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CAPÍTULO QUINTO

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CAPÍTULO QUINTO

Jack no paraba de mirar su nuevo móvil. Estaba apagado. Estaba inservible. Como todo en su piso. Parecía mentira que su vida hubiera cambiado radicalmente en el transcurso de tan poco tiempo. Recordaba perfectamente cómo, en la misma mesa en la que ahora descansaba su flamante móvil muerto, había abierto aquel paquete que contenía lo que él creía que era la felicidad. La cota máxima de fama y éxito. Aquel móvil le había costado algo más de cinco mil dólares. Cinco mil dólares tirados a la basura. Aunque, bien pensado, todos los demás dólares del mundo también se podían tirar a la basura. Ya todo daba igual. El mundo se había convertido en un ser vil, carroñero de sí mismo, y en el que no merecía la pena vivir.

Jack lo había perdido todo: su status, su trabajo y su estilo de vida. Pero sobre todo había perdido a dos personas que apreciaba especialmente: a su jefe, a manos de un asesino sin escrúpulo y a su mejor amigo: Tom.

Tom se había marchado para siempre en un vuelo sin retorno. Había viajado a Baltimore a firmar el mejor de los contratos posibles. El contrato de su propia vida. La casualidad quiso que, tal y como había relatado aquel agente del FBI, el vuelo de vuelta a Nueva York coincidiera con el más fatídico y extraño de los sucesos que Jack hubiera presenciado jamás. Había oído que lo estaban llamando La Desconexión. La Desconexión había matado a su mejor amigo. Jack no se podía ni imaginar los últimos momentos de angustia que habría sufrido el pobre. Un descenso en picado con destino funesto.

Con rabia, cogió el móvil y lo estrelló contra el suelo. Quería romperlo, destrozarlo, borrar de su mente todo el sufrimiento acumulado. Pero el maldito cabrón no se rompió. Ni siquiera se melló. Como una metáfora del mundo cruel que acababa de nacer. No se podía escapar de él. Había que intentar sobrevivir.

Recogió el móvil y lo volvió a poner sobre la mesa. Decidió que lo guardaría. Que lo llevaría siempre, con la esperanza de que el mundo que él conocía resurgiera de nuevo. Ahora era un objeto inútil, pero él lo convertiría en algo valioso. Sería su amuleto. Se prometió a sí mismo que algún día volvería a ver ese móvil encendido. Que las cosas retomarían su cauce natural.

Era domingo. El primer domingo de marzo. En condiciones normales hoy habría partido. Jack miró automáticamente a su televisor con tristeza. Ahí seguía. Apagado, como todo lo demás. Llevaba dos semanas sin funcionar ni un maldito aparato eléctrico. Y eso no era lo peor. Lo peor era la situación en la calle. Se había convertido en un lugar peligroso. El poco ejército y policía que aún se mantenía en su puesto a duras penas era capaz de contener las embestidas de las guerrillas urbanas. La peor de todas las que asolaban Nueva York se autodenominaba los Nets, en alusión al equipo de la NBA. Cada día eran más numerosos. Cada día dominaban más terreno.

Habían surgido en un barrio de Brooklyn y en una semana ya controlaban prácticamente todo el distrito. El FBI, la policía local y el ejército, que estaban desplegados por toda la ciudad, habían centrado su protección, principalmente, en el distrito financiero, y por extensión en todo Manhattan, dejando a merced de las guerrillas todos los demás. Queens, Staten Island, el Bronx y, por supuesto Brooklyn, estaban perdidos. Se había instaurado la ley del más fuerte. La ley de la selva. Manhattan todavía resistía, manteniéndose relativamente a salvo y bajo cierto orden, pero Jack sabía que no duraría para siempre. Tarde o temprano caería el último distrito y con él, todo Nueva York.

Ensimismado como estaba en sus pensamientos, el ruido de una explosión en la lejanía vino a sacarle de su ensoñación. Jack no se sobresaltó demasiado, se estaba empezando a habituar a esa clase de ruidos. Se escuchaban detonaciones, disparos y todo tipo de altercados. A veces a gran distancia. A veces relativamente cerca. Uno de los fabulosos regalos que había traído consigo La Desconexión era el silencio. Sin coches, sin aviones, sin locales ruidosos ni teléfonos móviles, y con una población civil asustada y recluida en sus casas, no se escuchaba más que el paso del tiempo. Y de la guerra. Aunque a Jack le dio la impresión de que esta vez la guerra se escuchaba más cerca. Se asomó a la ventana. Un humo negro se elevaba entre un cúmulo de edificios. Parecía provenir del puente de Brooklyn. Al final acabaría por ceder y los Nets acabarían penetrando en el corazón de Manhattan.

A Jack no le gustaba la idea de las guerrillas. Muchos ciudadanos se habían unido a ellas como acto de protesta, o por beneficio propio, pero él no pensaba igual. No creía que tras la tragedia que había sufrido el mundo, el enfrentarse los unos con los otros fuera a ser la solución. Creía en las normas. En el sistema preestablecido, y estaba muy contrariado con los acontecimientos presentes. Confuso y desorientado.

Tenía que escapar de ahí. Eso estaba claro. No le quedaba mucho tiempo. Hasta el momento, había disfrutado de un nivel de vida al alcance de muy pocos. Pero La Desconexión había nivelado la balanza, en cierto sentido. Dudaba de lo que fueran a hacer las guerrillas con su casa, o incluso con él mismo, si caía Manhattan. No le apetecía averiguarlo. Mirando aquel humo negro ascendente se convenció de que tenía que partir. Pero ¿a dónde ir? ¿Qué sitio sería seguro? De repente le vino a la cabeza el último viaje de placer que había hecho el año pasado. Había ido a España. Le resultó un sitio cálido, de gente amable y que sabía disfrutar de la vida. Pero era un disparate. ¿Cómo llegaría allí? No funcionaba nada. Descartó la idea enseguida. Se centró en EEUU, ¿iría al sur, al norte? Estaba muy confundido. Fue a echar mano del móvil que reposaba encima de la mesa para buscar información, pero enseguida se dio cuenta del error. Estaba acostumbrado a resolver las dudas mirando en internet. Todas las respuestas estaban a un clic de distancia. Ahora sólo acumulaba preguntas. Un montón de preguntas que le atormentaban sin descanso.

