había enviado a Francia a estudiar. Su padre era un próspero comerciante y su madre abogada. Khalil era el orgullo de la familia. Hijo único. Apuesto. Muy buen estudiante, respetuoso con todo el mundo y con un tirón con las chicas que a su madre le producía una gran preocupación y un enorme orgullo. A Khalil no.

Al contrario, todas esas chicas que confundían su buena educación y encanto personal con un supuesto interés por ellas eran una molestia. Le gustaban los chicos, y al matricularse en la Sorbona a los dieciocho años floreció como solo puede hacerlo en París un joven gay con ojos de terciopelo y trasero respingón.

A los veinticinco se dejó atrapar en serio. Había acabado el máster en economía en el Pantheon-Sorbonne y llevaba el doctorado bien encaminado cuando conoció a un mochilero noruego que había salido a conocer mundo. El viaje del joven noruego tuvo un final abrupto cuando conoció a Khalil en un bar de ambiente en Le Marais. A la espera de que Khalil terminara su doctorado, Mats Knudsen encontró un trabajo de camarero y se mudó al cómodo apartamento de su novio tunecino en el cuarto

arrondissement.

Tres años más tarde se mudaron a Noruega.

Desde entonces habían pasado cinco años, se habían casado y tenían una hija de dos años. Khalil Alwasir tenía un puesto en Aker Solutions que le gustaba. Ese día iba camino del tren del aeropuerto. Iba a hacer un viaje de ida y vuelta a Copenhague, una reunión a la que podía asistir sin tener que pasar la noche.

Venía andando desde el metro y, al pasar bajo la gran pantalla que anunciaba las llegadas y salidas en medio del enorme hall de la Estación Central de Oslo, le habían llamado por teléfono. Para no quedarse parado en medio de una corriente de gente apresurada y malhumorada a aquella hora de la mañana, se había acercado a un banco y se había sentado.

Le llamaban de la guardería.

Elise, de dos años, había empezado la jornada cayéndose de la mesa del desayuno, adonde se había subido sin permiso. Tenía un corte bastante feo en la frente, debía ir al médico y no localizaban a Mats.

Como cualquier padre Khalil se sintió algo alterado al saber que su hija estaba herida. Prometió que iría inmediatamente. Desconcertado por el suceso, y con prisa por llamar y cancelar la reunión de Copenhague, se había olvidado de la mochila. La había metido bajo el banco para evitar a los ladronzuelos, como tenía aprendido desde su estancia en París.

No fue hasta llegar al metro cuando se dio cuenta de que no llevaba nada. Durante unos segundos dudó sobre lo que debía hacer. Lo que más le apetecía era ir a toda prisa a la guardería y estar junto a Elise cuanto antes. Por otra parte, sería un gran inconveniente perder el ordenador. Por no hablar del tiempo que le llevaría rehacer todo su contenido. Se decidió de repente, tranquilizándose con la idea de que, al fin y al cabo, Elise se encontraba al cuidado de adultos.

Cuando volvió a la estación entendió de inmediato lo que había ocurrido.

—… un musulmán —oyó que decía un muchacho rubio con sobrepeso a un policía que intentaba hacer retroceder a la muchedumbre—. Un árabe o algo así. Dejó la mochila y salió escopeteado, ¿no? Empujó la mochila debajo del banco, para que nadie…

El policía berreó que se echaran hacia atrás.

—Tenías que haber visto cómo corría, tío. ¡Esa mochila puede estallar en cualquier momento!

—¡Pues en ese caso apártate de una vez!

—Perdón —dijo Khalil—. Discúlpeme, esa mochila…

Por fin habían llegado cinco hombres de las fuerzas especiales. Llevaban escudo y casco e iban armados. Su sola aparición tuvo un efecto notable sobre el caos reinante. El corro se deshizo en cuanto los cinco se abrieron camino y Khalil Alwasir notó que era más fácil respirar.

—Disculpen —repitió acercándose.

Por fin había conseguido llamar la atención del policía.

—Esa mochila —dijo sonriendo con aire algo contrito—. Es mía. Yo la dejé ahí. Mejor dicho, se me olvidó. Yo…

No tuvo tiempo de informarles de nada más. Cinco segundos después estaba tumbado en el suelo, con las manos a la espalda y dos policías encima. El dolor era intenso, pero fue puro pánico lo que le hizo desmayarse.

Su último pensamiento fue que en la guardería iban a creer que le había fallado por completo a su hija.

