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Capítulo 39

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Capítulo 39

Había estado lloviendo durante todo el camino, pero, cuando aparcamos el coche, ya había parado. Caminamos hasta el muelle mientras la brisa soplaba a nuestro alrededor. Las nubes corrían por el cielo como si estuvieran en una película a cámara rápida.

Karen no dejaba de preguntarme:

—¿Estás bien?

—Sí, estoy bien.

Sería difícil encontrar un momento en el que yo me encontrara menos bien, pero es lo que tenía que decir. Sólo quería que me dejara en paz.

A medio camino, Val unió su brazo con el mío. Ella no necesitaba hacerme preguntas estúpidas; sabía por lo que estaba pasando. Había esperado a que saliera del hospital para hacer esto. Habían tenido que hacer la incineración sin mí (obviamente eso no se podía posponer durante mucho tiempo), pero ella había guardado la urna con las cenizas hasta que todo el mundo creyó que yo ya estaba lo suficientemente fuerte para soportarlo.

Val había venido a verme al hospital. La primera vez, yo no podía hablar, ni con ella ni con nadie. Mi cabeza todavía estaba intentando asumirlo todo. Tampoco podía mirarla a los ojos. Ella me había pedido que lo cuidara, había confiado en mí y yo la había decepcionado. Me lo había llevado de su lado sabiendo que no iba a volver. Pero no estaba enfadada conmigo, sólo Dios sabía por qué. Estaba furiosa con él.

—¿Pero qué estaba haciendo ese tontaina? Estaba fanfarroneando, ¿a que sí? Si pudiera ponerle las manos encima, le retorcería el cuello… —Le temblaban las manos en el regazo y no dejaba de juguetear con el cigarrillo sin encender que sujetaba—. ¿No hay una sala de fumadores donde podamos ir, Jem? Estar sin fumar me está matando…

Volvió otra vez, aunque la primera no le había hablado y a pesar de la compañía que yo frecuentaba esos días: los callados, los que gritaban, los que estaban en su mundo y los tristes. Conseguí decir dos palabras la segunda vez. Llevaba días formándolas en mi mente, intentando recordar cómo empezaban, cómo había que poner la boca para formar los sonidos. Ella hablaba, pero yo no oía lo que me decía; así estaba de concentrada en lo que quería decir. Se detuvo cuando vio que me inclinaba hacia delante, que mi mandíbula se ponía a funcionar y que yo obligaba a mi boca a formar las palabras.

—Lo… Lo…

—¿Qué quieres decir, Jem? —Se inclinó también hacia mí y pude notar en mi cara su aliento con olor a rancio y a humo.

—Lo… sien… siento.

—Pero cariño, no ha sido culpa tuya. No ha sido culpa de nadie. Bueno, sólo de ese tonto de mi nieto supongo. ¿Cómo lo ibas a saber? Siempre estaba haciendo esas cosas tan raras, ¿no es verdad?

Quería decirle que lo sabía. Que todo había pasado como yo creía que pasaría, tan rápido que no pude detenerlo y a la vez tan lento que parecía que cada momento llevaba inevitablemente al siguiente. Tantas oportunidades de hacer algo diferente, de cambiar lo establecido… Lo había reproducido en mi mente un millón de veces. Debería haberlo mantenido en un sitio seguro. Tendría que… y que… y que…

—Fui a verlo, ¿sabes? A la comisaría de policía —me contó—. Estuve sentada con él mientras lo interrogaban. No querían que lo hiciera (también me habían estado interrogando a mí), pero insistí. Era responsable de él, todo lo que él tenía. Aparte de ti, claro. —Se rozó un lado de la uña amarilla del pulgar con el dedo índice. Tenía la piel muy roja, a punto de sangrar—. Dijo que vosotros dos ibais camino de Weston. Me sorprendió; no sabía que lo recordaba. Lo llevé allí cuando era pequeño. Una especie de vacaciones. Me alegró que lo recordara…

Dejó la frase en el aire y se quedó sentada allí en silencio. Mientras, en otra silla en la esquina, otro paciente se mecía adelante y atrás una y otra vez, sin descanso.

—He estado pensando, Jem, que cuando estés un poco mejor podríamos llevarlo allí, a Weston. Para decirle adiós adecuadamente. Pero cuando estés mejor. No hay prisa, cariño.

Yo no notaba ninguna mejoría. Cada día era igual al anterior para mí: plano, vacío, aplastado bajo todo aquel peso. Pero después de unas semanas, todo el mundo empezó a decir que estaban encantados con mi progreso. Ya podía juntar algunas palabras cuando me apetecía y conseguía comer algunos bocados en cada comida, pero todavía me despertaba por las noches atormentada por las pesadillas, incapaz de volver a cerrar los ojos. Durante el día, las enfermeras me animaban a dibujar para empezar a dejar salir mis sentimientos. No me importaba estar sentada en una mesa con papel y rotuladores; podía hacerlo durante horas.

Karen venía a verme a menudo. Para ella era lo que tenía que hacer; no importaba cuántas patadas le diera, ella siempre volvía. Un día me dijo:

—Jem, el doctor me ha dicho que ya estás preparada para un cambio. Ven a casa, cariño. Ven a casa conmigo. Déjame que te cuide un tiempo.