Tenía que centrarse. Pensar por sí mismo y ordenar su mente. De pronto Julia se le apareció nítidamente reflejada en la ventana. Su cabeza le había proyectado su imagen, reclamando su atención. ¿Qué sería de ella? Llevaba casi una semana sin verla. Tenía que ir a su casa. Así de paso vería a Sam.

Julia y Sam vivían en el mismo edificio. En el bloque de apartamentos 261W28, entre la 8th Street con la West 28th Street, en el barrio de Chelsea. No mucho después de llegar Sam con su hermano a EEUU, éste ingresó en la Armada. Sam se quedó solo en el apartamento que compartían y no le gustó la idea de continuar allí. Entonces Julia le habló de un piso que se alquilaba en su bloque. A Sam le gustó nada más verlo y se mudó. Estaba más cerca del NYSE y además tendría al lado a alguien conocido. Por aquel entonces no se prodigaba en amistades.

Jack cerró la cortina de la ventana. Había pensado en marcharse a ver a sus amigos en ese preciso instante, pero la luz ya empezaba a escasear. Podría llegar a resultar peligroso. Las malas intenciones se ocultan entre las sombras.

Decidió esperar a la mañana. Saldría temprano, con la bicicleta. Tardaría poco más de quince minutos en recorrer la distancia. Esperaba no tener que encontrarse con nadie problemático. El ejército había puesto el foco en defender el puente de Brooklyn, que era por donde pretendían entrar los Nets. Seguramente allí estaría la acción. Pero nada se sabía de las otras guerrillas. Al norte, en el Bronx, existían otras que también pugnaban por dominar Manhattan y Jack no tenía ni idea de hasta dónde se habrían conseguido infiltrar. Seguramente habrían llegado hasta Harlem. Quizá hasta las inmediaciones de Central Park. Pero no lo sabía. En cualquier caso debía moverse con cautela.

Sin mucho más que hacer, decidió tumbarse en la cama a meditar. Había dispuesto un par de velas en la mesilla, como había hecho en el resto de la casa, para poder ver en la oscuridad. Al poco las apagó, para no malgastarlas, sumiéndose en la oscuridad y en sus pensamientos. El día de mañana prometía ser interesante.

***

Para una mente analítica como la de Franz Holmberg, La Desconexión representaba el mayor reto al que se había tenido que enfrentar jamás. Ciencia experimental en estado puro.

Franz se había pasado las últimas dos semanas acumulando preguntas sin respuesta. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Por cuánto tiempo? Asumía que esas cuestiones eran parte del proceso de aprendizaje de su particular método científico. Necesitaba tener claros los principios para, sobre éstos, construir las teorías. Pero no le estaba resultando nada sencillo. Los primeros días tras La Desconexión habían sido de una completa descoordinación. El CSUE permanecía bajo mínimos, ocupado solamente por aquellos que residían cerca de la base y se podían permitir el lujo de realizar el trayecto a pie, o como mucho en bicicleta. Sin casi equipo técnico ni medios materiales, y con el ejército centrado en la tarea de restablecer el orden, sólo se podía dedicar a conjeturar teorías en forma de garabatos, galimatías y borrones sobre incontables papeles que le servían como apoyo.

Se estaba empezando a desesperar. Y junto con él, su mujer. María se sentía desconectada de la vida de su marido. Franz se había dedicado en cuerpo y alma a resolver el problema del mundo, olvidándose por completo de resolver el problema de su propio mundo. Peter, Susana y ella misma se habían quedado relegados a un segundo plano. Ocultos tras el velo de la oscuridad que se cernía, sin posibilidad de salir a la luz, salvo que todo volviera a la normalidad. En cierto modo, su destino corría a la par que el destino del mundo. Por eso, necesitaba con desesperación que la situación actual acabara cuanto antes. Por eso, pese a sus dudas y sus miedos, había decidido seguir confiando en su marido. Elogiaba su inteligencia y sabía que era un hombre de incontables recursos que no cejaría jamás en su empeño de encontrar la verdad. María había echado las cartas al vuelo, había decidido encomendar su familia al éxito de la misión de Franz. Temía en lo más profundo de su ser que si La Desconexión llegaba a durar demasiado, no lo pudiera llegar a recuperar jamás.

—María, me voy a la oficina.

—¿Otra vez? Si es domingo, cariño. ¿No lo podrías dejar para mañana?

—Que sea domingo o lunes es irrelevante. Los días han dejado de tener sentido. Lo único importante es encontrar respuestas cuanto antes y hoy creo que lo lograremos. Por fin hemos conseguido reunir a un grupo importante de empleados y voy a aprovecharlo. Te juro que de hoy no pasa sin que salga de allí con lo que busco. Me marcho, que tengo prisa. Un beso.

Franz salió de la casa con cierta urgencia, dándole un leve beso en los labios a su mujer, sin pasión. María respondió mecánicamente. Peter y Susana seguían durmiendo felices, ajenos a las dudas de su madre y las preocupaciones de su padre.

Ya en la calle, como de costumbre, tardó pocos minutos en llegar al CSUE. Era una suerte vivir tan cerca del Centro. Al llegar comprobó que la puerta del edificio estaba cerrada. Tuvo que sacarse las llaves del bolsillo y abrirla él mismo. Héctor, el guardia de seguridad que patrullaba los fines de semana, no estaba. Era uno de los damnificados por La Desconexión. Vivía a unos treinta kilómetros del CSUE y no tenía manera material de recorrerlos aceptablemente. Como él, tantos otros habían sido dispensados de sus tareas hasta que se reestableciera el orden.

