Numbers

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Capítulo 24

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Capítulo 24

Corrí tan rápido como pude por el camino que llevaba de vuelta al centro de la ciudad. Miraba intensamente la oscuridad que tenía por delante en busca de algún peligro. Tan concentrada estaba que ni siquiera me fijé en unas figuras que venían hacia mí desde un lado, cruzando un césped, hasta que fue demasiado tarde.

—¡Oye! Hay mucha gente buscándote, uno de ellos mi padre… —me dijo una voz a mi izquierda. Era joven, femenina y con un acento que sólo tienen esos personajes que siempre se están haciendo los graciosos en las series de la tele. Me paré en seco y me di la vuelta para mirar a quienquiera que fuera.

—¿Y?

Mejor mostrar un poco de chulería, nada de miedo. Ahora veía de quién se trataba: tres chicas que emergían de la penumbra. Chicas como yo, más o menos de mi edad, con vaqueros y sudaderas con capucha.

—Y supongo que le estarán pagando horas extra, así que esta semana le puedo pedir que me dé un poco más de paga.

Las otras dos rieron. Eran dos chicas con pendientes en la nariz y aros en el labio. Se acercaron a mí caminando sin dejar de mirarme de arriba abajo.

En otro momento yo habría echado a correr o al menos habría encogido los hombros y bajado la vista, pero ahora me quedé donde estaba y las miré fijamente. Y aparecieron sus números, claro. Todas tenían sesenta o setenta años más por delante. Los pendientes no eran más que un signo de rebeldía burguesa, nada más, porque esas chicas iban a tener vidas cómodas y probablemente también un marido y dos niños perfectos.

—No tienes pinta de terrorista —dijo la primera—. ¿Lo hiciste?

—Claro que no.

—¿Y entonces de qué estás huyendo?

—No me gustan los polis. No te ofendas —añadí acordándome de lo que había dicho de su padre.

—No pasa nada. —Casi me sonrió—. Pero salisteis corriendo antes de la bomba.

—Sí, cosas que pasan, ya sabes.

—No, no sé. ¿Qué cosas?

No tenía fuerzas para mentir.

—Es que… sentí que algo malo iba a pasar.

—Y pasó.

—Sí.

—¿Sientes esas cosas a menudo y sabes lo que va a pasar?

—Sí, algo así.

—Entonces ya sabes si te vamos a entregar o no.

Dudé un segundo. No estaba dispuesta a suplicar.

—No creo que lo hagáis —dije sin cambiar de tono.

—¿Y por qué no?

—No tenéis pinta de chivatas. —Era un cumplido que pretendía agradarlas. Y funcionó.

—No, yo no soy una chivata. En eso tienes razón. —Una pausa—. Si sigues por esa calle no vas a durar ni cinco minutos. No puedes cruzar el centro, hay demasiada gente. ¿Adónde te diriges?

—Iba en dirección oeste, hacia Bristol. —No quería decir Weston. Ése era nuestro secreto, de Spider y mío.

—¿En autobús?

—Andando.

—¡Andando! ¡No me jodas! ¿Tienes hambre?

Mi esquema de comidas había sido tan extraño últimamente que no sabía si tenía hambre o no. Pero, si lo pensaba, mi última comida de verdad había sido el desayuno y ya había pasado mucho tiempo.

—Sí, un poco.

—Vale, tengo una idea. Ven, vamos a mi casa.

Las otras dos la miraron como si estuviera loca.

—Espera, eso no es una buena idea, ¿no crees? —le dijo una.

—Cállate. Es una gran idea. Es el último sitio donde se les ocurriría buscar.

—Pero se va a liar si…

—Pero no se enterarán. Y será genial. —Y cortó cualquier tipo de réplica al darse la vuelta de repente y empezar a caminar por la hierba—. ¡Vamos! —Me dijo en un susurro.

La seguí y las otras empezaron a andar detrás de mí. No sabía si podía confiar en ella o no, pero lo cierto es que no tenía otra opción. Caminamos rápido y en silencio. Ella nos guio por callejones y caminos de tierra, entre verjas de jardines y campos de juego. Al fin se detuvo y nosotras la alcanzamos.

—Voy a entrar para ver cómo están las cosas. Esperad aquí. —Y desapareció girando una esquina. Las tres que nos quedamos allí no teníamos nada que decirnos. Ellas me tenían mucho miedo y yo estaba demasiado cansada para que me importara.

—No hay problema —dijo—. Mi padre todavía está fuera y mi madre está pegada a la tele. Entraremos por detrás.

Las otras dos se miraron.

—Britney, estás loca. Nosotras nos vamos a casa.

—¿Me vais a dejar tirada? —Asintieron—. Vale, como queráis, pero escuchad. No le digáis nada a nadie. A nadie, ¿entendido?

