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CAPÍTULO QUINTO

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Habían pasado cuatro días desde la asamblea en la plaza de toros. Cuatro días de intenso ajetreo en el pueblo, de preguntas y respuestas, de dudas resueltas y sin resolver. Después de la asamblea, el alcalde quería actuar deprisa. Sin dejar pasar más tiempo. El discurso que había dado en la plaza había calado hondo y no quería que se perdiera la mecha que había encendido en los corazones de sus ciudadanos. Nada más salir de la plaza, dio órdenes para comenzar el acondicionamiento de la misma para albergar el mercado local donde se probaría el nuevo sistema. Se trataría de un espacio común en el que todos los comerciantes pudieran ofrecer sus productos. De esta manera los vecinos no tendrían que desplazarse por los distintos establecimientos esparcidos por el pueblo, fomentando así el intercambio de productos. Dado que no había transporte motorizado fue una solución que contentó a la mayoría.

Luz se había hecho con uno de los puestos de la plaza. Se había apuntado al grupo de servicios básicos. Ofrecería los productos que todavía almacenaba en su tienda. Principalmente pastas y arroces, dado que las carnes y lácteos hacía tiempo que se los había comido o se habían echado a perder. En cuanto a las algas, tés y demás hierbas aromáticas, todavía no tenía muy claro si iban a tener salida. Prefería esperar unos días y ver la evolución del nuevo mercado. Por último, también había reservado una pequeña sección para su huerto. Vendería unas cuantas verduras, hortalizas y hierbas de las que cultivaba, más que nada para darle color al puesto y porque ella no necesitaba tanto para vivir.

Resultaba paradójico estar a tan pocos metros de <<Tan natural como tú>> y no poder utilizarla. Por lo menos el transporte de una ubicación a la otra no le supondría mucho esfuerzo. En eso había tenido suerte.

Luz repasó el listado de los productos con los que pretendía abrir el puesto ese día. El listado no era más que una hoja con el membrete del Ayuntamiento que cada productor debía rellenar y presentar en el mismo Consistorio con anterioridad a la apertura diaria para su revisión y posterior visto bueno. Sin la hoja sellada no había licencia de uso y venta. Luz la había rellenado la tarde anterior y no había tenido ningún problema para sellarla. Junto con el visto bueno, a la derecha de cada producto que había relacionado, la concejalía de comercio y desarrollo económico le había consignado a mano los precios de intercambio y su equivalencia en tiempo, la nueva moneda social que iban a emplear. Dependiendo de la demanda prevista y del stock de cada día, la concejalía asignaba un determinado precio por cada producto. Igual que se hacía en un mercado tradicional, con la peculiaridad que en este caso el Ayuntamiento se había convertido en gestor y banco del propio sistema económico. Todo estaba de acuerdo a las nuevas normas establecidas.

Para fomentar la transparencia se habían instalado en la plaza un par de pizarras, extraídas de uno de los colegios locales, que servirían para informar de los precios de intercambio de los distintos productos, y de las transacciones que se iban haciendo.

De esta manera la comunidad entera estaría al tanto de lo que se compraba y vendía, y se podía hacer un seguimiento más cómodo del sistema. Para evitar problemas de competencia desleal, todos los productores estaban obligados a ofrecer el mismo precio por el mismo tipo de producto. La idea no era enriquecerse en el nuevo marco económico, se trataba de remar contra corriente mientras los efectos de La Desconexión perdurasen.

Luz entró en la plaza con su cesta de mimbre. Era su segundo viaje con lo que los policías locales que estaban en la puerta la dejaron pasar sin volverle a pedir la documentación. La plaza estaba a rebosar. El ambiente era festivo, como de mercadillo de domingo. El Ayuntamiento había recibido multitud de solicitudes de vecinos que se querían apuntar al nuevo sistema, y los puestos se habían ocupado con avidez. Todas las tramitaciones se habían tenido que registrar en papel, escritas a mano, haciendo más trabajosa la comprobación de cada nombre y puesto asignado.

Luz se encaminó hacia el lado izquierdo de la plaza. La arena del ruedo se había dividido en pasillos, dependiendo de cada tipo de producto que se fuera a ofrecer. Así, por ejemplo, a la izquierda del todo, se podía encontrar el pasillo de los alimentos de primera necesidad como el pan, la leche, los cereales, las frutas, las verduras y las hortalizas. El siguiente era el pasillo de los alimentos de segunda necesidad como las carnes y los pescados. El tercero contenía alimentos elaborados y enlatados. Guisos preparados, pollos asados en hornos de leña, latas de conservas y un largo etcétera. Pero no todo eran productos alimenticios destinados a un mercado de abastos. Había cabida para géneros de muchas otras clases. Ropa, calzado, complementos, higiene personal y artesanía variada también tenían su sitio en la arena. Por último, también se había reservado su parte a la zona dedicada a los servicios generales. Entre ellos había gente apuntada a la visita a mayores y a enfermos, clases particulares, limpieza, peluquería, jardinería y una multitud de servicios más de toda índole.

Luz llegó a su puesto en el primer pasillo de la izquierda. Era el cuarto puesto según se contaba desde la puerta principal. Entre Juan Salgado, dueño de una de las tiendas de ultramarinos de la calle Huerta y el señor Alonso, que a pesar de no contar con tienda propia, era uno de los mayores ganaderos del pueblo. Luz estaba contenta con la situación de su puesto. No era ni muy buena ni muy mala. En cualquier caso, estaba convencida de venderlo todo ese mismo día. La demanda superaba con creces la oferta y la gente no se andaría especulando con las mercancías. Había muchas bocas que alimentar.

—Buenos días, señor Salgado. ¿Listo para abrir? —le preguntó Luz a Juan Salgado nada más llegar.

