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CAPÍTULO QUINTO

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—¡Ojalá! señor Bergeron —añadió Jessica. No quería que sus palabras fueran interpretadas como muestra de júbilo. Todo lo contrario, creía que la cosa pintaba más bien mal—. Que nos esté atravesando un haz no implica que deje de hacerlo en un periodo breve de tiempo. La anomalía podría durar desde un par de días hasta miles de años, todo depende de la magnitud del efecto que la haya provocado. Si desgraciadamente estoy en lo cierto y La Desconexión es consecuencia de la supernova del centro de nuestra galaxia… —Jessica no pudo acabar la frase. La conclusión se le hizo tan evidente y desgarradora que prefirió guardarse las palabras para ella. Aún así todo el mundo entendió que el futuro no pintaba demasiado bien.

Franz fue a intervenir, pero Jessica siguió hablando. Se había acercado de nuevo a la ventana y parecía hablar con ella misma, aunque en voz alta, sin prestar atención al resto.

—Quizá esto no sea más que el comienzo. Quizá el Universo esté calentando motores y tras este primer envite venga otro mucho más devastador. Allí fuera hay fuerzas que se escapan a nuestra limitada y sesgada visión del mundo.

La conversación había derivado a conjeturas del fin del mundo. Todos empezaron a cuchichear y murmurar. Franz notó que el control se le podía escapar de las manos y no estaba dispuesto a perderlo.

—Por favor, Jessica —se adelantó a zanjar—. Está bien. No nos aventuremos más allá de tu hipótesis. Cada efecto con su causa. Ahora debemos poner en claro lo que has puesto sobre la mesa para tratar de revertir sus síntomas, si es que somos capaces de hacerlo.

Antes esas palabras Jessica volvió en sí. Franz tenía razón, se había dejado llevar por la imaginación y el pesimismo. Ya era bastante dura la situación actual como para conjeturar un final peor. Con toda la fuerza de voluntad de la que fue capaz tomó asiento, ordenando a sus piernas, para variar, que se quedaran muy quietas.

Entonces Franz continuó hablando de forma tranquila y serena. Como si por fin se le empezaran a aclarar las ideas.

—Debemos informar a nuestros superiores cuanto antes para ponerlos en antecedentes. No sabemos lo que saben. Quizá estén igual de perdidos que nosotros. —Se paró justo en frente de la mujer y la miró directamente a los ojos. Jessica agachó la cabeza, desviando su mirada. Franz ni se percató. Cada vez estaba más absorto en sus propios pensamientos—. De tu explicación se deduce otro hecho importante. Si es cierto que sufrimos interferencias en la banda de baja frecuencia, puede que las otras bandas estén intactas. Al fin y al cabo nos sigue llegando la luz del Sol, incluso de tu presunta supernova, ¿no? En todo juego se debe contemplar la posibilidad de ganar, y la naturaleza al fin y al cabo, es el gran tablero en el todos jugamos. Si pudiéramos utilizar este hecho para volver a conectarnos con el mundo...

—¿En qué está pensando, señor Holmberg? —preguntó Joseph, ansioso por participar en la conversación. Siempre estaba en tensión, mirando a través de sus grandes ojos curiosos, como de cervatillo asustado. Junto con Carlo y Jessica formaba el grupo de las nuevas promesas. Era ingeniero en telecomunicaciones, trabajaba en la división de operaciones, bajo las órdenes de Patrick.

—Eh… —respondió sobresaltado Franz. La pregunta le había pillado desprevenido. Por un momento se había abstraído tanto de la reunión que no se acordaba que estaba acompañado—. En nada en concreto —continuó—. Sólo estaba conjeturando. ¿Qué sabemos? Sabemos que todo aparato eléctrico ha dejado de funcionar. Eso descarta de un plumazo toda comunicación terrestre y cualquier posibilidad de conexión con nuestros satélites, que por la misma razón también habrán dejado de funcionar. Por otro lado, tampoco tenemos comunicación por radiofrecuencia. El teniente general Mora me ha estado informando que las antenas han dejado de recibir en esa banda y que no tiene forma de coordinar los trabajos de sus hombres. Todos estos hechos concuerdan con la explicación que acaba de dar Jessica. Debemos seguir avanzando en el espectro y probar con otro tipo de ondas y con otro tipo de medios. ¿Qué hay de un EME en alta frecuencia? —preguntó Franz.

—¿EME? —le preguntó Javier en voz baja a Umberto, su jefe. No quería preguntarlo en alto para no parecer un inculto, además de que todavía seguía avergonzado de la reprimenda de antes.

—Un EME es una comunicación Tierra-Luna-Tierra. Earth-Moon-Earth por sus siglas en inglés. Es una práctica muy común entre los radioaficionados —le respondió Umberto, igualmente en voz baja.

—¿Un EME en la banda de alta frecuencia? Me temo que no funcionaría, señor —contestó de inmediato Joseph. Se sentía incómodo contradiciendo a su jefe, pero consideró que, dadas las circunstancias, era lo mejor que podía hacer—. Para esas frecuencias resultaría imposible. La onda no rebotaría en la Luna, la atravesaría sin percatarse siquiera de su existencia. La comunicación EME sólo es factible en la banda de radio. Y visto lo visto…

Franz escuchó con detenimiento el razonamiento del muchacho. Tenía razón, era una solución improvisada que era evidente que había que pulir.

—¿Y si el rayo lo apuntamos al retrorreflector láser del Apolo 11? —preguntó Enric. Había oído hablar del experimento una vez, y se alegró de poder aportar el dato. De pronto se sintió exultante.

—Imposible, ¿cómo ibas a hacerlo? ¿Sin medios electrónicos? Sería como acertar con un rifle a la cabeza de un alfiler al otro lado del mundo con los ojos vendados y a la pata coja —contestó Umberto, su jefe.

La alegría de Enric se esfumó tan rápido como había venido.

