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Capítulo 20

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Capítulo 20

Nunca he estado en África ni he visto una hiena dando cuenta de un cadáver de antílope, pero supongo que se parecerá bastante a la visión de Spider devorando un desayuno completo. Utilizaba el tenedor como una pala y no se paraba ni a respirar, sólo se limitaba a engullir un bocado detrás de otro; lo cogía y lo engullía. Me miró. Yo ni siquiera había tocado el mío.

—¿Qué te pasa? No me dirás que no tienes hambre… —Una gorda gota de yema de huevo se le escapaba por una comisura de la boca.

—No, no es eso. Sólo estoy disfrutando de la pinta que tiene. Es magnífico.

Lo era. Después de todo ese tiempo lejos de la civilización, tener cereales, galletas y chocolate caliente era demasiado bueno hasta para contemplarlo. Y qué decir de ese par de salchichas que brillaban por la grasa, del huevo frito perfecto, la clara de un blanco puro y la yema muy amarilla, las tajadas de beicon frito en ondas crujientes y el pequeño charquito de alubias cuya salsa se iba extendiendo poco a poco por el plato…

Spider rio y la gota de yema creció y se convirtió en un reguero.

—Estás loca. Ponte a comer ya. —Agitó el tenedor en dirección a la mujer que había tras el mostrador, que supongo que sería Rita, y le dijo:

—Oiga, ¿podría traernos un poco de pan frito para acompañar?

—¡Ahora mismo! —respondió alegremente. Una mujer que claramente disfrutaba viendo comer a la gente.

Corté el extremo de una de las salchichas y se me escapó un gruñido involuntario de satisfacción cuando el primer bocado llegó a su destino. Después fui dando cuenta de todo el plato a un ritmo constante. Rita salió de detrás del mostrador para traer un cesto de pan. Era una de esas personas que parecen más anchas que altas; su enorme busto, apenas contenido dentro de una camisa masculina de cuadros, sobresalía por detrás del delantal. Llevaba las piernas desnudas bajo una falda vaquera cuadrada y en los pies calzaba unas zapatillas de un peluche rosa que se veía pegoteado en algunos lugares donde le había salpicado la grasa del beicon.

—¿Queréis que os las llene? —preguntó señalando a nuestras tazas de té.

—Sí, gracias —dijo Spider acercando su taza al borde de la mesa. Ella se acercó al mostrador y cogió una gran tetera plateada. El líquido marrón soltaba vapor al caer en las tazas. La cafetería estaba vacía aparte de nosotros y ella no parecía tener ninguna prisa por volver al mostrador.

—¿Habéis estado durmiendo a la intemperie? —preguntó. Por la forma en que lo dijo no era una acusación, sólo una pregunta amable.

—Sí —dijimos los dos a la vez.

Se sentó en una silla de otra mesa que había en el lado opuesto del pasillo.

—¿Queréis llamar a alguien, chicos? Podéis usar el teléfono del café, gratis.

Spider dejó el tenedor en el borde del plato.

—No se preocupe. Tenemos móviles.

No pude evitar pensar en Val, sentada en el taburete de la cocina, el cenicero lleno de colillas y en la mirada de sus ojos cuando nos alejábamos.

—Si hay alguien en algún sitio que está esperando que le deis noticias vuestras, deberíais llamar. Para decir que estáis bien. Hacedme caso. Sé lo que es estar sentada mirando un teléfono y deseando que suene. Te rompe el corazón, de verdad.

Ya no nos estaba mirando ni a Spider ni a mí; sus ojos se dirigían a uno de los cuadros de la pared, pero estaba claro que no lo estaba viendo. Estaba en algún otro lugar, uno doloroso.

Me mantuve callada, fingiendo que leía el periódico que había en la mesa a mi lado. No quería oír la historia triste de nadie. Spider estaba demasiado ocupado fregando el plato con el pan y metiéndoselo en su enorme boca como para preguntar, pero ella se tomó el silencio como una afirmación que la animó a seguir.

—Me ocurrió a mí, ¿sabéis? Con mi Shaunie. Nos peleábamos… Todo el mundo lo hace de vez en cuando, ¿verdad? Después él se iba durante unas horas y volvía a casa cuando ya se había calmado. Nunca pensé que un día se iría para siempre. —Su cara brillaba húmeda, probablemente del sudor provocado por el calor de la cocina o por el esfuerzo de contar la historia de su hijo. Se enjugó la frente con el borde del delantal—. Pero eso fue lo que hizo. Se cabreó un día, no recuerdo por qué, y se fue. No me preocupé mucho aunque no apareció por la noche. Le preparé la cena y se la dejé en el horno para que no se le enfriara. Seguía allí a la mañana siguiente, seca y pegada al plato. Pastel de carne y verduras, eso fue lo que le cociné. Siempre le gustó mucho el pastel de carne. Llamé a la policía, pero ni se preocuparon. Tenía diecisiete años, ¿sabéis? Y con diecisiete ya puedes hacer lo que quieras. Llamé a sus amigos, a todos los lugares donde pensé que podría haber ido. Nada. Simplemente había desaparecido. No le he vuelto a ver. Ni siquiera sé si está vivo o muerto. —Le tembló la voz, dejó de hablar y se quedó allí sentada, respirando hondo.