Aquel tipo era un hombre mayor, de los que transmitían experiencia en sus ojos. Aunque también era un hombre peculiar. Luz le había visto llevar sólo dos tipos de prendas. Cuando no llevaba la bata blanca para despachar en la tienda, vestía siempre con una chaqueta y pantalón de pana marrón, a juego con las incontables arrugas que poblaban su cara. Según le había contado en unas cuantas ocasiones, había trabajado en la tienda de ultramarinos desde que tenía uso de razón. Desde que su padre la heredara de su abuelo, que fue el que la inauguró muchos años atrás. Luz creía que aquel hombre sabía todo lo que había que saber acerca de llevar un negocio y le respetaba por ello.

—Buenos días tengas tú también, Luz. Estoy listo. Como podrás observar ya he colocado todo el género y ahora estoy ansioso de que comience esta pantomima.

—¿Pantomima? —preguntó Luz un tanto extrañada, dejando la cesta que había traído sobre la mesa de su puesto.

—Sí, pantomima. Has oído bien. Comedia, farsa o como quieras llamarlo. Este simulacro de buenos propósitos en el que nos ha embarcado nuestro querido alcalde. Aquí estamos prestos a hacerle caso. Sonrientes y con ganas de que todo salga bien. No nos queda otra, ¿verdad? —respondió Juan con la mayor de las sonrisas de la que fue capaz.

Luz se quedó sorprendida al escuchar esa contestación. No se esperaba una reacción tan sarcástica de Juan. Ni la contestación ni la sonrisa burlona que le había transformado la cara en una gran pasa gigante. Era evidente que estaba hablando en serio. Luz pensó que la amplia experiencia de Juan en cuanto a economía no debía contemplar los sistemas de intercambio sociales. Se debatió por un momento en continuar dándole conversación a su compañero o dedicar el tiempo a terminar de ordenar su puesto.

La curiosidad acabó por ganar la partida y, mientras sacaba las patatas y demás enseres que había traído de la cesta y los iba poniendo en sus respectivos lugares, siguió preguntándole a Juan.

—Pues es cierto que no nos queda otra. Por lo menos así lo veo yo —respondió Luz llevándose una mano al pecho—. ¿Por qué dices entonces que esto es una farsa? Yo creo que puede ser una buena solución.

Juan Salgado sonrió. Estaba claro que le gustaba la charla y la estaba llevando por el camino que él quería. Pero sobre todo tendría la oportunidad de dar una lección a alguien más joven. Algo con lo que disfrutaba enormemente.

—Verás, te lo voy a explicar, dado que insistes —Juan salió de detrás de la mesa de su puesto y se acercó al de Luz. Se puso del lado de la mujer y empezó a señalar a gente que estaba en otros puestos, unos cuantos pasillos más allá—. ¿Ves aquellos puestos de allí? ¿Los de artesanía, ropa y demás? —Luz asintió—. Dime, ¿cuántas veces vas a ir tú a gastar tu supuesto tiempo en un bonito jersey para el invierno, o una cajita pintada a mano? Tal y como yo lo veo, esos servicios no tienen ningún tipo de sentido en nuestra situación actual. Lo único importante es abastecerse de víveres suficientes y aguantar el temporal.

Luz hizo un gesto de desaprobación. Dedujo enseguida el error en el que estaba incurriendo el hombre. Por lo visto todavía no había asimilado completamente cómo iba a funcionar el sistema.

—Hombre, señor Salgado. No estoy completamente de acuerdo con usted —respondió, torciendo el gesto—. Es posible que los puestos más importantes ahora sean los de alimentos. Eso es cierto, pero eso no significa nada. Creo sinceramente que aún no entiende la belleza de este sistema.

El señor Salgado volvió a sonreír.

—Me caes bien, Luz —respondió aguantando todavía la sonrisa—. Ves la vida de una manera muy peculiar. Buscando siempre el lado positivo de las cosas. Pero desgraciadamente el mundo no funciona así. Dime, anda, ¿dónde radica la belleza de todo esto?

Luz no sabía si le estaba tratando con condescendencia o estaba preguntando en serio. En cualquier caso ella confiaba en el sistema. Confiaba en la buena voluntad de la gente y en que se podía salir adelante. Así que no le importó darle una explicación coherente a su interlocutor.

—Pues verá. No se trata de que yo quiera o no quiera una bonita caja pintada a mano. No tengo porqué ser yo, basta con que exista alguien entre los diez mil que somos que la compre. Antes de La Desconexión la gente las compraba, ¿por qué ahora tendría que ser distinto? Estoy con usted que en los primeros días casi todo el mundo querrá hacer acopio de comida. Es lo normal. Usted y yo ganaremos mucho tiempo, y mucha otra gente lo deberá. Ahí es donde está la gracia y la belleza de esto. Con mi tiempo, o sea, con mi dinero, ya iré viendo en qué lo gasto. No podemos vivir sólo de la comida. Tenemos que tratar de volver a vivir una vida normal en cuanto podamos. Y este sistema nos puede ayudar mientras tanto.

En ese momento la campana de la puerta volvió a sonar. Era la hora de la apertura. Luz y Juan intercambiaron una mirada rápida.

—Luego seguimos si quiere, señor Salgado. Ahora veamos quién de los dos tiene razón —dijo Luz mientras terminaba de colocar su género.

Juan Salgado asintió y le volvió a sonreír a la mujer. Volvió a su sitio, se ajustó la bata blanca, suspiró y se preparó para la nueva manera de hacer negocios. Tan solo sería cuestión de tiempo acostumbrarse.

***

Tratar de imaginarse las dimensiones del Océano Pacífico sería un ejercicio de completa insensatez e irracionalidad. Sus más de ciento sesenta y cinco millones de kilómetros cuadrados de superficie con setecientos millones de kilómetros cúbicos de agua desbordarían incluso la mente del más audaz. Esa ingente cantidad de líquido elemento lo cubre todo por doquier, en una irritante monotonía yerma, adornada únicamente por erráticas olas, como las dunas de un desierto acuático.

