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CAPÍTULO QUINTO

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Sin embargo, muy a su pesar, sus padres no eran de la misma opinión. De vez en cuando la pequeña los oía discutir, enfadarse y perder los nervios. Ella no comprendía por qué sus padres querían volver a la situación anterior cuando se vivía mucho más a gusto así.

Qingkou había sido desde siempre una aldea eminentemente rural. Casi en exclusiva dedicada al cultivo de arroz. La maestría que habían alcanzado los agricultores en el manejo de ese preciado cereal no se debía exclusivamente a la experiencia adquirida con los años de trabajo.

Iba mucho más allá. Sus antepasados lo llevaban haciendo así desde que se tuviera memoria. Mejorando la técnica durante siglos a base de sudor y esfuerzo. Traspasando ese conocimiento generación tras generación, de padres a hijos. Tradición y esfuerzo. Ese era el secreto de un éxito que no se había dejado empañar en exceso de las modernidades del mundo actual.

Si los antiguos habitantes de Qingkou habían nacido y vivido en un mundo en el que sus manos bastaban para ganarse la vida, ¿por qué no lo iban a poder hacer ellos ahora? ¿Qué se lo impedía? Xiao no lo comprendía. Creía que sus padres se habían acomodado en las facilidades del mundo moderno y ya no eran capaces de ver más allá. Cegados por la luz artificial.

  Xiao se levantó del sofá. Era el primer domingo de marzo. Como tantos otros domingos, la familia no había ido a los arrozales. Era día de descanso. Xiao tampoco había tenido escuela y se había pasado todo el día entre la casa y su calle. Jugando, corriendo y saltando por todos los sitios a los que le había dado tiempo. Hasta que ya no había podido más. Cansada, llevaba un buen rato tumbada en el sofá. Imaginando cientos de historias que se cruzaban por su cabeza. De pronto, se dio cuenta de lo tarde que era. Se levantó del sofá y se fue derecha a la ventana. Como todavía era bastante bajita no llegaba bien al alféizar. Saltó un par de veces para inspeccionar bien la calle y por fin dio con lo que andaba buscando. Por su calle ya asomaba el encargado puesto por el Ayuntamiento para encender las lámparas de aceite. Ilusionada, se dio la vuelta y agarró la primera silla que encontró para acercarla a la ventana.

—¡Papá! ¡Ha llegado el señor Wang! —gritó mientras procedía a la operación de ganar altura.

—Bien, hija. Gracias por decírnoslo —oyó decir a su padre desde el otro lado de la casa, sin muchas intenciones de ir a ver nada.

Xiao se subió a la silla para poder ver con total claridad al señor Wang. Le entusiasmaba el proceso de encendido de las lámparas de aceite. Se habían dispuesto lámparas todo a lo largo de la calle, cada cierta distancia. Para que la luz abarcara más espacio, se habían elevado las lámparas en troncos de madera clavados al suelo. El señor Wang utilizaba un palo largo que prendía por un extremo y que izaba hasta alcanzar la mecha. Ese era el momento de más emoción. La llama, en contacto con el aceite, producía un pequeño fogonazo que salía despedido, formando efímeras figuras de una belleza indescriptible. Xiao se imaginaba que esas figuras eran pequeños dragones de fuego cabalgados por Zhu Rong, el dios del fuego. Permanecían dormidos en el interior de las lámparas, esperando a que el señor Wang, o Suiren, el inventor del fuego, según se imaginaba Xiao, los despertaba al contacto con su palo divino.

Desde la ventana del salón, a Xiao le daba tiempo de ver el proceso cinco veces. Todas las tardes que podía repetía la misma operación. El señor Wang era tremendamente puntual en su oficio y Xiao ya le tenía medido el tiempo perfectamente.

Con el despertar del último dragón, Xiao se bajó de la silla y la volvió a colocar en su lugar, satisfecha.

—Xiao —escuchó a su espalda—. Mete unos cuantos leños en la chimenea y enciende el fuego. Vamos a cenar enseguida. Hoy nos vamos a acostar antes, que tenemos cosas que hacer bien temprano.

—Sí, mamá. Voy.

Y salió corriendo, como acostumbraba a hacer por la casa. Disponía de una energía inagotable. Aunque se había pasado el día correteando de un lado a otro, todavía reservaba fuerzas para alguna cabalgada más.

Xiao abrió una de las pequeñas leñeras contiguas a la chimenea. Extrajo un par de troncos como le había dicho su madre y los echó al hogar. También sacó un poco de yesca de la que tenían almacenada aparte y, con un mechero, la prendió. Una vez más los dragones vinieron a su mente. Le gustaba el fuego y no le daba miedo, aunque sí lo respetaba. Se acordaba del primer día que su madre le había permitido encenderlo. Había sido sólo hacía un par de meses. Ese día se sintió muy mayor por la responsabilidad que habían depositado en ella.

Cuando las primeras chispas agarraron y empezaron a chisporrotear, se separó un poco. Se imaginó con un palo largo, caminando por la calle como hacía el señor Wang, y encendiendo las chimeneas de sus vecinos.

<<Buenas noches, señor Niu, ¿quiere que le encienda la chimenea? Ohh, buenas noches dulce Xiao, claro, claro>>. Y así con muchos otros. Su imaginación no conocía límites. Los únicos momentos en los que su mente descansaba eran cuando corría. Le gustaba correr. Yendo deprisa a los sitios se llegaba antes, y a uno le daba tiempo de ver más cosas.

—¿Ya lo tienes, Xiao? —dijo su madre, que entraba y salía del salón con vasos, platos y demás enseres para la cena.

—Sí, mamá. Lo ha encendido el señor Wang desde la ventana. Ha metido un palo enorme y ha atinado con la yesca.

—Estupendo, hija. Bien por el señor Wang —respondió su madre, perdiéndose de nuevo por el pasillo.

La cena no transcurrió como de costumbre. Xiao se fijó en que sus padres parecían preocupados. Menos habladores de lo habitual. La niña les había preguntado un par de veces, pero ellos le habían contestado con evasivas. De hecho, acabada la cena, le habían mandado a la cama antes que de costumbre.