—El problema no es que atravesemos la Luna o no podamos apuntar al retrorreflector —intervino de nuevo Jessica—. El problema es que dudo mucho que pudiéramos llegar siquiera a ella con cualquier tipo de señal.

Franz se giró para buscar el contacto visual de la mujer. Le estaba gustando que la gente estuviera participativa, aportando ideas, por estrambóticas que éstas resultaran, pero esa respuesta de Jessica ya no le gustaba tanto. Sonaba a definitiva.

—Explícate, por favor —inquirió.

—Pues verá, señor, antes de llegar a la Luna tendríamos que atravesar la ionosfera y ni me imagino en qué situación debe de estar aquello. La ionosfera nos protege de la mayoría de radiaciones solares y extrasolares. Digamos que es una especie de paraguas contra la lluvia. Estoy segura que la energía de esa onda de choque habrá incrementado exponencialmente sus efectos, ionizando ingentes cantidades de átomos y haciendo la capa mucho más gruesa de lo que ya es. La habrá convertido en una especie de jaula de Faraday para los que estamos en su interior. Evidentemente habría que comprobarlo, pero dudo mucho que fuéramos capaces de enviar una señal al exterior. Con toda probabilidad se daría de bruces contra la ionosfera.

—Pero… —intervino de nuevo Joseph, anticipándose a otras posibles respuestas —de tener razón en lo que dices, entonces... ¡ahí tendríamos la solución! ¡Pues claro!

—¿Cómo dices? —preguntó sobresaltada Jessica.

—La onda no se daría de bruces contra la ionosfera, Jessica. La onda rebotaría contra la ionosfera volviendo de nuevo a la Tierra —continuó—. Eso sí que podría funcionar. De hecho las propiedades de la ionosfera también se utilizan para las comunicaciones a larga distancia de un modo parecido a lo que apuntaba anteriormente el director. Lo único que, al igual que con los EME, se suelen utilizar frecuencias en la banda de radio, no en las de alta frecuencia.

—No me jodas, Joseph. ¿De verdad crees que hay posibilidades de que funcione eso? —preguntó atónito Patrick.

—Pudiera ser, lo único que no sé cómo íbamos a generar esa señal. Sin electricidad, el único emisor suficientemente potente que tenemos actualmente es el Sol —respondió.

—¡Pues explotemos una bomba! Ya puestos... —intervino de nuevo Patrick, levantando los brazos al aire. Le estaban resultando demasiado extravagantes las conclusiones a las que se estaba llegando.

—Lo de la bomba mejor lo dejamos para otra ocasión, Patrick —contestó Franz—. Prefiero trabajar con energías más estables. No te preocupes en cuanto a cómo generar la señal, Joseph. Hay maneras de hacerlo sin utilizar la electricidad. De hecho, tú mismo lo has dicho. El Sol es la clave. Su potencia es infinitamente más devastadora que la bomba que proponía Patrick, pero afortunadamente se encuentra suficientemente lejos de nuestra zona de confort como para trabajar tranquilos.

—¿Y cómo sugieres que concentremos su energía para tal fin? —volvió a preguntar Patrick, que continuaba escéptico.

—Eso, querido amigo, déjamelo a mí —respondió Franz del modo más pausado posible—. Creo que tengo la solución, aunque nos va a costar llegar hasta allí.

***

Roberto necesitó algo más de tres días para llevar a cabo su pequeño proyecto de reingeniería. Había trabajado sin descanso en el motor diesel de El Impostor durante toda la semana, hasta el viernes por la tarde, cuando ya creía tener listos los arreglos. Steven, y el resto de personal de máquinas, habían colaborado todo lo posible.

Para el resto de la tripulación, había sido una semana tediosa. Sin otra cosa que hacer que esperar a que todo se solucionara, el tiempo había pasado con demasiada lentitud. Además, los suministros se habían vuelto a racionar, por lo que los marineros tampoco encontraban consuelo en el entretiempo de las comidas. Nadie sabía lo que podía llegar a suceder y era mejor anticiparse ante las previsibles incidencias.

Al menos todavía no se había montado ningún motín. Diego había sabido aplacar los ánimos de la tripulación. En la última reunión de crisis, donde la situación parecía a punto de estallar, Diego se había sacado un as de la manga. Una carta marcada, pero que había sido suficiente para contentar al capitán y al resto de los tripulantes. Como les tenía que dar algo que justificara su empeño por llegar a Hong Kong, no se le ocurrió otra cosa que recurrir al más puro instinto animal de todo hombre: el dinero.

Les había contado que, oculto en uno de los contenedores del buque, transportaba una elevada cantidad de dólares en billetes sin marcar. Dólares legítimos que pretendía vender en el mercado de divisas de Hong Kong y por los que obtendría una elevada suma. <<En este caso, la rapidez es esencial>>, había dicho. Acto seguido se había enredado a propósito en una extensa explicación sobre cómo funcionaba el mercado de valores, hablando de traders y brokers, de comisiones y tipos de interés. La mayoría de los presentes, marineros con pocos estudios, no entendían nada, pero asistían obnubilados a las explicaciones del presidente de la compañía. Con todo y con eso, Diego les tuvo que hacer una última promesa para dejar por zanjada la cuestión: les prometió un porcentaje de las ganancias condicionado a su llegada a Hong Kong a tiempo.

Naturalmente no había ningún dinero, ni Diego pretendía cumplir ninguna promesa, pero había conseguido enmarañar suficientemente bien la situación como para no tener que preocuparse de momento de ningún pago. Una vez en Hong Kong ya tendría mecanismos para desacreditar sus palabras, o achacar al precio del dólar una caída en las ganancias y por consiguiente el pago de ninguna cantidad. En ese terreno era en el que se solía mover, y se le daba muy bien.

