Numbers

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Capítulo 21

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Capítulo 21

High Street estaba llena de informadores policiales. Cualquier persona que pasaba por allí era un par de ojos con un teléfono móvil. Mientras habíamos estado aislados en el campo, yo había empezado a pensar que nos estábamos volviendo paranoicos, que todo estaba en nuestras cabezas, toda esa necesidad de salir corriendo y escondernos. Pero mi foto en la primera página del periódico contaba una historia completamente distinta. Era real. Todos habían salido a buscarnos para cogernos. Caminando por la calle sentí que no faltaba mucho para que lo consiguieran. Incluso allí, en una pequeña ciudad dormitorio en medio de la nada, había cientos de personas por todas partes: gente que veía las noticias, navegaba por internet y leía periódicos.

Pero había otra cosa que me estaba fastidiando. Por mucho que intentara no mirar a los ojos a la gente, no podía evitarlos a todos y ahí estaban de nuevo: los números. Me decían cosas sobre los extraños, me informaban del día que iban a morir. Deseaba poder caminar por la calle con los ojos cerrados para bloquear todos esos números. No quería que me recordaran que todos los que me rodeaban iban a morir. Y la razón caminaba a mi lado, me agarraba la mano. Spider. Por primera vez en mi vida, tenía a alguien a quien quería mantener a mi lado. La fecha del periódico había sido como una bofetada en la cara: 11 de diciembre. Sólo le quedaban cuatro días.

—Oye —me dijo ansioso—, será mejor que nos apresuremos a comprar provisiones y después encontremos algún lugar donde poder desaparecer. Aquí estamos demasiado expuestos.

No era broma. Puede que hubiera pocas personas andando y conduciendo por allí y que nadie pareciera fijarse en nosotros, perdidos como estaban todos en sus propios pensamientos, pero todo el resto del mundo nos buscaba. Supongo que resultábamos una pareja bastante extraña: un par de chicos desaliñados, uno ridículamente alto y la otra que parecía una enana a su lado. Supongo que la sensación que había tenido en el coche había sido correcta: la mayoría de ellos no veía a un negro muy a menudo. Al menos por allí no se veían caras negras ese día. Era como uno de esos programas de la tele, esos en los que un tipo blanco va a un pueblo africano y los niños corren hacia él para tocarle la piel blanca y el pelo claro. Sólo que al revés, porque nadie corría hacia nosotros, sino que nos miraban un segundo y apartaban la vista. Una mujer que venía hacia nosotros por la acera puso a su hijo al otro lado para apartarlo de nosotros al vernos. «Que te jodan. Sea lo que sea lo que tengamos, no es contagioso, zorra estirada», pensé.

Encontramos un quiosco. Spider sacó varios billetes de diez del gran fajo y me mandó entrar. Cogí un montón de cosas tan rápido como pude: unas cuantas chocolatinas y patatas, pero esta vez también cosas más útiles: agua, zumo de frutas y barritas de cereales. El establecimiento, embutido entre una tienda de antigüedades y una frutería, olía a rancio. Estaba lleno a reventar de chucherías y bebidas, periódicos y revistas, muchísimas de ellas pornográficas. Parecía un trozo de Londres que había caído en medio de la nada. El tío que había tras el mostrador leía un periódico mientras yo iba cogiendo cosas, pero era obvio que me estaba observando.

Puse todo sobre el mostrador. Tenía tabaco detrás de él, así que le pedí media docena de paquetes. Después vi otra cosa: tres o cuatro linternas apiñadas en una estantería. Compré dos y las pilas que necesitaban. El tío de la tienda lo metió todo en un par de bolsas y me observó mientras sacaba el dinero. «Lo sabe —pensé mientras estaba allí de pie—. Lo sabe».

Cogió el dinero.

—Gracias —dijo con una voz tan grave que parecía que tenía las cuerdas vocales desgastadas después de cincuenta años fumando. Entonces, cuando me volví para irme, me llamó—. Oye…

Y supe que el juego había terminado. ¿Qué es lo que iba a hacer con nosotros? Pero un tipo viejo como ése no iba a ser capaz de cogerme, ¿verdad? Seguí caminando.

—¡Oye, tú! —dijo más alto. Me volví—. Te olvidas el cambio.

Regresé sobre mis pasos y lo cogí en silencio.

