Numbers

Numbers


Capítulo 36

Página 38 de 43

Capítulo 36

La última vez que tuve que ponerme de pie y hablar ante un grupo de gente había sido en el colegio para contar el mejor día de mi vida. ¿Cuándo había ocurrido eso? ¿Hacía un mes? Ya ni me acordaba. Me levanté allí, delante de toda la clase y les dije la verdad, al menos las cosas como yo las veía. Y eso no había resultado demasiado bien. Ahora me estaba preparando para ponerme ante una multitud de extraños (enfermos y moribundos, periodistas, personas como ese agente y Dios sabe quién más) para decir que era una mentirosa. Iba a negar una verdad que me había perseguido toda mi vida.

—Vale. Vamos.

Karen me apretó un poco el brazo.

—Buena chica —dijo. Supongo que ella creía de verdad que iba a confesar la verdad. Nunca me creyó, y ahora estaba encantada de que yo admitiera lo que ella había pensado todo el tiempo.

Salimos de la sacristía hacia la abadía. Allí había ya bastante más que cincuenta personas. Parecía que hubiera cientos de miles por allí, todos cerca de la puerta de la sacristía. En cuanto aparecí, subió la intensidad del ruido y la gente empezó a acercarse. Karen me llevó a través de la gente hacia la parte delantera de la abadía donde estaba Anne de pie junto a Stephen, el rector.

—Jem quiere hacer una declaración —les dijo Karen—. ¿Cuál sería el mejor lugar?

—Bueno, pues… —empezó a decir Stephen cuando el tipo pijo de antes se abrió paso hasta la parte delantera y lo interrumpió.

—Desaconsejo completamente una declaración. Hay que manejar a los medios con mucho cuidado cuando se trata de una historia como ésta. Será mucho mejor si hacemos entrevistas cara a cara. Vamos, vuelve a la sacristía…

Me puso la mano en el brazo. Intenté zafarme, pero me sujetaba con mucha fuerza.

—¡Suélteme! —chillé—. No le pertenezco y no quiero ningún trato con usted.

Pareció realmente sorprendido y desconcertado, como si no entendiera lo que le estaba diciendo.

—¿No me estabas escuchando cuando hemos hablado?

—Sí, le escuchaba. Pero usted a mí no. No me dejó hablar. No me interesa. Ahora, aparte la mano o le muerdo.

—No me puedo creer que alguien quiera desaprovechar una oportunidad como ésta. O eres muy inocente o muy estúpida. —Hablaba en voz baja ahora, pero Karen y los otros pudieron oírle.

—No es ninguna de las dos cosas —dijo Karen con firmeza—. Tiene personalidad propia y ha tomado una decisión. Ahora preferiríamos que la dejara en paz de una vez.

Vic se apartó, pero no salió de la abadía; se quedó entre la multitud, observando.

—¿Tienes algo que decir entonces? —me preguntó Stephen.

—Sí, creo que ya es hora… de que deje de hacerle perder el tiempo a todo el mundo.

Anne miró preocupada a Karen, pero Stephen asintió y pareció aliviado.

—Bien, me alegro. Todo este lío ya ha ido demasiado lejos. Puedes hablar desde aquí.

Había un pequeño escalón que subía a la parte donde estaba el coro, pero así sólo llegaba a la altura de las cabezas de la mayoría de la gente.

Miré el púlpito.

—¿Y allí? Además hay un micrófono.

Se le puso la cara muy roja.

—Creo que eso sería inapropiado… —empezó a decir, pero se lo pensó mejor—. Bueno, está bien. Si así acabamos con todo esto…

Me llevó hasta unos escalones y de repente ahí estaba, en el púlpito de madera oscura de la abadía de Bath. Encendió el micrófono y me presentó. Su voz resonó entre los bancos.

—Señoras y caballeros, tomen asiento por favor. Nuestra joven… huésped de la abadía quiere decirles unas palabras. —Extendió la mano invitándome a dar un paso adelante y hablar. Se retiró y bajó las escaleras.

La multitud guardó silencio.

Cometí el error de levantar la vista. Un mar de caras se encontró con la mía. Y un mar de números también. No tenía nada preparado; ninguna palabra ingeniosa, ningún discurso, ni principio, ni medio, ni fin. Y sólo una cosa que decirles: una descarada mentira.

Respiré hondo un par de veces.

