Numbers

Numbers


Capítulo 19

Página 21 de 43

Capítulo 19

Me estaba despertando poco a poco, aún medio en sueños, sin tener muy claro lo que era real y lo que no. Podía oír los sonidos cálidos y profundos de las vacas que se comunicaban unas con otras. Mi nariz estaba llena de un aire con olor a tierra y a excrementos, animal y vegetal todo mezclado. Estaba enroscada sobre un costado, como siempre, pero sentía la espalda caliente y había algo pesado cruzado por encima de mí que hacía que me sintiera atrapada. Abrí los ojos y vi una pared de heno. Bajé la vista y me encontré el brazo de Spider envolviéndome la cintura. Él también estaba durmiendo de costado, enroscado sobre mi cuerpo.

La luz empezaba a asomar. Las vacas estaban comenzando a ponerse en pie y pateaban el heno que tenían por allí. Supongo que eso fue lo que me despertó. Le puse la mano a Spider en el brazo y me abracé más fuerte. Ese leve movimiento lo despertó, me acarició la coronilla con la nariz y me plantó un beso ahí.

—Será mejor que nos levantemos. Ya es por la mañana —le susurré.

Spider gruñó.

—Vale —asintió—. Sólo cinco minutos más.

Y nos quedamos allí tumbados un poco más. Yo ya estaba despierta del todo, repasando la noche anterior. ¿Había sido real? ¿Era yo diferente ahora? Spider volvió a dormirse; podía saberlo por el peso de su brazo y su respiración pesada y regular junto a mi cabeza.

Empecé a preocuparme de que alguien nos encontrara allí. Seguramente alguien aparecería para cuidar las vacas; no las iban a dejar allí sin más durante días, ¿verdad? Me volví bajo su brazo y le pasé las manos por el pecho para despertarlo.

—Vamos, tenemos que irnos.

Abrió un ojo perezoso.

—¿Y por qué tanta prisa?

—Tenemos que salir de aquí. Ya empieza a haber luz. —Me revolví en sus brazos para salir de mi prisión y me incorporé para sentarme. No habíamos dormido en la cueva de heno; sólo nos tumbamos sobre algunas balas que había por allí. La ropa estaba tirada por todas partes y había calcetines embarrados sobre la tierra sucia. Pues, sí: había sido real.

Recogí mi ropa e hice lo que pude para quitarle la suciedad. Después me desvestí para volver a vestirme correctamente esta vez. Me sentía más cohibida en la fría luz de la mañana, así que me puse rápidamente la camiseta y luego me retorcí para ponerme el sujetador por debajo.

—¿Por qué haces eso? —me preguntó una voz somnolienta—. Ya lo he visto todo. Ya no tienes que esconderte.

—Lo sé —le respondí—. Es que tengo frío. Venga, levántate. Toma. —Hice una pelota con su calcetín que me había puesto por error y se lo tiré.

—Voy, voy.

Cuando nos vestimos, ya no nos quedó más que marcharnos. No había nada para desayunar, ni siquiera para beber. Las vacas se habían alineado junto a la valla y nos observaban curiosas. Su aliento creaba vapor en el frío aire de la mañana. Metimos las mantas en un par de bolsas y nos fuimos. No había necesidad de decidir qué debíamos hacer hoy: teníamos que encontrar algo de civilización. Así que seguimos el camino hasta desembocar de nuevo en la carretera principal. Spider llevaba las bolsas. Cuando nos pusimos a andar, las agarró con una mano y con la otra cogió una de las mías. Caminamos el uno junto al otro, sin hablar. Cuando el sendero se estrechó, él se adelantó un poco, pero no me soltó y seguimos avanzando así, yo con el brazo extendido hacia delante y él hacia atrás. Parece cursi, ¿a que sí?, como si estuviéramos reproduciendo un enfermizo esquema de novios. Pero no era así. Ahora estábamos juntos. Juntos de verdad.

Caminamos por la carretera sacando el dedo cada vez que oíamos venir un coche detrás de nosotros. Habíamos llegado al punto en que teníamos que arriesgarnos a que nos reconocieran. Pero nadie paró. Todos tenían prisa y aceleraban por esa estrecha carretera en medio del campo como si fuera una pista de carreras, virando bruscamente para no atropellarnos cuando nos veían, cogidos por sorpresa. Un par de ellos tocaron el claxon, como si no pudiéramos estar en la carretera. ¿Por dónde esperaban que camináramos? ¿Por el terraplén? Gilipollas.

Había dejado de llover, pero todo estaba empapado y había grandes charcos en el arcén de la carretera. Los pantalones empezaron a pesarme cuando el agua fue empapando los bajos. No era fácil caminar con el estómago completamente vacío. Tenía las piernas cansadas, muy cansadas, y el cuerpo se rebelaba contra lo que le pedía que hiciera. No hacía más que eructar, pero ni siquiera me llegaba el sabor de la comida del día anterior; sólo un vacío agrio y ácido.

