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Capítulo 17

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Capítulo 17

—¿Oyes eso? —le pregunté a Spider.

Era una pregunta estúpida.

—Ajá.

—¿Crees que no es más que un helicóptero?

Él entendió lo que quería decir. No es más que un helicóptero que lleva alguien a alguna parte, que va de A a B.

—No lo sé.

Se apartó de mí y gateó entre los arbustos. Todavía estaba oscuro, pero al mirar el camino que habíamos recorrido el día anterior ya empezaba a verse un poco de azul en el cielo. El ruido venía de allí.

—Está allí, suspendido en el aire, Jem. Enfocando una luz hacia abajo. Hay más luces. —Pude oír que se iba arrastrando hacia mí y de repente allí estaba, justo a mi lado, enrollando las mantas—. Vamos, Jem. Tenemos que seguir moviéndonos. Parece que casi los tenemos encima.

—Spider, está oscuro y no tenemos linterna, ¿recuerdas?

—Tendremos que hacer lo que podamos. Y de todas formas es mejor que avancemos en la oscuridad.

—Sí, pero… —Iba a ponerme a hablar del barro, las vallas, el alambre de púas, pero otro ruido me interrumpió: el ladrido de un perro. También llegaba desde detrás de nosotros. Luces, helicópteros, perros. De repente se me revolvió el estómago. Eso era una cacería humana con todas las de la ley. Por eso decidí callarme y comenzar a recoger mis cosas también.

Salimos dando tumbos de los árboles y comenzamos a bajar la colina. No se podía ver dónde ponías los pies y el terreno era tan accidentado que no dejábamos de tropezar y dar traspiés. Metí el pie derecho en un agujero y me caí hacia delante. Solté las bolsas y agité los brazos a ciegas, intentando recuperar el equilibrio. Mi mano derecha encontró algo a lo que poder agarrarme, pero me lo clavé y se movió bajo mi mano sin detener mi caída. Algo me arañó la cara y al final acabé en el suelo soltando una sarta de tacos y maldiciones.

—¿Dónde estás? —dijo la voz de Spider cruzando la oscuridad.

—¡Estoy aquí! ¡No tengo ni idea de dónde estoy, joder!

—No te muevas. Voy para allá.

Encontró el camino para volver hasta donde yo estaba. Primero no era más que una sombra oscura contra una oscuridad mayor, pero cuando se fue acercando pude ver su cara, que tenía el ceño fruncido por la preocupación.

—Dios, Jem, te has caído sobre una alambrada de púas. Agárrate… —Me dio las manos y tiró de mí para ponerme en pie.

Solté un respingo y volví a maldecir cuando me apretó la herida de la mano derecha.

—¿Tienes un pañuelo o algo? —me preguntó. Busqué en el bolsillo y encontré un pañuelo de papel usado. Lo cogió y me limpió la cara con cuidado. Me dolió muchísimo. También la mano me dolía a rabiar. Spider buscó en una bolsa, sacó una de sus camisetas y la hizo jirones. Me vendó la mano y la ató con un nudo. Él estaba a cargo de todo de nuevo, haciendo lo que podía, pero aunque lo viera, mi confianza estaba desapareciendo por momentos.

—Estamos jodidos, ¿verdad, Spider?

—¿Qué quieres decir?

—Que nos van a coger hoy. Y lo tendrán más fácil ahora, porque los perros podrán seguir el olor de la sangre, ¿no?

—No tengo ni idea. Creo que eso de la sangre son los tiburones. De todas formas, les llevamos mucha ventaja y además cruzamos el río. Supongo que tenemos que seguir adelante, encontrar algún lugar donde ocultarnos, algún edificio para que el helicóptero no pueda vernos. Tienen cámaras de esas que te ven por el calor, pero no creo que funcionen dentro de los edificios. Yo las llevaré —dijo, cogiendo mis bolsas—. ¿Puedes seguir un poco más?

—Sí, supongo que sí.

