Numbers

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Capítulo 8

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Capítulo 8

Me desperté en el suelo, rodeada de cosas rotas, mis cosas. El último pensamiento que había cruzado mi mente antes de dormirme todavía rondaba en mi cabeza. Ya no tenía nada que perder. ¿Qué más podían hacerme aparte de lo que ya estaban tramando?

Miré mi reloj, que todavía funcionaba a pesar de que tenía el cristal de la esfera roto: las siete menos veinte. Estiré las piernas entumecidas, me puse de pie y caminé con cuidado por el suelo. Salí al rellano y bajé con cuidado las escaleras. Bebí unos tragos de zumo de naranja directamente del cartón y metí un poco de pan en la tostadora. Cuando las tostadas saltaron, las unté con un poco de mantequilla de cacahuete y salí, comiéndomelas mientras andaba.

No había mucha gente por allí, aunque sí se oía ruido de fondo. Siempre se oye en Londres. Me colé en un jardín delantero y me llevé una botella de leche para hacer bajar la tostada.

Me sentía mejor de lo que me había sentido en mucho tiempo. Sabía que alguna vez todo lo que había dejado atrás (las broncas, la cárcel, el nuevo cambio de casa) vendría a buscarme pero, por el momento, era libre.

Me llevé la botella de leche al canal y me la bebí subida en las traviesas del ferrocarril donde tuve mi primera conversación con Spider. La luz empezó a asomar por el límite del cielo. Cuando empezó a extenderse, todo se volvió gris: los edificios, las paredes, el agua y el cielo. Se podría hacer una foto en color y se vería igual que una en blanco y negro. Esos colores encajaban bien en mi estado de ánimo: estaba tranquila, apagada, viviendo el momento, sólo pasando el tiempo.

Cuando casi me terminé la leche, puse la botella al borde del canal y cogí un puñado de piedras. Apunté a la botella y se las fui tirando una a una. Algunas pasaron de largo, pude oírlas al caer en el agua (¡paf!). Cuando alcanzaba el blanco, la botella se tambaleaba, amenazaba con caerse, pero no llegaba a hacerlo. Removí el suelo con la zapatilla de deporte en busca de piedras más grandes. Encontré un par y me concentré más. Con la primera fallé; cayó al canal. La segunda le dio directamente al cuello y tiró la botella, que abofeteó el agua con un chapoteo húmedo. Me levanté y miré el agua por encima del borde. Estaba flotando de lado y lo que quedaba de la leche se iba derramando y esparciéndose por todas partes, mientras la botella se iba apartando lentamente hacia la izquierda, de camino al Támesis. «Debería haber metido un mensaje dentro», pensé. Por alguna razón me gustaba la idea de que algún chico de Francia u Holanda encontrara la botella flotando en el mar y sacara el trozo de papel de dentro para encontrar mi mensaje: «Que te jodan. Saludos desde Inglaterra».

La botella se había alejado de mí unos veinte metros. Pensé en seguirla, ver dónde acababa, pero no era así como quería pasar mis últimas horas de libertad antes de que volvieran a cogerme. Quería decirle adiós a mi amigo. Así que en vez de seguir la botella, me di la vuelta y me encaminé a casa de Spider. Cuando llegué no eran más que las siete y media y todavía no se veían signos de vida. Me acerqué a la puerta principal y mi mano se aproximó al timbre. Pero dudé y pensé que parecería un poco desesperada, necesitada, al aparecer así y a esa hora tan temprana. Por si acaso, empujé un poco la puerta. Se movió contra mis dedos y un hilo de humo salió flotando por la rendija.

Empujé para abrir la puerta del todo y entré. Allí, en la cocina, estaba Val, sentada en el taburete, con una taza de té en una mano y un cigarrillo en la otra. Por Dios, ¿es que esa mujer dormía allí también?

—¿Estás bien, querida? —me dijo como si hubiera estado esperándome—. Pasa. —Avancé un poco—. Has madrugado mucho. ¿Tienes algún problema? —Asentí—. Hay té en esa tetera. Coge una taza del fregadero y ven a sentarte aquí conmigo.