Diego nunca había estado tanto tiempo a bordo de un barco y no lograba acostumbrarse. A pesar de ser un prominente empresario dedicado al transporte marítimo, rara vez viajaba en ellos. Y menos en un trayecto tan largo. Sólo recordaba una ocasión en la que había hecho un crucero de más de una semana por la Patagonia, invitado por uno de sus antiguos clientes de la Rojas International Trading Company. El viaje había consistido en una ruta por los canales y fiordos chilenos, desde Punta Arenas en Chile, por el Estrecho de Magallanes, hasta Ushuaia en Argentina, por el Cabo de Hornos. La espectacularidad de ese paisaje nada tenía que ver con la uniformidad del actual. Al menos en aquel, Diego podía distraer la vista con los milenarios glaciares de nieves perpetuas.

Para el resto de tripulación pasaba algo parecido. A pesar de que los primeros días tras el arreglo del motor habían traído de nuevo la euforia, poco había tardado en difuminarse otra vez. El Impostor navegaba seguro, implacable y directo a su destino, pero lo hacía de manera escandalosamente lenta. Las horas pasaban interminables, confundiéndose con los días e incluso con las semanas. Diego no hacía otra cosa que contemplar el horizonte, aburrido y taciturno. Como respuesta, la sempiterna horizontal de lontananza, última frontera entre lo terrenal y lo divino, siempre le respondía con la misma mueca de indiferencia.

Tal cantidad de tiempo muerto atraían de nuevo los peores pensamientos a la mente de Diego. Llevaba días atormentándose con la idea que había tenido nada más salir del contenedor que albergaba la bomba. En aquellos días, tanto Richard como Steven le habían presionado hasta más allá de la impertinencia. Recordaba cómo, momentos después, había tenido la conversación con Guillermo en la que este había mostrado la misma antipatía por los dos agentes. Ante ese hecho, se le había ocurrido que podía utilizar al contramaestre como cómplice para deshacerse de ellos.

Aquellos días distaban de éstos. Desde que ocurrió el percance con el motor, hacía más de cinco semanas, raras habían sido las ocasiones en las que había tenido oportunidad de hablar con los agentes. Lo cierto era que le habían dejado bastante tranquilo. Puede que estuvieran más preocupados de restablecer la marcha que de fijarse en su persona, y después de eso, habían seguido a lo suyo. Seguros de mantener el plan establecido una vez se había acordado seguir hasta Hong Kong.

La ira que tiempo atrás había corrido por las venas de Diego, ya no lo hacía de igual manera, aunque seguía sin fiarse de aquellos hombres. Sobre todo de Richard.

Diego estaba seguro de que le habían preparado un plan y eso era lo que más le preocupaba. Se les podía ocurrir cualquier cosa: desde una simple acusación por transporte de mercancía ilegal hasta un tiro en la cabeza, pasando, por supuesto, por sacar a la luz la ominosa condición que él mismo había exigido para realizar el trabajo. Sabía que una cosa así, tarde o temprano, le pasaría factura.

La mente de Diego era un hervidero. Análisis y conclusión. Resultado y reflexión. Estaba jugando con la CIA una partida de ajedrez y sabía que no iba ganando. Tenía que mover ficha, o al menos, pensar en sus siguientes movimientos de cara a la posición final.

Por lo pronto, iría a buscar a Guillermo. Charlar un rato con el contramaestre era el único lujo que se podía permitir en el barco y al que ambos se habían acostumbrado muy rápidamente. Se recordaban mutuamente anécdotas de su tierra y de los buenos tiempos. Para Diego era un bálsamo que curaba su malestar a bordo y que le permitía, por breves, instantes evadirse de sus problemas. Además, su bodega personal ayudaba a tal fin. La única pega era que el Luigi Bosca que tanto les había gustado hacía tiempo que se había acabado, aunque el presidente de la TOCC era un hombre de recursos. Su bodega no se limitaba únicamente a esa marca. Había traído muchos otros que, a pesar de no ser igual de buenos, sí cumplían con creces con el objetivo para el que habían sido abiertos: disfrutar de un breve momento de paz al margen de la situación actual.

Al ver que el sol se empezaba a ocultar tras la popa del barco, anunciando el ocaso, Diego se levantó de su cama y abrió la pequeña despensa con la que contaba su camarote.

—No puede ser —dijo tras inspeccionar minuciosamente las baldas que contenían los vinos—. ¿Ya nos lo hemos bebido todo? —se preguntó en alto.

<<Creía que la última vez ya había repuesto la despensa>>, pensó un tanto desconcertado.

Salió de su camarote con la idea de subir un par de botellas de la bodega del barco antes de que llegara su invitado. Pensó que, para variar, le vendría bien estirar un poco las piernas. Se había pasado buena parte del día entre sentado y tumbado y le empezaba a doler la espalda. Bajo las escaleras y poco a poco se fue adentrando en el interior de El Impostor. No era un lugar muy agradable. Bajo la cubierta del barco no había sitio para la ostentación y el lujo. Enrevesados pasillos, surcados por infinidad de tuberías que salían y entraban como un sistema circulatorio gigante, adornaban el inframundo. La sala de máquinas era la estancia más amplia y, por así decirlo, más cómoda a ese lado del hemisferio naval. Por lo demás, un número indeterminado de tanques de lastre lo salpicaban todo alrededor. Sólo se habían diseñado un par de habitáculos operativos más, destinados al almacenaje en general de las cosas de la tripulación. En uno de ellos, Diego guardaba bajo llave todo aquello que no le cabía en su camarote y que no quería que cayera en manos ajenas.

A Diego no le gustaba bajar ahí abajo. El motor del barco hacía un ruido insoportable, las escaleras se estrechaban, la movilidad se reducía y la luz natural era escasa o nula. Toda una ensalada de sensaciones que le agobiaban hasta los límites de la claustrofobia.