—Señor, esto ya está. Podemos probar cuando me diga —le dijo Roberto a Steven, el ingeniero de cargo al mando del personal de máquinas.

Steven sonrió y le dio unas cuantas palmadas en la espalda a su hombre. Había trabajado bien y la sensación era que su propuesta iba a funcionar. De los ocho cilindros del motor MAN Diesel, al final habían rellenado cuatro con una mezcla pobre de pólvora. Roberto dudaba en poner demasiada pólvora en sólo dos de ellos, que era su idea inicial. Con solo dos corría el riesgo de hacer estallar la cámara de combustión en lugar de impulsar el pistón hacia abajo, echando al traste todo el artilugio. Lo había debatido con su grupo y con el capitán y la solución que habían tomado pasaba por poner menos cantidad repartida en más cilindros. Al fin y al cabo, después de la detonación, igualmente iban a utilizar únicamente cuatro de los ocho.

—Espera que vaya a por el capitán y el señor Rojas. Cuando nos den el visto bueno, procederemos.

Steven salió del cuarto de máquinas. Subió las empinadas escaleras de acceso a la primera cubierta, la de los comedores, y atravesó el pasillo para seguir subiendo hasta el puente de mando. Iba a la carrera, deseoso de empezar cuanto antes con la prueba. Entró jadeando en el puente, donde se encontraban, además del capitán y Diego, el timonel, Richard y el sobrecargo, Enrique Martínez. No hacían nada en especial. Charlaban cuando Steven les interrumpió.

—Señor, el motor está a punto. Podemos empezar cuando diga.

—Gracias, señor Murphy —respondió el capitán—. ¿Vamos? —preguntó dirigiéndose a Diego y Richard.

Los dos asintieron y el grupo salió del puente, dejando únicamente allí al timonel, que se quedó con cara de preocupación. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Diego. Había llegado el momento. Si la prueba fracasaba moriría en ese barco. No tenía ninguna duda. Fue a poner un pie en la escalera y las piernas le temblaron. A punto estuvo de caerse rodando escaleras abajo. Se tuvo que agarrar con rapidez a la barandilla, aunque lo que le salvó fue el fuerte brazo de Richard.

—Tenga cuidado, señor Rojas. No se vaya a matar ahora que todo parece que se va a resolver —dijo con sorna.

Diego se zafó del brazo de Richard con rapidez, aunque no obstante le agradeció el gesto. Verdaderamente de no ser por él hubiera tropezado.

Al cabo de un rato los cinco llegaron a la sala de máquinas. La luz natural era completamente inexistente. La iluminaban unas lámparas improvisadas, confeccionadas con botes y trapos viejos, rociados de keroseno.

—Señor, ¿estamos listos? —preguntó Roberto nada más ver al capitán y a Diego entrar por la puerta.

El capitán asintió y Roberto cogió un pequeño trozo de madera que encendió con una de las lámparas. A su señal otros tres marineros hicieron exactamente lo mismo que él. Parecían salidos de una procesión de Semana Santa. Con las teas encendidas, cada uno tomó una posición enfrente de cada uno de los cilindros. La sincronización debía ser perfecta. Cualquier fallo en el encendido y el motor no tendría suficiente potencia para arrancar.

—A mi señal —dijo Roberto. Levantó la mano y contó hasta tres—. ¡Ahora! —gritó.

Los cuatro hombres encendieron las mechas que colgaban de la parte superior de los cilindros y se retiraron. El suspense duró menos de dos segundos. Una explosión sorda y sincronizada se escuchó dentro del motor. Salió un poco de humo, pero aparentemente no se produjo ninguna rotura extraña. Roberto se fijó enseguida en la válvula de vacío que había construido. El volante que había incorporado al cigüeñal del motor había comenzado a girar, impulsado por la energía descargada por la detonación. Si continuaba girando al cabo de pocos segundos significaría que lo habían logrado. Todos sus músculos estaban en tensión. No habría otra oportunidad. Los daños en el interior de los cilindros serían importantes.

—¡Funciona! —gritó el capitán.

Roberto no le prestó atención. Seguía hipnotizado, mirando el volante dando vueltas sin parar.

—No estoy seguro, hay que esperar un poco —se limitó a decir, sin apartar la vista del motor.

—¡Roberto, reacciona! ¡Que sí que funciona! —repitió Steven, zarandeándole levemente por la espalda—. ¿No escuchas el motor o qué?

El mecánico por fin reaccionó. Efectivamente los otros cuatro cilindros empezaron a producir su característico ronroneo. Las combustiones se sucedían a intervalos regulares. El artilugio estaba funcionando como había previsto y pronto se notó el empuje del motor sobre el barco.

Los asistentes se abrazaron. Daba igual la condición y el rango. Cada cual se giró y buscó a alguien con quien compartir el logro. Incluso Diego y Richard compartieron un pequeño instante de mutua felicidad.

—Roberto, ¿todo ok? ¿Está funcionando como debería? —preguntó el capitán tras breves instantes.

El mecánico inspeccionó el motor desde todos los ángulos. Se movía con rapidez y agilidad a pesar de la escasa luz. Se notaba que conocía a la perfección cada metro cuadrado de la sala.

—Todo parece marchar correctamente.

—¿Con qué potencia contamos? —volvió a preguntar el capitán.

—Tenemos operativa la mitad de la potencia nominal del motor. Pero le calculo un diez por ciento de pérdidas a lo poco. Además, tampoco contamos con el motor eléctrico de apoyo. Eso nos deja aproximadamente en un tercio de la potencia total.

—Lo que se traduce en otras tres semanas de navegación —concluyó el capitán—. Señor Martínez, ¿nos quedarían víveres suficientes para cuatro semanas contando con los imprevistos?

—Sí, señor. Con el sistema que hemos impuesto tenemos suficiente para esas cuatro semanas.

—Entonces —interrumpió Diego—, ¿rumbo a Hong Kong, capitán?