Comenzó a caminar y yo me mantuve cerca de él esta vez. Estaba costando mucho que amaneciera porque estaba nublado. Miré por encima del hombro, pero la cima de la colina bloqueaba mi visión. De todas formas era algo estúpido. ¿Es que de verdad quería ver a la gente que nos perseguía? Volví a ponerme a la altura de Spider y seguimos cruzando los campos.

Si el día anterior me había sentido expuesta, esto era diez veces peor. Si el helicóptero venía en nuestra dirección antes de que encontráramos algún lugar donde escondernos, la habríamos fastidiado. Se me puso la carne de gallina en la nuca y no dejaba de anticipar el sonido de las hélices acercándose cada vez más. Caminamos sin descanso toda la mañana, sudando bajo los gruesos abrigos a pesar del viento gélido y sin hablar; no había nada que decir. Vimos un par de granjas, pero todas las edificaciones estaban juntas: la casa, los establos y los cobertizos. No necesitarían mucho tiempo para registrarlas. Necesitábamos algo más remoto.

Nos llevó varias horas encontrar un establo. Se encontraba en el extremo de un campo y estaba hecho de piezas metálicas: enormes patas, un tejado de chapa ondulada y nada a los lados. Estaba allí aislado junto a otro bosquecillo y no se veía ninguna casa a varios kilómetros. Había balas de heno apiladas como si fueran peludos ladrillos amarillos para formar una especie de muros a ambos lados. Cuando nos acercamos, pudimos ver algo dentro: una destartalada valla metálica con unas vacas dentro. Levantaron la cabeza cuando entramos, resoplando y olisqueando. Nunca antes había estado cerca de una vaca. Sólo las había visto en la tele, y, fuera bromas, eran enormes.

—Ni se te ocurra —le dije a Spider—. Aquí no. No con esas cosas.

—Están detrás de una valla —dijo, dudando. Estaba claro que estaba tan asustado como yo.

—Sí, pero míralas. Sólo están sujetas con una cuerda.

Las vacas seguían mirándonos como si estuvieran esperando algo. De repente, sin previo aviso, una de ellas se volvió loca y embistió a la que tenía al lado, enviando a todas las demás una sacudida que hizo que se dispersaran para luego volver a reagruparse.

Eso era el colmo.

—No podemos quedarnos aquí. Acabaremos pisoteados.

—Pero no hay más sitios, Jem. Al menos aquí está cubierto. Mira, si se escapan, podemos subirnos por los bloques de heno, ¿vale? Las vacas no pueden escalar, ¿a que no?

—No sé.

Nos sentamos en una bala de heno y contemplamos las vacas. Un par de ellas seguía mirándonos fijamente, pero la mayoría se limitaba a rumiar el heno. Una de ellas levantó la cola, sin dejar de comer, y un chorro de líquido marrón salió de ella. Nunca había visto nada tan asqueroso en mi vida. Instintivamente levanté la mano para cubrirme la boca porque se me había revuelto el estómago vacío y me daban arcadas. Miré para otro lado, pero Spider tenía la boca abierta y observaba fijamente con expresión de horror, completamente hipnotizado.

—Esa vaca está enferma —me dijo aún sin apartar los ojos de ella—. O eso o es que alguien le ha dado de comer curry. La última vez que yo comí curry… No te imaginas…

—¡Cállate! —Conseguí decir antes de que las arcadas secas me silenciaran de nuevo. Doblada por la mitad, salí corriendo del establo y me quedé a unos metros, inclinada con las manos apoyadas en las piernas, intentando calmar mi estómago y respirar un poco de aire fresco. Después de unos minutos oí que Spider venía caminando hacia mí.

—¿Estás bien?

—No. —Sentí su mano en la espalda. Estuvo descansando allí un segundo y luego comenzó a moverla lentamente arriba y abajo para calmarme. Me concentré en su mano, en dónde me tocaba, y los músculos de mi estómago se fueron relajando. Aunque ya me sentía mejor, seguí inclinada durante un rato porque no quería que apartara la mano. Nunca me ha gustado el contacto físico, pero éste era tranquilizador, cálido. Cuando al fin me erguí, vi a Spider allí de pie, mirando a la distancia en vez de a mí. Su mano se apartó de mi espalda y la dejó caer junto a su costado. El viento azotaba los campos y empezaba a tomar algo de fuerza.