Y así nos encontró Spider cuando se levantó a eso de las nueve: Val y yo, la una junto a la otra en la mesa de la cocina, dando cuenta de la segunda tetera y con una montaña de ceniza de cigarrillo en el platillo que teníamos entre las dos. Entró en la cocina arrastrando los pies, con unos pantalones de chándal y una camiseta vieja y llena de manchas, los ojos aún entrecerrados por el sueño, como si llevara durmiendo más de cien años. Casi siempre iba hecho un desastre, pero esta vez era mucho peor, como si alguien hubiera hecho un gurruño con él para luego tirarlo a la basura.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó una vez que se le pasó la impresión de ver a alguien más que a su abuela acomodada allí.

—Jem ha venido a verte. Tiene algunos problemillas, ¿no?

—Estoy hasta el cuello, Spider —le dije cuando me miró—. Me van a volver a trasladar de casa. —Y no sé por qué, cuando lo miré sentí que la barbilla me temblaba un poco. Me volví rápidamente, sintiéndome estúpida. Y entonces, gracias a Dios, él dijo exactamente lo que necesitaba oír.

—Que les den, Jem. Vamos a pasar el día por ahí. Tengo algo de dinero para gastar. —Los ojos de Val pasaron a observar su cara cuando dijo eso—. Te buscarán por aquí, así que vayamos al centro. —Ya había empezado a agitarse y bailotear otra vez, su energía habitual llenándole de nuevo. Dio una palmada—. ¡Bien, vamos! Ponme una taza de té, abuela, mientras me pongo las zapatillas.

—Creo que te da tiempo a darte una ducha y ponerte ropa limpia, Terry. Hay una colada de ropa en el vestíbulo.

La cara de Spider mostró agonía y desagrado.

—Estoy bien así, abuela. No me fastidies.

—¡Cómo que estás bien! ¡Se podría cortar el aire a tu alrededor de lo apestoso que es! —dijo mientras encendía otro cigarrillo. Después se volvió hacia mí—. Chicos… ¿Qué se puede hacer con ellos?

A pesar de sus protestas, vi que Spider salía de la habitación y, al volver, llevaba unos vaqueros y una camiseta limpia, aunque era imposible que se hubiera dado una ducha, no le había dado tiempo. Se bebió el té de un trago y se inclinó para darle un beso a Val.

—Supongo que debería deciros que fuerais al colegio, pareja de vagos, pero dado que estáis expulsados, podéis iros por ahí y pasar un buen día —dijo guiñando uno de sus ojos color avellana—. No diré nada si alguien viene por aquí preguntando.

Me miró; no sonreía, pero se veía claramente que había calidez en el fondo. «Tienes suerte, Spider, de tener una abuela así», pensé. Si yo hubiera tenido a alguien como ella en mi vida, las cosas podrían haber sido completamente diferentes.

Cogió su sudadera mientras salíamos.

—Adiós, abuela. Te veo luego —se despidió, y salimos.

Ya se había despertado y activado la ciudad: el tráfico estaba en su apogeo y la gente rondaba por todas partes. Antes, más temprano, parecía que la ciudad fuera mía, que yo poseía toda esa paz y tranquilidad, sólo yo. Pero ahora Spider y yo éramos dos hormigas en una ciudad llena de millones de ellas, nada más que eso. El sol ya había salido del todo y parecía que iba a ser uno de esos días de invierno fríos y luminosos.

—Hoy no tenemos que ir andando, podemos coger el metro. O un taxi, si quieres… Me da igual.

—¿Cuánto dinero tienes, Spider?

—Sesenta libras. Sólo mías. —Sonrió—. Aunque tengo que volver esta noche. Hay más asuntos que atender. Pero tenemos todo el día —dijo abriendo los brazos y girando sobre sí mismo—. ¿Adónde quieres ir?

—No sé… ¿Oxford Street?

—Vale. —Se irguió en toda su estatura y estiró un brazo delante de mí como para indicarme el camino y en una voz muy alta y de lo más estúpida dijo—: Un día de tiendas, señora, ¿es eso de su agrado?

La gente empezó a darse la vuelta para mirar.

—¡Cierra el pico, Spider! —Se quedó cabizbajo—. Vamos allá, gilipollas. Suena muy bien. Hagámoslo. —Y salí corriendo hacia el metro. Al momento él estaba a mi lado y con sus largas piernas me venció sin dificultad en una carrera hasta la taquilla.