Fuera, en la calle, le pasé una de las bolsas a Spider para que la llevara y él me cogió la mano libre.

—Vamos —dijo—. Salgamos de aquí.

Nos metimos por un callejón entre dos tiendas que se retorcía y serpenteaba entre casas y algunos huertos para acabar desembocando junto a un canal. Seguimos su curso un rato. Al otro lado había un muro y de repente un tren pasó traqueteando junto a él. Llegamos a un túnel. El camino era estrecho, con una pared curva fría y húmeda a un lado y una barandilla al otro para evitar que la gente cayera al canal.

Spider me soltó la mano.

—Pasa tú primero. Yo estaré justo detrás de ti.

Era difícil ver dónde pisabas y no dejaba de torcerme los tobillos por lo irregular del suelo. A medio camino empecé a perder los nervios. Una figura apareció en el extremo al que me dirigía, una sombra grande y oscura que bloqueaba la mayor parte de la luz. Miré por encima del hombro porque esperaba ver a alguien detrás nuestro también. Era un lugar perfecto para atrapar a alguien: no había forma de escapar y nadie podía oír tus gritos.

Pero todo estaba bien; el camino detrás de mí estaba despejado aparte de Spider. No era una trampa después de todo. Únicamente un tío que paseaba junto al canal.

Nos fuimos acercando en la oscuridad. No estaba segura de que me hubiera visto porque él seguía dirigiéndose directamente hacia mí por el medio del camino, como si quisiera arrollarme. Sólo se veía su silueta contra el disco de luz que llegaba desde el otro extremo; tenía la cara en sombras. Cuando nos fuimos acercando pensé que quizá fuera negro y por eso no podía distinguir sus facciones en la oscuridad. Y de pronto estuvimos a unos seis metros el uno del otro y vi con espanto que no tenía la cara negra, sino azul.

Toda azul y llena de tatuajes.

Me volví sobre mis talones.

—¡Corre, Spider! ¡Corre, corre, corre, corre!

Él notó el terror en mi voz y no preguntó nada, sólo dio media vuelta, y echamos a correr. Podía oír al de los tatuajes detrás de mí: sus zancadas pesadas sobre la grava que crujía y la respiración trabajosa de sus pulmones. Era todo tan estrecho que las bolsas golpeaban contra la pared y la barandilla.

Spider redujo la velocidad un momento y yo lo alcancé.

—Deja las bolsas, Jem. Tíralas.

Dejé caer lo que llevaba y él me hizo pasar delante para después lanzar las bolsas que llevaba hacia atrás por el túnel, directamente a la cara del de los tatuajes. Sin dejar de correr pude oír que el tío gruñía al tropezar con los plásticos y las latas. Ya habíamos salido a cielo abierto y nos pusimos a seguir el camino junto al canal que habíamos recorrido minutos antes. Le habíamos entorpecido el avance con las bolsas, pero no mucho. Era un tío grande, pero corría bastante. Yo no quería mirar hacia atrás, pero no pude evitarlo. Al hacerlo, vi que estaba a punto de alcanzarnos, como un jugador de rugby que fuera a hacer un placaje.

—¡Por aquí! —Spider me agarró del brazo y tiró de mí hacia la izquierda. Bajamos corriendo por una pendiente escarpada hasta que llegamos a otro camino que salía del principal. Desembocaba en un puente de ferrocarril: sucio metal negro cubierto de grafitis—. ¡Vamos!

Subimos los escalones. Mientras cruzábamos por el puente, un tren pasó por debajo de nosotros. Debía de ser un tren expreso, porque pasó como una exhalación, llenándonos los oídos con el chirrido del metal a alta velocidad. Enmascaró el ruido de los pasos del tipo de los tatuajes, pero al bajar los escalones del otro lado del puente, pude sentir la vibración del metal cuando él se precipitó tras nosotros. Estaba justo detrás.

El puente acababa en una calle con casas adosadas a un lado y la vía férrea al otro. Las casas indicaban que había gente. Y no nos iba a matar delante de testigos, ¿verdad? Comencé a chillar mientras corría.

—¡Socorro! ¡Ayúdennos! ¡Llamen a la policía! ¡Ayúdennos!

No hubo ninguna reacción. O las casas estaban vacías o la gente al oír el ruido se había limitado a hundirse más en sus sofás y subir el volumen de la tele.