—¿Mejor? —preguntó sin volver la cabeza.

—No, bueno, sí. —Quería darle las gracias por calmarme, por intentar hacerme sentir mejor, pero eso habría sonado demasiado tierno. En vez de eso seguí su mirada hacia el lugar por el que habíamos venido.

—¿Cuánto tiempo crees que tenemos antes de que nos alcancen?

—No sé. Ya no oigo el helicóptero.

Estuvimos allí de pie un rato, ambos esforzándonos por percibir el monótono e inconfundible zumbido. Tal vez era porque se estaba levantando viento y su sonido lo ahogaba, pero ya no se oía el ruido. Comencé a temblar y Spider me rodeó los hombros con un brazo.

—Vamos. Será mejor que encontremos un buen sitio para escondernos. Tiene que ser algún lugar en la parte de atrás, detrás de todo ese heno.

Ahora que de nuevo tenía algo que hacer, Spider se lanzó a ello con entusiasmo. Parecía un muñeco de esos de Action Man lanzando balas de heno por todas partes, apilándolas y gritándome instrucciones. Estaba haciendo una especie de túnel; desaparecía un segundo a gatas y al siguiente volvía andando para atrás y arrastrando otra bala. Al fin salió, hacia delante esta vez, con una sonrisa enorme y estúpida en la cara.

—Ven, entra. —Supongo que debí de hacer una mueca, porque dijo—: No pasa nada. Ven tú o tendré que salir y traerte arrastrando.

Me puse a cuatro patas, miré dentro y empecé a gatear. Cuando apoyé la mano herida en el suelo me hice daño, así que tuve que seguir avanzando lo mejor que pude sólo apoyando las puntas de los dedos de la mano derecha. Estaba bastante oscuro dentro, pero no del todo y el túnel no era muy largo. Tras unos cinco o seis metros se abría a una pequeña estancia o, mejor dicho, una especie de cueva. Había el espacio suficiente para que Spider y yo pudiéramos sentarnos el uno junto al otro. No podía verlo bien, pero sí olerlo. El esfuerzo de arrastrar las balas de un lado para otro después de caminar durante horas y que no se hubiera duchado desde sólo Dios sabe cuándo (aparte del remojón en un río lleno de barro) había aumentado la intensidad de su habitual olor a rancio, que normalmente ya alcanzaba proporciones olímpicas.

—¿Qué te parece? Chulo, ¿a que sí? Todo lo que tenemos que hacer es poner una bala para cerrar la entrada y aquí nos podemos quedar tranquilamente sentados. ¿Quieres que vaya a hacerlo para que veas lo fácil que es?

La sola idea de verme allí atrapada con él era demasiado. Volví al túnel.

—No, vale. Eso podemos hacerlo después, si es necesario. —Emergí de nuevo en el establo e inhalé profundamente. Incluso la peste de la mierda de vaca me pareció mejor que el hedor de Spider.

Él salió del túnel detrás de mí; parecía un perro que hubiera encontrado un hueso. No quería joderle la ilusión, pero me dolía la mano, estaba cansada y asustada. Supongo que sólo dije lo que tenía en la cabeza, sin pararme a pensarlo antes de soltarlo.

—Spider, si nos encuentran aquí, estaremos atrapados, ¿no?

Su cara cambió al instante, como si alguien le hubiera quitado toda la luz. Me odié por hacerle eso.

—Sí, Jem. Si nos encuentran estando aquí, no tendremos escapatoria. Seremos como ratas en una ratonera. —Se puso de pie, se acercó y se sentó en la bala que había a mi lado. Se inclinó hacia delante, apoyó los brazos en los muslos y agachó la cabeza. Su voz era profunda e intensa—. Pero no me iré sin luchar, Jem. Les plantaré cara, tía. Lo haré. —Sabía que llevaba un cuchillo. Y, por la forma en que hablaba, estaba bastante segura de que lo utilizaría.