A la altura de la sala de máquinas, miró a través del ojo de buey de la puerta. La pequeña lámpara de gasoil que llevaba en la mano derecha no fue suficiente para iluminar toda la estancia. La luz no atravesó más que unos pocos metros. Aún así, fue suficiente para comprobar que no había nadie en su interior. Roberto, el mecánico, seguramente estaría arriba, haciendo cualquier otra cosa. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Aceleró el paso y continuó por el angosto pasillo. A pocos metros de su destino, nervioso por salir de una vez de esa ratonera metálica, tropezó con un escalón. Siempre se olvidaba que en ese punto había un pequeño desnivel que un par de escalones solventaban. Casi dio con sus huesos en el suelo. A pesar de no ser muy ágil, consiguió agarrarse a la barandilla a tiempo. Lo único que se perdió por el camino fue la lámpara, que había soltado instintivamente para agarrarse con las manos. El golpe que había recibido contra el suelo la había apagado. Afortunadamente Diego no creyó oír cristales rotos.

—¡Mierda! —gritó.

<<¿Y ahora qué hago?>>, pensó a continuación.

Tanteó el suelo en busca de la lámpara y la encontró a pocos pasos de los escalones. La inspeccionó con las manos. No parecía dañada, hecho que lo alegró. La tripulación había construido unas cuantas lámparas tras el apagón, pero no es que abundaran. Rebuscó en sus bolsillos por si encontraba alguna cerilla o un mechero, pero sabía que no llevaba. Se los había dejado en el camarote. La oscuridad en ese punto era total y la situación no invitaba a permanecer allí mucho tiempo. Hacía bastante calor y el rugido del motor seguía siendo ensordecedor.

—¡Mierda! —volvió a gritar.

Estaba a pocos metros de su destino, pero sin luz no vería lo que tenía que coger. Decidió dar la vuelta, aunque justo en ese momento algo llamó su atención. Tras el rato de ciega incertidumbre sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad. Unos cuantos metros más adelante, en un recodo del pasillo, asomaba un leve resplandor, justo a la altura de la bodega.

Eso le hizo cambiar de idea. En la bodega había alguien, no cabía duda. La luz que se filtraba en la oscuridad no era natural. Decidió seguir adelante. Sus improvisados compañeros tendrían a mano algo con que encender su lámpara. Había sido una suerte. No le apetecía en absoluto tener que dar media vuelta y recorrer de nuevo lo andado a oscuras. Era un buen trecho.

A tientas fue avanzando por el pasillo. Iba con cautela, tratando de no tropezarse con nada más. Con cada nuevo paso, el ruido del motor iba menguando más y más, al mismo ritmo que el agobio de su cabeza. Tomó el recodo del pasillo y la luz se hizo más visible, pero se sorprendió al ver que no venía de ninguna de las dos bodegas de carga. En su lugar, salía de entre dos grandes tuberías, a su derecha. Diego se quedó parado, como congelado, lo único que le distinguía de una figura inerte eran las copiosas gotas de sudor que le resbalaban por la frente a causa del calor. La luz que estaba observando no salía de un lugar lógico. Reaccionó y se puso a inspeccionar sigilosamente el hueco entre las tuberías. Se dio cuenta de que tras ellas, en la pared, había una pequeña apertura que disimulaba una puerta tras la cual se podía apreciar una estancia escondida. Alguien se la había dejado entreabierta, permitiendo así su localización. Lo insólito del lugar le hizo extremar las precauciones. En seguida supo que ese habitáculo debía pertenecer a los dos agentes de la CIA. Una especie de centro secreto de operaciones. No había pasado demasiado tiempo en los camarotes de los agentes, pero por el poco tiempo que había estado en ellos no había visto nada particularmente extraño. Estaba claro que tenían que tener otro lugar en otro sitio. Algo lejos de las miradas indiscretas.

Diego se acercó un poco más a la pared, tratando de ocultarse de la rendija de luz. El corazón le palpitaba en el pecho. Miró de reojo y pudo reconocer a Richard. Estaba de espaldas a su posición. No vio a Steven, aunque intuía que se tenía que encontrar allí. En seguida, la voz del ingeniero de cargo, al otro lado de la pared, delató su presencia. Diego se agazapó un poco más, tratando de no hacer el más mínimo ruido.

—¡Joder, Richard! ¡Esto es una mierda! —escuchó, seguido de un tremendo golpe, como de un objeto contundente cayendo al suelo.

—Tranquilízate, Steven, y recoge el micro. ¿Has probado en todas las frecuencias?

—¡Que sí, joder! ¡Que no funciona! Ya no sé ni el tiempo que llevo haciendo lo mismo. Repitiéndolo una y otra vez. No sé qué hacer, lo he probado todo. Esto me supera, ¿qué coño estará pasando?

—No lo sé.

—Mira, Richard, yo no sé qué pensarás tú, pero a mi todo esto me huele muy raro. No es normal que no tengamos noticias de Langley en tanto tiempo. Desde que sucedió aquello no hemos podido volver a conectar ni con la base ni con Johnson. ¡Por Dios, Richard, si no funciona ningún jodido aparato eléctrico! De no ser por ese mecánico loco y su disparatado plan aún estaríamos a la deriva, flotando sin rumbo sobre este condenado océano.

—Deja ya de quejarte, Steven. Estoy harto de tus gimoteos.

—¡No son quejas, joder! Es la pura realidad. ¿O es que tú no te das cuenta? Se suponía que teníamos que entregar la mercancía hace tres semanas. ¡Tres semanas, Richard! Que no estamos entregando una pizza precisamente. ¿Dónde se supone que están los refuerzos? ¿Y las instrucciones ante tanto retraso?

—Aún no lo sé, teniente Murphy, pero las recibiremos.

—¿Y si no lo hacemos? Estamos todavía a una semana de nuestro destino y no sabemos lo que nos va a pasar.

—¡Pues entonces continuaremos con el plan establecido cueste lo que cueste! Ya sabe que en ausencia de órdenes, priman las últimas. Así que no hay más que hablar, ¿me ha entendido, teniente?