—Rumbo a Hong Kong, señor Rojas.

***

Dos días después de las preocupantes palabras de Wen Guofeng, Li tenía todos los preparativos listos. Sobre la cama de su habitación reposaban tres macutos repletos de enseres para un ocasional viaje, por lo que pudiera pasar.

Li repasó las mochilas, comprobando los cierres, los pesos y los bultos. Todo parecía correcto. Había sido bastante concienzuda respecto al equipaje. No quería tener que echar nada en falta si partían.

Partir. Todavía no se lo podía creer. Li alzó la vista y la paseó por toda la habitación. Se fijó en las paredes, salpicadas de cuadros familiares y de dibujos de Xiao. A la niña le gustaba pintar, sobre todo, motivos campestres, donde las ceras verdes y amarillas dominaban por encima del resto. Se fijó en su pequeña cómoda de madera, que tanto le gustaba y que resultaba realmente práctica. Se la había construido Chen. Había sido su regalo de cumpleaños, al poco tiempo de casarse. Después paseó la vista por la puerta, tras la cual asomaba el pasillo por el que siempre correteaba Xiao, con su particular trotar, haciendo crujir todas las maderas del suelo y delatando, sin lugar a dudas, su posición.

Li se emocionó. Ese era su hogar, su casa, su vida. Había nacido en Qingkou treinta y cuatro años atrás y jamás había salido de allí, sino para hacer breves gestiones a Yuanyang, o incluso más allá, a la prefectura de Honghe. Pero en contadas ocasiones y siempre volviendo a casa para dormir.

En el universo de Li no había cabida para el exilio. Confiaba en Chen y en su intuición. Su marido siempre había sido un hombre muy práctico. Era una de las cualidades que más admiraba. Cuando tocaba hacer una cosa la hacía, sin darle demasiadas vueltas ni sopesar cada minúsculo detalle, dejándose llevar por las circunstancias. Así les había ido bien en la vida. Una vida que, por otro lado, ella consideraba maravillosa.

El campo era todo su universo. Detestaba las ciudades. Ruido, gente por todos lados, contaminación y un largo etcétera de condimentos nada apetecibles. Estrés, estrés y más estrés. En cambio Qingkou era completamente distinto. La vida en el campo no era fácil, todo al contrario, resultaba tremendamente dura, pero proporcionaba un ingrediente que no se podía encontrar en el bullicio de la ciudad: la paz de espíritu. Qingkou era una porción de paraíso en la tierra. Un pedazo extraído de las montañas Kunlun, a miles de kilómetros hacia el oeste, donde residía Xiwangmu, la Reina Madre del Oeste, en un majestuoso palacio de jade.

Li adoraba a Xiwangmu. Era la divinidad que otorgaba la prosperidad, longevidad y felicidad eterna. Valores que la mujer tenía muy presentes en su día a día.

—Li, me marcho —dijo Chen, interrumpiendo los pensamientos de su mujer.

Li soltó una de las mochilas que todavía tenía agarrada con las manos y se giró para ver a su marido. La mochila golpeó a sus compañeras y las tres estuvieron a punto de caerse de la cama.

—Adiós, Chen. Vuelve derecho a casa en cuanto tengas noticias.

Su marido asintió y salió de la habitación. Había tardado dos días en que le diera audiencia Wen Guofeng. Tras el comunicado que había hecho en la plaza, muchos habían sido los vecinos que querían ampliar la información y confirmar los rumores que llegaban cada día desde las afueras. Con infinita paciencia, Wen Guofeng los había ido recibiendo uno a uno. Todos le consideraban un hombre sabio. El más sabio del pueblo. Un místico que escribía cuadros y pintaba palabras.

Sentado en las escaleras de acceso al edificio administrativo, Chen se abrochó su pequeña chaqueta y se ajustó sus pantalones abultados. Estaba un poco nervioso por lo que pudiera contarle el viejo. Todo su mundo se tambaleaba bajo sus pies y no estaba dispuesto a perderlo. Mientras pensaba en su mujer y en su pequeña Xiao, un hombre salió del edificio y le invitó amablemente a entrar.

La sede administrativa no era ni mucho menos un edificio lujoso. Construida con bambú, lodo y piedra, no difería de las demás construcciones de la aldea más que por una bandera que ondeaba en su exterior. Chen subió, acompañado del hombre que le había avisado, al segundo piso, donde se encontraba el despacho de Wen Guofeng.

El anciano estaba sentado en su silla, tras una mesa en la que no había más que dos papeles perfectamente alineados. Una ventana sin cristal, en la pared a su espalda, dejaba entrar a partes iguales tanto la luz como la suciedad del exterior. Diminutas partículas de polvo se volvían visibles al contacto con los rayos solares, simulando un cinturón de asteroides en miniatura que se precipitaban inexorablemente, en viaje lento y pausado, contra la mesa.

—Pasa, pasa, querido amigo. ¿Qué es lo que puedo hacer por ti? —pregunto de manera reverencial Wen Guofeng.

—Señor, gracias por recibirme —respondió Chen, tomando asiento a continuación, en la silla frente a la del anciano. El hombre se quedó paciente, con el rostro sereno, mirando directamente a los ojos de Chen y esperando contestación. Chen se incomodó un poco, él no estaba tan sereno—. Supongo que habré venido a lo mismo que el resto. Estoy preocupado por lo que pueda pasar.

Wen Guofeng escuchó con atención a Chen, manteniendo el gesto sereno y sin apartar la vista de los ojos de su interlocutor. Chen no pudo resistir esa mirada tan penetrante y desvió la cabeza, centrándose en los dos papeles que permanecían en la mesa. Los ojos del anciano acumulaban el peso de los años y las experiencias adquiridas. De color verde, todavía intensos a pesar de la edad, encerraban la sabiduría del pueblo.

Sin levantarse y con la misma postura, al final Wen Guofeng habló.