—Es un robo, eso es lo que es. Dieciséis pavos por subir a esa cosa. —Señaló la London Eye, una noria desde la que se ve todo Londres, y se notaba que la rabia recorría todo su cuerpo. Habíamos gastado la mayor parte del dinero que tenía en Oxford Street, entre gafas de sol, sombreros estúpidos y Big Macs. Sesenta libras no dan para mucho en Londres.

La gente empezó a mirarlo. Supongo que si uno no está acostumbrado a verle, resulta bastante llamativo: un chico negro de casi dos metros, despotricando en medio de la calle. Toda la gente de la cola lo miraba con la boca abierta, como si fuera un artista callejero que estuviera allí para entretenerles. «Van a empezar a echarle monedas de un momento a otro», pensé. Algunos se daban con el codo, se decían cosas entre dientes y se reían. Una falta de respeto, como la de Jordan en el colegio.

—Déjalo —le dije, intentando quitarle hierro a la situación—. No tengo ganas de subir a esa mierda de todas maneras. Vamos a otro sitio.

Pero él estaba obcecado.

—En esta ciudad todo es para los malditos turistas. ¿Pero qué pasa con nosotros? ¿Qué pasa con la gente normal que no tiene dieciséis libras para subirse a una mierda de atracción de feria? —Algunos de los presentes empezaban a parecer inquietos y se alejaban poco a poco de él, intercambiando miradas de preocupación. Yo me estaba divirtiendo con su reacción. Les estaba dando caña.

Paseé la vista por la cola; sí, todo el mundo empezaba a sentirse bastante incómodo. Una pareja de turistas japoneses que llevaban unos anoraks azules, gorros de lana y guantes miraron en nuestra dirección. En el segundo que les llevó mirarnos y apartar la vista me dio tiempo a ver sus números y eso me produjo un escalofrío. Tenían el mismo. «Qué raro, fechas que coinciden», pensé. ¿Y cuáles eran? Entonces los números aparecieron y fue como si me hubieran dado un golpe en la cabeza: 8122009. Ese mismo día. ¿Pero qué narices…?

Volví a mirar en su dirección, pero el numerito de Spider debía de ser demasiado para ellos y habían vuelto la espalda, probablemente deseando que nos fuéramos. Comencé a caminar hacia la cola, pensando en ir por el otro lado para volver a echarles otro vistazo. Spider ni se dio cuenta de que me había ido; podía oírle detrás de mí, maldiciendo para sí, encerrado en su arrebato.

La cola era bastante apretada. Conseguí hacer un hueco entre un chico joven con traje que llevaba una mochila a la espalda y una señora mayor que vestía una gruesa chaqueta de tweed y llevaba en el brazo un bolso de paja.

—Discúlpenme —dije mientras me acercaba a la señora. Aunque no hacía falta que dijera nada, porque ya se estaba apartando nada más verme—. Gracias —exclamé cuando pasé a su lado.

Me sonrió un poco, agarrando con fuerza el bolso contra su cuerpo, y pude ver la preocupación que había en su cara cuando nuestros ojos se encontraron un momento. También pude ver su número y me quedé parada. No pude evitar mirarla fijamente: 8122009.

Eso no podía ser real. ¿Qué significaba? Empecé a sudar por todos los poros de mi piel. Me quedé allí de pie, como si hubiera echado raíces en el sitio, mirando a la mujer.

La señora inspiró hondo y las pupilas se le dilataron por el miedo.

—No tengo mucho dinero —dijo con una voz baja que le temblaba un poco. Agarraba el bolso con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.

—¿Qué?

—No tengo mucho dinero. Esto es un lujo que me permito. He estado ahorrando de mi pensión para…

Entonces se me encendió la bombilla: la pobre vieja pensaba que yo quería robarle.

—No —le expliqué, y di un paso atrás—. No, no quiero su dinero. No es eso. Perdón.

Tropecé con el hombre que había delante de nosotras y él se volvió, dándome en la espalda con la esquina de su mochila. Dios, me iban a dar una paliza, pensé. Empecé a alejarme en dirección a Spider.

—Perdona, tío —dije con la cabeza baja y las manos en los bolsillos—. No quería empujarte.

—No pasa nada. No hay problema. —Su acento forzado me llamó la atención. Miré por debajo de la capucha. Por extraño que pareciera, se le veía tan muerto de miedo como a mí; el sudor cubría su frente y tenía el pelo húmedo, oscurecido y pegado a la cabeza—. Todo está bien —añadió, y asintió, deseando que le dijera que sí.