A la mañana siguiente, Li había ido a despertar a la pequeña también antes de lo habitual.

—Xiao, despierta —susurró Li, mientras le acariciaba el pelo.

Xiao volvió del mundo onírico, abrió un ojo y se incorporó un poco, dispuesta a prestar toda su atención a las palabras de su madre.

—Te vamos a dejar en casa de Jie. Nosotros tenemos algo que hacer esta mañana y no te puedes quedar sola. El señor Long, muy amablemente, te acompañará a la escuela junto con su nieta.

A Xiao la noticia le entusiasmó. Salió de entre las sábanas y se puso a dar brincos encima del colchón, como si llevara todo el día despierta. Le encantaba quedarse en casa de su amiga, aunque sólo fuera por breve tiempo. Tan contenta estaba, que ni siquiera se le había ocurrido preguntar a su madre por lo inusual de la situación. Daba igual, tenía la mente fija en una única idea.

La familia desayunó frugalmente y enseguida partió. La casa de Jie quedaba en la misma calle, un poco más arriba que la suya, así que no tardaron en llegar. Xiao empujaba la mano de su madre con fuerza, tratando de tirar de ella.

Cuando por fin dejaron a la pequeña en buenas manos, Li y Chen partieron hacia la plaza principal, donde se encontraba la pequeña sede administrativa que regía los asuntos propios de la aldea.

El pequeño gobierno de Qingkou estaba circunscrito al condado de Yuanyang, dentro de la prefectura autonómica de Honghe, en la provincia de Yunnan, una de las veintitrés provincias reconocidas por la República Popular China. Esas provincias, junto con las cuatro municipalidades, las cinco regiones autónomas y las dos regiones administrativas especiales, formaban los treinta y cuatro niveles provinciales en los que se estructuraba el vasto territorio del país. Un ingente aparato político liderado al completo por el Primer Ministro, máximo dirigente del Consejo de Estado.

Wen Guofeng no aspiraba a tanto. Se contentaba con liderar a los vecinos de su pequeño imperio, que rondaban la nimia cifra del medio millar. Prácticamente había visto nacer a todos los habitantes de la aldea, con los que compartía en numerosos casos parentesco. No en vano era uno de los más ancianos del lugar, y, a pesar de eso, seguía trabajando incansable y orgulloso de sus gentes. Por contra, el sentimiento era recíproco. Los habitantes de Qingkou siempre le miraban con admiración y devoción, por todos los años de servicio.

Pero en ese día no había tiempo para alabanzas. Wen Guofeng no traía buenas noticias. Noticias que, por otro lado, ya se habían filtrado y mantenían a todos preocupados. En cualquier caso, Wen había tenido la prudencia de convocar a esa reunión extraordinaria únicamente a los adultos, excluyendo tanto a ancianos como a niños. No quería sembrar el pánico sin motivo.

Cuando Li y Chen llegaron a la plaza, la mitad de los vecinos ya se encontraba allí. Chen contó a bulto más de doscientas personas y, de repente, se sintió abrumado. Un galimatías de turbantes blancos y negros, que adornaban la cabeza de los hombres, mezclándose entre sí y confundiendo su vista. Desde las alturas, la plaza se asemejaba a una inmensa partida de Go. Chen hacía mucho tiempo que no veía una concentración tan grande de gente.

Li le miró con cara de preocupación. La misma que reconoció en los rostros de sus convecinos. La cosa parecía seria. Aunque la aldea llevaba bastante tiempo sin corriente eléctrica, no era ese el motivo que les había traído allí. Qingkou estaba acostumbrado a los cortes de luz. Cuando no eran los monzones lo eran las precarias líneas de abastecimiento. O las sobrecargas, o cualquier otro motivo, por peregrino que pareciera. Raro era el mes en el que no sufrían uno o dos cortes de suministro. No, la razón de la inquietud era otra. Comentándolo con sus amigos, familiares y vecinos, habían oído rumores de que en Pekín, y otras tantas grandes ciudades, habían estallado revueltas. Por lo visto todo el país estaba igual y eso ya no era nada normal.

Chen no se llegaba a imaginar la situación de precariedad en la que tendrían que estar viviendo los ciudadanos de las ciudades. El campo distaba mucho de parecerse a una gran urbe, donde no se dependía tanto de la tecnología para subsistir.

—Hola, Chen. Hola, Li —dijo Hua, una de las vecinas de la pareja, nada más reconocerles.

—Hola, Hua —respondieron los dos al unísono.

—Venid, sentaos aquí conmigo, casualmente tengo dos sitios que os vendrán bien—. Complacidos, la pareja se sentó junto a su vecina, en el suelo, sobre una esterilla que habían desplegado previamente.

—¿Ha dicho algo ya Wen? —quiso saber Chen.

—No, aún no ha aparecido, es pronto. Todavía queda gente por venir —respondió Hua—. ¿Qué tal Xiao? ¿Sigue siendo tan jovial como de costumbre? —añadió la mujer, tratando de desviar la inquietante atmósfera de preocupación que sobrevolaba la plaza.

—Ni te imaginas, Hua —respondió enseguida Li. Y ambas se enfrascaron en una conversación que poco importaba a Chen. El hombre, por no levantarse de nuevo se quedó sentado, ajeno a la conversación de las dos vecinas y sin encontrar entre los presentes a su grupo de amigos. Aunque conocía a la mayoría de la aldea, no le apetecía compartir anécdotas con todos.

Pasaron unos minutos que se hicieron eternos. La plaza se fue llenando poco a poco hasta quedar desbordada por completo. Los rezagados tuvieron que tomar posiciones en las calles aledañas, confiando en que los que se encontraban más avanzados les fueran transmitiendo las noticias, puesto que poco podían ver y oír desde esa posición. Al cabo de un par de minutos más, Chen, emocionado e impaciente, por fin vio aparecer a Wen Guofeng por uno de los laterales de la plaza. Se alegró de que les hubiera parado Hua, desde su sitio se le veía perfectamente. Salía del edificio de la sede administrativa, con expresión seria. Chen tragó saliva. Li se calló a un gesto de su marido, que le había avisado de que ya iba a comenzar. Hua, al verla, la imitó también y cerró la boca. Toda la plaza era un hervidero de expectación y silencio.

