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Capítulo 4

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Capítulo 4

—Quiero que escriban sobre el mejor día de sus vidas. No se preocupen mucho por la ortografía o la puntuación. Sólo háganlo rápido. Y escriban lo que les salga del corazón.

Otro ejemplo de la crueldad del McNútil, hacernos pensar en nuestras tristes e inútiles vidas. ¿Qué esperaba? ¿«El día que mi papi me compró un nuevo poni» o «Nuestras vacaciones en las Bahamas»? A mí, personalmente, no me gusta mirar al pasado. ¿Qué sentido tiene? El pasado se ha ido y ya no se puede cambiar. Es imposible escoger un día y decidir que ése es el mejor. Es más fácil decir cuál es el peor. Había varios candidatos para eso, pero no tenía intención de contárselos al McNútil. No era asunto suyo. Por un momento pensé en quedarme sentada y negarme a escribir. No podía hacer nada para obligarme. Pero entonces algo se revolvió en mi interior y decidí que, si eso era lo que quería, le contaría cómo son las cosas.

—¡Se acabó el tiempo! —Aullidos de protesta—. Dejen de escribir, por favor. No importa que no hayan acabado. Ahora, en vez de entregármelo a mí, les voy a pedir que lo lean en voz alta.

Se produjo una rebelión absoluta. Todos gritaban «ni de broma» o «piérdete». Sentí frío en mi interior y supe que me había equivocado.

—Quiero que se levanten y lean las palabras que han escrito. Nadie se va a reír de los demás. Están todos en el mismo barco. Vamos, inténtenlo. —Las protestas amainaron.

—Amber, empiece usted. Venga aquí delante mejor… ¿No? Bueno, quédese donde está y lea lo que ha escrito con voz alta y clara para que todos puedan oírla.

Y así fue haciendo leer a toda la clase. Vacaciones, cumpleaños, excursiones… Lo que se podía esperar. Uno de los chicos, Joel, describió el nacimiento de su hermano pequeño, y en el aula comenzó a notarse un ambiente diferente. De repente todo el mundo estaba escuchando cuando nos contaba cómo ayudó a su madre en el baño de su casa y envolvió al bebé en una toalla vieja. Un par de chicas exclamaron «¡Oooooh!» cuando terminó y sus amigos chocaron los cinco con él mientras volvía a su asiento. Había que felicitarle, hizo una cosa buena, pero yo me sentía mal en mi interior; la idea de esa vulnerabilidad y esa inocencia, sabiendo que el final estaba escrito para todos desde el primer día, era demasiado. No suelo querer tener nada que ver con los bebés.

Spider era el siguiente. Caminó hasta la parte delantera de la clase y se quedó allí, cambiando el peso de un pie a otro, con los ojos fijos en el papel que tenía ante él. Se veía claramente que preferiría estar en cualquier sitio menos allí.

—Eh, tío, ¿de verdad tenemos que hacer esto? —dijo, apartando la hoja de papel y estirando el cuello para mirar al techo.

—Sí —dijo McNulty con firmeza—. Venga, le estamos escuchando.

Cierto. La clase estaba en silencio, todo el mundo pendiente de eso.

—Vale. —Spider volvió a ponerse el papel delante de la cara para no vernos y que nosotros no pudiéramos verle a él.

—Mi mejor día fue uno en que mi abuela me llevó a la playa. Era un sitio con el nombre muy largo, Westonsupernosequé. Estuvimos metidos en un autobús durante horas; yo me quedé dormido. Al fin llegamos. Yo no había visto tanto espacio en mi vida. El mar estaba muy lejos y había una playa enorme. También había patatas fritas y helados. Y unos burros. Me subí a un burro. Es la cosa más rara que he hecho en mi vida, pero fue genial. Nos quedamos allí en un hotel y pasamos un par de días. Solos mi abuela y yo. Una pasada.

Un par de chicos montaron un poco de bulla en la última fila, pero de buen rollo. Los hombros de Spider bajaron unos centímetros cuando se relajó. Una vez superada la tarea, volvió a su asiento.

Poco después, me tocó el turno. Me hormigueaba la piel y podía sentir todas las terminaciones nerviosas de mi cuerpo mientras esperaba a que McNulty dijera mi nombre. Y al fin…

—Jem, creo que le toca a usted.

