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Capítulo 34

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Capítulo 34

Les dije exactamente lo que querían oír. Aunque me guardé cosas, por supuesto. No era asunto suyo lo que había pasado entre Spider y yo; eso quedaba entre nosotros. Pero les conté todo lo demás y les di un poco de «información» sobre la gente de las fotos que me mostraron.

Hablaron conmigo, grabándolo todo y luego lo escribieron y me lo hicieron firmar. No tuve ningún problema en poner mi nombre al pie de aquello. Todo eso era parte del plan y me acercaba un paso más a donde yo quería estar.

—¿Cuándo voy a ver a Spider? —dije cuando hube firmado la declaración.

—Tenemos que hacer unas gestiones. Todavía lo están interrogando. Lo han vuelto a llevar a Londres, a Paddington Green.

—Oiga, espere un momento…

—No, no pasa nada, pequeña. Me llevaré tu declaración a Londres y veré cómo van las cosas. Después volveré y traeré a Dawson conmigo.

Así que tendría que esperar todavía unas horas. No había problema.

Recogieron sus cosas, cerraron los maletines y se fueron. Al salir me estrecharon la mano, como si fuéramos socios en algún negocio o algo. Pensé que eso era una buena señal. Me estaban demostrando que teníamos un trato. Ahora tenía que confiar en ellos, ¿qué más podía hacer?

Ya era la hora de la comida y Anne, la mujer del rector, me trajo huevos revueltos y tostadas, cubiertos con papel de aluminio para que se mantuvieran calientes. No se puso a comer conmigo, pero se quedó por allí como si estuviera esperando algo. Al fin consiguió soltar unas cuantas palabras torpemente.

—Jem, ¿puedo hablar contigo?

Me encogí de hombros. No me importaba.

Se acercó a la puerta y la cerró de forma que nos quedamos las dos solas en la sacristía. «Quiere persuadirme para que me vaya. Le estoy causando a su marido demasiados problemas», pensé, pero me equivocaba.

—Dicen… Dicen que puedes saber cuándo va a morir la gente. —Tenía el ceño fruncido mientras examinaba mi cara.

Intenté no mirarla, pero no pude evitar sus ojos. Su necesidad de contacto era demasiado fuerte. 862010.

—Bueno… —fue mi única respuesta. Deseaba que no me lo preguntara.

—Estoy enferma, Jem. Tengo una enfermedad. No se lo he contado a Stephen, así que, por favor, no…

Oírla pronunciar el nombre del rector (su marido) hacía que pareciera más humano, y eso me llevó a pensar que me había equivocado con él. Sí, él iba a vivir otros treinta años más o menos, pero puede que lo que le quedaba de vida no fuera a ser nada fácil. Quizá lo que tendría serían noches solitarias, comidas para llevar, un solo huevo cocido y una casa vacía.

—Lo que pasa es… que necesito saberlo. Cuánto me queda. Así podré planear las cosas, asegurarme de que los niños estén bien y de que Stephen pueda con ello.

—¿Los niños? —Otra sorpresa.

—Bueno, ya están bastante crecidos. Tienen diecinueve y veintidós años, pero quiero asegurarme de que están bien establecidos, que se han pagado las deudas por sus estudios, todas esas cosas. —Debió de darse cuenta de que no sabía de qué estaba hablando, porque se rio nerviosa—. Bueno, tal vez no lo entiendas, pero yo sería más feliz si no quedasen cabos sueltos. Más feliz, aunque no feliz… —No terminó la frase.

—No lo puedo decir. No está bien.

—Entonces lo sabes.

Me mordí el labio.

—Lo sabes —repitió—. No debería tener miedo «ante el seguro y cierto advenimiento de la vida eterna…», ¿verdad? —Había lágrimas en el rabillo de sus ojos que amenazaban con escapar y correr por su cara—. ¿Por qué eso no me consuela?

Yo era la persona menos indicada para responder a eso. Se quedó allí sentada, perdida en sus pensamientos. De repente pensé en Britney, en cómo su familia había llevado la enfermedad de su hermano.

—Creo que debería decírselo —aconsejé.

—¿A Stephen?

Asentí.

—Lo sé. Lo he ido postergando. Al principio, cuando era un secreto, no parecía real. A veces finjo que no está ocurriendo durante una hora, bueno, unos minutos. Pero además… le rompería el corazón. —La voz se le quebró—. Sé que es un poco pomposo y a veces demasiado serio, pero somos fuertes cuando estamos juntos, hacemos un buen equipo. ¿Cómo se las va a poder arreglar sin mí?

Las lágrimas habían empezado a caer a raudales y ella se inclinó hacia delante y se puso un pañuelo junto a los ojos como intentando que las lágrimas se quedaran donde estaban.

Esperé hasta que pararon y ella volvió a incorporarse en su asiento.

—Siento no poder ayudar —le dije. Y de verdad que lo sentía. Me sentía completamente inútil.

—Sí que me has ayudado, Jem. Sólo poder contártelo ya me lo ha hecho más fácil de afrontar. Me ha dado coraje.

Me agarró las manos y tuve que hacer un esfuerzo para no apartarlas de las suyas. No podía decir nada. Sólo quería que me soltara, que alejara de mí su dolor. Lo hizo un momento después. Se levantó, se alisó la falda y sacudió la cabeza como si quisiera ahuyentar la desesperación. Fue a abrir la puerta.