El anciano, con la colaboración de dos de sus ayudantes, tomó posición en un atril improvisado con tablones de madera desvencijados, cerca del edificio del que había salido. Como su voz no era suficientemente potente tuvo que echar mano de su segundo al mando, un hombre mucho más joven que tendría la desafortunada labor de transmitir las malas noticias.

—Queridos amigos —comenzó diciendo el hombre, por boca de Wen Guofeng—. Siento ser yo el que os haya reunido hoy aquí para traeros malas nuevas, pero es mi obligación que las conozcáis por mí. Por vuestras caras de temor e incertidumbre deduzco que muchos de vosotros ya os habréis enterado, o creéis haberlo hecho. Sean mis palabras entonces la confirmación de tan aciagas noticias.

Chen era uno de los hombres a los que se refería Wen Guofeng. Las noticias de las revueltas habían surcado todo China más rápido que el viento y sin necesidad de utilizar ningún medio electrónico. Lo que Chen desconocía era la magnitud del problema y sus posibles repercusiones.

—Nos ha llegado un comunicado procedente del condado —proseguía a voz en alto el ayudante. Wen Guofeng le dio un papel enrollado al hombre que estaba hablando y éste a su vez lo alzó en la mano, para que todo el mundo pudiera verlo—. En él se nos informa que se ha decretado la ley marcial en todo el territorio nacional.

El hombre hizo una pausa aconsejado por Wen Guofeng. Una oleada de murmullos recorrió toda la plaza. Se iba extendiendo de dentro para fuera, como las ondas de agua tras el choque de una piedra. Cuando Wen Guofeng lo consideró oportuno levantó la mano y, casi al instante, la plaza enmudeció de nuevo.

—Como algunos de vosotros sabréis por la intermitente información a la que tenemos acceso, se han producido numerosas revueltas a lo largo del país y, dadas las excepcionales condiciones en las que nos encontramos y que son extensibles, por lo visto, a todos los rincones de China, nuestro querido Primer Ministro se ha visto en la obligación de anular el Consejo de Estado y otorgar plenos poderes a Sima Zhao, Jefe del Estado Mayor General del Ejército Popular de Liberación, con la esperanza de restituir el orden y la paz.

—Es horrible —dijo Li, mirando a su marido y a Hua, que mantenía la misma cara de asombro que ella.

Aunque ellos todavía eran bastante jóvenes y nunca habían vivido de cerca los estragos de una guerra, sí que habían sufrido sus efectos. Tan sólo habían pasado sesenta y siete años desde el final de la peor de las guerras a las que se podía enfrentar un ser humano: una guerra entre iguales, una Guerra Civil.

Entre los años 1927 y 1950, China estuvo dividida en un combate fraticida entre los simpatizantes del bando comunista y el de los nacionales. El enfrentamiento se saldó con innumerables bajas humanas. Tanto el abuelo de Li como el de Chen habían participado en la lucha, cada uno al frente de dos divisiones menores del Ejército Rojo, que posteriormente pasó a denominarse Ejército Popular de Liberación.

La mala fortuna quiso que, llegando ya al final de la guerra, en el período que los comunistas denominaron como la Guerra de Liberación, el abuelo de Li muriera. Corría el año 1949 cuando el KMT, el frente nacional, con las fuerzas ya muy mermadas y la moral casi vencida por completo, soltó uno de sus últimos zarpazos. Mucho se ha escrito sobre la reconquista por parte del bando comunista de Beiping, antiguamente denominada Beijing, o Pekín, como comúnmente se la conoce en el mundo occidental. Durante la guerra, la capital de China había pasado de Beijing, cuyo significado es <<Capital del Norte>>, a Nanjing o <<Capital del Sur>>. En enero de 1949, el Ejército de Campesinos del Norte y Noreste, una facción del Ejército Popular de Liberación, reconquistó Beiping, restituyendo su nombre y de nuevo la capital a su lugar original. Más de un millón de comunistas lucharon contra poco más de quinientos mil nacionales. La historia cuenta que no hubo tiros, y aunque es cierto que fue una batalla con muy pocas bajas, algunas lamentablemente sí se produjeron. Entre ellas, el abuelo materno de Li, que perdió la vida a causa del disparo certero de un francotirador.

El padre de Li nunca lo superó, tenía sólo cinco años cuando pasó, justo la misma edad que Xiao. En las charlas con su hija le contaba de qué manera ese hecho había marcado su vida. Cómo, siendo tan joven, no entendía el porqué de las guerras, ni de las muertes, ni por qué ya no podría volver a ver a su padre nunca más. Su madre, la abuela de Li, siempre le respondía con la misma frase, una frase que se le quedó grabada y que años más tarde transmitió a su propia hija: <<La vida es como un gran poema de versos sueltos. Solo con el devenir de los años va cobrando sentido>>.

Muchos años tardó Li en entenderlo. Tantos como dura una vida.

—Pues a mí me parece estupendo, el ejército sabrá poner las cosas en su sitio —dijo Hua, cuando hubo recuperado la compostura. Su vecina era bastante más joven que ellos y era muy probable que jamás hubiera visto ninguna situación parecida.

—¿Estupendo, dices? Ojalá tengas razón, Hua —contestó Chen, con la misma cara de preocupación que su mujer—. Pero mucho me temo que te equivocas. No mandarías a un lobo a eliminar de tu rebaño la oveja díscola.