Spider se volvió para mirarme.

—¿Pero qué haces? ¡Cállate! No queremos que venga la policía. Sólo tenemos que encontrar la forma de darle esquinazo. ¡Vamos!

—¡Nos va a matar, Spider! Necesitamos ayuda. —¿Había visto moverse una cortina? ¿Alguien nos estaba observando?

—¡No os voy a matar! —Era la voz del de los tatuajes la que resonaba en la calle—. Sólo quiero charlar con vosotros, chicos. Eso es todo.

Miré por encima del hombro. El tío había dejado de correr. Estaba de pie en medio de la calle, inclinado hacia delante pero sin dejar de mirarnos, con las manos sobre los muslos, resoplando y jadeando. Le costaba recuperar el aliento, pero seguía sin apartar la vista de nosotros. Por supuesto, vi su número. Ya lo había visto antes, en la fiesta: 11122009. Cuatro días antes que Spider. La misma fecha que tenía el periódico que había cogido horas antes. Ese mismo día.

Ya no sólo era adrenalina lo que corría por mis venas. Ahora también estaba ese zumbido, ese relámpago de conciencia que se mezclaba con mi sangre como el primer chute de la droga más potente del mundo. ¿Qué significaba?

Pasara lo que pasara después, Spider saldría vivo de ello, pero el de los tatuajes en la cara, no. No sabía lo que me pasaría a mí, claro. Tal vez Spider sería el único que saliera por su propio pie…

Spider y yo también dejamos de correr. Ambos nos volvimos hacia él en la calle y después nos miramos, no muy seguros de lo que debíamos hacer después.

—¿Qué quieres? —le interrogó Spider.

—Ya sabes lo que quiero. Tienes algo que no te pertenece. Algo que un amigo mío quiere que le devuelvas. —El dinero—. Podemos discutirlo de una forma agradable y civilizada. No hace falta que montemos un numerito. —Caminaba hacia nosotros lentamente. Podía oír la sangre que me martilleaba los oídos mientras él seguía acercándose. Entonces, a su derecha, alguien abrió una puerta. Un hombre de mediana edad que tenía sujeto por el collar a un perro grande.

—¿Qué pasa aquí? —gritó.

El tío de los tatuajes se detuvo, se volvió hacia él y levantó ambas manos.

—Nada. Asuntos domésticos. Mi hijo, ése de ahí, está en un lío. Tengo que ayudarle a solucionarlo. Ya sabe de qué va esto, ¿verdad? ¡Chiquillos!

El hombre lo miró intentando averiguar si decía la verdad.

—¿Voy a tener que llamar a la policía?

El de los tatuajes sonrió.

—No, tío. No vamos a necesitarlos. Podemos solucionarlo nosotros.

Mientras hablaban, Spider se agachó y me susurró:

—Retrocede. —Y ambos fuimos bajando poco a poco por la calle. Después, cuando parecía que la conversación iba a terminar, nos volvimos y echamos de nuevo a correr, rápido, moviendo las piernas como locos.

—¡Por ahí! —Él venía otra vez tras nosotros, pero ahora le llevábamos bastante ventaja. Seguimos disparados por la calle. Spider se estaba abriendo la chaqueta.

—¿Qué haces?

—Sígueme.

Tiró la chaqueta encima de una alambrada coronada de púas que teníamos a la izquierda. Después unió las manos para que yo apoyara el pie en ellas y prácticamente me lanzó por el aire. Aterricé mal y me torcí la rodilla. Spider escaló desde el otro lado, pasó por encima y luego saltó al suelo. Recogió su chaqueta de encima de las púas y me ayudó a levantarme.

—¿Estás bien?

Asentí porque no quería decirle cuánto me dolía.

—Vamos entonces —dijo, y empezó a correr de nuevo bajando por un terraplén.

Intenté seguirle, pero el dolor era terrible. Caí a cuatro patas y avancé un poco apoyándome en las manos. Spider miró atrás.

—¿Qué haces? —Estaba en la parte baja del terraplén, junto a las vías.

—Me he hecho daño. En la rodilla —dije haciendo un gesto de dolor al intentar levantarme.

—¿Y por qué no lo has dicho? —Empezó a subir hacia donde yo estaba, pero en ese momento los dos pudimos oír el golpe seco detrás de nosotros. El de la cara tatuada había saltado la alambrada.

