Numbers

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Cinco años después

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Cinco años después

Ya no voy a esos lugares donde van los chicos cuando hacen novillos. Supongo que se podría decir que lo he superado. Ahora lo normal es encontrarme en parques infantiles, en la playa, en el centro social o esperando a la salida del colegio. Todo ello forma parte del estereotipo de vida normal, ¿no? Los chicos como yo se convierten en padres y madres como yo. Y nuestros niños acabarán siendo adolescentes y después padres también. Y así sucesivamente.

Ya no soy tan diferente. El tiempo que pasé con Spider me cambió y no sólo por lo obvio: crecer, enamorarse, tener sexo y todo eso. Me enseñó lo que me estaba perdiendo, lo que no había tenido durante quince años: a tener verdaderos amigos, alguien con quien reírte, a aprender a confiar en la gente, a abrirte un poco. Cambió completamente mi forma de ver la vida. Hasta entonces había estado tan agobiada por los números que había dejado que eso me paralizara, ahora lo veo claro. Los números me habían impedido vivir. Pero Spider y los demás (Britney, Karen, Anne, Val) habían hecho que eso cambiara para mí y al fin me di cuenta de que estaba desperdiciando el tiempo que tenía.

Me encantaría poder decir que he hecho algo increíble con mi vida, que me he convertido en neurocirujana, en profesora o algo así. Pero aunque dijera eso nadie me creería, ¿verdad? Si miro atrás, supongo que puedo decir que he hecho dos cosas. Para empezar, me quedé con Karen y la cuidé después de su derrame cerebral. Ya sabía que sólo le quedaban tres años, así que no me sorprendió mucho que ocurriera.

En aquella época estaba intentando buscar algo para mí; de hecho, acababa de mudarme a un piso que me había proporcionado el ayuntamiento cuando me llamaron del hospital. Karen se había desmayado en la calle. Había sido un derrame muy grave y se le había quedado paralizado un lado del cuerpo. Tampoco podía hablar; estaba en sus cabales, pero le costaba mucho mover la boca para pronunciar las palabras. Y yo acepté quedarme a cuidarla. Perdió a los gemelos (los Servicios Sociales les encontraron otro hogar) y eso le partió el corazón. Pero todo el mundo supuso que yo me quedaría con ella y la cuidaría.

Fue muy difícil intentar ocuparme de Adam a la vez que tener que vestir, dar de comer y llevar al baño a Karen. Era como tener dos niños. Ni recuerdo cuántas veces pensé en largarme sin más. Incluso llegué a hacer las maletas. Pero al final nunca podía hacerlo. Sabía que no le quedaba mucho y además ella había estado conmigo durante todo el embarazo y cuando traje a casa a Adam. Me había ayudado mucho enseñándome cómo hacer las cosas e incluso dándome un respiro cuando ya no podía más. Supongo que se lo debía.

Cerca del final tuvo varios días realmente malos. Lo que pasaba era que, aunque yo ya no podía ver los números, todavía podía recordarlos. Los números desaparecieron mientras estaba embarazada, en el tiempo que estuve entrando y saliendo del psiquiátrico, todo el día sedada y medio colocada. No me acuerdo de cuándo exactamente. Simplemente un día me di cuenta de que ya no los veía. Habían desaparecido. Me entristeció perder algo que había sido parte de mí tanto tiempo. Pero también me sentí aliviada. Con ellos se llevaron algo que me asustaba: el momento de mirar a los ojos a mi bebé recién nacido y ver la fecha de su muerte. El día que desaparecieron me di cuenta de que podría enfrentarme al futuro, trajera lo que trajera. Podría tener el hijo de Spider y arreglar una vida para los dos.

Pero no olvidé los números que ya había visto, así que sabía cuál iba a ser el día de Karen. Ella no lo sabía, claro, pero su enfermedad, su discapacidad, estaban pudiendo con ella. Las últimas semanas estaba muy deprimida. Y con eso quiero decir realmente desesperada. Seguía teniendo derrames. Cada vez que se ponía un poco mejor, tenía otro ataque y desaparecían todos los progresos. Yo sabía que todo eso le daba mucho miedo.

Me suplicó, luchando por pronunciar las palabras, que la ayudara a acabar con eso, que la asfixiara.

—Por favor, Jem. Ya he tenido suficiente.

Y me lo rogaba con los ojos. Yo siempre le decía que no fuera tonta, que qué íbamos a hacer sin ella. Adam adoraba a su Nana y a ella le brillaban los ojos al verlo. Lo adoraba, estaba loca con él, pero ya había superado cualquier límite de la lógica; estaba en un lugar oscuro y solitario.

Supongo que la tensión de cuidar de ella estaba pudiendo conmigo también. Me veía despierta todas las noches, torturándome con los mismos pensamientos horribles. ¿Y si era eso lo que tenía que pasar? ¿Y si yo tenía que ayudarla a acabar con ello?

Según se iba acercando el día, me fui poniendo más y más nerviosa. Ella seguía repitiéndolo una y otra vez, ya no hablaba de nada más. La última vez que la llevé al baño, fue un verdadero esfuerzo levantarla y llevarla hasta allí. Cuando al fin la situé, ella se dejó caer, llorando a mares por la humillación de todo aquello. Tal vez habíamos dejado que eso se alargara demasiado. Quizá debería haberle pedido ayuda a Servicios Sociales antes. Al mirar atrás, creo que todo aquello fue demasiado para las dos.