Wen Guofeng no dio más explicaciones ni más comunicados. Fue ayudado de nuevo a entrar en la sede administrativa, dando por zanjada la reunión. Chen había estado todo el rato muy concentrado en los gestos del anciano. Había pronunciado su discurso, a través de su portavoz, con rostro reflexivo, serio y algo inquieto; hechos que apoyaban el argumento de Chen de que no era buena idea dar plenos poderes al ejército. Por muy complicada que se presentara la ocasión.

—Li —le dijo a su mujer—. Ten preparada ropa de viaje y comida. El resto de cosas de valor habrá que guardarlas, a buen recaudo.

Li le miró y asintió con la cabeza. Pensaba igual que él.

—¿Por lo que pueda pasar? —preguntó con voz temblorosa.

—Por lo que pueda pasar —respondió él.

***

Hacía calor a pesar del frío del exterior. Luz llevaba cerca de veinte minutos trabajando en el invernadero de su jardín. Se había quitado la chaqueta y se había quedado en manga corta. Pequeñas gotas de sudor resbalaban por su mejilla a ritmo constante, evidenciando el calor del recinto. De vez en cuando las secaba con su mano, llenándose toda la cara de polvo y tierra. No le importaba en absoluto. Disfrutaba cultivando la tierra por encima de todas las cosas. Cuidaba de las plantas como si de hijos se tratasen, y eso se notaba. Las berenjenas, lechugas, pimientos, puerros, tomates, patatas y espinacas, además de multitud de hierbas aromáticas, estaban creciendo lozanas, sanas y vigorosas; en respuesta al cariño que la mujer había depositado en ellas.

Siempre había tenido buena mano con las plantas. Existía una especie de simbiosis metafísica entre la naturaleza y ella. Por eso, entre otras razones, había decidido montar una tienda de productos ecológicos. Sentía que era su pequeño homenaje al mundo que le rodeaba. Le gustaba saber que los productos que vendía no habían sido manipulados por la industria alimenticia, que habían sido extraídos directamente de la Madre Tierra para ser compartidos con el resto de la humanidad. Como una cadena de tradición agrícola que se remontaba a tiempos inmemoriales, cuando el hombre estaba en perfecta sintonía con los animales y con las plantas, con la tierra y con el cielo, con el agua y con el fuego. En definitiva, cuando el hombre era consciente de su propio entorno natural.

Luz sentía que un poco de ese vínculo con la naturaleza se había perdido. Que la evolución, que el obsesivo y eterno caminar hacia delante de muchos, los había desconectado de sus raíces más profundas. Y no le gustaba la idea. Siempre había pensado que evolucionar no tenía por qué significar alcanzar un estado mejor. Toda evolución, con el tiempo, llevaba inexorablemente a la transformación completa de las especies o, en el peor de los casos, a su extinción; por lo que ni mucho menos era la panacea. Luz se fijaba mucho en el pasado. En la manera que tenían de hacer las cosas. Para ella, evolucionar era comprender. Aprender.

—Este parterre ya está —dijo en voz alta para que las plantas fueran conscientes del trabajo acabado—. Con esto es suficiente por hoy —continuó informando a su vegetal público, clavando el pequeño azadón que llevaba en la mano en el suelo—. Mañana más.

<<Mañana saco las patatas y puerros que ya parecen estar listos. Ahora a la ducha, a vestirme y a ver qué nos cuenta el alcalde>>, terminó pensando para sí.

A media tarde, aproximadamente en una hora, el alcalde había convocado a todos los vecinos de Moralzarzal a una asamblea extraordinaria en la plaza de toros. Parecía que el Ayuntamiento volvía a tomar las riendas de una situación que se le había escapado de las manos. Como había ocurrido en la inmensa mayoría del planeta.

Habían pasado dos semanas desde que se produjera La Desconexión. Dos semanas de caos e incertidumbre en los que, si bien no se había llegado a producir tumultos y revueltas de gravedad, si habían llevado al límite la paciencia y tolerancia de todos los vecinos. O se actuaba rápido o se perdería para siempre el control de la situación. Así lo había visto el alcalde, y así se lo habían transmitido las asociaciones de vecinos y comerciantes, entre las que se encontraba Luz.

Por eso le alegró de que, dos días atrás, se hubiera presentado un policía local en su puerta informándole que el domingo cinco de marzo, a las siete en punto, se iba a proceder a una asamblea vecinal en la plaza de toros para explicar lo que había pasado y qué se podía hacer.

El alcalde daba su paso. Por fin. Había mucho que hacer y había que hacerlo cuanto antes.

Luz estaba preocupada por la situación. Como tantos otros compañeros, había tenido que cerrar <<Tan natural como tú>>. No le cabía otra salida. Se estaba difundiendo muy rápidamente el rumor de que el dinero había dejado de tener valor. Ya nadie se fiaba de los euros y Luz no podía vivir del humo. Además, los robos y saqueos se estaban empezando a extender y ante esa perspectiva prefirió echar el cierre y centrarse en su casa. En aguantar el temporal hasta que pasara.

Había pasado dos semanas muy duras en las que la única válvula de escape era su huerto. El cultivo con el que tanto disfrutaba. Le resultaba relajante observar cómo las plantas permanecían ajenas al devenir de un mundo que se había vuelto loco, cómo crecían con ritmo monótono y constante a pesar del declive del hombre.

—¡Está helada! —exclamó Luz.

Estaba desnuda, con los pies dentro de un barreño de agua que había colocado en el plato de ducha. El agua era del tiempo, fría como el hielo. Desde hacía dos semanas ese era el tipo de higiene personal a la que se tenía que acostumbrar. Ya no se trataba únicamente de que no hubiera agua caliente. Simplemente no había agua corriente. No había electricidad que abasteciera a las centrales hidráulicas; y sin centrales, los grifos de las cocinas, las duchas y las mangueras no funcionaban.