—¿Adelante, capitán? ¿En serio? ¡Debe de estar loco, señor! ¿Seguir aquí otra semana más, viajando con una bomba de neutrones ines...

En ese momento otro tipo de voz llamó la atención de Diego.

—¡Diego! ¡Chiquito! ¿Ande andás? ¿Tas en la baulera?

Diego se estremeció al escuchar la voz de Guillermo. Su tono grave resonaba por cada rincón. Estaba tan concentrado en escuchar la conversación de los agentes que no había visto acercarse la luz que proyectaba la lámpara del contramaestre. Por un momento se quedó clavado en el sitio, sin saber cómo reaccionar. Si Richard salía le vería de inmediato. Trató de refugiarse de mejor manera detrás de una de las tuberías, aunque no cabía bien. De pronto la luz del pasillo se hizo más evidente, Guillermo estaba a pocos metros de su posición. Diego escuchó algo detrás de él y supuso que eran los agentes. Si salían ya podía darse por muerto. En ese momento escuchó un portazo y su corazón a punto estuvo de estallar. Afortunadamente no habían salido, simplemente habían cerrado la puerta. La pared quedó completamente sellada, ya no se veía signo alguno de que al otro lado hubiera algo. Diego se dio cuenta de que tampoco se oía nada. Supuso que la estancia estaba insonorizada para evitar precisamente el tipo de indiscreción que él acababa de realizar. Pensó rápidamente que ese era su momento, antes de que llegara Guillermo a su altura tenía que salir de allí y fingir estar recogiendo algo de la bodega. Si el contramaestre lo encontraba tras la tubería podría llegar a hacerle preguntas para las que no tenía respuesta.

Salió en dos zancadas en dirección al pasillo. Enseguida se topó con Guillermo.

—Guillermo —susurró, todo lo bajo de lo que fue capaz—. Qué alegría verte. Se me ha apagado la mecha justo cuando iba a coger una botella de vino.

—¡Ay, boludo! —gritó Guillermo—. Trae acá que te la prenda, hombre.

Ante la expresividad del contramaestre Diego se alejó un poco más y le contestó.

—No hace falta, usaremos la tuya. Vámonos.

—Aguarda un momento flaquito. ¿A qué tanto apuro? ¿Y el vino? ¿No venís a por el vino?

—No importa, no hay tiempo, Guillermo. Tú y yo tenemos que hablar y necesito que estés lo más concentrado posible. Y ahora, vámonos de una vez de aquí.

***

Dos días después de la charla con el teniente general Mora, el Luz Nocturna, un majestuoso tren de vapor construido completamente en madera, descansaba plácidamente sus más de doscientas toneladas de peso sobre las vías de la estación central de Torrejón de Ardoz.

Antes de La Desconexión, el Luz Nocturna gozaba de otro nombre y de un cometido menos ambicioso. Se le conocía como el Tren de la Fresa, un tren turístico que desde hacía más de treinta y tres años unía las localidades de Madrid y Aranjuez en un viaje que rememoraba el trayecto del primer tren construido en esa Comunidad y el segundo en la Península Ibérica. Pero tras el fatídico evento que había cambiado el curso de la humanidad los trenes de vapor se habían convertido en el único medio viable que el ejército había encontrado para realizar sus grandes desplazamientos por tierra.

En sus dos semanas de servicio militar, el Luz Nocturna había transportado multitud de soldados, víveres, armas y todo tipo de cargamento de una parte a otra de España. El viaje que se disponía a realizar supondría la primera incursión en otro país. Dada la trascendencia de la misión, el teniente general Mora, con plenos poderes ejecutivos, había autorizado mediante todo tipo de papeles el acceso del tren a través del territorio francés. Para mayor seguridad, había dispuesto que quince soldados perfectamente cualificados acompañaran a la pequeña expedición civil. Como añadido, habían transformado la estructura del tren. Le habían quitado un par de coches de pasajeros y, de los cuatro restantes, dos los habían transformado en vagones de mercancías.

El primero llevaría el combustible y el último, el furgón de cola, los suministros, víveres y medicinas necesarios para el viaje.

No había ninguna garantía de éxito. En España había costado mucho esfuerzo retirar de las vías los trenes que se habían quedado parados en medio del camino. De Francia, nada se sabía. La única ventaja respecto a su país vecino, era que los galos contaban con más recorridos con doble vía, lo que, en gran medida, redundaba en una mayor seguridad. Sin mecanismos de control y aviso, podía ser relativamente sencilla una colisión. Con el sistema de doble vía se evitaban incómodos encuentros.

En cualquier caso, el recorrido no era el único inconveniente. Aunque se daba por sentado que Europa seguía siendo una e indivisible, nadie sabía en absoluto cómo se iban a tomar los vecinos el hecho de que un tren de vapor, con rumbo a Bruselas, cruzara un territorio devastado supuestamente por La Desconexión. En este punto, Mora había sido muy escrupuloso, haciendo mucho hincapié en los visados de todos y cada uno de los integrantes de la misión.

Eran las ocho de la mañana y el frío era el dueño absoluto de la estación. Corría una brisa helada que atravesaba por igual ropa, carne, huesos y esperanzas. María, a resguardo del frío dentro de la sala de espera, se había llevado a Peter y Susana para despedir a su marido. Lo que en coche eran poco más de diez minutos se había convertido en casi una hora andando. María estaba cansada, física y emocionalmente. Aunque se había alegrado de ver a Franz de nuevo feliz gracias a los progresos que habían realizado, no se había alegrado en absoluto de que se fuera. Seguía triste por las pocas atenciones que estaba recibiendo de él, y que ahora se marchara a Bruselas no hacía sino complicar las cosas y aumentar sus dudas. Y más aún sabiendo que se iba con esa tal Jessica. Guapa, joven y lista. Un cóctel muy peligroso en una mujer. Ya había oído hablar de ella y lo que había escuchado no le había gustado nada.

—Prométeme que no harás ninguna tontería, Franz.

—Tranquila mujer. Te lo prometo.

