Numbers

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Capítulo 35

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Capítulo 35

Supongo que el personal de la iglesia, o tal vez la policía, mantuvieron al resto de la gente alejada de mí. De vez en cuando venían personas que me traían comida e intentaban hablar conmigo. Les dejé quitarme las zapatillas y taparme con una manta, pero me quedé toda la tarde acurrucada en la cama y encerrada en un círculo de silencio. Al fin, mucho después de que hubiera oscurecido, me dejaron. Todos excepto Anne, que se ofreció voluntaria para quedarse a pasar la noche conmigo.

Justo después de que las campanas de la abadía hubieran dado las ocho, la oí moviendo cacharros. Me volví en el improvisado colchón.

—He traído un poco de sopa en un termo. ¿Quieres un poco?

Me sentía algo mareada y desorientada. Me incorporé lentamente.

—No sé.

—Te pondré un poco a ver si te apetece.

Se sentó a la mesa con un cuenco delante. Me levanté despacio y me uní a ella. No tenía hambre, pero probé un poco de sopa. Era casera y estaba deliciosa. Me la fui tomando poco a poco.

—Es agradable verte comer —me dijo cuando hube terminado—. Llevas una carga enorme, ¿verdad? Debe de ser horrible para ti.

Asentí.

—Preferiría que no fuera así, no ver los números.

—Es duro, ¿no? Pero tal vez deberías verlo como un don.

Reí.

—¿Quieres decir que alguien me ha regalado esto? Debo de haber hecho algo horrible para merecérmelo.

—Puede que te lo haya dado Dios. Quizá a ti no te parece un don, pero para los demás sí que lo es. —Me había perdido.

—No lo entiendo.

—Eres una testigo, Jem. Das testimonio del hecho de que somos mortales, de que nuestros días están contados y que tenemos muy poco tiempo.

—Pero todo el mundo sabe eso.

—Lo sabemos, pero elegimos olvidarlo. Es demasiado difícil de soportar. Ayer tú me hiciste darme cuenta de eso: elegimos olvidar.

—Sí, y que lo digas. Yo no puedo ir a ninguna parte, mirar a nadie o hacer nada sin que me lo recuerden. Me está volviendo loca. No puedo aguantarlo más.

—Dios te quiere, Jem. Él te dará fuerza.

Eso era demasiado; puede que mi carácter se hubiera suavizado un poco durante las últimas semanas, pero la antigua Jem no estaba muy lejos de la superficie.

—¿Pero qué dices? Si Dios me quiere tanto, ¿por qué dejó que mi madre muriera de una sobredosis, por qué puso en mi vida una serie de personas a las que no les importaba lo más mínimo, por qué hizo que me torciera un tobillo, que pusiera la mano sobre un trozo de mierda de pájaro o por qué me puso este enorme grano en la barbilla?

—Te dio el regalo de la vida.

No tenía respuesta para eso.

Conseguí frenarme y no decir que realmente fue mi madre y uno de sus muchos clientes que le pagó veinte libras para que siguiera con su vicio. Yo era el resultado de un polvo rápido en un piso de mala muerte, de una transacción comercial. Pero eso no era lo que quería oír Anne, y yo no quería molestarla, así que simplemente gruñí y me quedé callada.

Nos tomamos otro cuenco de sopa cada una y después nos metimos en la cama. Mi mente no dejaba de traerme imágenes de las dos personas enfermas de la abadía y de la propia Anne. Si yo tuviera la oportunidad de saber cuándo iba a morir, ¿querría saberlo? La respuesta debería ser no, ¿verdad? ¿Por qué iba a querer nadie cargar con eso? Seguro que saberlo lo cambiaría todo. ¿Y si saberlo, conocer el día que se va a morir, te crea una desesperación enorme y decides matarte antes de que llegue el día? ¿Podría pasar eso? ¿Se podía engañar a los números decidiendo irse antes? Tal vez Spider tenía razón y los números podían cambiar.

Lo mirara desde el punto de vista que lo mirara, nunca podría decirle a nadie su número. Lo había sabido siempre instintivamente y ahora que mi secreto era público, me parecía aún más importante. Mientras me iba durmiendo pensé que, de todas formas, no habría mucha gente que quisiera saber algo así.

A la mañana siguiente había una cola de cincuenta personas.

Simon vino a decírmelo mientras Anne y yo desayunábamos. Bueno, Anne estaba desayunando; yo sólo conseguí beber un poco de té.