Podía sentir la ansiedad corriendo por mis venas.

—No merece la pena, Spider. Si nos acorralan, debemos rendirnos. ¿Qué es lo que tienen contra nosotros después de todo? No hicimos nada en la London Eye. No nos pueden cargar ese muerto. Tú has robado dinero, pero seguro que eso no lo han denunciado. Hemos mangado un par de coches, mira qué cosa. Si te pones a pelear y atacas a alguno con el cuchillo, eso es diferente. Cargarán contra ti.

—Jem, pase lo que pase, me van a encerrar. Puede que a ti no te ocurra nada; tú no robaste los coches, ¿eh? Sí, pasó eso del cuchillo en el colegio, pero eres una chica blanca, tienes a Karen y a la asistente social de tu lado, sin antecedentes… No se pasarán contigo. Pero en cuanto me echen la vista encima a mí… Piénsalo, soy el típico delincuente juvenil, cumplo todos los requisitos. No se lo pensarán dos veces: simplemente me meterán allí unos meses, un año tal vez. Extraviado en el sistema. —Se pasó la mano por el pelo—. No puedo hacerlo, Jem. No quiero estar encerrado. No quiero ser otro chico que han dado por perdido. —Golpeó la paja que tenía a su lado con el puño. Le había visto cabreado antes, sabía que tenía carácter, pero ahora tenía la cara contorsionada como si fuera a echarse a llorar. Estaba furioso, sí, pero también estaba aterrorizado.

—No les dejaré, Jem. Prefiero luchar y morir.

—No digas eso, tío. No digas eso nunca. —Y todo el tiempo estaba pensando: «¿Será así como ocurrirá?». Le puse la mano en la espalda y la moví arriba y abajo, igual que él había hecho conmigo antes. Estaba tan delgado que podía sentir todas las protuberancias de los huesos de su espalda a través de la ropa.

Sorbió con fuerza por la nariz y se la limpió con la manga. Después se irguió y me miró a los ojos.

—¿Va a ser hoy, Jem?

Lo miré inexpresiva fingiendo que no sabía de lo que estaba hablando.

—¿Qué?

—¿Va a ser hoy cuando todo acabe para mí? Lo sabes, ¿verdad? ¿Nos van a encontrar? ¿Me van a meter una bala como lo hicieron con aquel tipo del metro?

Sentí que las lágrimas llenaban mis ojos.

—No me preguntes, Spider. Sabes que no te lo puedo decir.

—Dios —susurró. Puso ambas manos junto a la boca, como si estuviera rezando. Respiraba con dificultad y sus ojos no dejaban de moverse de un lado a otro; se veía claramente el pánico en ellos. Me estaba matando verle así. No podía dejar que siguiera, así que rompí la regla.

—No va a ser hoy —le dije—. Spider, ¿me estás escuchando? No va a ser hoy.

Dejó caer las manos y me miró. Tenía los ojos enrojecidos.

—Gracias —me dijo, y asintió—. No debería habértelo preguntado. No volveré a hacerlo, lo prometo. —Parecía un niño pequeño así, tan serio y solemne.

Quería rodearle con mis brazos y decirle que todo iba a salir bien. De repente pensé en Val, la mujer que lo había calmado así cuando era pequeño, y me vino a la cabeza lo que me había dicho (¿dos días atrás?): «Cuídamelo, Jem. Mantenlo a salvo». Esto empezaba a ser demasiado; me estaba implicando mucho.

Nos comimos el resto de las cosas que nos quedaban encaramados en unas balas de heno. Les di la espalda a las vacas para que no me quitaran el hambre. Compartimos el último paquete de patatas y nos tomamos una chocolatina cada uno y el último sorbo de coca-cola. Comimos despacio, intentando que tan poca cosa pareciera una comida de verdad. Cuando nos tragábamos los últimos bocados, ambos lo supimos: eso era todo, no quedaba nada. Nos estábamos quedando sin opciones. Tendríamos que hacer algo el día siguiente. No teníamos otra alternativa.