La volví a llevar a la cama. Todavía estaba disgustada. Ambas lo estábamos. Intentó volverse y agarrar una de las almohadas.

—Sujétala, Jem. —Intentó ponérsela sobre la cara pero no pudo.

—No, Karen. Déjalo.

—Por favor, Jem. Estoy cansada.

Le quité la almohada de las manos. Habría sido tan fácil hacerlo, presionarla contra su cara y apoyar mi peso… Era lo que ella quería…

Entonces Adam entró en la habitación.

—Mamá, tengo sed. Quiero beber.

Eso me quitó todas esas ideas de la cabeza. Ayudé a Karen a inclinarse hacia delante y le coloqué la almohada detrás de la espalda.

—Creo que todos deberíamos beber algo también. Vamos a preparar una taza de té, cariño —le dije al niño.

Eché un poco de zumo en la taza de Adam y un poco de té en la de Karen; como he dicho, era como tener dos niños. Me senté con Karen y le acerqué la taza a la boca.

—Mira qué bien —exclamé—. Todo parece mejor con una rica taza de té, ¿a que sí?

Ella consiguió esbozar una media sonrisa con la parte de la cara que todavía podía mover.

—¿Quieres una galleta?

Asintió y cogí una galleta, la mojé en el té para que estuviera blanda y se la di. Entonces ocurrió. Empezó a toser. Aparté todas las cosas y le di golpes en la espalda. Estaba jadeando, luchando por respirar. No podía hacer nada. Corrí al vestíbulo y cogí el teléfono. La ambulancia llegó en tres minutos, pero fue demasiado tarde. Ya se había ido.

Adam lo había visto todo. Debería haberlo sacado de allí, pero me había centrado en ayudar a Karen.

—¿Qué le pasa a Nana? —me preguntó. Me lo llevé a la sala y lo senté en mi regazo.

—Se ha ido, cariño. Ha muerto.

—¿Como papá?

Siempre le estaba hablando a Adam de su padre. Quería que supiera de él, que fuera consciente de lo especial que era.

—Sí, igual que papá.

Y ésa es la otra cosa que he hecho durante este tiempo: criar a Adam y ser una madre y un padre para él. Sé que no soy la única que tiene que hacer eso. Hay miles, millones de padres solteros, pero cuando se trata de ti y teniendo en cuenta que tu propia infancia tampoco es que fuera ideal, resulta muy difícil cuidar de un hijo de cinco años y hacer que esté sano y feliz. Si me hubieran preguntado cinco años atrás si yo creía que sería una buena madre, me hubiera echado a reír. Pero resulta que es algo que sé hacer. Soy madre. Soy la madre de Adam y eso es algo de lo que me siento muy orgullosa.

Supongo que todo el mundo cree que su hijo es especial, pero yo sé que Adam lo es en realidad. Se parece mucho a su padre. Val dice que es la viva imagen de él cuando era pequeño, y la creo. Para empezar es alto, todo piernas y brazos, incluso cuando era un bebé. Y siempre está inquieto. No puedes apartar los ojos de él ni un segundo. Siempre está en todo. Por eso lo saco tanto a la calle. Me vuelve loca si lo tengo encerrado en casa todo el día. Es el tipo de niño que necesita gastar energía en los columpios o corriendo por el parque. Ésa es una de las razones por las que nos mudamos a Weston después de la muerte de Karen. Spider tenía razón: hay mucho espacio. Podemos pasarnos la tarde en la playa y, cuando empieza a oscurecer, ya hemos caminado mucho y Adam está cansado y preparado para irse a dormir como un niño bueno.

Tiene problemas para estar sentado y quieto mucho tiempo y le cuesta concentrarse. Me lo han dicho los profesores de su colegio también. Prefiere estar escalando y dándole patadas a una pelota que sentado mirando un libro. Por eso va siempre un poco retrasado en el colegio. No es que eso me preocupe mucho; sé que al final siempre lo consigue. No tiene ni un pelo de tonto.

En el colegio han estado aprendiendo el abecedario y los números hasta diez, repitiéndolos una y otra vez. No creo que nadie creyera que se los estaba aprendiendo, pero la semana pasada tuvimos una revelación. Fui a buscarlo a la salida del colegio y me dijeron que su profesora quería verme. «Oh, no, ¿qué habrá hecho ahora?», pensé. Pero no era nada malo, al menos no lo que yo esperaba (que se hubiera metido en una pelea o que hubiera sido maleducado o algo así).

Entramos en la clase y su profesora me enseñó un dibujo que había hecho. Era muy bonito, con colores vivos: los colores del verano. Había dos personas de la mano, una grande y otra pequeña. Estaban en una franja de arena amarilla, con el sol brillando en el cielo por encima de ellos y los dos tenían grandes sonrisas en las caras.

—Hemos estado hablando de esto, ¿verdad, Adam? De este dibujo tan bonito —dijo.

Él asintió muy serio.

—Sois tú y mamá, ¿verdad? —siguió preguntando.

—Creo que ha confundido un poco los números y las letras —dijo dirigiéndose a mí—, pero estoy muy contenta con el control del lápiz que tiene. —Porque allí, encima de la cabeza de la figura más alta, curvándose como si fuera un arcoíris, había algo escrito—. Aquí querías escribir «Mami», ¿verdad, Adam?

Él negó con la cabeza y frunció el ceño.

—No, señorita —dijo—. Ya se lo he dicho. No es su nombre. Es su número. Es el número especial de mami.

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