Franz entró en el edificio y se dirigió directamente a la sala de reuniones. A su paso fue abriendo todas las ventanas y todas las puertas. El día era soleado y pronto cada rincón del Centro estuvo lleno de luz. Le gustaba verlo iluminado. Le transmitía serenidad.

El Centro de Satélites contaba con unas cuantas salas de reuniones, de la uno a la cuatro, según el tamaño. La más amplia, la uno, a la que se estaba dirigiendo, tenía un aforo para veinte personas, suficiente para todos los que iban a ser. Abrió la puerta de la sala y las ventanas y tomó asiento en una silla que destacaba por encima de las demás, en el lateral izquierdo, justo en mitad de la mesa. Esa era la silla del director.

Una vez sentado no hizo nada más. Apoyó los brazos sobre la mesa y se limitó a esperar, con la mirada fija en la mesa de ébano. Fría e impoluta. Todavía era pronto y sus compañeros aún tardarían un buen rato en llegar. Franz saboreó el silencio de la sala. A veces venía bien evadirse del frenético mundo y tener un momento de tranquilidad. Por eso había salido tan precipitadamente de casa. Quería salir antes de que los niños se levantaran. Necesitaba reflexionar y pensar.

Tenía que meditar sobre la reunión. No quería salir de allí con las manos vacías. Ese día no. Llevaba demasiado tiempo sin hallar respuestas y se había propuesto firmemente que esa misma mañana las encontraría. Había mantenido muchas reuniones con sus jefes de división tras La Desconexión, pero de ninguna había salido satisfecho. Era evidente que ellos estaban igual de perdidos que él. Pero hoy sería distinto. Como decía Albert Einstein, uno de sus grandes ídolos: <<si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo>>. Hoy no sólo se reuniría con sus jefes de división, hoy vendría muchos más integrantes del CSUE, pero, sobre todo, vendría Jessica.

Jessica formaba parte de un grupo de jóvenes promesas que llevaban poco tiempo trabajando en el Centro: Joseph, Carlo y ella misma. Aunque la chica destacaba sobre los dos hombres. Para Franz era su pequeño diamante en bruto y el mejor de sus activos.

Doctora en Física, especialista en Astrofísica, había cursado sus estudios cum laude en la prestigiosa Universidad de Columbia, en Nueva York. Tenía treinta y cinco años y un pelo precioso. Castaño, largo y sedoso, con mechones tornasolados como lenguas de fuego que hacían juego con sus ojos verde aceituna. Intensos y muy profundos, para perderse durante horas en ellos. Su piel era tersa y suave, como la de un bebé. Por último, una nariz respingona, perfectamente simétrica, desafiando las leyes de la física que ella tanto dominaba, remataba un conjunto de belleza arrebatadora. Una ecuación balanceada entre la hermosura y la inteligencia. Nacida para impactar, resultaba imposible escapar a su magnetismo.

Jessica había acabado en el CSUE gracias a su determinación y a la casualidad. El pasado año, Europa había firmado con Estados Unidos uno de tantos convenios de prácticas de empresa destinadas a recientes doctores de alto potencial académico en distintas ramas. Se trataba de que las nuevas promesas descubrieran el modo de actuar que se tenía en cada país de acogida. El programa duraba un año. Jessica encajaba en el perfil y se mostró entusiasmada con la idea. Ella misma había elegido el lugar. Su padre había estado destinado en esa misma base muchos años atrás, en el noventa, cuando la USAF, la Fuerza Aérea de Estados Unidos, todavía utilizaba Torrejón para sus operaciones. La cosa duró sólo dos años. En el noventa y dos la USAF se retiró de la base definitivamente y toda la familia volvió a EEUU. Aunque por aquel entonces Jessica era aún muy joven, todavía se acordaba de aquellos años tan buenos.

Franz todavía se acordaba del primer momento en que la vio aparecer por la puerta. Su corazón había dado un vuelco. Recordaba perfectamente cada detalle de ese primer instante. Su vestido, su perfume, su sonrisa... Y se odió por ello. Hacía mucho tiempo que no experimentaba una sensación tan placentera que tuvo irremediablemente que enterrarla muy hondo. En lo más profundo de su alma para no dejarla escapar jamás. No se podía permitir el lujo de pensar en ella. No teniendo a María, a Peter y a la bebé.

Por un momento, Franz dejó volar su imaginación y repasó mentalmente la viva imagen de una Jessica sonriente y sensual hasta que Pascal apareció por la puerta. Al igual que él, el desgraciado solía ser muy puntual. Franz se estremeció. En cierto modo era como si le hubiera pillado haciendo algo malo.

—Hola, Franz. ¡Qué madrugador! ¿Desde cuándo estás aquí?

—Eh... Hola, Pascal. No mucho. Ya sabes que me suele gustar ser el primero en llegar.

Pascal se rió. Tomó asiento junto a Franz y los dos se entregaron a la mutua distracción a través de una conversación insustancial. Pasó un buen rato. Poco a poco y sin ninguna prisa, fueron llegando el resto de convocados: tres de sus cinco jefes de división, Umberto, de la división de IT, Katharina, de desarrollo y Patrick, de operaciones; cuatro integrantes del equipo de IT, Javier, Enric, Samuel y Álvaro; su secretaria Elena y, por último, Joseph, de la división de operaciones. Venía acompañado de Carlo y Jessica, ambos de la división de desarrollo.

Nada más ver a la mujer, Franz se ruborizó. Haber estado pensando en ella durante su rato de soledad le había vuelto a avivar sentimientos muy profundos. Trató de despejar su mente y centrarse en lo que habían venido a hacer.