Aterrada, intenté acercarme como fuera a Spider. Él se lanzó hacia delante, pero al mismo tiempo yo me vi literalmente levantada en el aire y agarrada por un enorme brazo musculoso que me rodeaba la cintura. Había algo frío y duro contra mi garganta. Ese cabrón había sacado un cuchillo.

Spider se tambaleó hacia delante y después se quedó helado, como un corredor olímpico esperando el pistoletazo de salida.

—No, no, tío. No hay necesidad de eso. Baja el cuchillo. Vamos, hablemos. Hablemos del asunto.

—No tenemos nada de qué hablar. O me das el dinero o me cargo a tu amiguita.

Spider se irguió. El de los tatuajes me sujetó más fuerte. Apenas podía respirar. Para ser sincera, cuando me agarró me pilló tan de sorpresa que me quedé allí colgada como una muñeca de trapo, pero después me retorcí y peleé para que me soltara hasta que me clavó más la hoja en el cuello.

—No te acerques.

—Vale, tío, vale. —Spider dio un paso atrás. De nuevo estaba en la parte baja de terraplén, junto a las vías.

—Spider, dale el dinero. —Mi voz no parecía mía.

Él me miró un segundo. Su cara era la viva imagen del dolor.

—No puedo, Jem. Es nuestro futuro. El tuyo y el mío. Es una habitación de hotel con una gran cama de matrimonio, un par de cervezas en un bar y pescado con patatas en el muelle. ¿Cómo vamos a tener todo eso sin dinero?

Yo tenía un enorme nudo en la garganta. Spider lo tenía todo en la cabeza, había imaginado lo que quería para nosotros. Y, Dios, tampoco era para tanto, ¿no? Pero nunca lo tendría. Nosotros no tendríamos ni siquiera eso. Empecé a llorar. Grandes lágrimas de frustración y de necesidad, de odio contra el reloj que no dejaba de marcar los minutos.

—Lo siento —dijo—. Lo siento mucho. No quería que pasara esto. No quiero que tengas miedo. Tienes razón, Jem. Sólo es dinero. Conseguiremos más. Suéltala —dijo, dirigiéndose al de la cara tatuada— y te daré el dinero.

—Sí, claro, nenaza. No nací ayer. Dame el dinero y entonces la soltaré.

—Lo haremos a la vez, ¿vale?

—No. Dame el dinero —repitió el de los tatuajes— y después la suelto.

Conociendo a Spider, ya sabía lo que vendría después. Podía ver cómo ocurría todo a cámara lenta en mi cabeza pero, el que me agarraba, no. Dejó escapar un grito de desesperación cuando Spider sacó el dinero del sobre, le quitó la goma que lo sujetaba, echó la mano atrás todo lo que pudo y después la impulsó en el aire para hacer volar el fajo.

La mano con la que me sujetaba se aflojó. Dejó caer el cuchillo y a mí y se lanzó por el terraplén hacia las vías.

Corrí hacia Spider y ambos nos encontramos a medio camino. Me abrazó, apretándome contra su pecho y aferrándose a mi pelo.

—No pasa nada. Te tengo. Te tengo, Jem. —Tenía la voz grave y estaba a punto de echarse a llorar—. Vayámonos de aquí. Dejemos que él se entretenga con eso.

El aire estaba lleno de billetes. Seguían cayendo por todas partes mientras subíamos por el terraplén. Miré por encima del hombro y vi al tío de los tatuajes agachado, recogiendo los billetes uno a uno. Parecía que estaba loco, completamente chiflado, murmurando para sí mientras resoplaba y jadeaba recorriendo toda la vía con la cara fija en el suelo.

Spider me rodeaba con ambos brazos. Cuando llegamos a lo más alto de la pendiente me ayudó a pasar por encima de la alambrada otra vez. Esperé a que él me siguiera, pero se quedó allí de pie con una mano apoyada en los alambres.

—Vamos. Alejémonos de aquí —le dije.

Él miró por encima del hombro. Yo gruñí.

—No, por favor, déjalo. Sólo es dinero.

—Sólo cien, Jem. Creo que podríamos arreglárnoslas sólo con cien.

Metí la mano entre los huecos que formaban los alambres y le agarré la manga.

—Spider. No.

Me apartó uno por uno los dedos y me los besó.

