Numbers

Numbers


Capítulo 1

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Capítulo 1

Hay lugares adonde van los chicos como yo. Chicos tristes, malos, aburridos, solitarios, chicos diferentes. Se nos puede encontrar allí cualquier día de la semana si se sabe dónde buscar: detrás de las tiendas, en callejones, bajo los puentes a la orilla de canales o ríos, tras los garajes, en cobertizos o en descampados. Somos miles. Si se nos quiere encontrar, claro… La mayoría de la gente no quiere. Si nos ven, miran hacia otro lado, fingen que no estamos ahí. Es más fácil así. Nadie se cree toda esa mierda de que hay que darle a todo el mundo una oportunidad… Al vernos se alegran de que no estemos en el colegio con sus hijos, molestando en sus clases, amargándoles la vida. Los profesores también se alegran. ¿Quién cree que se preocupan cuando pasan lista y no estamos? Por favor… Se echan a reír. No quieren a los chicos como nosotros en sus clases y tampoco nosotros queremos estar en ellas.

Muchos andan por ahí en grupitos de dos o tres, matando el tiempo. A mí me gusta ir por libre. Me gusta ir a los lugares en los que no hay nadie, donde no tengo que mirar a la gente y así no tengo que ver sus números.

Por eso me cabreé cuando llegué a mi refugio favorito, junto al canal, y me encontré que alguien había llegado allí antes que yo. Además, si hubiera sido cualquiera, un extraño, algún viejo vagabundo o un yonqui, me habría ido a otra parte sin más. Pero, como tengo tanta suerte, se trataba de otro de los chicos de la clase «especial» del señor McNulty: ese tío hablador, larguirucho y que no paraba quieto que se llamaba Spider.

Se rio al verme, vino directo hacia mí y agitó un dedo acusador delante de mi cara.

—¡Chica mala, muy mala! ¿Qué estás haciendo aquí?

Me encogí de hombros y miré al suelo.

Él siguió agobiándome.

—¿No podías aguantar más al McNútil? Te entiendo, Jem; es un psicópata. No deberían dejarle salir a la calle, ¿a que no?

Spider es muy grande, muy alto. Y es una de esas personas que siempre se te acerca demasiado, que no entiende que debe mantener las distancias. Normal que se meta en tantas peleas en el colegio. Está encima de ti todo el tiempo. Hasta puedes olerlo. Incluso si consigues zafarte y alejarte de él, te lo vuelves a encontrar ahí… No sabe interpretar las señales, no pilla las indirectas. No llegaba a verlo bien porque el borde de la capucha me bloqueaba la vista, pero cuando acercó su cabeza a la mía antes de que yo me apartara instintivamente, nuestros ojos se encontraron un segundo y lo vi. Su número. 15122009. Y eso me hizo sentir aún más incómoda. Pobre tipo… No tenía ninguna oportunidad con un número como ése, ¿verdad?

Todo el mundo tiene uno, pero supongo que yo soy la única que los ve. Bueno, no es que los vea exactamente; aparecen en el aire, dentro de mi cabeza. Los siento ahí, en algún lugar detrás de los ojos. Pero son reales. No me importa si la gente me cree o no. Que hagan lo que quieran, porque yo sé que son reales. Y sé qué significan. Lo descubrí el día que le tocó a mi madre.

Desde que tengo memoria, siempre he visto los números. Creía que todo el mundo los veía. Al caminar por la calle, si alguien me miraba a los ojos, allí estaba su número. Yo le decía a mi madre los números de la gente mientras ella me llevaba por ahí en la sillita. Creía que le gustaría, que pensaría que yo era muy lista. Sí, claro.

Íbamos bastante rápido por High Street, de camino a la oficina de los Servicios Sociales para recoger su asignación semanal. Los jueves normalmente eran días buenos. Pronto, muy pronto, podría ir a comprar esa cosa a la casa tapiada que había en nuestra calle, un poco más abajo, y ella sería feliz durante algunas horas. Todos los músculos tensos de su cuerpo se relajaban, me hablaba e incluso, algunas veces, me leía un cuento. Mientras íbamos volando por aquella calle yo gritaba alegremente los números de las personas que nos encontrábamos.