Henrik Holme tenía una misión, y no pensaba fallar.

Había tomado un taxi. Hanne le había dicho que guardara los recibos y le reembolsarían todos los gastos. Cuando se metió en el coche frente al edificio de ladrillo rojo de la calle Kruse, se había sentido emocionado y en tensión. Su valor había decaído bastante cuando el taxi se detuvo ante una verja de madera roja.

Miraba inseguro hacia la casa de la calle Skjold desde detrás de la cancela de hierro. Volvía a llover, una llovizna ligera. Henrik se arrepintió de no haber cogido un chubasquero por la mañana; la cazadora nueva de aviador era de piel y no resistía bien la humedad.

La casa estaba bien situada, pero parecía bastante vieja. La puerta de la entrada era nueva, pero el resto del edificio hubiera necesitado que lo rasparan y le dieran dos manos de pintura. El invierno en el este de Noruega había sido el más húmedo desde que se tenían registros. La casa de la linde del bosque estaba mal equipada para afrontar los cambios climáticos. En algunos lugares la madera estaba completamente desnuda y mojada. Henrik Holme estaba junto a la cancela mirando hacia la entrada y la puerta de un rojo intenso, recién instalada. Le daban ganas de agarrar algunos de los materiales que había bajo una funda de plástico, junto a la valla, y acabar de poner el aislante. No era bueno que las cosas estuvieran a medio acabar con aquel tiempo asqueroso.

De la valla colgaba un buzón verde. En la parte superior de una placa grisácea ponía con letras negras «Kirsten y Trond Ranvik». Debajo habían pegado una tira adhesiva con unas letras casi borradas. Acercándose aún más y entornando los ojos creyó ver que ponía «Gunnar Ranvik».

No debía de recibir mucho correo.

La gente con lesiones cerebrales tan graves solía tener un tutor legal. Seguramente estaba bajo la tutela de su madre. Se ocuparía de las facturas y la pensión y esas cosas.

Hanne había averiguado que el padre de Gunnar había muerto muchos años antes. Pero seguía teniendo su nombre en una placa en el buzón. El de Gunnar casi había desaparecido, y eso que solo tenía treinta y cinco años. Por los papeles del caso sabía que su cumpleaños había sido el martes anterior. Tal vez pudiera empezar a hablar con él de ese tema.

Su madre seguramente no estaría en casa. Todavía no se había jubilado, según averiguaron Hanne y él en la red antes de que se marchara.

La pizza estaba buenísima. Mucho más rica que la del supermercado.

La madre de Henrik nunca preparaba pizza, y él comía casi exclusivamente comida precocinada. Era muy cómodo, y estaba rica, pero no como la pizza de Hanne. Y eso que la había recalentado y se había quemado un poco.

Hanne era en cierto modo su amiga. O tal vez no del todo. Pero esperaba algo de él, así que levantó con decisión el travesaño de la cancela y recorrió el sendero de gravilla que conducía a la casa.

—¡Hola! —probó a decir según se acercaba a la puerta.

No hubo respuesta.

Del sur llegaba el zumbido interminable de la ciudad. El tráfico de la circunvalación 3 sonaba extrañamente cercano, tendría que ver con la dirección del viento. Aunque no hacía aire, pensó mientras agarraba el timbre que colgaba del cable en la puerta a medio montar. Al apretar el botón oyó un grave ding dong en las profundidades de la casa.

No hubo respuesta.

Tal vez Gunnar pasara el día en algún centro. Tal vez no pudiera quedarse solo, ni siquiera las horas que su madre pasara en el trabajo.

O podía haber salido a hacer un recado. Al supermercado. Tal vez estuviera dando un paseo bajo la lluvia. Tal vez tuviera perro, qué sabía Henrik Holme, y tuviera que sacarlo hiciera el tiempo que hiciera.

Miró a su alrededor atemorizado esperando oír los ladridos de un perro.

Solo oyó tráfico pesado y el zumbido incansable de la ciudad. Además del jaleo que montaba una bandada de urracas en el gran árbol que estaba tan pegado a la casa que sería un peligro si impactaba en él un rayo.

Esto ya no resultaba emocionante.

Estaba a punto de quedar como un idiota.

Despacio, retrocedió dos pasos.

La puerta se abrió.

—Hola —dijo Henrik intentando sonreír.

—Hola —respondió el hombre muy serio—. ¿Quién eres tú?