Después de comer, de nuevo nos quedamos sin nada que hacer. Hablamos un rato, pero no había mucho que decir. Ambos sabíamos que teníamos problemas y nos sentíamos bastante desesperados por ello. Un rato después nos metimos en la cueva de heno que había hecho Spider, extendimos las mantas y nos enroscamos sobre nosotros mismos bastante separados el uno del otro.

Estaba oscuro ya, muy oscuro, aunque probablemente no eran más de las cinco. Nos quedamos allí tumbados, hablando un poco, escuchando las vacas. Si no piensas en lo asquerosas y lo grandes que son, lo cierto es que producen un sonido bastante apacible: se las oía exhalando aire por narices llenas de pelos y moverse por el heno sin dejar de rumiar. Cada vez que alguna de ellas se tiraba un pedo, Spider se partía de risa. Hay personas que son fáciles de divertir…

No sé cuánto tiempo estuvimos allí tumbados. No conseguía ponerme cómoda. Las balas que teníamos debajo eran bastante duras y las briznas de heno raspaban incluso a través de la manta. La piel, sucia de dos días, me picaba por todas partes, igual que la cabeza. Me sentía pegajosa y mugrienta.

—¡Qué bien me vendría un baño, aunque me conformaría con una ducha! —dije retorciéndome para intentar rascarme la espalda contra el heno que tenía debajo.

—Pues a mí no me importa —respondió Spider.

—No me extraña.

—¿Qué quieres decir? —saltó.

—Hueles fatal, Spider. No te lo tomes a mal, tío, pero así es. Y ahora yo también apesto y no quiero.

Mientras hablábamos había estado creciendo un sonido de fondo. Ahora que hicimos una pausa pudimos oír que tamborileaba sobre el tejado de metal. Era lluvia. El ruido que hacía al golpear el metal era increíble. Salí corriendo por el túnel, me senté en una bala y me puse a quitarme la camiseta y a desabrocharme los vaqueros.

—¿Qué haces? —me preguntó Spider que había aparecido detrás de mí.

Los vaqueros se me quedaron trabados con las zapatillas de deporte. Deshice los lazos de los cordones de un tirón.

—Me voy a lavar. Vamos, sal. —Ya estaba en sujetador y bragas y con los pies descalzos.

Corrí al exterior. Estaba diluviando. Podía sentir que el barro y otras cosas asquerosas me salpicaban las piernas cuando las grandes gotas golpeaban el suelo. No me importaba. Era una sensación fantástica. Unos aguijonazos frescos y gélidos que caían sobre la piel indefensa. Levanté la cara hacia el cielo y me froté con las manos la cara y la cabeza, entre el pelo. La sensación de picor estaba desapareciendo. Dejé que la lluvia mojara toda mi piel y me quede quieta, de nuevo con la cara vuelta hacia arriba y la boca abierta, atrapando gotas con la lengua.

Miré hacia el establo. En la penumbra pude ver a Spider, que estaba apoyado contra uno de los postes de metal sonriendo y meneando la cabeza.

—Has perdido la cabeza, tía —me gritó—. La has perdido del todo.

—No —le respondí también gritando—. ¡Es genial! ¡Ven, sal aquí!

—No, no. Yo no, tía. Ya me mojé bastante ayer.

Corrí hasta donde estaba él, riendo cuando mis pies resbalaron en el barro y casi me caí. Él intentó apartarse, pero le cogí del brazo, luego le sujeté ambas manos y tiré de él para sacarlo fuera. Una vez que se hubo mojado, se rindió y comenzó a desnudarse, tirando las prendas hacia el establo.

—No me puedo creer que estemos haciendo esto. ¡Es una locura!