—Vuelvo enseguida —dijo, y volvió a bajar.

—¡Spider, no! ¡No! —chillé. Pero ya había llegado a la vía. El de la cara tatuada levantó la vista para mirarlo.

—Vienes a buscar más, ¿eh?

—Sólo quiero un poco. Mi parte… Me corresponde de todas formas.

—No te voy a dar nada, negro de mierda. Vete ahora mismo con tu novia o te voy a dar lo que te mereces.

Spider se cuadró ante él.

—No me das miedo.

—Qué curioso. Eso es lo mismo que me dijo tu abuela cuando fui a hacerle una visita.

—¿Que hiciste qué?

—Sólo quería saber dónde estabas. Un poco de información. Pero no quiso cooperar, tu abuelita. Me dijo un montón de tonterías, como tú ahora mismo. Pero bueno, cuando me fui de allí ya no tenía tantas ganas de hablar…

—¡Serás cabrón! ¿Qué le has hecho? —Spider se tiró directamente a él con la cabeza dirigida a su estómago. Lo derribó y ambos rodaron por el suelo hacia las vías. No dejaban de dar tumbos, empujándose y dándose puñetazos el uno al otro y sólo se oía el enfermizo sonido de la carne golpeando contra la carne. Aparte de sus gruñidos animales, se percibía otro sonido a lo lejos que iba creciendo: el traqueteo de un tren distante y sirenas, muchas, acercándose.

—¡Spider! —chillé—. ¡Apártate de él! ¡Apártate! —No sé si me oía o no.

De repente todo pareció ocurrir a la vez. Dos coches de policía y una furgoneta entraron en la calle, frenaron haciendo ruido hasta detenerse por completo y empezaron a salir de ellos policías uniformados que se apiñaron alrededor de la alambrada. Cincuenta metros más allá, apareció un tren que avanzaba por la vía.

—¡Spider, sal de ahí ahora! —Mi voz parecía tan poca cosa entre todo aquel caos… No me oyó o no me estaba escuchando. No podía mirar. Aparté la vista y me dejé caer al suelo, con las rodillas abrazadas y los párpados cerrados con fuerza.

A mi alrededor todo el mundo gritaba y chillaba. Se oyó un chirrido que rompía los tímpanos cuando el conductor del tren utilizó los frenos. Pareció durar horas. Esperé hasta que el ruido dejó de oírse. Tenía que mirar: necesitaba saberlo. Intenté obligarme a respirar (tres inspiraciones, tres exhalaciones) antes de volverme.

Pude ver el tren a través de los huecos de la alambrada. Estaba completamente parado y el último vagón había quedado justo delante de donde yo estaba sentada. La policía tenía al de la cara tatuada bien sujeto por los brazos. Todavía estaba ofreciendo resistencia y hacían falta tres hombres para mantenerlo controlado. No había señales de Spider. Sin querer me puse a examinar las vías bajo el tren. La policía obviamente estaba pensando lo mismo, porque había algunos agentes recorriendo las vías junto a los últimos vagones y mirando debajo. Yo tenía la boca seca.

—Dios, no. Por favor —dije para mí.

Vi un movimiento, en la parte más alejada del terraplén, algo que se escurría entre los arbustos. Primero pensé que era un animal, pero entonces miré con más atención: era una persona que caminaba a gatas. Era Spider.

Estaba subiendo el terraplén y alejándose hacia la derecha. Cuando ya no hubo más arbustos para ocultarle, se tumbó boca abajo y se arrastró impulsándose con los codos. Me puse de pie y empecé a caminar en su misma dirección. Cojeaba, pero ahora no notaba el dolor. No aparté los ojos de Spider y pronto vi que miraba a donde yo estaba. Le mostré un pulgar hacia arriba y él hizo lo mismo. Ya había llegado al final del terraplén. Se puso de pie y saltó la alambrada.

Muy por debajo de donde estaba alguien gritó:

—¡Ahí está el otro! ¡Detenedle!

Spider echó a correr y yo lo imité; bueno, corrí como podía. Estuvimos corriendo en paralelo un rato y de repente él desapareció de mi vista, oculto por una valla de madera. Volvimos a encontrarnos unos metros más allá, en una carretera que cruzaba un puente. Me cogió de la mano y seguimos así un rato, corriendo juntos y a ciegas, a donde las piernas nos llevaran.

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