—Me llamo Henrik.

—Hola, Henrik. Yo me llamo Gunnar.

—Lo sé.

El hombre de la puerta tenía un ligero sobrepeso y no era muy alto. Puede que midiera metro setenta y cinco más o menos. Tenía el cabello oscuro y unas entradas tan profundas que, combinadas con una calva creciente, le dejaban una graciosa isleta de pelo rebelde sobre la frente.

—¿Qué quieres? —preguntó Gunnar Ranvik.

No parecía sentir curiosidad ni tampoco resultaba antipático. Hablaba sin entonación, como si repitiera una frase aprendida.

—Quiero hablar contigo —dijo Henrik—. El otro día fue tu cumpleaños, ¿verdad?

—Sí. Comí tarta. Pero no fue un día agradable porque el Coronel ha desaparecido.

—Claro.

—El Coronel era mi mejor pájaro.

—¡Anda! ¿Tienes palomas?

Gunnar sonrió entusiasmado. Su mirada se desvió hacia la izquierda y emitió unos extraños graznidos a modo de risa.

—Sí. Compito. Pero ¿qué quieres?

Sus ojos volvieron a su sitio cuando dejó de sonreír.

—¿Podría entrar un ratito, Gunnar?

—No.

—Es que me gustaría mucho hablar contigo.

—¿Sobre qué? No tengo permiso para dejar entrar a nadie. En realidad tampoco tengo permiso para abrir la puerta si llaman. Cuando mamá está en el trabajo no.

—Me alegro de que lo hicieras de todas formas. Pero entiendo que no debas dejar pasar a nadie. Parece sensato.

Los ojos de Gunnar volvieron a desviarse hacia la izquierda y le enseñó los dientes en una amplia sonrisa.

—Sentí curiosidad —admitió—. Nunca llaman a la puerta cuando mamá no está en casa.

El cerebro de Henrik funcionaba a tope. Se tocó las aletas de la nariz tres veces a cada lado.

—¿Tienes permiso para enseñar tus palomas, Gunnar?

—A cualquiera no, pero eso ha sido decisión mía. Las palomas necesitan paz y tranquilidad y muchas de ellas están empollando.

—Pero yo no soy cualquiera, ¿sabes? —dijo Henrik, y decidió en un instante que se lo jugaría todo a una carta—. Soy policía.

—La policía —repitió Gunnar escéptico—. Mi tía ha muerto. La policía no hace su trabajo.

—Lo hago lo mejor que puedo, Gunnar. Lo mejor que puedo.

Se bajó la cremallera y metió la mano en el bolsillo interior.

—Mira —dijo entregándole a Gunnar su placa policial.

—Es bonita —dijo Gunnar cogiéndola.

Se la acercó mucho a los ojos, como si casi estuviera ciego.

—La policía no descubrió quién me dio la paliza —dijo sin dejar de mirar la placa—. Y eso que yo les dije que fueron dos paquistaníes.

—Eso no es mucho para investigar, ya lo sabes, que fueran dos paquistaníes. En Noruega hay muchos.

—Demasiados. Demasiados. ¿Quieres ver mis palomas?

—Sí, me encantaría.

—No soy como los demás —dijo sin hacer ademán de salir al jardín, donde seguramente estaría el palomar—. Es porque me dieron una paliza. Me estropearon el cerebro.

—Lo sé. He leído el informe policial de tu caso. Pero ¿sabes una cosa?

Henrik se inclinó un poco hacia él.

—Yo tampoco soy como todo el mundo —susurró.

—Lo sé. Tu cabeza es demasiado grande.

Henrik sonrió.

Tenía las manos en los bolsillos. Empezaba a hacer frío. Era extraño, pero se sentía más tranquilo, como si el caso mucho más evidente de Gunnar le confiriera a él una normalidad que hiciera los tics innecesarios.

—Eso es porque soy muy, muy listo —dijo.

—Yo no. Ya no. Mamá dice que yo era listo en el cole. Antes. Antes de que me dieran una paliza. Sacaba muchos sobresalientes. ¿Cómo de listo eres tú?

—¿Has oído hablar de Mensa?

—No.

—¿Has oído hablar del coeficiente intelectual?

—Sí, es un programa de la tele. Con ese maricón horrible.

Henrik se echó a reír. Una tranquilidad desconocida se estaba expandiendo por su cuerpo. Era como después de medicarse, hace ya bastante tiempo, un breve periodo en que había insistido en que le dieran pastillas aunque su madre se negara.