Tras unas cuantas refriegas que le quitaron el sudor, el polvo y le produjeron algún que otro espasmo por el frío que la despertó más de lo que ya estaba, dio por finalizado el aseo. Sacó los pies del barreño con la piel completamente de gallina y tiritando por la temperatura. Cogió la toalla más mullida que encontró y se secó rápidamente. En la lejanía, empezó a escuchar lo que parecían unos tañidos de campana. Luz abrió la ventana del baño para escuchar con más claridad. Efectivamente se trataba de una campana repicando. Supuso que llamaba a la asamblea. Como se había hecho complicado establecer la hora exacta después de La Desconexión, el Ayuntamiento había tenido la idea de avisar de la hora concreta tal y como se hacía en las misas. Se vistió todo lo deprisa que pudo con unos pantalones vaqueros, una camiseta vieja y un jersey de punto y salió por la puerta.

Nada más salir de su casa empezó a ver más gente de la habitual por la calle. Todos iban en la misma dirección. Todos iban a la misma reunión. Nadie se quería perder lo que el alcalde tenía que decir.

Luz intercambió saludos con unos y con otros, pero no entabló ninguna conversación importante. El recorrido era muy breve y cada cual iba atento a sus propios pensamientos, hechizados con el musical sonido de fondo de la campana.

A los cinco minutos, tras haber apretado el paso, llegó a la plaza de toros. Un hombre, justo a la derecha de la entrada principal, tiraba de una cuerda anclada al badajo de una gran campana metálica. Supuso que la habrían traído de la iglesia. A esa distancia el estruendo era ensordecedor. Se tuvo que tapar los oídos para no quedarse sorda, aunque a aquel hombre no parecía importarle en absoluto el ruido.

Estaba disfrutando como un enano tirando de un lado a otro de la cuerda, haciendo chocar con fuerza las partes metálicas de su nuevo instrumento musical.

Luz dejó de distraerse con la campana y entró por la puerta principal. La plaza estaba abarrotada. Ni en los mejores días de las fiestas patronales se había conseguido un aforo semejante. Y todo a pesar de que los vecinos no tenían vehículos mecánicos con los que desplazarse, teniendo que hacer el recorrido a pie.

Se quedó anonadada al ver tanta gente. Era un espectáculo digno de verse. Al final, había llegado un poco más tarde de lo previsto y los mejores sitios ya estaban ocupados. Empezó a buscar uno de su agrado, pero se dio cuenta de que no le iba a resultar sencillo. Los tendidos estaban abarrotados y ya sólo se veían huecos en las últimas filas, arriba del todo. De repente oyó claramente su nombre. Entre el griterío general alguien estaba intentando llamar su atención. Giró la vista de un lado a otro hasta que encontró una mano agitándose compulsivamente al viento. Se trataba de su amiga Eva, la dueña de la churrería que estaba al lado de su tienda.

Luz sonrió. Era una casualidad absoluta que Eva la hubiera visto entre tanta gente y que hubiera decidido por cuenta propia reservarle sitio. Daba la casualidad, además, que estaba bastante cerca de la arena, en la parte baja del tendido cinco, con lo que la acústica sería inmejorable. Lo cierto es que Luz no sabía cómo haría el alcalde para hacerse escuchar a viva voz entre tanta gente.

Subió los escalones que daban acceso al tendido y se abrió paso hasta Eva, apartando a un par de niños revoltosos que trasteaban entre la gente.

—¿Qué tal, Luz? ¡Qué suerte que te he visto! Te he estado buscando durante un rato. Ven, que te he guardado este sitio para que podamos ver y oír al alcalde perfectamente.

—Caray, Eva. Muchas gracias, la verdad es que es un sitio magnífico —respondió Luz, sentándose al lado de su vecina de comercio.

—¿Qué expectación, verdad? —preguntó Eva, por dar conversación.

—La verdad es que sí —respondió Luz monótonamente. Lo cierto es que no tenía muchas ganas de charlar todavía. Estaba asombrada ante el bullicio general y quería pasar un momento a solas, escuchando sus propios pensamientos.

—A ver qué nos dice el alcalde. Yo estoy como un flan. Espero que nos dé buenas noticias porque no podemos seguir así. Yo tengo que volver a abrir la churrería cuanto antes. ¿Y tú qué? ¿Cómo llevas todo esto, Luz?

Por lo visto Eva no era de su misma opinión. Ella tenía ganas de hablar. De soltarlo todo, de desahogarse. Al final Luz no tuvo más remedio que adentrarse en una conversación insustancial con ella. Al fin y al cabo, le había conseguido un buen sitio y no era cuestión de ser maleducada.

Pasaron diez minutos hasta que, por fin, apareció al alcalde por la puerta grande. Entró con paso decidido, mirando de frente y al tendido. La plaza al completo se cayó de golpe. El efecto fue impresionante. Nueve mil personas centraron su atención en una única persona.

El alcalde se puso en medio de la arena, como un gladiador en el circo romano, dispuesto a parar todos los golpes. Con su pose resolutiva parecía querer cargarse sobre sus espaldas toda la responsabilidad por lo sucedido.

Luz se fijó en aquel hombre. Nunca había hablado directamente con él, pero sí sabía por Ángel, el carnicero y representante de la asociación de comerciantes, que era una persona comprensible, amable y cercana a sus ciudadanos.

La asociación, por medio de Ángel, se había entrevistado con el alcalde en numerosas ocasiones tras el incidente. Luz conocía los detalles que se le habían transmitido al alcalde. Lo que no conocía era la conclusión a la que había llegado el Ayuntamiento respecto al comercio local. Era la principal preocupación de Luz. De momento, se podía apañar sin los lujos de la vida moderna. Podía recoger el agua de la lluvia y del pozo para regar las plantas, asearse y beber. Podía vivir de su tierra con lo que cultivaba y tenía almacenado. Podía calentarse con el fuego de su chimenea en las crudas noches de invierno; y podía leer hasta la saciedad para distraerse. Tenía todas las necesidades básicas cubiertas pero había algo que le fallaba. Había puesto mucho empeño en crear de la nada <<Tan natural como tú>>. Era el proyecto de su vida y no estaba dispuesta a perderlo así como así.

—Ya va a empezar —dijo de repente Eva, con voz susurrante.