—¿Por qué te preocupas por el mundo si el mundo no se preocupa por ti?

A Chen la respuesta a modo de pregunta del anciano le sobresaltó. Aunque estaba acostumbrado a su manera despreocupada de hablar, se esperaba algo un poco más pragmático.

—Temo por mi familia, mi hija y mi mujer, Wen Guofeng —respondió Chen con una reverencia.

—No temas, Chen Fu. Erradica de tu mente esos sentimientos de dolor; pues si tratas de huir del temor, el temor te alcanzará, allá donde vayas, pues es más rápido que tú.

—¿Entonces, maestro? ¿Nos sentamos a esperar?

—No, Chen Fu. Esperar o moverse es lo mismo. Todo depende del ángulo desde el que se mire. Nadie sabe lo que va a pasar, estando aquí o allí. Por eso es importante estar en paz y aceptar las cosas según vengan.

—Wen Guofeng, pero si viene el ejército quizá…

—Quizá es la duda, y tú dudas si quedarte aquí o marchar. Es normal Chen Fu. Vivir o morir. Todo o nada. La eterna dualidad del Yin y el Yang. Nada te puedo decir que reconforte tu alma salvo que busques tu propio camino y te cuides de no encontrar tu destino allá donde tus pasos te lleven.

Chen entendió, después de las últimas palabras de Wen Guofeng, que era el momento de dejar al viejo. Nada más le diría y no quería importunarle más. Le hizo otra reverencia al anciano y se levantó muy despacio. Wen Guofeng le correspondió del mismo modo y con una leve sonrisa le despidió del despacho.

De camino a casa Chen fue pensando en lo que le había dicho el viejo. No le había aclarado ningún asunto práctico, pero sí había conseguido sembrar la paz en su espíritu atormentado. Desde que hablara en la plaza pública, dos días atrás, Chen no había hecho otra cosa que cábalas sobre sus opciones y sobre lo que implicaba que un ejército, con plenos poderes, se personara en la aldea. Con acceso a las cosechas y a los campos de arroz, les podría resultar muy sencillo arrebatarles por la fuerza bruta todo por lo que habían luchado.

O quizá fuera al contrario y vinieran realmente a ayudar, a restablecer efectivamente el orden. O que ni siquiera vinieran a una aldea tan recóndita. Ese era el tormento de Chen. Optar por quedarse o por huir. Esperar o marchar. Él ya había tomado su decisión hacía tiempo, pero tenía miedo de estar equivocado. Por eso había ido a hablar con el viejo. Para que le tranquilizara y dijera que había tomado la decisión adecuada. Pero Wen Guofeng no le había dicho lo que quería oír, o, por lo menos, no como quería oírlo. Lo cierto es que no había una decisión correcta y una incorrecta. Únicamente había una decisión posible, que a la vez podía manifestarse en los dos sentidos. El camino, por tanto, estaba tomado, incluso antes siquiera de dar el primer paso.

Satisfecho con su razonamiento Chen llegó a su calle sin haberse dado cuenta de que había dado un pequeño rodeo desde la plaza. En lugar de optar por ir todo recto desde la plaza había ido serpenteando entre los caminos de la aldea al hilo de sus pensamientos. A los pocos metros de su casa, vio a Xin, el profesor de Xiao, bajando la calle a toda prisa, visiblemente asustado. Al ver a Chen, corrió más deprisa y se paró a su altura.

—Chen, ya… ya... —intentó decir jadeando por el esfuerzo.

—¿Qué sucede, Xin? Tranquilo, ¿por qué corres?

Xin se apoyó en sus rodillas para recuperar el fuelle.

—Ya están aquí —dijo al fin.

—¿Ya están aquí? ¿Quienes? —preguntó Chen, intuyendo una respuesta que no quería escuchar.

—Los… los soldados. Los soldados ya han llegado a Qingkou.

***

La mañana amaneció lluviosa. Millones de gotas de lluvia salpicaban la ciudad, creando pequeños riachuelos entre las calles. Muchos de los coches que habían sido abandonados a su suerte, se empezaron a calar, convirtiéndose en improvisadas piscinas para desgracia de sus antiguos dueños.

Jack miraba por la ventana, con cara de resignación, el siempre maravilloso fenómeno meteorológico. Como había planeado la noche anterior, se había levantado temprano. Casi con los primeros rayos del alba. Y estaba listo para partir. Pero al ver la lluvia caer tuvo la tentación de descartar su pequeña aventura. Desde la ventana miraba de vez en cuando al cielo, con la intención de ver algún resquicio de sol entre las nubes. Nada. Cada centímetro cuadrado estaba ocupado por antipáticas nubes grises.

<<Es igual>>, pensó. <<Con un poco de suerte, gracias a la lluvia, me encontraré menos gente por la calle>>.

Cogió un chubasquero y bajó con su bicicleta plegable hasta la calle, por las escaleras del edificio de seis plantas.

Resultó ser una tormenta curiosa. Las nubes descargaban abundante agua, pero no se escuchaba ni un maldito trueno ni se veían relámpagos. Nada. Sólo agua caer. Estaba visto que La Desconexión no sólo había afectado al hombre. La Naturaleza también había perdido algo en el camino.

Jack se encogió de hombros. Se ajustó el chubasquero, abrió su bicicleta y se encaminó calle arriba hacia el barrio de Chelsea.

Había decidido subir por Hudson Street, que a la altura de Abingdon Square Park se convertía en la 8th Street,  para así remontar la calle hasta su cruce con la West 28th Street, donde residían Julia y Sam. De esa manera no tendría que callejear mucho y tendría una visión más despejada de todo lo que se fuera encontrando a su alrededor. Pero la lluvia le impedía ver con claridad. Además, multitud de vehículos parados en la calzada, inmóviles, a la espera de una nueva chispa de vida, le hacían aminorar aún más el ritmo.