—Gracias a todos por venir hoy a aquí —comenzó—. Especialmente a los que no lo tienen nada fácil para hacerlo. Soy consciente de las dificultades que os ha implicado estar sentados a esta mesa y reitero mi más sincero agradecimiento —Franz miró de soslayo a los tres muchachos que asintieron avergonzados. Ninguno vivía en Torrejón, por eso no había sido fácil hacerles llegar de nuevo al CSUE—. He querido tener esta reunión hoy porque… necesito el esfuerzo de todos. Siento que sea en domingo, pero creo que el mundo ha cambiado demasiado para que eso importe ya. Este fenómeno extraño que han bautizado como La Desconexión está durando más de lo que me hubiera gustado y mi paciencia se empieza a agotar. Necesito respuestas y sé que las podemos encontrar entre todos. Con algunos de vosotros ya me he reunido unas cuantas veces a lo largo de estas dos semanas y eso me ha dado tiempo para meditar bien las cosas. Permitidme contaros mi punto de vista. Por lo que a mi respecta, queda descartada definitivamente la hipótesis de la fulguración solar. Y qué duda cabe, Pascal, que también queda fuera de toda duda la acción militar de fuerzas rebeldes. Lo que nos atañe es de una dimensión demasiado grande para haber sido provocado por cualquiera de estos eventos.

Todos los reunidos se miraron con cara de sorpresa, la explicación de la fulguración solar era la más sencilla de entender. Pascal, sin embargo, parecía más enojado que sorprendido. Seguía empeñado en que el suceso tenía sello enemigo. En cualquier caso, sin el apoyo de esas dos bazas, se les iba a hacer más difícil plantear cualquier otra posibilidad.

—Perdona que te interrumpa, Franz —dijo Katharina—. Quizá no se trate de una fulguración puntual como apuntas. Pero ¿qué tal una protuberancia eruptiva prolongada a lo largo del tiempo? Como bien sabes, estamos en uno de los picos de mayor actividad solar de los últimos años, si combinamos este hecho con las manchas solares que hemos venido apreciando durante...

—Por favor, Katharina —cortó de repente Franz—. He planteado las premisas y creo que lo he dejado bastante claro. Más de lo mismo no, donde digo fulguración, digo protuberancia y demás erupciones solares. No quiero volver a oír nada relacionado con el Sol. Salvo que estallara en mil pedazos, dudo que ningún otro fenómeno pudiera ocasionarnos algo parecido a esto. Necesito ideas nuevas.

—Pues como no sea obra de Dios… —respondió Javier, el informático al que había llamado Franz el mismo día de La Desconexión.

—Dios no tiene nada que ver con esto, Javier —le espetó Franz—. Lo que aquí ha sucedido trasciende de sus conocimientos sobre física.

<<Y por lo que se ve de los nuestros>>, respondió para sí el joven, con un nudo en la garganta. Franz había sido muy brusco con su respuesta. Por lo visto no debía estar para bromas. Javier era uno de los afortunados que había asistido a los primeros comités de crisis. Tenía la suerte de vivir en la base por lo que le resultaba sencillo desplazarse al CSUE. Se estaba empezando a hartar de esas reuniones fútiles en las que no se enteraba de nada. Había pensado que comenzar con una respuesta inocente restaría hierro a un asunto que se empezaba a enquistar. Se equivocó. Anotó mentalmente su actuación como la primera y última vez que abriría la boca en la mañana.

—¿Y qué tal un haz de interferencia destructiva para ciertas longitudes de onda? —dijo a continuación Jessica. Le caía bien el informático, siempre la había tratado con dulzura, así que se había lanzado a cerrar cuanto antes cualquier silencio incómodo. Además, dado que era su primera reunión y había sido invitada expresamente por su director, quería aportar algún dato novedoso. Llevaba días barruntando en su cabeza de científica una idea y estaba deseosa de ponerla sobre la mesa.

Franz reconoció la voz enseguida a pesar de no ponerle cara. Jessica se encontraba en su mismo lado de la mesa, a su izquierda, oculta tras las cabezas de Elena, Patrick y Joseph. Sonrió y se levantó para verla mejor. Los ojos verdes de la mujer respondieron a la sonrisa de Franz, brillando con más intensidad. Franz se ruborizó un poco, pero enseguida se contuvo. Se obligó a centrarse en las palabras de la mujer y no en su cara. Por fin, una sugerencia había suscitado su interés. Pensó de inmediato que Jessica podría estar sobre la pista adecuada. No en vano, era la única astrofísica cualificada de la sala.

—¿Haz de interferencia? Umm, continúa.

—Pues… —Jessica se dio cuenta de pronto que no había trazado un guión consistente para su argumentación. Tenía clara su hipótesis, pero no el cómo explicarla en público. Debía improvisar sobre la marcha y eso la incomodaba, aunque fuera con los propios compañeros de trabajo. Un poco ruborizada continuó, menos segura de sí misma de cómo había empezado—. Coincido con el director en que el origen no parece solar. Los efectos producidos por la anomalía no casan con los modelos de perturbaciones solares. Yo creo que esto viene de mucho más lejos y de algo mucho más potente. Quizá nos estén llegando las primeras manifestaciones de una supernova de tamaño descomunal.

Jessica se había levantado de la mesa justo al final de su última frase, alentada por el sonido de sus propias palabras y por los nervios. Sus piernas siempre actuaban por libre cuando se ponía nerviosa. Jessica había hecho una breve pausa para ver la reacción de su público y para comprobar si la estaban siguiendo. El silencio que obtuvo fue revelador.

—¿Una supernova, dices? —preguntó entonces Katharina. Tenía cierta mueca de escepticismo en la cara. Era evidente que le había molestado el corte que le había dado Franz sobre su teoría de la fulguración y se quería desquitar con su subordinada.

Jessica no hizo caso del tono despectivo de su jefa y trató de explicarse de la mejor manera posible. Estaba convencida de su propia hipótesis y resultaría difícil hacerla dudar. Además, creía tener pruebas físicas de su teoría.

