Numbers

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Capítulo 3

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Capítulo 3

Era uno de esos días grises de octubre en los que parece que nunca acaba de amanecer. No llovía, pero la lluvia estaba ahí, en el aire, en las caras, emborronándolo todo. Podía sentirla calando la sudadera y la capucha, haciendo que se me enfriaran los hombros y la parte de arriba de la espalda. Estábamos detrás de un centro comercial, en el lugar en que los bloques de hormigón de las paredes se encuentran con la franja verde sucio del canal.

—Deberíamos entrar en las tiendas. Al menos ahí estará seco —sugerí.

Spider se encogió de hombros y sorbió por la nariz. Hasta sus movimientos se veían algo contenidos hoy, como si el tiempo le afectara a su energía.

—No tengo dinero. Y además esos gorilas de seguridad me tienen manía.

—No quiero quedarme aquí. Hace frío. Apesta. Y me aburro.

Spider me miró a los ojos.

—¿Nada más que eso?

—Es una mierda.

Rio divertido, se volvió y comenzó a andar por el camino.

—Venga, vamos entonces a mi casa. Sólo está mi abuela y no molesta.

Dudé. Ya nos habíamos acostumbrado a ir por ahí juntos al salir del colegio y los fines de semana después de que Karen decidiera al fin soltarme un poco las riendas. Aunque no siempre; Spider a veces salía con una pandilla de chicos del colegio. Por lo que yo sé, va con ellos por ahí hasta que acaba discutiendo o tiene alguna pelea y luego desaparece durante un tiempo. Los tíos siempre andan con líos. Son como los animales, como los monos o los leones, siempre ajustando las jerarquías, decidiendo quién es el jefe. Bueno, por lo que fuera, él no había salido con ellos ese sábado; estaba conmigo y los dos estábamos aburridos como ostras. No se nos ocurría nada que hacer.

Pero ir a casa de alguien era un asunto que me agobiaba. Nunca me lo habían propuesto antes. Ni cuando era pequeña. Yo nunca he sido una de esas chicas que salían de clase en parejitas, a veces de la mano, riéndose, alborotadas. Lo de traer a las amiguitas a merendar no encajaba con el estilo de vida de mi madre.

—No sé… —respondí, reticente. Como siempre, me preocupaba conocer a alguien nuevo y no saber si mirarle a los ojos o no. La gente me ve como un bicho raro porque no quiero mirarles, pero la verdad es que lo único que quiero es mantenerme al margen de sus vidas. Demasiada información.

—Tú misma —dijo, se metió las manos en los bolsillos y se fue solo.

Ahora la lluvia empezaba a caerme en la cara y me molestaba.

—¡No, espera! —le grité, y salí corriendo para alcanzarle. Caminamos juntos, con las capuchas puestas y las cabezas gachas, bajo la sucia llovizna de Londres.

Tardamos unos cinco minutos en llegar a su casa, un pequeño edificio delante de Park Estate. Estaba en medio de una hilera de casas, en la planta baja, y tenía un pequeño jardincito cuadrado delante. El jardín no era gran cosa, algo de césped y unas pocas flores, pero lo bueno que tenía era que estaba lleno de estatuas y cosas así: gnomos, animalitos… Divertidísimo.

—Qué jardín más chulo —dije medio en serio, medio en broma. Spider hizo una mueca.

—Son cosas de mi abuela —explicó—. Está loca. —Saltó por encima del murete, se dirigió hacia el grupito de habitantes de cemento y dio una patada a la cabeza de un gnomo especialmente feo.

—No, no lo hagas —exclamé. Él se detuvo con la pierna todavía en el aire, a media patada—. Son graciosos. No les hagas nada.

—Oh, Dios mío. Tú también… —Meneó la cabeza mientras yo abría la portezuela de varillas metálicas oxidadas y subía por el caminito que llevaba a la puerta delantera. Él la abrió dándole un pequeño empujón (debía de estar sólo encajada, sin cerrar) y gritó en dirección al interior:

—Soy yo, abuela. He traído a una amiga.

Estaba muy nerviosa, pero me di cuenta del detalle de que había dicho «amiga». Y me gustó.

