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Capítulo 11

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Capítulo 11

—Escucha, tengo que salir un rato a atender unos asuntos de negocios, como he dicho. Cuando vuelva, nos iremos.

—Pero… —comencé a decir, pero Spider no me dio opción.

—Vamos a necesitar dinero, ¿verdad? Tú dedícate a reunir comida mientras estoy fuera, ¿vale?

—Vale, pero ¿y si te cogen?

—No va a pasar nada. —Se puso un chaquetón encima de la sudadera y un gorro de lana sobre su pelo rebelde—. No te preocupes, Jem. Estaré bien. —Formó un puño y lo levantó al aire. Yo hice lo mismo y chocamos los nudillos—. Guay, tía. Hasta luego. Volveré pronto —dijo, y salió por la puerta principal.

Durante todo ese tiempo Val había estado observándonos sin decir ni una palabra. Entonces se levantó del sillón.

—No os va a pasar nada. No tienen nada contra vosotros. No habéis hecho nada.

Me encogí de hombros. Ya habían sido muy duros conmigo con el asunto del cuchillo y esto era algo muy diferente.

—No os voy a detener, no te preocupes. Tenéis que hacer lo que creáis que es lo mejor. Vamos a ver —dijo encaminándose a la puerta—, si os vais a ir, necesitaréis ropa. Voy a echar un vistazo en mi habitación. Tú busca en los armarios de la cocina y coge lo que quieras. —Me fui a la cocina y empecé a abrir armarios al azar. Había muy pocas cosas: unas latas de guisantes, algunas de alubias, una caja de puré de patatas instantáneo. Cogí un paquete de galletas saladas.

—¿Has encontrado las galletas de chocolate? Tengo un paquete de esas galletas por alguna parte —dijo Val entrando en la habitación con un montón de ropa en los brazos—. Toma —dijo pasándome las prendas—, pruébate algo de esto.

Me las llevé al salón y me puse a seleccionar sin dejar de pensar que preferiría morirme a ponerme algo de eso. Val era pequeña, como yo, así que de talla estaban bien pero, obviamente, todas olían muchísimo a tabaco y, para ser sincera, eran horribles.

—¿Por qué pones esa cara? ¿No te parecen bien para ti? —Me acababa de pillar—. Mira, vas a necesitar un par de camisetas y algo que te dé calor. Por las noches hace bastante frío. Este jersey —dijo buscando con energía en el montón para sacar una cosa enorme de color rosa con un gran cuello vuelto— y un abrigo o algo así. Esto estará bien. —Me tiró un anorak acolchado de color verde menta y unos guantes.

—Yo… Subiré arriba a probármelos. —Me apresuré a subir las escaleras y encontré el baño, colgué la ropa en el borde de la bañera y corrí el pestillo para cerrar la puerta. Hice mis necesidades y después estuve allí sentada mucho rato dedicándome únicamente a respirar, intentando asimilar lo que había pasado, lo que todavía estaba pasando. Era como si las cosas giraran como locas a mi alrededor y yo intentara cogerlas para volver a poner todo en su sitio.

Tras un rato, me levanté y me quité la sudadera; tenía que probarme las cosas de Val. Me las puse y me miré en el espejo para verme a mí, pero vestida con la ropa de una abuela. Era terrible. Aunque algo tenía que hacer… Esos desgraciados que me cogieron el otro día pronto se darían cuenta de que era a mí a quien buscaban (eso si Karen no les había llamado ya, cosa que estaba casi segura de que había hecho). Entonces tendrían una descripción, puede que hasta una foto. Karen me había hecho un par de ellas con los gemelos cuando llegué. Estarían buscando a una chica pequeña y delgada con el pelo largo y castaño claro.

Abrí el armarito que había en la pared del baño encima del lavabo. Entre los analgésicos, la crema para las hemorroides y las pastillas para la indigestión había unas tijeritas de uñas. Las cogí sin pensármelo dos veces y empecé a cortarme el pelo. Las tijeras eran una mierda y sólo podía cortar si me cogía los mechones tirantes. Al cortar, se me quedaban en las manos y yo los iba dejando caer al suelo. Cuando ya había cortado la mitad me miré en el espejo. Dios, qué mala pinta tenía. ¿Pero qué demonios me había hecho? Era horrible, pero ahora que había empezado, tenía que seguir con ello. No volví a mirarme en el espejo hasta que no hube acabado con toda la cabeza.

Una vez vi la peli El paciente inglés. Un aburrimiento. Karen me obligó a verla una vez en su casa; duró horas y horas y ella estuvo llorando de principio a fin, la vieja estúpida. Pero bueno, a lo que iba: uno de los personajes, la enfermera, se corta el pelo a sí misma y el resultado es absolutamente espectacular. Se lo corta, se pasa los dedos un poco por el pelo y ya está, como una modelo. Igual que yo, aunque yo tenía una pinta horrible. No podía salir de casa ni mucho menos huir a ninguna parte con esa pinta. Miré el pelo que había tirado en el suelo y se me revolvió el estómago. ¿Habría alguna forma de volverlo a poner en su sitio?