—¿Alguno de vosotros es madrugador? —continuó. Sus pies la estaban llevando de un lado a otro de la sala, haciendo difícil seguirla con la vista—. Si lo sois os habréis fijado que desde hace unos días, a eso de las seis de la mañana, por el sureste, se ve aparecer una luz bastante brillante.

—Eso es Venus —se apresuró a comentar Patrick, sonriendo y mirando a su alrededor, como dando a entender que hasta un crío sabía eso.

—No, Patrick, no me refiero al Lucero del Alba. Da la casualidad que en estas fechas el Sol sale un poco antes que Venus y, además, está muy próximo a él, así que no se deja ver —respondió Jessica, tratando de no parecer demasiado descortés con la contestación—. Esta luz sale una hora antes que el Sol, concretamente bajo la constelación de Sagitario, y es tan potente que incluso se sigue viendo de día, aunque mucho más tenue, claro está.

Jessica se aproximó a una de las dos ventanas que daban al exterior del edificio. Afortunadamente la sala estaba orientada justamente al este.

Miró durante un rato hasta que encontró lo que andaba buscando.

—¡Allí, mirad! —dijo con satisfacción.

Los más curiosos se levantaron y se aproximaron a la ventana en la que se encontraba Jessica. Miraron en la dirección a la que estaba apuntando y buscaron la extraña luz. Franz fue uno de los primeros en localizar el objeto.

Efectivamente, en dirección sureste, sobre los edificios militares, una pequeña estrella competía por un hueco en el firmamento. A pesar de que el astro rey hacía tiempo que se elevaba sobre el horizonte y había borrado de un plumazo todo atisbo de estrellas nocturnas, un poco más arriba de su posición, un pequeño punto lumínico conseguía mantenerle el pulso.

—Lo veo —contestó Franz en cuanto lo hubo localizado—. ¿Cómo es posible…? —acertó a preguntar.

Poco a poco, adaptando la vista, pues el Sol estaba relativamente cerca de esa posición, los demás fueron apreciando la extraña luz.

              —Eso que veis no es ningún planeta ni ninguna estrella conocida —respondió Jessica, adoptando un tono educativo—. No sé cuándo apareció porque me di cuenta de ello hace pocos días, por casualidad. La verdad es que hacía tiempo que no me paraba a observar el cielo, pero me apuesto lo que queráis a que empezamos a verla justo el día de La Desconexión.

              —¿Y crees que se trata de una supernova? —preguntó Franz, que alternaba la vista entre aquella luz celeste y los bellos ojos de Jessica.

              —Creo que es mucho más que eso.

              —¿A qué te refieres? —preguntó Franz.

              —Sagitario no es sólo una de las doce, o trece si contamos a Ofiuco, constelaciones del Zodíaco. Sagitario, al igual que la Estrella Polar nos indica el norte, apunta a otro sitio interesante.

              —Al centro de la Vía Láctea —respondió Franz con fascinación, terminando la frase de Jessica.

              La mujer le miró. La cara de Franz parecía la de un chiquillo que se hubiera topado con un tesoro. Estaba absorto, sin poder apartar la vista de la pequeña luz que acababa de nacer. Jessica no lo supo definir bien, pero le pareció incluso ver entusiasmo en su rostro.

              —Así que ahí está el centro de nuestra galaxia —dijo Franz en voz baja.

              —Estaba, Franz. Estaba —respondió Jessica, sin dejar de mirarle.

***

El vasto mundo había reducido sus descomunales dimensiones a los escasos metros cuadrados que iban de proa a popa y de babor a estribor. Esos eran los nuevos confines del Universo para Diego.

Apoyado sobre la barandilla del puente de mando, el dueño de la TOCC miraba a través de la ventana, hacia el abismo de la nada más absoluta. Se encontraba solo, ensimismado en unos pensamientos nada agradables, imaginando cómo habían podido llegar las cosas a esa situación.

Era domingo, 5 de marzo de 2017. El Impostor llevaba navegando a la deriva más de dos semanas, desde aquel fatídico 20 de febrero. Nadie había dado todavía una explicación coherente a lo sucedido y lo peor es que nadie parecía en condiciones de darla. A cada momento que pasaba, la moral de la tripulación iba mermando un poquito más, diluyéndose en el ancho océano que les esperaba paciente, sin prisa, para reclamar una presa más de la que no dejar rastro entre las agitadas aguas.

Diego, a pesar de ser un hombre de muchos recursos que había vadeado multitud de situaciones estresantes, era uno de los más afectados. Se sentía encerrado, incómodo y sin aire. Sin posibilidad de actuar en un medio que no era el suyo. En tierra firme, en su flamante despacho de negocios del cuadragésimo quinto piso de la Titanium La Portada, dominaba el mundo, nadaba a placer contra todas las corrientes que se le echaran encima. Perdido en medio del océano Pacífico, en una tumba flotante de hierro y óxido, se veía impotente y pequeño.

—Señor, disculpe —interrumpió un marinero—. Me ha ordenado el capitán que le informe que el gabinete de crisis va a comenzar en cinco minutos. Será en el comedor general—. Su voz sonaba fatigada, probablemente habría estado corriendo de un lado a otro, buscándole nervioso.

Diego ni siquiera se giró para ver de quien se trataba. Permaneció mirando al frente, fingiendo no escucharle. Al cabo de un momento se limitó a realizar un leve gesto con la cabeza. El marinero pareció entender y el sonido de la puerta cerrándose tras él le confirmó a Diego que volvía a estar a solas en el puente. Se dio la vuelta y echó un breve vistazo a los paneles. Todo seguía apagado. Ni una maldita luz ni un mínimo ruido. Resultaba inquietante, como contemplar la cara de un muerto. Todo seguía en su sitio, aunque sin vida.