Había dejado mi antigua habitación vacía.

—Te la decoraré. Podemos volver a empezar. ¿De qué color la quieres?

Así que volví a Sherwood Road, y las paredes estaban pintadas de color tostado, un color cálido parecido al de la miel: el color de la piedra de la ciudad de Bath. Me quedé en mi habitación y escuché música mirando las paredes hasta que un día, cuando oí que Karen salía para llevar a los gemelos al colegio, empecé a dibujar. El primer dibujo lo hice junto a mi cama: un ángel que me vigilaba y me mantenía a salvo. A partir de ahí seguí dibujando hasta que llené todas las paredes y el techo de figuras con alas que escalaban para subir y a veces caían. A algunas de ellas les faltaba la cara; a otras, un brazo o una pierna. Una tenía las extremidades ridículamente grandes y el pelo a lo afro; a ése lo puse arriba, extendiendo las alas y volando por el techo. También hice una figura pequeña y casi calva justo junto al zócalo, encogida sobre sí misma y envuelta en sus propias alas.

Cuando Karen me trajo la cena, se le cayó la bandeja. Los espaguetis a la boloñesa salpicaron las paredes.

Yo cogí un pañuelo de papel y me puse a limpiar.

—¡Mira lo que has hecho! Estás estropeando mis dibujos, estúpida.

Después de eso volví al hospital. Cuando regresé a «casa» de nuevo, Karen había vuelto a pintar encima. Azul esta vez; por lo que se ve es más relajante. Pero aún se podían ver un poco algunos de mis ángeles bajo la pintura. Eso me pareció tranquilizador; sabiendo que estaban allí ya no tenía tantas pesadillas.

Habían tenido que pasar cinco o seis meses antes de ese momento, pero allí estábamos al fin, en el extremo del muelle de Weston.

Nos quedamos de pie incómodas un momento hasta que Val habló.

—Bueno… —exclamó, y soltó la tapa de la urna—. ¿Quieres hacerlo tú, Jem?

—Bueno, no sé. ¿Qué hay que hacer?

—Soltarlas sin más. Coge la urna, estira el brazo y ve dejándolas caer sobre el mar.

Tenía los ojos llenos de lágrimas. Había conseguido alejarlas durante mucho tiempo, pero ahí estaban ahora, afiladas como cuchillos.

—No puedo… No puedo hacerlo. Hazlo tú, Val.

Ella apretó mucho los labios para intentar mantener la compostura y dio un paso adelante.

—Un momento —dijo deteniéndose—. ¿De dónde sopla el viento? No queremos que él… Bueno, que las cenizas nos caigan encima…

Karen se chupó un dedo y lo levantó en el aire.

—Viene de allí. Si las tiras desde aquí, estará bien.

—Bien.

Val inspiró hondo. Tenía el cuerpo apoyado contra la barandilla y alejó la urna de sí todo lo que pudo.

—Adiós, Terry, cariño. Adiós, mi niño precioso.

Se le quebró la voz en las últimas palabras y soltó un leve sollozo cuando volcó la urna. Una ceniza gris salió del recipiente. La mayor parte cayó al agua, pero una ráfaga de viento traicionera atrapó un poco y lo arrojó contra nosotras. Se nos metió por el pelo y la ropa.

—¡Demonios, me ha entrado un poco en el ojo! ¿Lo ves, Karen? —Val se apartó de la barandilla con la urna vacía en una mano y frotándose el ojo izquierdo con la otra.

—Ven aquí para que pueda echar un vistazo, Val.

Mientras Val pestañeaba y se quejaba y Karen le miraba el ojo e intentaba sacar la ceniza con un pañuelo, yo me quedé observando cómo una capa de ceniza se iba alejando de nosotras lentamente. Eso era todo lo que quedaba de él.

Me miré el abrigo que mostraba claramente un bulto a la altura de mi vientre y pasé la mano sobre la tela. Dentro de mí volví a notar esa sensación de mariposas. No lo sabía seguro, pero creía que era un niño. No dejaba de moverse, siempre estaba inquieto. Igualito que su padre.

En el extremo de los dedos que acababa de pasarme por el abrigo se juntó una fina capa de ceniza gris. La reuní con mi otra mano y la dejé caer en mi palma: Spider.

¿Cómo habíamos podido tirarlo por ahí? Lo necesitaba conmigo, cerca de mí.

—¡Vuelve! —le grité al mar—. ¡Vuelve! ¡No me dejes!

Karen y Val me miraron y corrieron a mi lado.

—No pasa nada, cariño —dijo Karen—. Déjalo marchar.

—Pero no lo entendéis… No estaba preparada. No estoy preparada para decirle adiós aún.

Val me rodeó con un brazo.

—Nunca lo estarás. Nunca es buen momento para eso.

Ahora estaba llorando de verdad, y ellas también. Nos abrazamos las tres, un triste triángulo con los abrigos ondeando por la brisa. Yo tenía el brazo apoyado en la cintura de Val, pero con el puño cerrado. Tenía las últimas partículas de Spider a salvo en ese puño.

A salvo.

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