El espectáculo de la ciudad era desolador. Como había vaticinado, no había nadie por la calle. El mundo era de su exclusividad. De no ser porque en algunas ventanas conseguía distinguir a algún que otro curioso que se asomaba para ver quién era el loco que montaba en bicicleta bajo la lluvia, hubiera pensado que era el único habitante sobre la tierra.

La sensación de soledad, lejos de producirle malestar, le relajó. Cogió más velocidad y se abandonó al placer del pedaleo, como si fuera un fin de semana cualquiera y estuviera disfrutando alegremente de un bonito paseo. Lo necesitaba. Desconectar un poco del infierno en el que se había convertido el mundo. La lluvia seguía cayendo con fuerza, pero no le importaba. Era libre.

Tanto se había relajado que no vio venir el golpe. De repente, algo impactó contra su bicicleta y le tiró al suelo. Rodó unos cuantos de metros por el asfalto y fue a parar en medio de un charco. Se levantó enseguida, aunque el golpe le había causado bastante dolor. Nervioso, miró de un lado a otro. Vio su bicicleta un poco más adelante, debajo de un Dogde Caliber rojo, pero no era exactamente eso lo que buscaba. Tras unos segundos más de observación por fin encontró el motivo de su caída. Un hombre estaba en el suelo, rascándose la cabeza, de espaldas a Jack, con visibles signos de haber sido atropellado. Llevaba un abrigo oscuro y andrajoso, por lo que Jack pensó enseguida que se trataría de un vagabundo. Respiró un poco más tranquilo, el golpe le había hecho pensar en las guerrillas y en la posibilidad de que se hubiera topado con ellas. Este hombre no parecía pertenecer a ninguna. Desde La Desconexión, la ciudad se había plagado de nuevos vagabundos. Gente que deambulaba por las calles buscando algo que llevarse a la boca. La mayoría de supermercados ya habían sido asaltados y no era fácil conseguir nuevos alimentos.

Jack se llevó la mano al costado y encaminó sus pasos hacia el desconocido. Ambos se habían llevado un buen golpe. Supuso que el vagabundo también estaría asustado así que se acercó con cautela.

—¿Está bien? —preguntó.

Nada más percatarse de la presencia de Jack, el hombre se incorporó y huyó a toda prisa por una de las calles perpendiculares a la octava sin siquiera girarse para ver quién le había preguntado. Una lata de judías se le cayó del abrigo, pero, o no se percató de ello, o no quiso volver a recogerla. Jack le gritó avisándole, aunque ya era tarde. Parecía muy asustado.

Era increíble cómo se había llegado a esa situación en tan poco tiempo. Jack recogió la lata y la miró. Reconoció enseguida el envase. Era una lata de judías rojas Blue Runner. La ironía de la marca con la situación del vagabundo huyendo le hizo sonreír, aunque sin gracia. ¿Cuántas de esas latas se habría comido él mismo? Ya no era nada sencillo encontrar alimentos frescos y Jack tenía que recurrir, como la mayoría, a los alimentos envasados y almacenados en casa. Pero, tarde o temprano, esas latas también acabarían por terminarse. Ese pensamiento reforzó sus ganas de salir de aquel sitio. De abandonar Manhattan y buscar otro lugar donde las cosas no fueran tan mal.

Dejó la lata en el suelo con cierta ceremonia, en el lugar donde se le había caído al vagabundo, y fue a recoger su bicicleta. Había amainado un poco la lluvia, aunque ya daba un poco igual. Aparte de haber dado con sus huesos en un charco, con la caída se le había abierto el chubasquero y se había acabado de mojar completamente. Recordó el día que había empezado todo, ese día sí que había acabado calado saltando al East River. Se estaba empezando a acostumbrar a esa sensación.

Recogió la bicicleta y volvió a ponerse en marcha. El dolor fue remitiendo poco a poco. Aunque, en lo que restaba de camino, prestó más atención a la carretera.

***

Cerca de cincuenta hombres, con uniforme verde y gorra a juego sobre la que destacaba una enorme estrella roja, irrumpieron en la plaza de la aldea. Si ya el aspecto regio unido a su vestimenta homogénea evidenciaba su procedencia, los fusiles en las manos terminaban por confirmar que se trataba de los soldados del ejército rojo.

Rápidamente, a las órdenes de los oficiales, los hombres se fueron desplegando por los aledaños, tomando el control de todo lo que caía a su alcance. Entraron en la sede administrativa y en todas y cada una de las casas que se iban encontrando a su paso, sacando de malos modales a los inquilinos que se afanaban en resguardarse en el interior.

Tanto a Xin como a Chen no les había dado tiempo a presenciar el desembarco. Había corrido tan rápido a casa de este último, que se estaban perdiendo los detalles de la toma de posesión de la aldea. Tan seguro estaba el maestro de que no iba a ser pacífica, que en pocos segundos había convencido a Chen para salir lo más rápido de allí.

—¡Vamos, Chen! —gritó con urgencia el maestro—. Tenemos que irnos de aquí cuanto antes.

Chen estaba asustado y no reaccionaba con claridad. Hacía pocos minutos que había estado en la plaza, con Wen Guofeng, y no se explicaba cómo no había visto aparecer a los soldados. El destino había querido que diera un rodeo y que fuera el maestro quien le alertara. De no haber sido por él, hubiera llegado tranquilamente a su casa y no se habría dado cuenta de nada hasta que ya hubiera sido tarde.

Los dos hombres entraron con prisas en la casa. Li, que estaba en la cocina, se sobresaltó al verles.

—¿Qué sucede? —preguntó, al tiempo que la respuesta vino fulminantemente a su mente.

Sin darle tiempo a su marido o al profesor a responder se giró y fue en busca de su pequeña.

—¡Xiao! ¡Pequeña, nos vamos!