Diego no tenía ganas de asistir a otra de las tediosas reuniones de crisis. Cada día era lo mismo. Ya no recordaba cuántas habían tenido. Siempre igual, siempre buscando soluciones que no llegaban. Repitiendo los mismos patrones y las mismas promesas que no hacían otra cosa que incrementar su desesperación. Ya no le valía la frase tantas veces repetida de que la ayuda llegaría. Ya no creía que viniera nadie a buscarlos. Había pasado demasiado tiempo y había perdido toda esperanza. Tenía la sensación de estar metiéndose cada vez más en un agujero oscuro y angosto del que no intuía final.

Ya ni se acordaba del propósito de la misión. Había relegado la bomba de neutrones a un segundo plano, junto con Richard y Steven. Habían dejado de ser su principal preocupación. Si no podía salir de ahí, si su destino iba a consistir en vagar erráticamente por el mar, sin más gobierno que las corrientes, todo lo demás daba igual.

Salió del puente de mando cabizbajo. Tan apático como había entrado. Bajó por las escaleras todas las cubiertas hasta la primera y se dirigió al comedor de oficiales. Fuera, en la puerta, vio a Richard y Steven. Un pequeño escalofrío le recorrió el cuerpo. Los dos agentes de la CIA siempre le causaban la misma sensación. El solo hecho de verles le recordaba el porqué de su desgracia. Añadió un poco más de odio a su cuenta y trató de cruzar por su lado sin levantar la vista. Los agentes ni siquiera hicieron el ademán de pararle. Al igual que Diego, habían renovado sus prioridades. Ya no estaban tan encima de él como antes. De hecho, hacía unos cuantos días que ni le molestaban. Sus preocupaciones pasaban igualmente por restablecer la marcha.

Dentro, Diego se encontró al capitán sentado en su sitio, guardando silencio y esperando a que todo el mundo llegara. Parecía menos tenso que las veces anteriores, aunque Diego no lo pudo asegurar al cien por cien. A su alrededor estaba el personal de máquinas y, un poco más a la derecha, junto a la cocina, parte del personal de cubierta. Se fijó en Guillermo. Charlaba animadamente con un par de marineros. Era el único que no parecía haber perdido el optimismo. Diego continuaba maravillándose del espíritu de su compatriota. Sin saber por qué le vino a la cabeza la última vez que habían charlado a solas, en su camarote, cuando habían compartido la botella de vino y habían confesado su mutua animadversión por Richard y Steven. De un modo u otro, Diego sabía que Guillermo sería clave en sus planes, pero eso siempre y cuando las cosas se consiguieran resolver.

—Por favor, sentaos —dijo el capitán en voz alta, poniéndose en pie y rompiendo su silencio—. Vamos a comenzar cuanto antes.

Richard y Steven entraron y buscaron sitio junto al resto de oficiales. Los que ya se encontraban en la sala también fueron tomando posiciones. Diego se sentó junto al capitán, que al verlo, trató de saludarle con un gesto estrafalario que no le quedó muy estético.

—Han pasado catorce días desde que un efecto singular nos hiciera quedarnos sin empuje de los motores y sin comunicación con el exterior. Como sabéis, todavía no hemos recibido ninguna evidencia que nos haga pensar que alguien ahí fuera vendrá a rescatarnos, y dudo mucho que la recibamos. Debemos de suponer que las balizas de posición tampoco funcionan y asumir que estamos solos. Por eso es imperativo que restablezcamos la marcha por nuestros propios medios. Aunque todavía tenemos comida y agua suficiente, a este ritmo no aguantaremos mucho tiempo. Nos encontramos en medio del océano, a muchas millas náuticas de tierra firme en cualquier dirección.

El capitán hizo una pausa. Diego se fijó en las caras de los asistentes. Hasta el momento, más de lo mismo. El capitán solía hacer siempre una breve introducción de los hechos y luego pedía soluciones. La misma cantinela de siempre.

—Esta mañana, a primera hora, Roberto, el mecánico, ha venido a mi camarote con una propuesta interesante que quiero poner en común con vosotros.

<<¿Sería posible?>>, pensó Diego. <<¿Novedades?>>.

—Lo que propone podría volver a poner operativo el motor aunque, en caso de fallar, implicaría un punto de no retorno. Nos dejaría a merced de las olas y de la ayuda externa. Por eso os he convocado aquí a todos. Para que le escuchemos y poder valorar vuestras opiniones.

Diego sólo escuchó lo del motor operativo. Al final alguien había pensado alguna manera de sacarlos de allí. Pero ¿cómo?

Roberto, un poco sonrojado al sentirse el centro de atención, se puso en pie y tomó la palabra.

—Hola a todos. Gracias capitán. Menuda responsabilidad. A ver si puedo explicarme… —Roberto esbozó una sonrisa poco natural. Se sentía bastante incómodo hablando en público—. Aunque ya han pasado dos semanas desde nuestro accidente, seguimos sin tener ni pajolera idea de por qué se pararon los motores hace dos semanas, como acabo de decir —suspiró ruborizado—. Le he dado mil vueltas al asunto y no se me ocurre ninguna razón. Sé que la cosa es eléctrica, pero no sé porqué ha podido suceder. El sistema está totalmente frito y punto. En fin, a lo que voy no es eso, pero quería que lo supierais. —Su voz había adoptado un tono más profundo. Se veía que el hombre estaba afectado por las circunstancias, impotente por no poder encontrar la causa del fallo—. Como ha dicho el capitán, esta mañana se me ha ocurrido una manera de puentear el sistema. —De nuevo, el tono recuperó fuerza. La ilusión brotó de sus ojos—. El motor del barco es un MAN Diesel de ocho cilindros de dos tiempos. Una maravilla, todo sea dicho. Tiene un empuje de diez mil kilovatios de potencia, nunca había visto un propulsor tan potente en un carguero de tan modestas dimensiones. Como sabéis, este tipo de motor, al ser diesel, no necesitan de bujías para encender la mezcla, eso ocurre por la propia presión del aire del pistón, con lo que la gran mayoría del trabajo del motor es pura mecánica. De hecho, me acuerdo de los primeros motores que tuve ocasión de revisar. Eran…

—Roberto, por favor —interrumpió el capitán—. Céntrate en la solución que me has propuesto y no te andes por las ramas.