María le miró con ojos vidriosos. Se le notaba la tensión.

—Y sobre todo no quiero que te hagas el héroe si se presenta una situación de peligro.

—No te preocupes. Nunca he tenido alma de aventurero, ya lo sabes. No llores, anda. Volveré muy pronto. No creo que el viaje dure más de un par de días. En Bruselas no nos vamos a quedar mucho tiempo. Si todo sale bien, para el fin de semana estaré de vuelta. Luego ya veremos —respondió Franz con voz tierna. Acariciaba el pelo de su mujer con la mano, tratando de tranquilizarla.

—¡Franz! Perdona que te interrumpa, pero tenemos que irnos ya, aquel soldado nos está haciendo señas para que subamos al tren —interrumpió Jessica.

María puso cara de desagrado. Aquella chica había logrado romper su momento de ternura. Definitivamente no le caía bien.

—Perdona, cariño, pero me tengo que ir —dijo Franz, apartándose de María—. Cuida de los niños y tampoco te metas en líos. No salgas de casa. Los soldados se ocuparán de vosotros. Está todo hablado.

María no pudo resistirse y se lanzó a sus brazos, dándole un beso apasionado al que los labios de Franz respondieron con ternura. Por un momento los dos cuerpos fueron uno, deteniendo el tiempo en un instante eterno que obedecía a unas leyes más profundas que las naturales. Las leyes del amor.

Jessica, que estaba al otro lado de la sala de espera, en el marco de la puerta de entrada, observaba la escena con cierto celo. Vio como poco a poco la pareja se fue separando, devolviendo a Franz y a su mujer al mundo real y a sus temores.

Por alguna razón, María tenía miedo de desprenderse de Franz. Era más un miedo a lo conocido que a lo desconocido. No temblaba por La Desconexión en sí misma ni por cómo ésta había moldeado un nuevo sistema mundial. Sus temores eran algo más simples y más reales. Más cercanos.

—Me marcho —dijo Franz en voz baja. Dejó a su mujer y fue a darle un fuerte achuchón a Peter. El chiquillo estaba tranquilo, no comprendía muy bien la situación y no parecía nervioso. Más bien todo lo contrario. Parecía más atento a lo que pasaba fuera que a su propio padre. Ver a tantos soldados subiéndose a un tren tan bonito le tenía cautivado. Captar la atención de Susana resultó más sencillo. La niña se limitó a hacer lo que mejor sabía: balbucear y poner carantoñas mirando a su padre.

Terminadas las despedidas, llegó el momento de ponerse en camino. Se fijó en que Jessica parecía nerviosa. Ansiosa por marcharse ya. Antes de subirse al tren se giró una vez más. Allí estaba su familia al completo: María, Peter y Susana. Una idea peregrina cruzó por su cabeza: pasado, presente y futuro. Volvió a mirar al frente. Hacía el tren y hacía Jessica. La chica le estaba mirando con cara risueña.

—¿Vamos? —insinuó ella.

—Vamos —respondió él.

***

Xiao no podía ocultar las lágrimas en su rostro. Hacía cosa de cinco minutos que había sido arrastrada valle abajo por su profesor, por un camino lleno de piedras que se le clavaban en los pies y por unos arbustos que le arañaban la piel. Pero las lágrimas no eran consecuencia del trato cruel que le estaba brindando la naturaleza, se debían a un sentimiento más profundo. Sus padres se habían quedado arriba y no bajaban junto a ella. Su madre le había dicho esa mañana que iban a venir unos señores malos y que tenían que esconderse. Y por lo visto, eso es lo que estaban haciendo.

Minutos antes, Xin había oído gritar a Li y a continuación había escuchado por dos veces el sonido del estremecimiento. Dos ruidos secos, profundos y desgarradores que se llevaron parte de su alma. Instintivamente el profesor le había tapado la boca y los oídos a Xiao y la había llevado detrás de unos matorrales. Allí se habían quedado por un rato, agazapados y temblorosos, mientras dos hombres con una extraña insignia en la gorra, miraban por encima del muro por donde habían saltado. Xiao se había quedado muy quieta, como le habían dicho, para que todo saliera bien. Al rato, aquellos hombres dejaron de buscar y tanto Xin como ella misma pudieron salir de su escondite. Xiao creyó que entonces sus padres saltarían por el muro, como habían hecho ellos, pero no sucedió. Pensó que sus padres no se habrían escondido tan bien como ellos y les habrían encontrado. Xiao quiso subir a buscarlos, pero el brazo fuerte de Xin se lo impidió. Al final no le quedó otra que continuar valle abajo, con su profesor como única compañía y con las lágrimas que le resbalaban por las mejillas.

—No llores, Xiao. Todo saldrá bien, ya verás —dijo Xin, con toda la ternura que fue capaz de transmitir en ese momento, aunque por dentro estaba tan asustado y triste como ella.

Xiao se paró de nuevo. Se agarró el brazo derecho con la mano izquierda y elevó la vista. Desde la altura de la pequeña, Xin parecía un gigante, a pesar de su mediana estatura. La cara de la niña era una mezcla de pena e incertidumbre. Se había serenado un poco, pero la tristeza no le había abandonado todavía.

—Señor Dong, ¿usted es bueno o es malo? —preguntó con ojos llorosos.

Xin se giró extrañado. Era una pregunta tan inocente y dulce...

—¿Por qué me preguntas eso, Xiao?

—Porque mi papá dice que me fíe sólo de las personas buenas. Dice que los buenos siempre intentarán hacer cosas buenas.

En ese momento Xin se dio cuenta de que la pequeña Xiao parecía el ser más vulnerable del Universo. Ahí de pie, con los ojos bañados en lágrimas, vio a una personita de apenas un metro de altura y quince quilos de peso repletos de temores y dudas, enfrentándose a un mundo cruel que le había arrebatado de un plumazo todo cuanto tenía. Xin se enamoró en aquel instante de Xiao. Juró que la protegería de todo mal hasta que todo acabara. Que erradicaría de su rostro los temores y las dudas, hasta verla de nuevo feliz y sonriente.