La niña estaba en el salón, jugando con la muñeca de trapo que le había regalado Jie la tarde que le había llevado la tarta de chocolate. La había bautizado con el nombre de Xu y era toda una princesa guerrera. Xiao había imaginado un sinfín de escenarios en los que Xu había demostrado su valía. Le encantaba esa muñeca. Era su preferida.

—¡Rápido, Xiao! —volvió a decir su madre en cuanto la vio. La niña no se había percatado del primer aviso y continuaba en el suelo, ensimismada en sus propios juegos.

Li la cogió de un brazo, tiró de ella y la elevó hasta su regazo. Xiao se dio un susto tremendo al tiempo que profirió un grito, tirando la muñeca al suelo.

—¡Xu!

Chen que había tardado un par de segundos en reaccionar ante la estampida de su mujer, corrió tras ella.

—¿Está todo listo, Li? —preguntó, con los ojos desencajados, mirando a todos lados.

—Sí, las mochilas están sobre la cama. Voy por ellas, vete a la cocina y coge la bolsa que está junto a la mesa, y, de la despensa, algo más de comer.

Chen obedeció a su mujer y se dio la vuelta para volver de nuevo a la cocina, donde se encontró con Xin, que se había quedado a vigilar  la puerta.

—Mamá, ¿qué pasa? ¡Quiero bajar! —protestó Xiao, con evidente nerviosismo. El tirón del brazo le había dolido y no entendía a cuento de qué venían esas prisas.

Li no respondió enseguida. Se limitó a llegar a la habitación, depositar a su hija en el suelo y coger las mochilas en un gesto mecánico. Los bultos pesaban lo suyo, pero a la mujer no le importó. Estaba tan frenética que se podría haber echado una vaca encima sin sentir el más mínimo dolor.

—¡Vamos, Xiao! Ahora tenemos que marcharnos muy rápido de casa! —apremió su madre, tendiéndole la mano para que la niña la cogiera.

—Pero ¿por qué? —preguntó Xiao con dudas. Podía palpar la tensión del ambiente y se estaba empezando a bloquear. Una lágrima empezó a resbalarle por la mejilla.

Su madre trató de sonreír y de relajarse un poco, para que la niña no se pusiera más nerviosa.  Su cuerpo luchaba en una guerra entre su corazón y su razón.

—Xiao, cariño —contestó todo lo despacio de lo que fue capaz—. Están viniendo unos señores malos que no queremos que nos encuentren aquí. Por eso tenemos que escondernos hasta que todo esto pase.

Xiao no preguntó más y agarró la mano de su madre fuertemente. Con todo a cuestas, Li volvió a salir de la habitación en dirección a la cocina. En el pasillo, a la altura del salón, Xiao trató de soltarse de la mano de su madre para ir a buscar su muñeca, pero Li la tenía bien agarrada y no lo permitió.

—¡Xu! —gritó desesperada Xiao—. ¡Tengo que rescatarla!

—Haz que se calle, mujer —respondió nervioso Chen. Estaba mirando por la puerta junto a Xin—. Xiao, por favor hija, silencio.

Fuera, la calle estaba aparentemente vacía. Los soldados todavía no habían llegado a esa altura de la aldea, pero no tardarían mucho en hacerlo. De vez en cuando se escuchaban sonidos esporádicos de balas que helaban la sangre del profesor y de Chen.

—No podemos salir por aquí —anunció Xin—. No nos podemos arriesgar a que nos vean.

—Pero ¿y los demás? Les tenemos que avisar, Chen —respondió Li.

—¡No da tiempo! Si salimos a la calle corremos el riesgo de que nos vean y se acabe todo.

Chen se quedó un momento parado, mirando al suelo, tratando de encontrar una solución al lío en el que estaban metidos.

—¿Por el jardín de los Mao? La bajada es un poco escarpada, pero va directo a los arrozales.

—¡Perfecto! —respondió Xin—. Descenderemos el cauce del Malizhai hasta Yuanyang. Allí conozco a alguien que nos puede ayudar.

—Vamos entonces, por aquí. Li, dame las mochilas.

Chen cogió dos de las mochilas que le entregó su mujer y apremió al grupo a darse la vuelta y volver a las habitaciones. Entraron en la habitación de Xiao y Li abrió la única ventana del fondo, la que daba a la parte trasera de la casa desde la que descendía una pequeña callejuela sucia y estrecha. Xin se asomó y reconoció el terreno. Aparentemente no había nadie. Sólo se escuchaban gritos lejanos amortiguados por las paredes y tejados.

—Vamos —dijo susurrando al tiempo que ponía un pie en el alféizar y saltaba al otro lado.

Desde dentro, Li ayudó a su hija a subir a la ventana. La cogió por las axilas y la elevó sin mayor problema. Todavía era una mujer fuerte y Xiao una niña pequeña.

Xiao no se podía creer que estuviera saliendo de su casa por la ventana de su habitación. Aunque trataba de prestar atención a lo que estaba sucediendo, todavía tenía la mente puesta en su muñeca. Se había quedado a medias de su juego y eso le había roto los esquemas.

Desde la callejuela, Xin ayudó a la niña a bajar. Después fue el turno de Li y a continuación el de Chen.

Cuando el pequeño grupo estuvo de nuevo reunido, bajaron por la calle, tratando de que sus pisadas no hicieran mucho ruido. No se encontraron con nadie y enseguida salieron a una zona más amplia. La callejuela daba a una especie de plazoleta, desde la que salían un par de caminos a derecha e izquierda.

—Por aquí —indicó Chen, adentrándose por el de su izquierda.

El corazón le latía muy deprisa. El alboroto de los soldados, en la plaza principal, cada vez era más audible. Chen supuso que los soldados estarían haciendo recuento de personas, sacándolas de sus casas y registrando sus pertenencias. Los disparos que de vez en cuando escuchaba no sabía a qué achacarlos, aunque no tenía un buen presentimiento sobre ello.