—Hola —empecé—. Soy Jem. Pero ustedes ya lo saben y por eso están aquí. —Ninguna reacción. Tragué con dificultad y seguí—. Lo cierto es que no sé muy bien por qué están aquí. No soy más que una niña, la misma niña que era hace un mes, un año o cinco años, cuando nadie quería saber nada de mí. Supongo que la diferencia está en que han estado diciendo cosas sobre que sé cuándo va a morir la gente. Y supongo que están aquí porque creen que se lo voy a decir. Pero lo que tengo que decirles… lo que tengo que decir… es que todo es una mentira. Me lo inventé.

Se oyó un rumor y algún grito ahogado entre la multitud.

—Únicamente quería atención, eso es todo. Y miren si funcionó… Lo siento. Soy un fraude. Les he engañado. Ya pueden irse a casa. No hay nada que ver aquí.

Y me di la vuelta para bajar las escaleras. La gente empezó a protestar: eso no era lo que querían oír. Hubo gritos furiosos, pero también, por encima de los otros ruidos, destacó un grito de angustia genuina. Era un sonido horrible. Me volví y examiné a la multitud. La mujer que gritaba era la del pañuelo en la cabeza, la que me había tocado la mano el día anterior. Aunque no era justo por su parte venir a mí a buscar respuestas, no pude evitar sentir que la había decepcionado. Volví al micrófono.

—¿Pero qué esperaba de mí? —La miraba a ella y le hablaba directamente, pero todo el mundo volvió a guardar silencio—. Si quiere puedo decirle lo que vino a buscar.

Hice una pausa y me humedecí los labios.

—Se está muriendo.

Se puso las manos en la boca con los ojos muy abiertos por la impresión. Se oyeron otras exclamaciones por toda la iglesia.

—Y también el hombre que está junto a usted. Y el que está detrás. Y yo misma. Todos nos estamos muriendo. Todos los que están en esta iglesia y los que hay fuera. No me necesitan a mí para que se lo diga. Pero hay algo más.

En la parte de atrás de la iglesia se abrió una puerta y entraron un grupo de hombres: policías con uniforme.

—Todos estáis vivos —proseguí—. Ahora mismo, hoy, todos estáis vivitos y coleando. Os han dado un día más. Nos lo han dado.

Los hombres se dirigieron hasta el principio del pasillo principal y comenzaron a caminar hacia la parte delantera. Había un tío en el medio mucho más alto que el resto, ridículamente alto de hecho, con la cabeza bamboleándose a su propio ritmo. No podía ser. ¿O sí? Mi corazón dejó de latir, juro que es verdad, pero mi boca siguió hablando.

—Todos sabemos que todo tendrá fin algún día, pero no podemos dejar que eso nos frene. No debemos dejar que nos impida vivir.

Spider se había parado a medio pasillo. Estaba de pie allí, mirándome con una enorme sonrisa tonta en la cara. Le hablaba a él ahora. Para mí no había nadie más en la abadía, sólo él.

—Sobre todo si tenemos a alguien que nos quiere: eso es lo más importante de todo. Si tienen eso, entonces deberían agradecer cada segundo que pasen con esa persona…

Él levantó ambos brazos en el aire y dejó escapar un grito de júbilo. Otras personas empezaron a aplaudir.

Me aparté del micrófono y bajé los escalones a trompicones. No me importaba que me miraran, ni las lentes ni las cámaras que me estaban enfocando. Corrí hacia él entre vítores y aplausos de la multitud confusa. Estuve a punto de resbalar en las baldosas pulidas. Spider no se había movido; aplaudía también y luego abrió los brazos. Me lancé hacia él y me cogió, dándome una vuelta en el aire antes de abrazarme fuerte. Lo rodeé con las piernas también, agarrándome a él como una lapa.

—¿Pero qué pasa aquí, tía? —dijo entre risas junto a mi pelo—. Te dejo unos días y te conviertes en predicadora… Ven aquí —inclinó la cabeza para acercarla a la mía—. Nunca he besado a una cura. —Y me besó con infinita ternura delante de todo el mundo—. Te he echado de menos.

—Yo también te he echado de menos —le respondí. Y por encima de nosotros, muy arriba en la torre del reloj, las manecillas y las palancas encajaron en su lugar y las enormes campanas de la abadía se pusieron a dar la hora.

Ir a la siguiente página

Report Page