Val llamó a la puerta.

—¿Va todo bien por ahí? Jem, ¿estás bien?

Corrí el pestillo y abrí la puerta.

—¡Dios bendito! —Sí, estaba tan mal como creía—. No pasa nada. No está tan mal —rectificó rápidamente intentando deshacer el daño, pero ambas sabíamos que no conseguía engañar a nadie con eso. Lo que había hecho con mi pelo era una tragedia—. Creo que vamos a tener que quitarlo todo, querida. Me parece que tengo una maquinilla por alguna parte. Déjame mirar debajo del lavabo.

Hizo que me sentara en uno de los taburetes en medio de la cocina. Me sentía como un recluta del ejército. Me estremecí cuando la maquinilla zumbó en mi oreja.

—Estate quieta. No puedo hacerlo bien si te mueves.

Al fin se levantó para evaluar su trabajo.

—Eso está mejor —dijo Val. Me pasé la mano por la cabeza. Casi no quedaba nada. Podía notar la forma de mi cabeza—. No está demasiado corto, Jem. Sólo al cuatro. Ve al espejo y mírate.

Subí de nuevo al baño. Me quedé un segundo en la puerta mientras reunía el coraje para mirarme. La chica del espejo me devolvió la mirada. Era una extraña. Estaba acostumbrada a verme la cara semioculta por el pelo, pero ahora mis facciones estaban al descubierto: ojos, cejas, nariz, boca, orejas, mandíbula. Parecía que tenía diez años, un niño de diez años. Fruncí el ceño y la persona del espejo me imitó. El niño del espejo era pequeño, pero nadie querría meterse con él. Parecía implacable. Mirada intensa, pómulos fuertes y se podían ver los músculos de la mandíbula a un lado de la cara. Era como si me hubieran arrancado la capa protectora y debajo hubiera aparecido un aspecto bastante potente. Supuse que podría vivir con ello. Volví a pasarme la mano por la cabeza, empezando a disfrutar el tacto del pelo recién cortado.

Cuando entré en el salón, Spider ya había vuelto. Al verme dejó caer la mandíbula; literalmente, lo juro.

—Coño, pero si sólo he estado fuera media hora… ¿Qué te has hecho? —Caminó a mi alrededor, examinándome desde todos los ángulos—. Dios mío. —Reía—. ¡Estás genial! —Estiró la mano y me tocó el pelo.

—¡Quita! —Yo no era propiedad pública. Dio un salto hacia atrás y levantó ambas manos pidiendo calma.

—Vale, vale —dijo, todavía riéndose. Después se puso serio—. Oye, tenemos que irnos. Cuanto antes, mejor.

—¿Adónde vais, cariño? —le preguntó Val.

Spider cambió el peso de un pie a otro y se quedó mirando la alfombra.

—Es mejor que no lo sepas, abuela…

—Está bien, pero me llamarás, ¿verdad? Para decirme que estáis bien.

—Lo intentaré, ¿vale?

Val metió algunas cosas en una bolsa: comida, un saco de dormir y una manta. Yo subí para coger mi «verdadera» ropa y la metí en otra bolsa de plástico que me había dado Val. Estuvimos por allí incómodos unos minutos y al fin Spider tosió.

—Vamos, es hora de irnos. —Se agachó y abrazó a su abuela. Ella lo rodeó con fuerza con sus brazos. Intenté no pensar en que probablemente fuera la última vez que se veían.

Spider cogió las bolsas y caminó hacia la puerta delantera. Val me cogió del brazo.

—Cuídamelo, Jem. —Esos ojos color avellana se fijaron en los míos. Tragué con dificultad, pero no dije nada. No podía prometerle nada—. Mantenlo a salvo. —Miré hacia otra parte y automáticamente ella me clavó las uñas en el brazo—. ¿Sabes algo? ¿Sabes algo de Terry?

Di un respingo. Empezaba a hacerme daño.

—No —mentí.

—Mírame, Jem. ¿Sabes algo?

Apreté los labios y meneé la cabeza.

—Dios mío —murmuró, y sus pupilas se dilataron alarmadas—. Haz lo que puedas, Jem.

Me soltó el brazo y me dirigí al vestíbulo. Spider había entreabierto la puerta y miraba hacia fuera.

—Vale —me dijo—. Parece que no hay moros en la costa. ¡Vamos! —Se dirigió hacia un coche rojo aparcado en medio de la acera, abrió el maletero y metió las bolsas dentro.

—Pero… ¿Es tuyo? —pregunté desconcertada.

Levantó la vista y sonrió.

—Ahora sí. Entra, rápido. —No hacía más que mirar a un lado y otro de la calle, moviéndose como un loco.

Val rebuscó en su bolsillo y sacó un billete de cinco libras.

—Toma —dijo intentando dárselo a Spider—. Llévate esto.