Eran ya las ocho y veinte cuando paramos. No podíamos sentarnos en ninguna parte porque todo estaba húmedo, pero nos apartamos unos metros de la carretera subiendo por el camino de entrada a una granja. Spider dejó las bolsas y encendió uno de nuestros últimos cigarrillos. Lo compartimos en silencio, mientras nos caían gotas que se resbalaban de los árboles que teníamos encima.

—Está bastante negro, ¿verdad? —dijo Spider. Yo me limité a asentir—. Supongo que deberíamos arriesgarnos a usar el teléfono. Para pedir un taxi.

—Ni hablar. Lo localizarían y sería el fin, Spider.

—¿Y qué más podemos hacer? Estamos aquí, atrapados en medio de la nada.

—No lo sé. Pero estarán esperando a que usemos el teléfono, ¿no?

Tiró el cigarrillo y lo apagó con el pie.

—Tengo hambre, Jem. Y hace frío.

—Lo sé. Yo también.

Encendimos otro cigarrillo y nos lo pasamos el uno al otro, un pequeño lujo en nuestro mundo gris y deprimente. Un par de minutos después, oímos un coche que pasaba por encima de la gravilla del camino que teníamos detrás. Nos miramos. No teníamos tiempo para apartarnos y tampoco tenía sentido. Un enorme cacharro de cuatro ruedas dobló el recodo. El conductor pisó el freno cuando nos vio y después nos esquivó con cuidado. Pude ver a la persona que conducía cuando pasó a nuestro lado: una mujer, treinta y pocos tal vez, bastante elegante, con el pelo echado para atrás sujeto en una coleta y un trozo de tostada en la boca que sobresalía como si fuera un pico de ave. Llevaba un par de niños en la parte de atrás. Allí, sujetos con los cinturones en el asiento trasero de ese enorme coche, parecían un par de muñecos.

La mujer nos miró sorprendida, cauta y quizá un poco mosqueada también, condujo hasta el cruce y giró a la izquierda para incorporarse a la carretera. A unos metros se detuvo y dio marcha atrás hasta que estuvo a nuestro nivel. La ventana del asiento del acompañante bajó y ella se sacó la tostada de la boca y se inclinó hacia fuera.

—¿Esperáis a alguien? —Su voz era aguda, como si nos estuviera acusando de algo. Probablemente del delito de ser extraños, del de ser jóvenes.

Spider levantó la mano.

—Necesitamos que alguien nos lleve. A la ciudad.

Lo había dicho al azar; no sabíamos si había alguna ciudad por allí cerca, ni siquiera si había algo parecido en medio de todo aquel campo.

Nos miró con expresión dubitativa; su boca era una línea fina y tensa.

—Bueno, pues lo siento, no puedo ayudaros. —Volvió a subir la ventanilla y el coche se alejó.

—Zorra —dije.

Spider asintió y dio otra calada.

Tres metros más allá, en la carretera, el coche se detuvo de nuevo y dio marcha atrás. Esta vez venía otro coche por detrás e hizo sonar el claxon cuando la adelantó. La ventanilla volvió a bajarse.

—Será mejor que subáis —dijo con energía—. Voy a la ciudad. Poned las bolsas en el maletero. Uno de vosotros tendrá que ir atrás, en el medio.

Spider y yo nos miramos y acto seguido abrió el maletero y metió las bolsas. Yo abrí la puerta de atrás, la del lado del acompañante. Los niños nos miraban con los ojos abiertos como platos, como si su madre hubiera perdido la cabeza. Intenté no mirarlos a los ojos. No puedo soportar ver los números de los niños, me afecta. Llevaban uniformes pijos: americanas, camisas y corbatas, ese tipo de cosas, y me miraban como si fuera un extraterrestre.

—Eeeeeh… Perdón… ¿Me dejas…?

El niño, que estaba sentado más cerca de mí, apartó las piernas hacia un lado y se apretó en su asiento. Me encaramé al coche por delante de él y me senté en el medio. La niña, que estaba al otro lado, se alejó de mí asustada.

Spider ya había cerrado el maletero y se estaba subiendo al asiento delantero.

—Gracias, gracias, de verdad que se lo agradecemos mucho. Es genial, guay. Un coche muy bonito. Muy grande. Chulo, muy chulo. —Asentía con la cabeza para indicar su admiración. Yo estaba deseando que se callara y que dejara de parecer un chiflado—. Es muy amable por su parte. Hace un frío de cojones ahí fuera.

Oí que el niño daba un respingo. Pude verlo por el rabillo del ojo: tenía los ojos abiertos de par en par, igual que la boca. La mujer habló muy lentamente.

—Mira, no me importa llevaros, pero sólo si no vais a decir tacos. Eso no está permitido en este coche.

Spider se puso la mano en la boca.

—Vaya, lo siento. No se ofenda, señora. ¿Todo bien, niños? —Se volvió para dedicarles una breve sonrisa—. No es guay usar esas palabras, ¿eh? No es guay.

Me pareció que la niña había soltado un chillido. La miré. Estaba absolutamente aterrorizada. Tal vez incluso se había meado encima. Probablemente nunca había visto a un hombre negro y mucho menos uno de casi dos metros y tan negro y bocazas como éste. Intimidaría hasta con su mejor apariencia, pero después de dos días por ahí, durmiendo en cualquier parte, era realmente todo un espectáculo.