—Ese programa se llama

IC. El título es un juego de palabras, podría decirse. Un juego de letras.

En un instante supo que había acertado al dejarle saber que era policía. De forma brusca, sin siquiera pensarlo, jugó otra carta.

—Stephen Fry, así se llama el presentador. Es cierto que es gay. Y actor. Y judío. Y muchas, muchas cosas más.

Volvió a inclinarse hacia Gunnar en confianza.

—Tiene un novio muy joven —susurró—. Bastante guapo. Eso me da envidia. Yo nunca he tenido novia, ¿sabes?

Se acercó un poco más.

—¿Tú tienes novia, Gunnar?

El hombre algo corpulento movió la cabeza con fuerza.

—No. Nononono.

—Entonces estamos igual.

Gunnar se apartó de forma casi imperceptible.

—No.

—¿No?

—Yo tuve novia una vez —susurró Gunnar, y sus ojos volvieron a desviarse hacia la izquierda—. Vamos a ver las palomas.

Se mantuvo completamente quieto.

—Qué suerte tienes —dijo Henrik—. Yo quiero una novia más que nada en el mundo. Tiene que ser buena. No hace falta que sea muy guapa. Personalmente opino que casi todas las chicas son guapas. Me importa una mierda si…

Henrik rio por lo bajo, se sentó en el pasamanos de la entrada y se pasó las dos manos por el cabello.

—… si es pelirroja o morena. Por mí, como si tiene el pelo verde.

—O azul —dijo Gunnar.

—O azul —repitió Henrik encogiéndose de hombros—. Como Cyan.

—¿Quién?

—Una chica majísima de un cómic.

—No se llama Cyan. Se llama Karina. Mi novia.

—Bonito nombre.

—No se lo digas a nadie.

—Claro que no.

—Es que su padre es muy estricto, ¿sabes? ¿Vamos a ver las palomas?

—Sí —respondió Henrik sin bajarse de la estrecha barandilla.

Gunnar tampoco hizo ademán de querer marcharse todavía.

—¿Dónde estaba el día que te dieron la paliza? —preguntó Henrik.

—Las palomas tienen que comer.

—Claro. ¿El palomar está aquí en el jardín?

Golpeó con los pies despacio y rítmicamente sobre la madera.

—La empujaron —dijo Gunnar.

—¿Empujaron a Karina?

—Sí. La empujó uno de los paquistaníes.

—Vale. Eso estuvo mal.

—Él era malo. Quería…

Gunnar se interrumpió.

—No me acuerdo —murmuró—. No me acuerdo.

—¿Se cayó?

—Las palomas tienen que comer, no digas nada.

Desvió la mirada hacia la izquierda, pero esta vez mirando hacia abajo, e hizo una mueca asustada y ansiosa.

—Es un secreto —dijo lamentándose y empezó a balancearse de un lado a otro—. No recuerdo nada. No recuerdo nada. No digo nada.

—Está bien —dijo Henrik sereno—. Solo me preguntaba…

Se dejó caer del pasamanos delante de la puerta.

—¿Qué le pasó a Karina?

—Las palomas. Tienen que comer. Debes irte.

—Dijiste que podría acompañarte al palomar.

—Vete. Vete ya.

Gunnar movió los brazos como la parodia de un guardia de tráfico.

—Me voy —le tranquilizó Henrik—. Me marcho, Gunnar.

Bajó de espaldas por la corta escalera de cemento. La gravilla crujió bajo sus pies cuando empezó a caminar con calma hacia la cancela. Al cabo de cinco o seis metros se dio la vuelta. Gunnar seguía en la puerta. Parecía un poco menos alterado. Los brazos colgaban inertes a lo largo del cuerpo. Sus ojos bizqueaban un poco.

—¿Puedo volver? —preguntó Henrik.

—No.

—Vale. Pero me habría gustado ver tus palomas.

Henrik levantó la mano a modo de despedida y volvió a darse la vuelta.

—¿Qué has dicho? —gritó al creer oír algo a su espalda.

—Se cayó al agua —dijo Gunnar tan bajito que Henrik no estuvo seguro de haberle oído bien.

Antes de que pudiera repetir la pregunta, Gunnar desapareció en el interior del minúsculo chalet. La puerta se cerró tras él y Henrik oyó que echaba el cerrojo.

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