Él sonrió y le cerró la mano a su abuela sobre el billete.

—No, no te preocupes, abuela. Tengo dinero.

—No me importa, Terry. Este dinero es mío, es todo lo que tengo. Y quiero que te lo lleves. Toma. —Se lo metió en el bolsillo.

—¿Y de qué vas a vivir tú? —Aun con la prisa que teníamos, él tenía tiempo de pensar en ella.

—No te preocupes. Mañana me darán el dinero de la pensión por incapacidad. Estaré bien. Llévatelo y compraros alguna chuchería o algo.

—Gracias, abuela. —Se inclinó para volver a abrazarla. Ella cerró los ojos y lo rodeó con sus brazos por última vez—. Te llamaré y te veré pronto, ¿vale?

—Bien, hijo, bien.

Entramos en el coche. Spider metió ambas manos bajo el volante y estuvo trajinando hasta que el coche cobró vida. Mientras nos alejábamos, yo miré hacia atrás; Val estaba de pie en la acera, mirándonos con la mano algo levantada. Sus palabras resonaron en mi cabeza: «Haz lo que puedas, Jem». Me hubiera gustado decirle a Spider que detuviera el coche inmediatamente. Quería salir y echar a correr y no dejar de hacerlo hasta que me diera un ataque al corazón o alguien me cogiera y nada de todo esto estuviera ya en mis manos. En lo más hondo de mí sabía que no había nada que yo pudiera hacer para mantener a Spider a salvo: su hora se acercaba y sólo le quedaban días.

—Pon la radio y busca una emisora de música. —Su voz se coló entre mis pensamientos.

Lo miré. Bullía por la energía y se le veía encantado por todo aquello: huir, conducir por Londres. Si hubiera sido un perro, ahora tendría la ventanilla bajada y la cabeza fuera, con las orejas agitándose por la brisa. Busqué entre las diferentes emisoras de radio. Todo era una porquería, así que abrí la guantera en busca de algún CD. Lo que había allí era una selección bastante trágica: los Bee Gees, Elton John, los Dire Straits… También había mogollón de basura: recibos, un viejo cepillo de pelo, papeles. Saqué un papel: una factura aburrida. Estaba a punto de tirarla al suelo cuando algo me llamó la atención: en la parte superior estaba dirigida al señor J. P. McNulty, 24 Crescent Drive, Finsbury Park, Londres.

—¡Dios mío, Spider! ¡Es el coche del McNútil! ¿Pero qué has hecho?

Le brillaban los ojos.

—No he podido resistirme. Chulo, ¿eh?

—¿Has estado en el colegio?

—Sí, me colé un minuto. Todos estaban en la última clase. No me costó mucho. Nadie se molesta en cerrar muy bien un Opel Astra…

—Ya lo habrá denunciado. Estarán buscando el coche.

—Sí, ya lo había pensado. Supongo que deberíamos evitar las autopistas con todos esos coches de policía y las cámaras. Nos dará un poco de tiempo hasta que lo dejemos en una cuneta y nos hagamos con otro. —Estaba impresionada; ya lo había pensado todo. No dejaba de mirar por el espejo retrovisor. Cada vez que lo hacía, el coche se desviaba un poco.

—¿Qué haces?

—Comprobar que no nos siguen.

—Oiríamos las sirenas, ¿no crees?

—No todos llevan sirenas, Jem. También hay coches sin ninguna marca visible. Los hay de todos los tipos.

—Pero, ¿adónde vamos? —No le había preguntado nada antes, simplemente le había dejado tomar el mando. Parecía saber lo que estaba haciendo.

—No creo que merezca la pena intentar salir del país. Estarán vigilando todos los puertos. Solamente tenemos que seguir moviéndonos hasta que encontremos algún lugar donde podamos descansar un rato. He pensado que lo mejor será que nos dirijamos al oeste. Puede que incluso lleguemos a la costa.

Entonces se me encendió la bombilla. «El mejor día de su vida».

—¿A Westonnosequé o algo así?

Sonrió.

—Sí. Podríamos ir allí, claro.

—¿Y dónde queda? —Lo admito: mis conocimientos de geografía son nulos.

—Bastante al oeste, en dirección a Bristol, pero más allá. Es posible que compre un mapa cuando paremos a echar gasolina. No es que sepa leer un mapa, pero supongo que no será tan difícil, ¿no?

—¿Tienes dinero?

—Claro que sí. Tengo mucho dinero. —Se tocó el bolsillo del chaquetón—. ¡Tenemos la pasta, las cuatro ruedas y ya estamos en ruta! —exclamó, dejó escapar un ridículo silbido y se rio como un loco.

Y por un momento olvidé la bomba, a la policía y el hecho de que estaba dentro de un coche robado con un tío que tenía el bolsillo lleno de dinero poco fiable. Parecía que después de estar esperando quince años, mi vida había empezado por fin. Estaba viviendo una aventura de verdad y me lo estaba pasando bien.

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