Avergonzada por ella, mantuve los ojos fijos en la mesa, en el periódico, y por primera vez enfoqué las palabras del titular: «BOMBA EN LONDRES. ¿POR QUÉ HUYERON?». Y, debajo, una imagen de una cámara de seguridad con mucho grano en la que se veía a gente haciendo cola en una tienda. La cámara debía de estar cerca del techo, porque la imagen era desde arriba y no se les veían las caras. A nadie excepto a una persona que miraba para arriba, directamente a la cámara: era yo, claro. En aquella estación de servicio. Allí estaba mi cara, en la primera página del periódico.

Spider había dejado el último trozo de pan en el plato.

—Es terrible —dijo—. Lo siento.

Rita asintió, agradeciendo su compasión.

—Tome. —Le pasó un pañuelo de papel arrugado.

—No te preocupes. Tengo un pañuelo en alguna parte. —Metió la mano en el bolsillo del delantal, sacó un enorme pañuelo de hombre y se sonó la nariz ruidosamente.

—Algo así te cambia la vida —prosiguió en voz baja—. No quieres salir a la calle por si suena el teléfono. Ya no duermes bien, siempre esperando oír esa llave en la cerradura. A veces crees que te vas a volver loca cuando ves a alguien por detrás que crees que se parece a él y le miras a la cara y no lo es. —El sudor llenaba su frente de nuevo y volvió a levantar el delantal, que le cubrió la cara por completo un segundo, para limpiárselo—. Si tenéis a alguien en algún lugar pasando por lo que yo estoy pasando, llamadle.

Podía sentir que el sudor comenzaba a inundar mis axilas y también mi frente, pero por una razón diferente. Sus palabras sólo flotaban en mi cabeza mientras leía la noticia que había bajo el titular:

«Éstas son las primeras fotografías de los dos jóvenes que fueron vistos huyendo de la London Eye minutos antes de que explotara la bomba terrorista el pasado martes. La policía insiste en que, en este momento de la investigación, ambos son testigos claves que pueden tener información vital sobre el ataque terrorista. Han lanzado un llamamiento urgente para que se presenten en cualquier comisaría».

Rita había dejado de hablar y estaba allí sentada, jugueteando con el delantal con sus manos húmedas. Nadie habló durante un minuto.

—Lo que pasa es que se pueden rastrear las llamadas de teléfono… —explicó Spider.

—Y vosotros no queréis que os encuentren. —Sus ojos pasaron de uno a otro, sin juzgarnos, y yo pensé que su Shaun tenía que ser un idiota para haber abandonado a una madre como aquélla.

Vi su número. Aún le quedaban quince o dieciséis años. ¿Volvería a ver a su hijo o le quedarían quince largos años de cumpleaños perdidos y navidades solitarias?

—Mira, podéis hacer una cosa. Dejadme el número y yo llamaré cuando ya os hayáis ido —se ofreció—. Puedo llamar dentro de un par de horas, mañana si lo preferís, sólo para hacer saber que os he visto y que estáis bien.

Spider asintió.

—Sí, sí, eso estaría bien. Nos daría tiempo para ponernos en camino de nuevo.

—Voy a coger un papel y un boli. —Rita se puso en pie.

Yo me incliné sobre la mesa de formica.

—¿Estás loco? —susurré.

—¿Por qué?

—¿Le vas a dar el número de tu abuela?

—Puede llamar mañana, como ha dicho, cuando ya estemos muy lejos. Tiene razón.

No dije nada, sólo le acerqué el periódico por encima de la mesa.

—¿Pero qué…? —empezó a decir, y entonces vio la foto—. Mierda.

Ambos miramos hacia el mostrador. Rita nos estaba dando la espalda, buscando un papel y un boli en una pila. Me metí el periódico en el abrigo, cogimos las bolsas y, sin decir nada, haciendo el menor ruido posible, nos levantamos de las sillas intentando que éstas no arañaran el suelo.

Miré atrás cuando llegué a la puerta. Spider seguía junto a la mesa. ¿Pero qué estaba buscando? Metió la mano en el bolsillo y sacó un par de billetes de cinco del sobre. Yo quería gritarle: «Por Dios, no tenemos tiempo para eso». Empuje el picaporte y tiré de la puerta, rezando para que no hubiera una campana que nos delatara. No pasó nada: se abrió sin ruido. Spider ya estaba detrás de mí cuando lo hice.

—No corras, Jem. Camina despacio. Tranquila.

Sólo nos habíamos alejado unos metros de allí cuando oímos la voz de Rita que llegaba desde la puerta abierta.

—¿Pero qué…? ¡Oye, volved! —Apretamos el paso.

—No mires atrás, Jem. Sigue andando.

No necesitaba mirar atrás. En mi mente podía verla un minuto en el umbral, viendo cómo nos alejábamos y después volverse, recoger los billetes y sujetarlos con sus manos húmedas mientras se dejaba caer en una silla. Respirando profundamente y con dificultad, pensando en nosotros, en Shaun… hasta que se diera cuenta de que el periódico no estaba, atara cabos y fuera a coger el teléfono.

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