—¡Dos, uno, cuatro, dos, cero, uno, nueve! ¡Siete, dos, dos, cero, cuatro, seis!

De repente mamá dio un tirón a la sillita para detenerla y la rodeó para mirarme. Se agachó y agarró ambos lados del armazón de la silla con las manos, lo que hizo que sus brazos formaran una especie de jaula. Sujetaba la silla con tanta fuerza que podía verle los tendones que le sobresalían de los brazos, y los moratones y los pinchazos se veían más claramente que nunca. Me miró directamente a los ojos con la cara llena de furia.

—Escúchame, Jem. —Me escupió esas palabras a la cara—. No tengo ni idea de lo que estás haciendo, pero quiero que pares. Me estás volviendo loca. Y hoy no puedo con eso, ¿vale? No puedo más, así que ya… cállate… maldita sea. —Las sílabas picaban como avispas furiosas y su veneno volaba a mi alrededor. Y durante todo ese tiempo, todo el rato que estuvimos mirándonos a los ojos, su número estaba allí, grabado en el interior de mi cabeza: 10102001.

Cuatro años después vi cómo un hombre con un traje desaliñado lo escribía en una hoja de papel: «Fecha de la muerte: 10/10/2001». La encontré por la mañana. Me levanté, como todos los días, me puse la ropa del colegio y me serví unos cereales sin leche, porque la que había olía mal cuando la saqué de la nevera. Dejé el cartón a un lado, puse la cafetera y me comí los cereales mientras hervía el agua. Después le serví un café cargado a mi madre y se lo llevé con cuidado a su habitación. Todavía estaba en la cama, inclinada hacia un lado. Tenía los ojos abiertos y había algo, vómito, encima de su cuerpo y por las mantas. Dejé el café en el suelo, al lado de la aguja.

—¿Mamá? —dije, aunque ya sabía que no iba a responderme. No había nadie allí. Se había ido. Y el número también. Podía recordarlo, pero ya no lo veía cuando miraba esos ojos apagados y vacíos.

Estuve allí de pie unos minutos o unas horas (no lo sé) y después bajé las escaleras y le conté a la mujer que vivía en el piso de abajo lo que pasaba. Ella subió a ver. Me hizo esperar fuera del piso (como si no lo hubiera visto todo ya, vieja estúpida). Solamente desapareció durante treinta segundos y, de repente, salió corriendo, me apartó a un lado y vomitó en el rellano. Cuando terminó, se limpió la boca con su pañuelo, me llevó otra vez a su piso y llamó a una ambulancia. Entonces vino toda aquella gente: personas con uniformes (policías, personal de la ambulancia, gente con traje), como el hombre que llevaba el portafolio con los papeles. También vino una mujer que me habló como si fuera tonta y me sacó, así sin más, del único lugar que había conocido.

En su coche, camino de quién sabe dónde, no dejaban de venirme esas cosas a la cabeza; esta vez, no eran los números sino las palabras. «Fecha de la muerte». «Fecha de la muerte». Si hubiera sabido lo que significaban los números, se lo habría dicho, la habría detenido, no sé… ¿Pero habría habido alguna diferencia si ella hubiera sabido que sólo teníamos siete años para estar juntas? Seguro que no. Habría seguido siendo una yonqui. No había nada sobre la Tierra que hubiera podido detenerla. Estaba enganchada.

No me gustaba nada estar allí, bajo el puente, con Spider. Sabía que estaba al aire libre, pero me sentía encerrada, atrapada allí con él. Ocupaba todo el espacio con sus brazos y piernas larguiruchos que no dejaban de moverse, de sacudirse casi como si tuviera calambres. Y ese olor… Lo esquivé y salí en dirección al camino que había junto a la orilla.

—¿Adónde vas? —gritó a mi espalda, y su voz resonó contra las paredes de hormigón.

—Sólo estoy caminando —murmuré.

—Bien —dijo acercándose hasta llegar a mi altura—. Caminaremos y hablaremos —dijo—, caminaremos y hablaremos.