—Gracias, Jem. Que Dios te bendiga.

A mí me parecía que no había hecho nada. Cuando empezó a llorar me había sentido muy avergonzada, pero también había sido difícil no acabar llorando también. Sus lágrimas al pensar en la muerte eran un reflejo del terror acuciante que yo sentía al pensar en quedarme sola. Dos caras de la misma moneda.

De repente las paredes de la sacristía empezaron a cerrarse sobre mí. Necesitaba un poco de espacio para respirar. Salí a la abadía. Había algunas personas por allí y tuve la sensación de que me miraban mientras caminaba sobre las lápidas intentando no pisar los nombres de la gente.

Unos minutos después, una mujer que llevaba un pañuelo en la cabeza se me acercó. Yo estaba en la capilla, en el mismo lugar donde me había sentado para calentarme un poco la mañana que Simon me dejó entrar.

—Disculpa —me dijo, insegura—. ¿Eres Jem, la chica de la que todos hablan?

—No lo sé —dije—. Sí, me llamo Jem, pero no sé si hablan de mí.

—Has salido en las noticias cuando te buscaban y corren todo tipo de historias sobre ti en internet. —Estaba de pie delante de mí, pero las piernas empezaron a temblarle—. ¿Te importa si me siento un poco? Estoy un poco… cansada.

Lo cierto era que sí me importaba. Tenía una ligera idea de hacia dónde iba la conversación y no quería meterme en eso. Quería que me dejaran en paz. No dije nada y ella se sentó de todas formas en el banco acolchado, muy cerca de mí.

—Lo que pasa —prosiguió— es que dicen que puedes ver el futuro. El futuro de la gente y que por eso huiste de la London Eye.

Se detuvo y me miró. Nuestras miradas se encontraron y pude ver su futuro, su final al menos. Dos años y medio. «Eres una estúpida», me dije. No debería habérselo dicho a nadie, tendría que haber sido mi secreto hasta el final.

—Sólo son rumores —murmuré—. Ya sabe cómo es la gente.

—Pero algo hay, ¿no? Hay algo diferente en ti. —Examinaba mi cara como si quisiera encontrar alguna respuesta ahí—. ¿Puedes? —repitió—. ¿Puedes ver el futuro?

No dejaba de revolverme en mi asiento. Intenté no mirarla, mantener la vista fija en mis manos o mis pies y la boca cerrada. Pero no desistió. De hecho, levantó la mano, cogió el borde de su pañuelo y se lo quitó, mostrándome su cabeza prácticamente calva con sólo algunos mechones aquí y allá. Parecía terriblemente desnuda.

Extendió la mano para tocar la mía. Quería apartarla, decirle que se alejara de mí. No puedo explicar lo raro que era para mí tener allí sentada tan cerca a una extraña que quería tocarme. Me he pasado la vida intentando que se mantuviera el espacio entre los demás y yo, construyendo muros. El contacto físico provocaba que hiciera muecas, que mostrara repulsión, que me apartara. Excepto con Spider, claro.

Todo era diferente con él.

Pero la fuerza del dolor de esa mujer me detuvo, aunque puede que fuera porque después de todo en el fondo tengo dentro a una persona decente. Le puse la mano sobre las suyas y después la aparté con cuidado. Sus dedos se cerraron sobre los míos, notó la cicatriz y me volvió la palma hacia arriba. Dio un respingo al ver el feo desgarrón rojo producido por el alambre de púas.

—¿Qué pasa?

—Tienes la marca de la cruz en la mano.

Eso ya era demasiado.

—¡Está de coña! —le dije—. Me clavé un alambre de púas, eso es todo. Nada más.

Ella siguió acariciando mi mano con la suya.

—Por favor, dime lo que sabes. Puedo asumirlo.

Negué con la cabeza.

—No puedo decirle nada. Lo siento —me sentía atrapada, inútil. Me levanté—. Disculpe, tengo que… necesito…

Lo entendió y se puso en pie, cogiendo el bolso y el pañuelo. Volvió a ponérselo en la cabeza.

—Lo siento, no puedo ayudarla —le dije, y lo decía de verdad.

Ella apretó los labios hasta formar una fina línea y asintió; sus emociones estaban demasiado a flor de piel ahora para poder hablar.

La dejé allí colocándose el pañuelo y me precipité hacia la nave principal de la iglesia. Simon estaba de pie hablando con un hombre mayor en mitad del pasillo central y me daba la espalda. Al verme, el hombre se quedó a media frase, apartó a Simon y se dirigió directamente a mí.

Estaba tan delgado que se le veía el esqueleto a través de la piel y tenía los ojos vidriosos. Intenté no mirarlo, pero ya había visto su número cuando se lanzó hacia mí. Le quedaban cuatro semanas.

Supe por la expresión de su cara lo que quería de mí. Una fecha, la verdad. Sabía que no podía decírselo, así que, antes de que pudiera llegar hasta mí, me volví y caminé rápido hacia la sacristía. Cuando alcancé la puerta, oí una voz.

—Deje que le ayudemos, señor. Venga y siéntese aquí. ¿Quiere un vaso de agua? —Simon y uno de los monaguillos lo habían interceptado y estaban persuadiendo al hombre mayor para que se sentara en un banco.

Aliviada, entré en la sacristía y cerré la puerta a mi espalda.

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