Mientras caminaba hacia la tarima me sentí desnuda aunque supiera que estaba cubierta por toda mi ropa. Me volví con los ojos bajos; no quería ver cómo me miraban todos. Tal vez debería haberme inventado algo en ese momento, simplemente fingir que era otra persona y elaborar una bonita historia sobre unas navidades perfectas, con regalos alrededor del árbol y esas cosas. Pero yo no puedo pensar tan rápido y menos cuando soy el centro de atención. ¿Le pasará a todo el mundo que es siempre después, pasado ya todo, cuando se te ocurre lo que tendrías que haber dicho, la respuesta arrolladora, el golpe que los habría noqueado a todos? Allí de pie, asustada, llena de pánico, no me quedaba más remedio que leer las palabras que había escrito. Inspiré hondo y empecé a hablar.

—El mejor día de mi vida. Me levanté. Me tomé el desayuno. Fui al colegio. Aburrido, como siempre. Deseando no estar allí, como siempre. Los demás me ignoraron y a mí no me importó. Me senté con los demás imbéciles; dicen que somos especiales. Perdí el tiempo. Ayer fue igual, y ya pasó. Puede que mañana no llegue. Sólo está hoy. Y ése fue el mejor y el peor día. Lo cierto es que todo es una mierda.

Se produjo un silencio cuando dejé de leer. No levanté la vista, sólo me apoyé en la pizarra blanca, muriéndome de vergüenza. El silencio llenaba mis oídos y me estaba dejando sorda. Entonces alguien gritó:

—¡Alégrate, hija! ¡Puede que nunca ocurra!

Y empezó el griterío y el tumulto habitual.

Un golpe hizo que levantara la vista. Spider iba saltando por encima de las hileras de sillas y mesas. Cuando llegó donde estaba el gracioso del fondo, un tío llamado Jordan, echó atrás el brazo y golpeó la cara del chico con el puño. Se produjo un estruendo cuando Jordan le devolvió el golpe. La clase se llenó de gritos y todos se reunieron alrededor de los dos que se peleaban formando un grupo de chicos apiñados y sobrexcitados. McNulty corrió hasta el fondo de la clase y consiguió abrirse paso entre el grupo, apartando los hombros y colándose entre los cuerpos.

Yo arrugué la hoja de papel y la dejé caer al suelo, después salí por la puerta al pasillo. Sólo tenía una cosa en la cabeza: desaparecer, encontrar algún sitio donde pudiera estar sola. No quería volver a esa cámara de torturas nunca más. Estuve por ahí durante horas, en ningún sitio en particular, sólo en todos esos sitios donde nadie te ve y a nadie le importa, hasta que me cansé de caminar en la oscuridad.

Volví a casa de Karen y entré por la puerta de la cocina. Esperaba que estuviera ya en la cama (era más de medianoche), pero me la encontré sentada a la mesa de la cocina, con una taza de té entre las manos y la cara grisácea. No podía más, la pobre Karen: los bebés, los niños pequeños, adolescentes «problemáticas» como yo… Veintidós niños de acogida. La habíamos agotado. Volví a fijarme en su número: 1472012. Solamente le quedaban tres años.

—¡Jem! —exclamó—. ¿Estás bien? ¿Dónde has estado?

—En la calle —respondí. No podía explicárselo todo. ¿Por dónde iba a empezar?

—Entra, Jem. Siéntate. —No parecía enfadada, sólo cansada.

—Lo único que quiero es irme a la cama.

Abrió la boca como si fuera a echarme la bronca, pero cambió de opinión. Simplemente dejó escapar un profundo suspiro y asintió.

—Está bien. Hablaremos de esto por la mañana. Pero hablaremos. —Una amenaza, no una promesa—. Será mejor que llame a la policía: les había dicho que estabas desaparecida. Toma, llévate esto a la cama. —Me dio la taza que estaba prácticamente llena.

Subí las escaleras, dejé la taza en la mesilla que había junto a mi cama y me metí debajo del edredón sin desvestirme. Amontoné las almohadas y estiré la mano para coger el té. Cuando el líquido caliente y dulce llegó a mi torrente sanguíneo me di cuenta de lo fría y vacía que me sentía.

Estaba muerta de cansancio, pero no podía cerrar los ojos. Así que me quedé allí sentada toda la noche, tapada hasta el cuello con el edredón, hasta que la luz entró a través de las cortinas. En algún punto entre el sueño y la vigilia, mi cerebro registró que acababa de comenzar otro día nefasto.

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