El alcalde alzó las manos y giró en redondo para que todos en la plaza le pudieran ver. Con el gesto consiguió acallar el murmullo general de fondo que se había vuelto a formar tras su entrada triunfal.

—Queridos vecinos —comenzó diciendo todo lo alto que pudo, para hacerse escuchar—. Todos somos conscientes de lo insólito de la situación en la que nos encontramos. Este incidente, esta anomalía eléctrica que nos ha afectado, ha convulsionado toda nuestra localidad. Pero no sólo nos afecta a nosotros. Nos han llegado noticias que dicen que Madrid también está afectado. Y por extensión, parece que más localidades del extrarradio están en la misma situación. Todavía no sabemos qué lo ha podido provocar, pero todo apunta a que ha podido ser a causa de una erupción solar o algo parecido. Al fenómeno lo llaman La Desconexión.

<<La Desconexión>>, pensó Luz. Era la primera vez que oía ese nombre. Habían bautizado al enemigo, en un intento de hacerlo más humano, en un intento de comprenderlo para poder luchar contra él.

—Quiero que sepáis que estamos trabajando desde el primer momento en la resolución del problema —continuó diciendo el alcalde. Hablaba con tono enérgico y decidido, tratando de inspirar confianza y liderazgo.

   Tanto Eva como Luz le estaban escuchando con atención. De hecho toda la plaza lo hacía. Como en los grandes tiempos de los oradores políticos, tenía a su pueblo completamente entregado. Ya no se trataba de pertenecer a un signo político u otro, se trataba simplemente de sobrevivir, y eso estaba por encima de cualquier ideal.

El alcalde fue caldeando el discurso. Abordó el tema de la seguridad. Explicó una serie de directrices y normativas orientadas a mantener el orden y la convivencia perdida tras los tumultos de los primeros días. La policía local y protección civil serían esenciales para ello.

Todos mantenían el silencio, escuchándole con atención y  guardándose las posibles conclusiones para el final.

Al cabo de un rato, el alcalde se centró en uno de los temas principales de su discurso. El futuro. El qué hacer. No había ninguna previsión de cuánto iba a durar el extraño fenómeno que había asolado a su comunidad, así que había que actuar. Sin dinero, la economía se paralizaba. Sin economía, no había trabajo. Sin trabajo, no había comercio, ni sanidad, ni educación, ni ocio. No había nada.

—Queridos vecinos. Todos habéis sufrido directamente el impacto que ha tenido esta Desconexión en vuestras respectivas economías familiares. Los bancos son incapaces de obtener los datos de las cuentas, se ha perdido la confianza en el dinero en general y no sabemos muy bien cómo atajar el problema. —Se escuchó un murmullo generalizado que el alcalde intentó aplacar para continuar con su discurso—. La economía y el comercio no se pueden parar. Eso es evidente. Sería algo completamente desastroso para todos. Por eso, hemos estado trabajando intensamente, buscando una salida que pueda satisfacer a la mayoría. Os doy las gracias por vuestra paciencia. Lo que este Ayuntamiento propone es instaurar un sistema de intercambio en comunidad para todos los servicios. Tanto los básicos como los genéricos. —El alcalde hizo una breve pausa, tratando de analizar las caras que ponían sus ciudadanos y así valorar el impacto de sus palabras. Tras unos breves segundos continuó—. Entre los servicios básicos se encuentra el abastecimiento de alimentos, la sanidad, la educación y los sistemas de calefacción. Todavía nos queda invierno por pasar y nos vamos a tener que proveer de leña para los hogares. Todo lo demás lo consideramos servicios generales. —El alcalde volvió a hacer una pausa. Sabía a ciencia cierta que la mayoría de los presentes no se estaría enterando de nada todavía. Era el momento clave de su discurso. Se jugaban el futuro.

Subió el tono para enfatizar sus palabras. Giró sobre sí mismo para que todos le pudieran ver de frente. Gesticuló, movió los brazos. Hizo todo lo posible para captar la atención de su público.

Lo importante era que su público entendiera lo que quería hacer. El sistema de intercambio en comunidad que pretendía instaurar era radicalmente distinto a un mercado tradicional. Se basaba en la ausencia de moneda física para las operaciones. En su lugar, lo que se ganaba y perdía con las distintas transacciones era tiempo. Todo el sistema en cuestión actuaba como un gran banco de tiempo en el que los vendedores lo ganaban vendiendo y los compradores lo perdían comprando. Para que el sistema funcionara, era obvio que los vendedores de un determinado producto, a su vez, fueran los compradores de otro, y así sucesivamente. De esta manera todos se beneficiarían del libre intercambio.

Esa era la idea que quería transmitir el alcalde y por la que había abogado durante esas dos semanas. La mejor solución posible teniendo en cuenta las circunstancias.

Sería la primera vez que se probaría algo parecido en Moralzarzal. Aunque no era un sistema pionero ni mucho menos. Multitud de comunidades ya utilizaban sistemas parecidos. El trueque, los sistemas de intercambio en comunidad y la moneda tiempo eran instrumentos económicos que se seguían utilizando en pleno siglo XXI, y eso a pesar del monopolio que ejercía el dinero en la economía global. Todos los sistemas fueron estudiados y meditados por el alcalde y el pleno. Y todos aportaron ideas.

—¡Por eso creo que es la mejor alternativa posible! —zanjó el alcalde dando por terminada la explicación.

Un gran revuelo se formó en la plaza. La onda sonora viajó de boca en boca como el siseo de una gran serpiente. Luz podía contar por cientos los rostros de estupor. El alcalde había explicado con todo lujo de detalles en qué consistía el sistema pero la gente todavía necesitaba tiempo para asimilarlo.

Luz no estaba sorprendida. Estaba satisfecha. Era la medida que había planteado la asociación y el Ayuntamiento la había aceptado con diligencia.

—Al final nos han hecho caso —dijo Eva con cierta sorpresa.

—No había más remedio —contestó Luz—. El dinero ha dejado de tener valor y de algo tenemos que vivir. No podemos pasarnos la vida encerrados en casa tirando de recursos propios. Nos moriríamos de hambre. Mientras dure esta Desconexión, como la ha llamado, me parece la única solución posible.