Unos cuantos metros más allá el camino terminaba en una casa de ladrillo a medio construir. Mao Po llevaba muchos años viviendo en esa casa a medias. Así había sido su vida siempre. Dejó a su mujer justo antes de casarse. Dejó de trabajar en los arrozales hacía un par de años, justo a medias de la cosecha. En la aldea vivía de lo poco que le enviaba su familia y de algo de caridad de sus vecinos y amigos.

Chen se asomó a la valla. El jardín no era grande y la casa se podía ver con claridad. Mao Po estaba en el salón, tumbado en el sofá, durmiendo a pierna suelta. En la mesa reposaba inestable, en posición horizontal, una botella de vino medio vacía.

—Parece que el señor Mao va a dormir durante un buen rato más, si le dejan —comentó Chen.

Saltó la valla y ayudó al resto a pasar. El jardín estaba completamente descuidado, lleno de maleza, montículos de arena y socavones por todos lados. Al final del mismo, un murete de piedra que llegaba a media altura, separaba el límite del pueblo con el valle.

Chen se asomó al muro para inspeccionar el terreno. La bajada era escarpada, llena de peñascos sueltos y con poca vegetación. Tan sólo unos cuantos arbustos desperdigados que se afanaban en brotar por entre las piedras. Una especie de sendero mal definido bajaba desde la colina hasta el fondo del valle, donde se agolpaban los bancales de arroz.

—Chen, déjame pasar a mi primero, como antes. Así me pasas las mochilas y a Xiao —opinó el maestro.

Chen estuvo de acuerdo. Se hizo a un lado y dejó pasar a Xin. El profesor apoyó el pie en una de las piedras del muro y de un salto enérgico pasó al otro lado.

Xin era un hombre ágil, no era demasiado corpulento, pero para el tipo de trabajo que llevaba no lo necesitaba para nada.

—Ahora, Chen, pásame a Xiao —dijo, extendiendo los brazos.

Chen elevó a su pequeña en alto y la encaramó al muro, donde los brazos de Xin tomaron el relevo, pasándola al otro lado. A continuación Chen lanzó las mochilas, que hicieron un poco de ruido al caer.

—¿Qué es eso? —preguntó de repente Li sobresaltada.

Chen se giró. También había oído un ruido extraño, como de muchos pasos acercándose. Desde su posición, la pared posterior de la casa le tapaba toda la visión. Dio unos cuantos de pasos hacia atrás para ver mejor y comprobó horrorizado que Mao Po ya no estaba tumbado en el sofá. No había rastro del hombre. El ruido de pasos se acrecentó. Chen se puso nervioso.

—Rápido, Li. ¡Salta!

Su mujer se quedó helada ante el grito. Chen se acercó a ella a la carrera, pero tropezó en un montículo de arena y fue a dar con sus huesos en el suelo, llenándose de polvo.

—¡Vamos, vamos! —gritó Xin desde el otro lado.

Xin alzó la vista y vio aparecer con espanto unas cabezas al otro lado del jardín, por encima de la valla de acceso principal. Se agachó instintivamente para que no le vieran.

En ese momento, Chen fue consciente de lo que estaba a punto de suceder.

—Marchaos —dijo, hablándole a Xin a través del muro—. Llévate a Xiao de aquí, por favor. Que no os cojan.

Li no daba crédito a lo que estaba oyendo. Se giró a un lado y a otro y por fin comprendió. Mao Po entraba por la puerta completamente encolerizado, con un par de soldados de custodia.

—¡Esos son! —gritó—. ¡Han entrado en mi propiedad sin permiso!

***

—¿A Bruselas dices? ¿Quieres ir a Bruselas ahora?

Franz miró al teniente general Mora. Sabía de antemano que su petición le iba a sorprender. A juzgar por los movimientos que estaba haciendo el hombre para acomodarse en el sillón de su despacho, había acertado. Y eso que sólo le había contado la mitad del plan. Prefería ir dando pasitos cortos para no asustar tan rápidamente al militar.

Se alegraba de que por fin tuviera algo importante que decirle. Se había pasado las últimas dos semanas buscando el consejo del general. Ya era hora de que fuera al revés. Como había esperado, la reunión que había mantenido con su equipo había resultado todo un éxito. Todos habían hecho un magnífico trabajo, aportando ideas que podrían funcionar. Ahora era tiempo de ponerlas en práctica, pero para eso necesitaba de los recursos del ejército. Eran los únicos con plenos poderes operativos tras La Desconexión.

—No es que quiera general. Es que necesito ir a Bruselas. Allí debo hablar con mi superior, Peter Koch, el alto representante de la Unión Europea para asuntos exteriores y política de seguridad.

—¿Y puedo saber con qué fin o es alto secreto? —preguntó incrédulo Mora. Se volvió a revolver en el sillón, se le notaba incómodo con la conversación.

—Evidentemente que puede. Mi fin no es otro que coordinar con él la estrategia para el restablecimiento de las comunicaciones. Allí cuentan con los medios suficientes para ello.

Mora se quedó un momento en silencio. Incrédulo a lo que acababa de escuchar.

—Franz, no te sigo —respondió—. ¿De qué estrategia estás hablando?

—De la que nos permita comunicarnos de nuevo con nuestros aliados.

Mora se acomodó una vez más en su sillón. Cruzó las manos y se relajó.

—Ves, Franz. Ahora sí que has conseguido captar mi atención. ¿Y cómo pretendes exactamente realizar eso?

—Pues verá general, deje que le explique. La teoría es fácil, lo que me preocupa más es ponerla en práctica.

***

La pequeña cesta de mimbre estaba cargada hasta los topes. Dos kilos de patatas, uno de puerros, unos cuantos pimientos de color rojo intenso y un par de manojos grandes de hierbas aromáticas formaban un bodegón de aspecto más que apetecible. Salud en estado puro.

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