—Sí, señor. Disculpe, señor. A veces no sé ni lo que digo —respondió Roberto, de nuevo sonrojado, esta vez por completo. Tardó un par de segundos en retomar el hilo de sus pensamientos—. Total —continuó—, que empecé a pensar en ese asunto. En el sistema de admisión y la dichosa bomba de gasoil. Si pudiera administrar el diesel en los cilindros de manera mecánica se solucionaría el problema. Y por fin di con la manera.

Roberto hizo una pequeña pausa y paseó la mirada por su público, esperando encontrar algún gesto cómplice de alguien. Al no encontrar lo que buscaba siguió, un poco desilusionado.

—No quiero aburriros con los detalles técnicos para que no me vuelvan a echar la bronca, pero lo que pretendo hacer es lo siguiente: construir una pequeña válvula de vacío que aspire el gasoil del depósito para llevarlo al sistema de admisión de los inyectores. De esta manera podremos simular la función de la bomba de gasoil. Tenemos ocho cilindros. Al ser de dos tiempos necesito dos giros del cigüeñal para sincronizar la válvula de vacío, uno para aspirar la mezcla y otro para administrarla en el pistón. Eso nos deja cuatro cilindros operativos únicamente. La mitad de la potencia. Hasta aquí lo fácil. Pero claro, eso está muy bien, pero os preguntaréis cómo pretendo iniciar el sistema. Si ya estuviera en marcha, sería perfecto, el propio cigüeñal ya haría rotar el motor y la válvula pero, sin motor de arranque, ¿cómo hacemos el primer giro, que inicia el sistema?

Roberto se estaba empezando a explayar. Le daba igual que la gente no compartiera su entusiasmo. Era su idea y le parecía la única posible para reestablecer la marcha.

Diego no estaba entendiendo nada de lo que estaba contando el mecánico, pero aún así no le interrumpió. Se fijó en que, al igual que él, todos los demás escuchaban hipnotizados la surrealista explicación. Incluso los dos agentes de la CIA. Al menos lo que estaba contando sonaba esperanzador.

—Esto es lo peligroso y lo que lo puede destrozar todo. Para simular el motor de arranque había pensado realizar una explosión controlada en el interior de dos de los cilindros que no voy a usar. La energía resultante, en teoría, debería poner en marcha el sistema. Algo así como tirar de la cuerda del cortacésped para arrancarlo.

Roberto se cayó, se sentó de nuevo y observó las caras de los presentes. Había ido bajando el tono de voz paulatinamente, no muy seguro de que sus últimas palabras fueran a calar muy profundamente. Lo de la explosión era una temeridad, pero no se le había ocurrido otra forma de solucionar el problema. La situación era tan desesperada que cualquier riesgo era asumible.

—¡Es una locura! ¡Cómo va a funcionar eso! —intervino un marinero, al que un coro de compañeros se le agregó, haciendo ostensibles gestos con la cabeza en señal de estar de acuerdo con el que había hablado.

La algarabía fue en aumento con un aforo dividido. Por un lado los partidarios del sí, por otro los del no y por último, otro grupo no poco numeroso de los que no habían entendido exactamente lo que pretendía hacer el mecánico. Se habían perdido en los detalles aunque creían tener clara la esencia. En cualquier caso para todo el mundo había una cosa clara: salir de allí cuanto antes.

—¡Silencio por favor! —gritó el capitán.

Le costó un par de gritos más volver a poner orden en la sala. En cuanto lo consiguió, Diego aprovechó para hablar, cortando cualquier réplica que éste pudiera querer hacer.

—¿Cuánto tiempo te va a llevar? —le preguntó directamente al mecánico, sin cambiar el semblante serio con el que había comenzado a escuchar la explicación de Roberto. Quería conocer todas las variables posibles del absurdo plan que le podía volver a poner rumbo a tierra firme.

—Pues… —dudó Roberto—. Trabajando sin descanso y con ayuda, calculo que de dos a tres días.

—Entonces, no tienes tiempo que perder. Empieza ahora mismo. Ya hemos perdido demasiado tiempo en esta tabla flotante —respondió a continuación con autoridad.

Richard le observó y esbozó una sonrisa burlona. Se alegraba como el que más de tener de nuevo un plan en mente y la determinación de Diego le había venido al pelo. A pesar de ser un agente experimentado de la CIA nunca se había visto en una situación semejante. Las dudas le habían asaltado al verse igual de impotente que el resto para aportar ideas que les hicieran salir de allí. En muchos momentos, incluso había fantaseado con la idea de que esa sería su última misión y que nunca saldría de ese barco con vida.

Roberto se levantó del asiento en ese mismo momento, dispuesto a ponerse en marcha tal y como había dicho el dueño de la compañía. Diego proyectaba una aureola de poder que intimidaba a aquellos que no le conocían, haciendo que de inmediato acataran sus órdenes.

El resto de presentes tampoco articuló palabra. El alboroto que había surgido antes había sido zanjado por completo mediante la simple y llana autoridad. Lo único que se aventuraron a manifestar los descontentos fue un leve gesto torcido.

—¡Siéntese, marinero! —respondió de pronto el capitán—. Yo no le he dicho que pueda levantarse todavía. Aunque este hombre es el último responsable de la empresa, en este barco las órdenes las doy yo —agregó secamente. Se notaba que la orden unilateral de Diego le había molestado.

Diego miró al capitán y se extrañó de su reacción tan visceral. Era la primera vez que le cuestionaba su autoridad. No tenía ganas de entablar una discusión de poder sobre la mesa, aunque se anotó hablar con el hombre más adelante.

Roberto se sentó, algo confundido por la aparente contradicción de órdenes. Miró tanto a uno como a otro, y ante la inexpresividad de Diego y el gesto amenazador del capitán, optó por hacer caso a éste último. Tomó asiento y aguardó más instrucciones.