La cogió en brazos, la abrazó fuertemente y ambos rompieron a llorar.

—Soy de los buenos, pequeña. Soy de los buenos.

***

Un enorme edificio de apartamentos en forma de dos cruces unidas le anunció que se aproximaba a su destino. A su derecha, por fin, apareció el bloque que buscaba.

—8th Street con la West 28th Street. Aquí es —confirmó Jack.

Plegó la bicicleta y miró hacia arriba. El edificio era mayoritariamente de cristal. Parecía apagado y sin vida. No sólo por el hecho de que no se viera ninguna luz eléctrica, sino porque sus inquilinos, que serían numerosos, no parecían tener ganas de hacerse notar. La gente, en general, se había vuelto muy desconfiada.

Jack se dirigió directamente al apartamento de Julia. Pensó que más tarde se acercaría con ella a ver a Sam. No tenía manera de avisarles con antelación así que tendría que empezar por uno cualquiera. Y, realmente, con quien más deseaba hablar era con la mujer.

La tenía que convencer para que se marchara con él. Para huir de Nueva York y de La Desconexión, de las guerrillas y del aislamiento.

Jack no sabía si Julia se encontraba en casa. Ni en qué estado se la iba a encontrar. Habían pasado cinco días desde que se vieran. Cinco días muy intensos en los que los pensamientos más oscuros podían arraigar en la mente. La tristeza, la desesperación y la soledad. Todos ellos eran peligrosos aliados. Jack se maldijo por haber dejado sola a Julia tanto tiempo. Pero qué podía hacer. Tampoco eran una pareja oficial. Y cada uno tenía su parcela, su vida con sus propios problemas.

Llegó al sexto piso. Torció a mano derecha y se adentró en el pasillo transversal. Buscaba la letra E. Unos cuantos metros más adelante llegó hasta la puerta. Llamó al timbre por instinto. Tras un par de segundos en los que se sintió estúpido llamó con el nudillo. Un escalofrío de duda le recorrió el cuerpo. Esperaba que Julia le abriera con los brazos abiertos. Que le invitara a pasar, a tomar una copa, o a cenar. Luego harían el amor, con la pasión de siempre, como si fuera la primera vez. El ruido del pestillo le sacó de su imaginación. Estaba calado, era muy temprano en la mañana y los acontecimientos presentes no invitaban a ningún evento de los que había sugerido su mente.

La puerta se entreabrió. Una cadena impedía que se pudiera abrir más de una rendija.

—¿Jack? —preguntó Julia un tanto sorprendida.

—Sí, soy yo. Ábreme por favor.

Julia abrió enseguida. Invitó a Jack a pasar agarrándole del brazo y antes de cerrar miró a ambos lados del pasillo. Se la notaba nerviosa, preocupada por algo. Jack no entendía muy bien el motivo, más allá de lo evidente de la situación.

En cuanto cerró la puerta y se sintió de nuevo a salvo, Julia se giró y se fundió en un abrazo con Jack. Se dejaron llevar por un rato. Disfrutando de sus cuerpos unidos. Intentando transmitirse paz el uno al otro.

—Es la segunda vez que te abrazo y estás completamente mojado. Dime por favor que no has rescatado a otro piloto del agua —dijo al fin la mujer, disolviendo el abrazo.

Jack sonrió. La ironía de Julia implicaba que no podía estar tan asustada como parecía. Todo serían imaginaciones suyas.

—Digamos que he tenido un pequeño incidente viniendo hacia aquí.

—Ahora me lo cuentas, ¿quieres un café? ¿Te preparo algo de desayunar? —preguntó Julia mientras se dirigía toda resuelta hacia la cocina.

<<Se la ve muy bien>>, pensó Jack. No sabía porqué se había preocupado tanto. Era un alivio.

—Tendrás que cambiarte de ropa, Bradley te echará la bronca si te vuelve a ver mojado —mencionó Julia desde la cocina.

Jack no comprendió. ¿Había escuchado bien? ¿Había dicho Bradley? Julia había desaparecido por la puerta del recibidor que conducía a la cocina, sin darle tiempo a Jack de seguirla. ¿Estaba bromeando?

En ese momento volvió. Traía una bandeja con una cafetera y dos tazas.

—¿Qué haces ahí? Vamos, al salón. Que el café se va a enfriar —le espetó a Jack.

Jack no se lo podía creer. ¿Qué estaba pasando? Se dejó arrastrar por la mujer al salón. La escena era tan surrealista que no sabía si le estaba tomando el pelo.

—¿Has dicho antes que Bradley me iba a echar la bronca por llegar mojado?

—Claro, acuérdate que hoy tenemos reunión de seguimiento y no consiente que no estemos presentables. Tendrás que intentar plancharte la ropa para que se te seque. Ya sabes que aquí yo no tengo trajes de hombre.

—Pero… —Fue lo único que acertó a decir Jack. Estaba en estado de shock. ¿Había perdido la cabeza Julia o le estaría tomando el pelo? De ser así era una broma de muy mal gusto.

—Toma, tu café. Cuidado que quema.

Julia le echó en la taza que había dispuesto al lado de Jack un poco del líquido que había en la cafetera. A todas luces parecía café, pero no despedía ni el olor, ni el característico humito blanco signo del café recién hecho. Jack lo olió. Olía a café. Pero sin duda a un café hecho hacía muchos días. No supo definir cuántos. Ese hecho no pareció importarle a Julia, que saboreaba el líquido de su taza como si se tratase de un café colombiano recién molido.

—¿Es que no quieres? —preguntó Julia sorprendida, señalando la taza que había vuelto a dejar Jack sobre la mesa.

—Julia, ¿qué te pasa? —respondió con otra pregunta Jack. Le cogió la mano para parecer más cercano y sincero.