—¿Y qué pasa con los que trabajamos en Madrid? En una oficina. ¿Cómo vamos a seguir trabajando? ¡No nos ha explicado ese punto! ¿Vamos a dedicarnos ahora a plantar tomates?

Luz se giró y vio a la mujer que había interrumpido la conversación con su amiga. Era de mediana edad y estaba francamente contrariada. Era evidente que no había asimilado de buen grado las palabras del alcalde y al escuchar la conversación de Luz y Eva había saltado.

La mujer se quedó mirando a las amigas, buscando una respuesta. Luz se sonrojó. No esperaba tener que dar explicaciones de ningún tipo. Eso corría a cargo del alcalde.

—Señora, perdone, pero no creo que haya más trabajo en Madrid. Ya ha visto cómo están las cosas. ¿De verdad piensa que su oficina va a seguir funcionando? —respondió Luz, tratando de parecer comprensiva.

—¡Pues a mí eso no me vale! ¡Quiero una solución a mi problema! ¿Qué es eso de los intercambios y los bancos de tiempo? ¿Intercambiar el qué? ¡Yo quiero mis ahorros de toda la vida!

—¡Eso es señora! ¡Yo pienso igual! ¡No me he matado a trabajar para quedarme sin nada de la noche a la mañana!

—¡Ni yo!

Del estupor se pasó a la indignación y ésta se materializó en multitud de gritos de protesta. La plaza estaba dividida entre los que comprendían lo trágico de la situación actual y los que se obcecaban en mantener su vista en el pasado.

Luz estaba plenamente convencida de las palabras del alcalde. Creía que la única salida lógica para evitar el caos completo, el colapso de la civilización, era la gestión de los recursos esenciales por parte de autoridades competentes. En el caso particular del pueblo, veía lógico que fuera el propio Ayuntamiento quien tomara las riendas de la situación. No había otra salida. Si la gente no lo aceptaba, podían llegar a tener un problema.

El alcalde miraba pacientemente el griterío que se había formado. Esperaba una reacción semejante tras sus palabras. Moralzarzal contaba con cerca de diez mil habitantes censados y, evidentemente, no pretendía que todos los que estaban hoy presentes aceptaran sin luchar la propuesta que acababa de hacer.

—Amigos, por favor —dijo tras unos breves instantes. Ya había dejado pasar suficiente tiempo para que sus conciudadanos asimilaran las nuevas noticias—. Mantengamos el orden por favor —decía, a la vez que elevaba las manos, tratando que el pueblo entero le volviera a escuchar. Tardó un par de minutos en volver a tener la atención de todos. Se preparaba para el final de su discurso y no quería que nadie se lo perdiera—. Gracias. —Hizo una pequeña pausa y puso cara de solemnidad—. Lo que le ha pasado al mundo no tiene comparación con ningún evento que se recuerde en la historia. Se ha producido un hecho insólito que sólo puede ser respuesta de Dios, o de alguna fuerza que no podemos llegar a comprender. El mundo nos ha puesto a prueba, y debemos superarla con valentía y arrojo. Le tenemos que demostrar de qué pasta está hecho el ser humano. Es un esfuerzo que requiere la ayuda de todos y cada uno de vosotros. No podemos salir airosos de esto solos. No sabemos cuánto va a durar esta situación, pero debemos ser fuertes y sobreponernos a las dificultades. Es verdad que lo que os pido hoy aquí es insólito. Nunca nos hubiéramos planteado algo así de no ser por la magnitud de los acontecimientos. Soluciones drásticas para momentos drásticos. Pero quiero que sepáis una cosa. Nuestro pueblo surgió por la unión de otros dos pueblos vecinos, Fuente del Moral y Zarzal. Esta unión data de mediados del siglo XIV. Aquellos hombres de la Edad Media comprendieron que para forjar un futuro, lo mejor era hermanarse. Unirse ante las desavenencias. Hoy el destino nos pide mucho más de lo que les pidió a aquellos hombres. ¿Cómo queréis salir de aquí? ¿Cómo queréis que sea nuestro futuro? Moralzarzal existe hace más de setecientos años, y yo pretendo que dure muchos, muchos años más. Y para eso os necesito. ¡A todos!

La plaza al unísono volvió a estallar en gritos. Pero esta vez se trataba de gritos de emoción. El alcalde había sabido llegar hasta los corazones de sus ciudadanos, aunque no de todos, sí de una amplia mayoría. Había sabido tocar la tecla de la emoción. Al ver a su gente con caras radiantes se sintió satisfecho. Había sabido medir los tiempos y ponerle sentimiento a su discurso. La semilla estaba sembrada.

Una lágrima cayó por su mejilla. Emocionado, salió del recinto con paso lento, llenándose con la algarabía de su público entregado. El gladiador había vencido al César. Había vencido la primera batalla contra La Desconexión.

***

Aproximadamente veintisiete mil años luz separaban a Franz  del diminuto punto de luz que brillaba en el cielo. Veintisiete mil años luz de distancia. Una cifra inconmensurable. Los hechos que acontecen en el cielo no nos cuentan el presente, nos cuentan lo que ha pasado hace mucho tiempo. Incluso el Sol, nuestra propia estrella, viaja con retraso. Ocho minutos separan su luz de lo que le acontece. Extravagancias de la relatividad.

Desde la ventana de la sala uno del Centro de Satélites, Franz no podía quitarle los ojos de encima a ese minúsculo punto de luz. El centro de la Vía Láctea, de la galaxia que nos había dado la vida, había explotado, y miles de años después, nosotros nos habíamos enterado. Se había encendido un pequeño interruptor y como contrapartida se habían apagado todos los demás. Así de fácil y así de simple. La realidad era a veces demasiado elocuente.