Había un estrecho pasillo y después se entraba directamente en la habitación principal. Todas las estanterías, todas las superficies en general, estaban cubiertas de cosas: animalitos de porcelana, platos, jarrones. Un montón de cosas sacadas de todos los mercadillos imaginables; era como si se hubieran reunido allí todos los objetos que siempre se quedan al final porque nadie los quiere… Más o menos ésa era la estampa. Un potente olor a humo de cigarrillo enrarecía el aire. No había ninguna ventana abierta, claro. Una espiral de humo llegaba desde la habitación de al lado, hacia donde se encaminaba Spider. Yo lo seguí. Su abuela estaba encaramada en un taburete junto a la mesa del desayuno, con el periódico delante de ella, una taza de té en una mano y el cigarrillo en la otra. Su nieto no se parecía en nada a ella. Era pequeña y blanca, tan blanca como yo, y tenía el pelo de punta teñido de morado. Su cara estaba llena de arrugas y sus rasgos eran duros. Observé mientras él se detenía junto a ella para darle un beso en la mejilla y pensé que si los hubiera visto en la calle nunca habría imaginado que eran familia. Pero bueno, eso es lo más normal ahora, ¿no? Los días de las fotos familiares (mamá, papá y los dos nenes, todos vestidos de domingo y todos igualitos)… ¿es que existieron alguna vez? ¿Hay algún lugar en este mundo donde todavía se vea eso? Al menos aquí no. Las familias de por aquí son lo que son: sólo la abuela, como en el caso de Spider, o nadie, como me pasaba a mí. Negros, blancos, marrones, amarillos… Así son las cosas.

Cuando Spider se apartó, su abuela me miró.

—Hola —me dijo—. Soy Val.

Intenté mantener la vista fija en el suelo, pero no sé por qué la miré un momento y ella me devolvió la mirada instantáneamente. Ya no pude volver a apartarla. Tenía unos ojos impresionantes: con los iris color avellana rodeados de un blanco clarísimo a pesar del humo del tabaco. Y no me estaba mirando sin más, como hacían los demás. No, me estaba observando como si pudiera ver en mi interior. Me llegó su número: 2022054. Cuarenta y cinco años más y eso que era fumadora compulsiva. Vaya…

—¿Y tú eres…? —preguntó. Las palabras sonaron bruscas, aunque no creo que fuera su intención.

No podía pensar con claridad. Ni siquiera recordaba mi nombre. Era como un conejo atrapado ante los faros de esos ojos.

Spider vino a rescatarme.

—Se llama Jem. Vamos a ver la tele.

—Un segundo. No tengáis prisa. Siéntate un momento, Jem. —Me indicó un taburete junto al suyo con un gesto de la cabeza.

—Abuela, déjala en paz. No empieces…

—Cuidado con esos modales, Terry. No le hagas caso, siéntate aquí —dijo dándole unos golpecitos al asiento. Tenía las manos pequeñas y acabadas en unas enormes uñas amarillas y curvadas. Me senté allí, obediente. La abuela de Spider no era el tipo de persona con la que se pudiera discutir, y había algo. Se podía sentir en el aire, como si la electricidad hiciera saltar chispas entre nosotras. Daba miedo y a la vez era emocionante. Todavía no había dejado de mirarla a los ojos. Mientras me revolvía en el taburete para conseguir cierto equilibrio, ella dejó el cigarrillo y me cogió una mano. A mí no me gusta el contacto físico, pero esta vez no me aparté. No podía. Las dos pudimos sentir un chisporroteo, un zumbido cuando su piel tocó la mía.

El desagradable aroma a humo rancio que salía de su boca me llenaba la nariz y hacía que me sintiera algo mareada. Me gusta el tabaco tanto como a cualquiera, pero ¿el de otra persona? ¿De segunda mano? No…

—Nunca he conocido a nadie como tú —me dijo, y yo pensé: «No, tienes razón, seguro que no has conocido a nadie así, pero ¿cómo lo sabes?»—. ¿Has oído hablar de las auras? —me preguntó. Spider, que se había ido hacia la habitación principal, acogió la pregunta con una carcajada de burla.

—Olvídalo, abuela. Déjala en paz, vieja bruja.

—¡Tú cállate! —Se volvió de nuevo hacia mí, y sus palabras, lentas y pronunciadas con cuidado, me llegaron muy adentro, como si estuviera escuchando con todo el cuerpo y no sólo con las orejas—. Tienes el aura más alucinante que he visto en mi vida. Morada y blanca. Y te rodea por completo. El morado indica tu energía espiritual y, el blanco, que eres capaz de concentrar esa energía. Es muy llamativo: nunca había visto a alguien con un aura tan fuerte como la tuya.

No tenía ni idea de lo que me estaba diciendo, pero quería saberlo.

—Tu aura, Jem, es la energía que tienes en ti. Irradia a tu alrededor con diferentes colores. Y el aura dice más de una persona que cualquier otra cosa. Todo el mundo tiene una, pero no todos pueden verla. Sólo los afortunados. —Entornó los ojos—. Tú también puedes verlas, ¿verdad?

—No —dije sinceramente—. No tengo ni idea de lo que me está diciendo.

—Está hablando de gilipolleces —gritó Spider.

—¡Me estás cansando, muchacho! ¡Cierra la bocaza de una vez! —Se inclinó para acercarse a mí y bajó la voz—. Puedes contármelo, Jem. Lo entiendo. Es un don, pero también es una maldición. A veces te dice más de lo que querrías saber.