—Eso, todo está bien —repetí asombrada de poder hablar como un ser humano normal. En mi interior, mi voz habitual estaba gritando: un terrible chillido de espanto me estaba desgarrando. Él también lo tenía: 8122009. Ése era su número.

Algo le iba a pasar a toda esa gente.

Ese día.

En ese lugar.

Di la vuelta y volví corriendo con Spider, que seguía murmurando como una monja rezando el rosario.

—Spider, tenemos que irnos ahora mismo. —Me ignoró, demasiado inmerso en su propio mundo. Le agarré de la manga—. Oye, tío, escúchame. Tenemos que salir de aquí. —¿No podía oír el miedo en mi voz? ¿Ni el temblor de mi mano contra su brazo?

—No nos vamos a ninguna parte, tía. No he terminado con este sitio.

—Sí, Spider, ya has acabado. No importa. Tenemos que irnos.

Cada segundo que pasáramos allí hablando era un segundo que nos acercaba a lo que fuera que les iba a pasar a esas personas. El corazón me martilleaba en el pecho como si fuera a salir despedido a través de mis costillas.

—Voy a hablar con el tío que lleva esto, quienquiera que sea el encargado. Alguien tiene que decírselo, dejarle las cosas claras. Es asqueroso desplumar así a la gente. No deberíamos permitirlo. Tenemos…

No me escuchaba. No había forma de hacer que me escuchara.

—Tenemos demasiada mierda por el estilo en este país. Nos tratan a todos como si fuéramos ciudadanos de segunda clase. Nosotros…

Sin pensar en lo que hacía, levanté la mano y le golpeé fuerte en la cara. Muy fuerte. ¡Plas! Se quedó con la palabra en la boca, paralizado por la sorpresa. Entonces se puso la mano en la mejilla.

—¿Por qué coño has hecho eso?

—Necesito que me escuches. Tenemos que irnos de aquí. Por favor, sácame de aquí, Spider. Vámonos.

Le agarré la mano libre y tiré de él hasta que, al fin, comenzó a moverse. Me lancé a correr, arrastrándole, y por fin conseguí que echara a correr detrás de mí. Cuando se hizo a la idea, me soltó la mano y me adelantó estirando sus largas piernas y acompañando el movimiento con los brazos. Cuando me sacaba unos cincuenta metros, se detuvo para esperarme y luego corrimos juntos por el Embankment y cruzamos el puente Hungerford. A medio puente redujimos la velocidad para seguir caminando hasta pararnos y volvimos a mirar el lugar del que habíamos venido. Todo estaba igual que antes; sin problemas.

—¿Qué pasa, Jem? ¿De qué iba todo eso?

—Nada. Es que estabas molestando a la gente, eso es todo. Alguien iba a llamar a la policía como siguieras así. —Podía ser cierto, ¿no? Pero mientras lo estaba diciendo supe que sonaba a bola y que no iba a engañar a Spider.

—No, no era eso. Mírate… Pasa algo raro. Pareces una zombi, tía. Estás más blanca de lo normal. ¿Qué te pasa?

Allí de pie, mirando el Támesis y el centro de la ciudad, pasando un día normal, sentí de repente que me había portado como una idiota. Las palabras que recorrían mi cabeza no parecían reales, ni siquiera para mí: números, fechas de fallecimiento, desastre… Sonaba ridículo, una fantasía estúpida. Y tal vez no era más que eso, algún jueguecito retorcido de mi mente.

—No pasa nada, Spider. Es que tuve un mal presentimiento, un ataque de pánico. Ya estoy bien… Bueno, no estoy bien del todo, pero estoy mejor. —Intenté cambiar de tema de conversación y volver a él—. Siento haberte dado esa bofetada. —Subí la mano para tocarle la cara y la mantuve allí un par de segundos—. ¿Te duele?

Él sonrió con arrepentimiento.

—Todavía me pica un poco. Nunca pensé que tú pudieras arrearme así. —Rio y meneó la cabeza—. Mike Tyson tendría que emplearse a fondo si peleara contigo.

—Lo siento —me disculpé de nuevo.

—No te preocupes —dijo sin dejar de sonreír. Y allí estábamos, mirando desde el puente, cuando oímos la explosión y vimos cómo la London Eye volaba en mil pedazos ante nosotros.

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