Cuando me alcanzó, se puso demasiado cerca de mi hombro y chocaba continuamente contra mí. Yo seguí adelante con la cabeza baja, la capucha puesta y el estrecho camino de gravilla y basura bajo mis zapatillas deportivas. Él trotaba a mi lado. Debíamos de parecer tan estúpidos allí los dos: yo demasiado baja para mis quince años y él como una jirafa negra a la carrera. Intentó iniciar una conversación, pero lo ignoré. Esperaba que se rindiera y se largara. Nada que hacer. Supuse que tendría que decirle que me dejara en paz para poder librarme de él, e incluso así probablemente no lo conseguiría.

—Así que eres nueva por aquí, ¿eh? —Se encogió de hombros—. ¿Te echaron de tu anterior colegio? Fuiste una chica mala, ¿eh?

Me echaron del colegio, de mi último «hogar» y del anterior y del que hubo antes que ése, también. Parece que la gente no sabe qué hacer conmigo. No entienden que necesito un poco de espacio. Siempre me están diciendo lo que tengo que hacer. Creen que las normas, las rutinas, las manos limpias y los buenos modales harán que todo vaya bien. Pero no tienen ni idea.

Se metió la mano en el bolsillo.

—¿Quieres un cigarro? Tengo unos cuantos, mira.

Me detuve y vi cómo sacaba un paquete arrugado.

—Vale.

Me pasó un cigarrillo y me dio fuego con su mechero. Me incliné un poco hacia delante e inhalé hasta que se encendió, aspirando el fuerte olor de Spider a la vez. Me eché atrás deprisa y dejé escapar el humo.

—Gracias —dije entre dientes.

Encendió su cigarrillo como si fuera lo mejor del mundo, exhaló el humo de una forma muy teatral y sonrió. En ese momento pensé: «Le quedan menos de tres meses, eso es todo. Todo lo que tiene este desgraciado en la vida es escaparse del colegio y fumarse un pitillo junto al canal. Nadie diría que eso es vida, ¿verdad?».

Me senté en un montón de viejas traviesas de ferrocarril. La nicotina hacía que estuviera menos tensa, pero nada conseguía calmar a Spider. No paraba un segundo: subía a las traviesas, saltaba de ellas, hacía equilibrios de puntillas en el borde del canal, volvía a saltar… Pensé: «Así es como se va a matar este idiota; saltará de alguna parte y se romperá el cuello».

—¿Nunca te estás quieto? —le dije.

—No, no soy una estatua. Ni una figura de cera como las del museo de Madame Tussauds. Soy todo energía, tía.

Bailoteó un poco allí mismo, en el sendero. Me hizo sonreír, no pude evitarlo. Me pareció que era la primera vez en años. Él me devolvió la sonrisa.

—Tienes una sonrisa muy bonita —me dijo.

Entonces exploté. No me gustan los comentarios personales.

—Pírate, Spider —le pedí—. Lárgate y déjame.

—Relájate, tía. Eso no significa nada.

—Sí, bueno… Pero no me gusta.

—Tampoco te gusta mirar a la gente, ¿verdad? —Me encogí de hombros—. La gente cree que estás en tu mundo porque siempre andas mirando al suelo, nunca miras a nadie a los ojos.

—Bueno, eso es cosa mía. Tengo mis razones.

Él se volvió y le dio una patada a una piedra que cayó al canal.

—Lo que tú quieras. Está bien, no volveré a decirte nada agradable, ¿vale?

—Vale —respondí.

Oía campanas de alarma sonando en el interior de mi cabeza. Una parte de mí deseaba eso más que nada en el mundo: tener a alguien con el que ir por ahí, ser como todos los demás durante un rato. Pero el resto de mí gritaba que saliera pitando de allí para que todo aquello no me atrapara. Te acostumbras a alguien, incluso empieza a gustarte, y luego te deja. Al final, siempre te abandonan. Lo miré mientras saltaba de un pie a otro sin parar para, de repente, coger unas cuantas piedras y ponerse a lanzarlas al agua.

«Ni lo menciones, Jem. En unos meses se habrá ido», pensé.

Mientras me daba la espalda, me levanté en silencio de mi asiento en las traviesas y empecé a correr. Sin explicaciones, sin despedidas.

Lo oí gritar detrás de mí.

—Oye, ¿adónde vas? —Yo sólo quería que se quedase allí, que no me siguiera. Su voz se fue apagando mientras yo aumentaba la distancia entre ambos—. Vale, haz lo que quieras. Te veré mañana, tía.

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