Sin poder dejar de mirar a la pequeña recién estrella, Franz tuvo la certeza de que la teoría de Jessica era la correcta. Aunque se dio cuenta de que la mujer no había entrado en detalles, simplemente se había limitado a mostrarles el hecho físico de su aseveración. Franz se sintió un poco idiota. Se había dejado llevar por el romanticismo del cielo. Por las estrellas y los mundos desconocidos. Pero tenía que prestar atención al suyo. A la Tierra que se desangraba poco a poco. Tenía que volver al mundo práctico y escuchar de boca de la mujer lo que podría haber desencadenado la explosión del centro de la Vía Láctea.

Pidió con calma a todos que de nuevo tomaran asiento y permitió que Jessica siguiera con su explicación.

—Es evidente que sabes captar la atención de tu público, Jessica. Tu singular descubrimiento es tremendamente convincente, pero dinos, ¿podrías explicarnos mejor que eso del haz de interferencia? ¿Qué tipo de onda lo podría provocar? —preguntó.

Las mejillas de Jessica volvieron a reaccionar al cumplido de su jefe. No estaba acostumbrada a ser el centro de atención y se sintió incómoda.

—Para empezar —dijo con voz débil y trémula—, no se trataría de una sola onda sino de un conjunto de ellas.

—¿Muchas, dices? —preguntó de nuevo Franz, acompañando la pregunta con una sonrisa. Se había dado cuenta de su nerviosismo y quería alentarla. Además, sabía de sobra de sus aptitudes y de lo que era capaz. Por eso había insistido tanto en que viniera.

—Sí, muchas —continuó Jessica, cogiendo confianza de nuevo—. ¡Diablos! Es complicado de explicar.

—Inténtalo, Jessica, haznos el favor —insistió Franz. Tenía la esperanza de que sus palabras encajaran con los hechos que acaba de presenciar.

—Pues bien. Como sabéis, el espectro electromagnético abarca un sinfín de ondas. Las ondas se catalogan por su longitud, amplitud y frecuencia. Las ondas con longitudes más largas, y que a su vez tienen menos frecuencia, son menos energéticas que las que tienen longitudes más cortas y frecuencias mayores. ¿Me seguís? —Jessica observó rápidamente cómo los asistentes asentían con la cabeza. No estaba muy segura de si lo hacían por educación o porque realmente se habían enterado de su explicación. En cualquier caso, continuó con su razonamiento—. Sé que es complicado de entender pero tratad de visionarlo de la siguiente manera. Tenemos las siguientes ondas ordenadas de menor a mayor energía: las ondas de radio, las microondas, los infrarrojos, las luz visible, la ultravioleta, los rayos X y, finalmente, los rayos gamma, que son los más energéticos de todos.

Jessica hizo otra pausa y miró directamente a Franz. Éste, mediante un gesto de cabeza, la invitó a continuar.

—Si me seguís, continuo. Imaginad ahora que ese espectro, que ese conjunto de ondas, lo convertimos en números del uno al infinito. Por ejemplo, a las ondas de radio les asignamos el uno, a las microondas el dos, a los infrarrojos el tres, y así sucesivamente. Lo que tendríamos entonces resulta más fácil de comprender. Nuestro espectro se ha convertido en una serie de números positivos. Uno, dos, tres, cuatro… Quedaos sólo con eso. Cuanto más alto sea el número, más alta será su energía. Pues bien, una onda de interferencia destructiva no es más que una onda desfasada con otra de iguales características en cuya interacción, o sea, al unirse o sumarse la una con la otra, anulan mutuamente sus efectos. Digamos que, en nuestro ejemplo numérico, sería sumar dos y menos dos. El resultado sería cero. Ambas ondas quedarían sin efecto mientras coexistieran. Eso es lo que creo que está pasando. Que nos está atravesando un haz de interferencia de —Jessica hizo el gesto de las comillas con los dedos— números negativos que anulan los efectos de cierta parte de nuestro espectro electromagnético.

De nuevo reinó el silencio. Jessica había tratado de explicar su idea de la manera más gráfica y simple posible. Sabía que en la sala había mucha gente no científica a la que le iba a costar entender esos conceptos. Paseó la vista de uno a otro tratando de identificar las reacciones. Las había para todos los gustos, aunque sólo Franz parecía estar satisfecho.

—Gracias, Jessica. Tu hipótesis resulta muy convincente, y además viene refrendada con un hecho indiscutible —dijo, señalando de nuevo por la ventana—. Lo cierto es que cada vez que lo pienso más sentido le veo. Un haz de interferencia que inhabilita parte de la banda electromagnética. Pues claro. ¿Cómo no se me había ocurrido? —Franz se puso de pie, al igual que Jessica, y comenzó a pasear de un lado a otro. Parecía como si se hubiera olvidado por completo que estaba rodeado de gente—. Evidentemente la fuente tiene que emitir en la banda de baja frecuencia porque si no, habría inhibido todo el espectro y literalmente no veríamos nada.

Jessica no sabía si lo que acababa de decir el director era una pregunta dirigida a ella o el propio hilo de su razonamiento. Franz no paraba de dar vueltas, con la cabeza gacha y sin mirar a nadie en concreto. Al cabo de un momento levantó la cabeza y clavó sus ojos en los de la mujer.

—¿No crees? —preguntó.

<<Entonces era una pregunta>>, pensó Jessica.

—Eh… Sí, claro. Así debe ser —acertó a contestar apresuradamente.

—Entonces —interrumpió Pascal poniéndose a su vez también de pie—, si he entendido bien lo que dices, una vez que nos pase ese maldito chorro de energía dejaríamos de sufrir los efectos. ¡Ya no habría menos dos!

—Técnicamente así es —respondió Jessica.

—Pero, ¡eso sería estupendo! ¡De ser así, en poco tiempo podríamos de nuevo volver a la normalidad! —exclamó Pascal. Se había unido al corro de los paseantes en la reunión. Hacía aspavientos con las manos, celebrando no se sabía bien el qué. Se le había pasado el enfado.

—Tranquilo, Pascal —respondió Franz, tratando de calmar a su impetuoso subdirector.

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