—¿A mi? ¿Por qué? No me pasa nada. Estoy perfectamente. Ahora que trabajo desde casa todo me va mucho mejor. Figúrate que estoy ganando mucho más dinero que antes.

—Pero… Julia, ¡estás loca! ¿Cómo que estás trabajando desde casa? ¿Sabes lo que está pasando? —Jack había perdido la compostura. De cogerle la mano había pasado a levantarse para asirla con ambas manos por los hombros.

Julia no reaccionó. Simplemente se le quedó mirando con ojos distraídos.

—Anda, anda. Que ya sé por dónde vas —respondió tranquilamente la mujer—. Claro que sé lo que está pasando. Tú te refieres al lío con las cotizaciones del petróleo, ¿no? ¡Buah! Ha sido una pasada. Déjame que te lo enseñe. Voy a traer el portátil.

No podía ser. Jack no daba crédito a lo que estaba ocurriendo. Julia se había levantado como si tal cosa y se había dirigido a su habitación. Seguramente a traer el maldito portátil. Un sentimiento de angustia le empezó a aflorar. No estaba preparado para asumir lo que estaba pasando. Julia había decidido hacer lo mismo que había hecho la electricidad con el mundo. Había desconectado de él.

—Mira, aquí están los gráficos de las cotizaciones —continuó Julia, que venía con el portátil desplegado.

Evidentemente la pantalla estaba apagada.

—Sí, Julia. Ya lo veo. Ya lo veo —respondió Jack con lágrimas en los ojos—. Déjame que vaya a por Sam. Le alegrará saber también lo que me quieres enseñar.

—¡Claro! ¡Qué buena idea! Ve a por él. Yo te espero aquí. Haré más café.

—Estupendo, Julia —contestó Jack, dándole un beso en la frente. Tenía que salir de allí cuanto antes. No podía aguantar ni un minuto más sin derrumbarse allí mismo—. Ahora vuelvo —dijo al fin. Se dio la vuelta y se marchó. Cuando salió por la puerta y la cerró tras de sí no pudo más. Se echó al suelo y se derrumbó. Un sinfín de lágrimas le recorrían las mejillas. No se podía creer lo que estaba pasando. Tenía que ser una pesadilla, un mal sueño o una broma pesada. Cómo era posible que en cinco días aquella mujer tan maravillosa hubiera perdido la cabeza de tal manera. El asesinato de Bradley, el accidente de Tom y la maldita Desconexión, habían sido demasiado para su mente. Le había resultado más fácil abandonarse a sí misma. Apagar el interruptor de la razón y vivir sin sentir. Sin miedo. Sin preocupaciones. Jack no lo podía entender. Al otro lado de esa puerta se encontraba una mujer que quería, que apreciaba. Y ahora... No podía seguir con sus pensamientos. Tenía que saber qué había pasado. Quizá Sam supiera algo. Dos pisos más arriba encontraría la respuesta. O eso esperaba. No podría soportar que a Sam también le hubiera pasado algo fuera de lo normal.

Se levantó y se dirigió a las escaleras de subida. Se limpió las lágrimas y se dio fuerzas a sí mismo.

<<Vamos Jack, seguro que todo se arreglará>>, fue su último pensamiento antes de empezar a subir.

***

El viaje en tren, aunque agradable, estaba resultando lento y pesado. El antiguo tren de vapor no tenía la fuerza, empuje y comodidades de los modernos. La locomotora que tiraba del Luz Nocturna, de nombre <<La Garrafeta>>, había sido construida en Bilbao hacía más de cincuenta años y no pasaba de los ochenta kilómetros por hora, y eso que había sido acondicionada para exprimir al máximo su caldera.

Franz, Jessica, Joseph, Patrick y el pequeño destacamento militar, habían atravesado media España hasta el paso de Irún-Hendaya, que cruzaba la frontera con Francia. Llevaban cerca de seis horas de viaje y todavía les quedaban más de dos tercios del camino. Siempre y cuando todo saliera bien. La frontera era el primer punto importante donde la misión podía fracasar, y eso estaba presente en la mente de todos.

—Señores, hemos llegado a Irún. Vamos a hacer un alto en el camino —informó el teniente al cargo de la expedición—. Tenemos que dar cuenta de nuestros planes en el control fronterizo, realizar el cambio de ancho de los ejes y repostar. Espero que no nos pongan muchos problemas. En cualquier caso no hace falta que saquen ningún papel, ya nos encargamos nosotros.

—Gracias, teniente. ¿De cuánto tiempo cree que estamos hablando? —preguntó Franz.

—Aproximadamente de veinte minutos. Con este tren, el cambio de ancho no es automático, y habrá que realizar algunos ajustes manualmente, además de dar las explicaciones oportunas.

—¿No sería conveniente que fuéramos con usted?

—Prefiero que no, no se preocupe. Nosotros nos encargamos. Creo que así seremos más ágiles con los trámites.

—¿Y si aprovechamos para estirar las piernas fuera del tren? —preguntó Joseph, entrando en la conversación. Se moría de ganas de salir de allí y le pareció el momento oportuno para hacerlo.

El teniente se encogió de hombros en señal de que no había problema. Franz pensó que, al fin y al cabo, no era mala idea. Todavía quedaba un largo viaje por delante.

Patrick y Jessica también estuvieron de acuerdo, ansiosos como el muchacho de salir de la caja de madera en la que llevaban encerrados tantas horas. Joseph saltó de su asiento hacia la puerta de salida. Los demás le siguieron.

Una vez fuera, comprobaron que el frío y el mal tiempo que habían dejado en Torrejón había viajado también con ellos. Intensas nubes de color negruzco dieron la bienvenida a los forasteros.

—¡Qué ganas tenía de estirar las piernas! A pesar de este frío gélido que se me está metiendo por el cuerpo —dijo Jessica, encogiendo el cuerpo para retener el calor.

A Franz le dieron ganas de ir a abrazarla, aunque se contuvo. En cambio, le ofreció la chaqueta gentilmente, aunque la chica la rechazó con educación.

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