—Hay mucha gente ahí fuera hoy, Jem.

Eso era justo lo que no quería oír. Estaba cansada, no me encontraba nada bien y sólo quería saber de un visitante: hoy tenían que traerme a Spider.

—¿Y qué quieren que haga? Sólo soy una niña.

Él se encogió de hombros.

—Podemos mantenerlos alejados de ti. Nuestro equipo puede asesorarles.

Anne estuvo de acuerdo.

—Sí, eso es lo mejor. Estamos acostumbrados a tratar con gente en crisis. Cuando haya ordenado un poco esto, saldré a ayudar.

Parecía tan normal allí de pie… Jersey de cuello alto, falda de pana, botas y el pelo corto y con una permanente horrible. Pero no era nada normal. Estaba preparada para sentarse todo el día y escuchar los terrores de los demás mientras ella luchaba con los suyos propios. Ni siquiera yo podía mofarme de eso. Me provocaba respeto. Y eso era más que lo que era capaz de asumir.

—Vale. Yo no puedo verles. No quiero. No tengo nada que decirles.

—No pasa nada. Nosotros lo arreglaremos.

Simon desapareció para hacer los preparativos. Anne siguió con los cacharros, fregando las tazas y las demás cosas del desayuno.

—¿Sabes? —comenzó a decir—. Tienes que ir pensando qué quieres hacer después. Adónde quieres ir. Éste no es el mejor lugar para ti.

—Ya sé lo que quiero hacer. Quiero pasar algo de tiempo con mi amigo. Y después… después… No lo sé. —Lo cierto es que no había pensado en la vida después del quince. De ese mismo día.

—Karen volverá pronto. Creo que todo el mundo está de acuerdo en que deberías volver con ella a casa. Ella puede ayudarte con todos los asuntos legales, si es que deciden presentar cargos. Te conoce, Jem, y se preocupa por ti.

—No voy a volver con Karen.

—Tienes quince años, Jem. No eres lo suficientemente mayor para arreglártelas sola. Todavía no.

—¿Podemos dejar el tema, por favor? No sé lo que voy a hacer hasta que no vea a Spider.

De repente me di cuenta de que no me había vuelto a lavar desde que me di una ducha en casa de Britney. Quería estar bien para él. Me metí en el pequeño aseo, me desnudé y me lavé lo mejor que pude en el lavabo con el jabón de las manos. Al menos estaba limpia, aunque todavía llevara la ropa de Britney que me quedaba un poco grande. Ese lavado improvisado sirvió para despertarme del todo y al fin me deshice de esa sensación enfermiza como de resaca que llevaba persiguiéndome toda la mañana. Estaba ansiosa por verle. Nunca había tenido tantas ganas de nada en mi vida.

De nuevo en la sacristía vi que Karen había vuelto. Nada más salir del aseo descalza y con una toalla alrededor de la cabeza, se lanzó a abrazarme.

—Jem, ¿cómo estás? Tienes mejor aspecto.

Me apartó un poco de ella, pero dejó ambas manos sobre mis hombros.

—La gente de ahí afuera está desesperada por verte. Todo esto es una locura, pero creo que deberías considerarlo detenidamente antes de hacer algo porque…

No pudo acabar la frase porque, en ese momento, se abrió la puerta de la sacristía bruscamente y un tipo de mediana edad entró embalado y se dirigió directamente a mí.

—Hola, Jem. Encantado de conocerte. Soy Vic Lovell.

Cruzó la habitación con la mano tendida, prácticamente empujó a Karen fuera de su camino, me agarró la mano y me la estrechó vigorosamente. En un instante la habitación estaba llena de él, de su presencia y su energía. Él no quería mi ayuda. Quería otra cosa.

Empezó a hablar incluso antes de quitarse el abrigo.

—A ver, Jem, estoy aquí para hablarte de tu futuro, que la verdad es que parece que va a ser bastante brillante. Tengo unas ofertas increíbles para ti y, si sabemos jugar bien nuestras cartas, puede que esto te arregle el resto de tu vida. Hay entrevistas en la prensa, la radio y la televisión. Estoy seguro de que te puedo conseguir una portada en una gran revista. Eso será durante los próximos dos meses. Después tenemos que sacar un libro; ya tengo varios editores desesperados por hablar contigo. No te preocupes, no espero que te sientes tú a escribir. Hay gente que se dedica a esas cosas; tú sólo tienes que hablar y ellos se ocuparán del resto. Pero lo más importante es que tienes que firmar conmigo para que pueda gestionar todo eso para ti. Si esto no se lleva con mucho cuidado, puede que acabes demasiado expuesta en los medios o pierdas alguna oferta clave, pero, si se hace de la forma correcta, como te he estado contando, ganarás suficiente dinero para vivir el resto de tu vida. —Al fin dejó de hablar, me dedicó una amplia sonrisa y me hizo un gesto alentador.