El estómago me dio un vuelco. Ella sabía qué era eso. Era la primera vez que conocía a una persona que lo comprendía. Dios, ¿que si quería contárselo? Claro que quería, pero quince años es mucho tiempo guardando un secreto. El no contarlo se convierte en parte de ti. Y yo sabía que en cuanto empezara a hablar de ello, incluso si se lo decía a alguien como la abuela de Spider, todo cambiaría. Y no estaba preparada para eso. Aún no.

—No… No hay nada que contar —murmuré, y conseguí apartar los ojos de esa mirada penetrante y reveladora.

Ella se echó atrás de nuevo y suspiró. Casi pude verla respirar de lo espeso que era su aliento.

—Como quieras —dijo, mientras encendía otro cigarrillo—. Ya sabes dónde encontrarme. Estaré aquí. Siempre estoy aquí.

Me bajé del taburete y fui en busca de Spider, pero pude sentir su mirada que me taladraba la espalda.

Spider estaba despatarrado en un sillón, sus largas piernas colgando por un lado con los pies cruzados a la altura del tobillo.

—No le hagas caso. Perdió la cabeza hace años, ¿a que sí? —gritó en dirección a la otra habitación—. ¿Quieres ver deportes u otra cosa? —dijo mientras pasaba los canales a toda velocidad.

Me encogí de hombros y, justo en ese momento, vi una caja negra en el suelo.

—¿PlayStation?

Se desenroscó del sillón y se dejó caer sobre la alfombra, rebuscando entre un montón de juegos.

—Sí. ¿Grand Theft Auto? —Asentí—. No tienes nada que hacer. Tengo mucha práctica. Estoy tan puesto en este juego que lo podría hacer con los ojos cerrados —me dijo.

Él también… Debería haberlo sabido. Parece que todos los chicos como él saben conducir y disparar. Es como si fuera parte de su naturaleza, ¿verdad? No iba a dejarle que me pusiera nerviosa con sus fanfarronadas ni nada de eso, pero lo cierto era que le tenía pillado el truco; la velocidad y la capacidad de agresión necesarias. Se volcó en el videojuego, concentrándose como si su vida dependiera de ello. Jugaba con todo su cuerpo. Yo le plantaba cara, pero él siempre me ganaba.

—No está mal para ser una chica —dijo para provocarme.

Le hice un corte de mangas. Me sonrió y a mí me pareció que no me estaba yendo tan mal allí, en el número 32 de Carlton Villas.

Estuvimos un rato viendo la tele, pero no había más que basura. El puñetero «Factor X» o alguna cosa por el estilo. Miles de desgraciados haciendo cola durante horas como si fueran cabezas de ganado, pensando que la van a liar gorda. Imbéciles. Incluso los que saben cantar, ¿es que se creen que el mundo los va a adorar y que eso les traerá el dinero, la fama y todo lo demás? Los megaproductores del mundillo los exprimirían hasta sacar de ellos todo el dinero que pudieran y después los escupirían para que volvieran al lugar de donde habían salido. No es un futuro muy prometedor, ¿no? Sólo es una cuestión de ego. Tontos… Pero bueno, Spider y yo pasamos un buen rato riéndonos de ellos. Resultó que nos divertían las mismas cosas. Me encontraba bien sentada allí (a pesar del humo y el olor a rancio que Spider llevaba consigo a todas partes), aunque me daba cuenta de que su abuela seguía encaramada al taburete de la cocina todo el tiempo, como un pájaro de ésos, un halcón, un águila o algo así. Mejor un buitre. Escuchándonos. Esperando.

—Me tengo que ir —dije algo más tarde.

Spider se incorporó y salió del interior del sillón.

—Te acompaño.

—No, no hace falta. No está lejos.

—Te podría llevar en coche, si tuviera uno. —Hizo una pausa—. Podría conseguir uno.

Lo miré. Estaba muy serio; supongo que intentaba impresionarme. Me encaminé a la puerta. No tenía intención de verme implicada en nada de eso. Esos líos no me interesan. Podía oír a su abuela haciendo algo en la cocina: el golpe de la puerta del microondas, los pitidos de los botones al marcar los minutos en el teclado del aparato.

—Tu cena ya casi está. Ya nos veremos. ¡Hasta luego! —dije desde la puerta, dirigiéndome a su abuela. No quería ir hasta la cocina y hablar con ella de nuevo. Su cara apareció por el marco de la puerta. Los relámpagos llenaron la distancia que nos separaba y sus ojos se encontraron de nuevo con los míos. ¿Pero qué pasaba con esa mujer?

—Adiós, bonita —dijo—. Ya te veré —se despidió. Y eso es exactamente lo que quería decir.

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