Me alejé un poco corriendo, girando sobre mí misma con los brazos extendidos, dejándome llevar por la oscuridad y la lluvia. En calzoncillos, Spider se acercó con cuidado a donde estaba yo, agachado y con el estómago metido hacia adentro; su cuerpo intentaba defenderse del frío. Estaba tan delgado… Se le podían ver los músculos, no porque estuviera fuerte, sino porque no había nada de grasa cubriéndolos. Se quedó allí de pie con los brazos cruzados. No podía mirarme a la cara. Yo había esperado la timidez, se la había llevado toda la euforia, pero él estaba allí, paralizado por la inhibición.

—¡Me estoy congelando! —chilló.

Yo reí.

—¡Es refrescante!

—¡Son como agujas!

—Frótate. Frótate el agua, así estarás mejor.

Se frotó un brazo a regañadientes y después fue subiendo hacia el hombro.

—Vaya, sí, tienes razón. —Empezó a cogerle el gusto: se pasó las manos por el pelo, levantó la cabeza como yo y cerró los ojos. Dejó escapar una exclamación de alegría. Me puse a observar cómo le caía el agua por la cara, los hombros y el pecho y de repente me di cuenta: era guapísimo.

Sentí que el calor inundaba mi cuerpo al darme cuenta. Era como si lo viera por primera vez y pudiera llegar más allá de lo que veían los demás: los calambres, los tacos, la agresividad y la torpeza.

Me di cuenta de que me estaba mirando.

—¿Qué? —me dijo.

—Nada.

—¿Tienes frío?

—No, estoy bien.

—Tienes que moverte o te vas a helar.

Y de repente se volvió loco y comenzó a saltar a mi alrededor y a gritar. Me uní a él, bailando y saltando, partiéndome de risa. Me agarró la mano y me hizo girar, después tiró de mí hacia él, me rodeó la cintura con un brazo y nos pusimos a bailar un vals allí mismo como un par de chiflados. La lluvia no dejó de caer a nuestro alrededor ni un momento. Era una locura.

—A alguien ahí arriba le caes bien —me gritó junto a la oreja.

—¿Qué quieres decir?

—Te han enviado una ducha justo cuando la pediste, ¿no?

—Sólo es lluvia. No hay nadie ahí arriba.

—¿Cómo lo sabes?

—Bueno, nadie se ha preocupado por mí en los últimos quince años, ¿por qué iba a empezar ahora?

Dejamos de bailar, pero él siguió rodeándome con el brazo.

—Yo siempre me preocuparé por ti —me dijo. Sus palabra fueron directamente a lo más hondo de mi ser. El estómago me dio un vuelco y a la vez me ardieron los ojos: no había «siempre» para ese chico. Aparté la cara para que no pudiera ver mis lágrimas.

—Lo digo en serio, Jem.

—Lo sé —respondí, insegura.

Subió la mano hasta sujetarme la barbilla y con suavidad hizo que volviera la cabeza para mirarlo de nuevo. Nuestras estaturas eran tan diferentes que mis ojos quedaban a la altura de su pecho. Ladeó la cabeza y la inclinó hacia mí.

Tuve el tiempo justo para pensar: «esto no está pasando», antes de que sus labios presionaran suavemente contra los míos. Cerré los ojos. Movió un poco la boca y su nariz acarició la mía. Sentí que se apartaba y abrí los ojos. Tenía la cara tan cerca de la mía que lo veía distorsionado, pero su número estaba ahí, el mismo de siempre. Cuando se fue separando poco a poco aparecieron sus rasgos y se fue haciendo más familiar, convirtiéndose en el Spider que conocía. Frunció el ceño, me soltó y levantó ambas manos.

—Lo siento —me dijo—. Lo siento.

—No —respondí rápidamente—. No lo sientas.

Extendí los brazos para rodearle el cuello y tirar de él hacia mí. Volvimos a besarnos y nos perdimos el uno en el otro, explorándonos las caras y las facciones que creíamos que conocíamos tan bien.

Allí estábamos los dos, de pie bajo la lluvia, en la oscuridad, pero lejos del mundo real, en una dimensión completamente diferente.

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