—¿Qué? —le dije.

—¿Qué piensas? ¿Vamos a ser socios?

Todavía recuperándome de su ataque verbal, sólo pude encogerme de hombros y dije:

—No lo sé.

Y ahí iba de nuevo…

—Sé que son muchas cosas para asimilar en un momento, ¿verdad? Tal vez no estés entendiendo bien lo que te estoy proponiendo. Puedo hacerte rica, Jem. Estamos hablando de cientos de miles de libras. Eres joven, tienes una historia fantástica para contar y todo el mundo habla de ti. Es tu momento, Jem, aquí y ahora. Puedes tener todo lo que quieras: ropa, fiestas, coches, viajes. No tienes más que decirlo y lo tendrás. El mundo quiere oír tu historia. Todo gira en torno a ti.

—¿Y qué es lo que quiere usted?

Miré su abrigo beis, el grueso sello de su dedo y el Rolex medio oculto por el perfecto puño de su camisa blanca.

—Quiero ayudarte.

—¿Y usted obtiene a cambio…?

—Un porcentaje, por supuesto. —Fijó sus duros ojos grises en mí. No pude evitarlo. Era de mediana edad y aún le quedaban otros treinta años de líos, tratos y trapicheos—. No soy una organización benéfica, claro. Estaremos juntos en esto, Jem.

—No. Que te den.

—¿Cómo?

—Que te den. No quiero saber nada de eso. No quiero tu ayuda. —Escupí la palabra como si fuera un taco—. No quiero tu dinero. Ni fama. No quiero ser una famosilla.

Me miró como si hubiera perdido la cabeza.

—No tienes ni idea de lo que dices. No puedes alejarte de esto. Estarías loca si lo hicieras.

—Sé lo que estoy haciendo. Y sé lo que quiero. Y quiero que te vayas inmediatamente.

Levantó ambas manos.

—No te precipites. Ahora mismo estás bajo mucha presión, lo sé. Te voy a dejar para que hables con tu madre. Te dejo respirar un poco. Estaré fuera.

Karen había estado observando toda la conversación sentada en una esquina. Pensé en su pequeña casa en Londres con el papel pintado que se caía donde estaba la mancha de humedad en la cocina. Se había pasado toda la vida intentando apañárselas con poco dinero. ¿Qué le parecería a ella que siguiera con todo aquello? Sabía que sólo le quedaban unos años. Tal vez lo que prometía ese tipo hiciera que los que le quedaban fueran los mejores años de su vida.

—¿Qué piensas, Karen?

Meneó la cabeza.

—Ya sabes lo que pienso de todo esto. Ya ha ido demasiado lejos. Si empiezas a dar entrevistas y a escribir libros, sólo irá a peor.

—Pero podría comprarte cosas. Una casa más grande con un jardín enorme para los niños.

Su expresión se suavizó.

—Les gustaría, ¿verdad? —dijo—. Pero no tienes que comprarme nada, Jem. Estamos bien como estamos. Este mundo… Es todo fantasía, no es real. Te conozco, Jem. Eso no es lo que tú quieres, ¿a que no?

Tal vez sí que me conocía después de todo. Le sonreí.

—No. Todo eso es una mierda.

Karen abrió la boca para quejarse por mi lenguaje, pero volvió a cerrarla y se acercó para darme un abrazo.

—No quiero nada de eso —le dije—. Sólo quiero que se vayan todos. No debería habérselo dicho a nadie.

—No pasa nada. Nada. —Seguía abrazándome, pero yo me separé.

—No va a desaparecer, ¿verdad? Este tipo de cosas se alimentan de sí mismas. Ahora está ahí fuera y no hay forma de pararlo.

—Creo que tú puedes pararlo.

—¿Cómo?

Me miró directamente a los ojos.

—Díselo. Diles que te lo has inventado. Que no es verdad.

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