—Aún no hemos acabado con este asunto —continuó diciendo el capitán, algo más relajado al comprobar que le hacían caso—. En caso de tener éxito la propuesta del mecánico, aún nos quedaría por resolver el tema del destino. Señor —continuó dirigiéndose directamente a Diego—, usted ya me ha manifestado en multitud de ocasiones su deseo de seguir rumbo a Hong Kong, pero creo que ante la particularidad de los hechos...

—¡No quiero oír hablar más del tema! —gritó a su vez Diego, dando un puñetazo sobre la mesa—. Efectivamente, usted me ha oído hablar siempre de llegar a nuestro destino porque es lo que vamos a hacer. Mi determinación es férrea en este asunto.

—Pero, señor Rojas, ¡eso iría contra toda lógica! A todos los efectos, la solución que propone Roberto es temporal, rayaría en lo esperpéntico que viajáramos en esas condiciones más de cuatro mil millas náuticas. En cualquier momento podría explotar el motor y volverían los problemas, que además ya no podríamos solucionar.

Un cúmulo de caras de asentimiento fue recorriendo el comedor y el murmullo fue en aumento, aunque sin llegar a interferir en la discusión de los dos hombres. La mayoría estaba de acuerdo con el capitán. Incluso Diego lo estaba, aunque no lo podía manifestar. Antes de darle la contrarréplica se fijó en las caras de Richard y Steven y comprendió que no podía dar su brazo a torcer. Aquellos dos hombres no lo permitirían. Por el bien de todos tenía que conseguir convencer a aquel grupo de que el único destino posible era el prefijado.

El murmullo poco a poco se fue haciendo más audible. Tenía que pensar con rapidez o ya podía dar la discusión por perdida. Cuanto más tiempo pasara, más difícil le sería convencer a la tripulación. Les tenía que dar algo contundente ya.

—Señor Wilson, ¿tiene a mano el informe de estiba? —preguntó al fin, dirigiéndose a Richard, el primer oficial.

Richard se sorprendió ante la pregunta. No se imaginaba para qué quería Diego esos datos ahora, aunque no le contradijo.

—Está en la sala de oficiales. Guillermo, por favor, ¿serías tan amable de traerlo aquí?

Guillermo miró a su superior, puso cara pocos amigos y se levantó a por el informe. Era evidente que no le había gustado el tono complaciente del primer oficial. A solas, no se solía comportar de manera tan amable con él.

El capitán observaba la escena en silencio. Se había esperado otra contrarréplica de Diego y no entendía porqué había solicitado el listado de la carga. Aún así se limitó a esperar en silencio, al igual que el resto de la tripulación.

Al cabo de breves minutos volvió el contramaestre. No venía corriendo. Llevaba una carpeta en la mano que entregó a Diego.

—Aquí tenés, dire, ¿qué andás buscando? —preguntó intrigado.

Diego se limitó a darle las gracias y Guillermo volvió a su sitio con la misma intriga con la que había venido. Abrió la carpeta y ojeó el informe brevemente.

—Transportamos cuatrocientos noventa y tres contenedores en este barco —comenzó diciendo—. Productos de todo tipo. Desde electrodomésticos hasta marroquinería, pasando por todo tipo de aparatos tecnológicos. Afortunadamente, lo único que no llevamos son productos perecederos que hace ya tiempo se hubieran estropeado. Absolutamente todo está aquí descrito. Bueno, casi todo, hay algo que no os he contado.

A medida que hablaba, Diego iba observando las caras de la tripulación, poniendo especial interés en las de Richard y Steven. Se notaba que los dos agentes de la CIA estaban incómodos. A punto de interrumpir su disertación.

—Hay un contenedor que no está relacionado en este listado. En su interior se encuentra un objeto muy importante para esta misión. —Se fijó en que Richard hizo un movimiento violento. Estaba a punto de perder el control—. Capitán, ¿recuerda el día que embarcamos? Se había sorprendido bastante de que este barco fuera capaz de realizar el trayecto en sólo dos semanas. Yo le contesté que pretendía abrir una nueva línea de negocio. Pues bien, la razón de esa potencia radica en la importancia de entregar ese objeto a tiempo. Por eso estoy supervisando personalmente este viaje y por eso no nos podemos retrasar más en su consecución.

—¿Y bien? —preguntó el capitán, completamente confundido—. ¿Qué nos ha estado ocultando?

***

El extraño suceso que había azotado la aldea y que mantenía a toda la población en vilo, estaba resultado, sin embargo, una aventura fantástica para Xiao. Nunca había experimentado nada parecido. Aunque trataba de mantener la misma rutina que siempre, era evidente que ésta no se desarrollaba tal y como lo había hecho hasta ahora. Todo Qingkou se había tenido que adaptar al repentino cambio. Las calles se habían llenado de lámparas de aceite en sustitución de las bombillas, como si toda la aldea hubiera retrocedido un par de siglos de repente. La escuela parecía un templo, con un sinfín de velas colocadas en los poyetes, la pizarra y las ventanas, que permitían seguir las clases en los días más nublados. Y por último su casa. Era el sitio en el que Xiao había notado más el cambio. La vieja tele hacía dos semanas que no molestaba con su ruido infernal. A la pequeña no le llamaba demasiado la atención esa caja. Era más su padre el que la veía, siempre poniendo programas de mayores que a ella no le gustaban. Pocas eran las veces que tenía oportunidad de ver algunos dibujos que sí conseguían distraerla. Pero todo eso había pasado al olvido. La familia al completo se arremolinaba junto a la chimenea, por las tardes, cuando el sol se empezaba a ocultar tras las colinas del valle, para preparar la cena, charlar y jugar a juegos de mesa.

Xiao nunca antes había experimentado una conexión tan profunda con su familia. Sin distracciones, uno se podía centrar en lo verdaderamente importante.

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