Los nervios de Spider estaban sacando lo peor de él. Es que no podía parar…

—Es muy amable. Detenerse a recogernos. Muy amable.

—No hay problema. —Estaba claro que ahora se estaba arrepintiendo de su impulso momentáneo y que no volvería a hacerlo nunca—. ¿Hacia dónde vais?

El estómago me dio un vuelco cuando me di cuenta de que no habíamos acordado una historia que contar. Después de dos días completamente solos, de repente acabábamos de sumergirnos de nuevo en el mundo real. Spider se lanzó a la piscina, improvisando sobre la marcha.

—Vamos camino a Bristol, a ver a mi tía. Está en Bristol, ¿sabe?

—¿Y cómo habéis acabado en Whiteways?

—Es que hemos estado haciendo dedo. Nos dejaron en la carretera principal y llevamos un par de días andando.

Mientras Spider hablaba, yo me fijé en la tostada a medio comer de la mujer. La había dejado junto al cambio de marchas y se le había olvidado allí. La saliva llenó mi boca. No podía apartar los ojos de ella. Dios. Mío. No pude reprimirme: me incliné hacia delante, estiré la mano y la cogí. Volví a sentarme y me la metí en la boca, doblándola para que me cupiera entera. Estaba fría y un poco reblandecida, pero fue lo mejor que he comido en mi vida. La mantequilla salada hizo que produjera aún más saliva, que se me fue cayendo hasta la barbilla mientras masticaba.

Creo que eso fue demasiado para el niño.

—Mami —chilló—. ¡Él se ha comido tu tostada!

¿«Él»?

—Caramba —fue su reacción—. No importa, Freddy. Ya no quería más.

Me limpié la barbilla con la manga y tragué a regañadientes; habría preferido mantenerla en la boca para siempre.

—Lo siento —dije—. Es que… tenía mucha hambre.

—No pasa nada —dijo sin alterarse. La niña pequeña empezó a llorar y gimotear en silencio a mi lado—. No pasa nada, niños. Ya casi hemos llegado. Casi. —No dijo «gracias a Dios», pero estaba claro que lo pensaba.

Ya estábamos a las afueras de la ciudad. No puedo explicar la alegría que me dio ver casas, saber que había tiendas y cafeterías a sólo unos minutos de donde estábamos.

Aparcó en una calle lateral.

—El colegio de los niños está por allí. Sólo estáis a cinco minutos del centro. Y ahí hay una estación.

—Bien, gracias, gracias. Ha sido usted muy amable.

Salí pasando por delante de Freddy, que estaba tan encogido en su asiento que casi parecía tener sólo dos dimensiones. Sacamos las bolsas del maletero y nos quedamos de pie en la acera mientras el coche maniobraba de vuelta al tráfico.

—Hemos tenido suerte —dijo Spider.

—Bueno, creo que vamos a ser los últimos autoestopistas que recoja en su vida.

—¿Qué quieres decir?

—No, nada. Sólo que creo que no éramos su tipo de gente.

—Sí —rio—. Y creo que han pensado que tú también eras un chico. Tendrán que mirarse la vista.

—Spider, ¿crees que sabían quiénes somos?

—No, no nos habría recogido si lo supiera, ¿no crees?

Con todo ese tráfico pasando junto a nosotros, empezaba a sentirme más expuesta de lo que me había sentido caminando por los campos. Llevábamos dos días desconectados de la civilización. ¿Qué habrían estado diciendo de nosotros? ¿Qué habría visto la gente en la televisión o leído en los periódicos? ¿En alguno de esos coches que pasaban a nuestro lado habría alguien que estaba cogiendo su teléfono para llamar a la policía? Estaba tensa, con los nervios de punta.

—Deberíamos encontrar alguna tienda y después desaparecer, Spider. No podemos andar rondando por ahí.

—Sí, lo sé.

Cogió las bolsas y empezó a andar junto a la carretera con los amplios pasos de sus largas piernas. Tuve que correr para mantenerme junto a él. Llegamos a las primeras tiendas y empezamos a buscar un supermercado o una pequeña tienda de comestibles cuando vimos un anuncio en la calle: «El café de Rita – Desayunos todo el día, preparados en el momento».

Spider se había parado. Miraba el cartel relamiéndose. Pude leerle la mente; sabía lo que iba a decir antes de que lo dijera.

—Sé que no deberíamos andar por ahí, pero, Dios Jem, tengo hambre. ¿Qué te parece?

Ambos sabíamos que deberíamos limitarnos al plan A: entrar en alguna tienda, comprar sándwiches, agua, barritas de cereales y todo eso, y después encontrar un cobertizo o un garaje escondido para tomar otro picnic. Pero no había forma de que ninguno de los dos pudiéramos pasar por delante de aquel lugar sin entrar.

—Que le den —dije—. Hasta los condenados a muerte tienen derecho a su última cena, ¿no?

Su enorme sonrisa apareció de nuevo y yo juraría que le caía un poco de baba por la barbilla.

—Ésa es mi chica —exclamó, cogió nuestras cosas y se encaminó al café de Rita.

Ir a la siguiente página

Report Page