—Claro que no.

—Hasta mañana entonces.

—Vale, hasta mañana. —Ambas desfilaron calle abajo.

—¿Puedes confiar en ellas? —le pregunté.

—Sí, son legales. Y de todas formas saben que las mataré si no mantienen la boca cerrada. No se atreverán. Vamos.

Dimos la vuelta a la casa y entramos por la puerta de atrás. Cruzamos la cocina y de ahí directamente al piso de arriba. En la puerta de la habitación había una pequeña placa que tenía rosas en los bordes y en el centro ponía: «Habitación de Britney». Debajo había añadidos más recientes: una calavera con dos tibias cruzadas y una enorme señal de «Prohibido el paso». Dentro, las paredes estaban pintadas de morado oscuro y había pósteres y fotos recortadas de revistas por todas partes: Kurt Cobain, los Foo Fighters, los Gallows. La cama estaba llena de cojines y tenía una especie de manta negra como de peluche. Era todo bastante chulo. Pensé en mi última habitación, en casa de Karen, y en todas mis cosas hechas añicos por todas partes.

—Puedes sentarte en la cama o en el puf, donde quieras. —Me senté en el borde de la cama y Britney se sentó a mi lado.

—Bien —dijo Britney—. Me llamo Britney, y tú eres… ¿Jemma?

—Jem —corregí.

—Vale.

Ahora que ya estaba allí, en su habitación, ella ya no parecía tan dura. De hecho se la veía bastante nerviosa, lo que me hizo pensar que la fachada que había mostrado en el parque era sólo eso, fachada. Por dentro estaba tan asustada como las otras. Después de mucho rato sentadas en silencio, se puso a buscar algo de música para poner y después decidió ir a preparan algo de comer, dejándome allí sola.

Me quedé sentada y miré a mi alrededor. Era una habitación muy bonita. Además de todos los pósteres, había un tocador de verdad, con maquillaje y soportes para joyas, y fotos enmarcadas por todas partes, de familia y mascotas. Un par de fotos eran de Britney con un niño más pequeño que ella. En una él tenía una mata de pelo grueso y rizado y en otra estaba completamente calvo, pero en ambas tenía la misma gran sonrisa en la cara. Así que había un hermano pequeño por ahí…

La calefacción me resultaba sofocante después de pasar varios días a la intemperie. Me puse a sudar y estaba bastante segura de que ya empezaba a apestar. Me quité el abrigo verde, pero seguía incómoda. Me quité también la sudadera y la dejé caer en el suelo, encima del abrigo. Allí tirados, haciendo un montoncito sobre la alfombra, tenían una pinta bastante deprimente. Estaban sucios y también lo estaban mis pantalones y mis zapatillas, como descubrí cuando bajé la vista. Aunque la habitación de Britney no estaba muy ordenada, me sentí realmente fuera de lugar, como un pedazo de mierda sobre la moqueta.

Britney volvió con una pizza grande en un plato, una botella de coca-cola y un par de vasos. El olor de la comida hizo que sintiera hambre y ganas de vomitar al mismo tiempo. Me acercó el plato.

—Sólo tomate y queso. ¿Te gusta?

—Sí, gracias.

Cogí una porción sin saber todavía si iba a poder comérmela o no. Ella empezó a comer, mirándome y al mismo tiempo intentando no hacerlo. Yo mordí un pedacito del extremo, lo mastiqué despacio y tragué. Bien: entró en mi estómago y se quedó allí, así que me comí el resto de la porción y cogí otra. Y así seguimos, sentadas, comiendo y bebiendo. Era muy raro. Era lo que la gente se imagina que hacen las adolescentes: sentarse en el dormitorio de alguien, comer pizza y beber coca-cola. Pero nosotras no nos lo estábamos pasando bien, ni hablando de chicos y maquillaje. Estábamos allí sentadas, ambas muy conscientes del silencio e intentando encontrar algo que decir.

En el fondo de mi mente seguía estando el miedo de que todo aquello fuera una trampa. Así que se lo pregunté sin más.

—¿Por qué haces esto? ¿Por qué eres amable conmigo?

Dejó su trozo de pizza en el plato.

—No había conocido nunca a nadie famoso. Bueno, aparte de aquella actriz de la serie EastEnders que vino hace un par de años a encender la iluminación navideña, pero ésa era una gilipollas.

—¿Famosa? —pregunté—. ¿Yo?

—Bueno, igual no eres famosa del todo. Sólo conocida. Toda la ciudad habla de ti. Todo el país, la verdad. Hay un montón de rumores sobre ti en internet, fotos, gente que dice que te ha visto… Había varios testimonios que provenían de gente que vive a este lado de la llanura de Salisbury. Yo pensaba que era posible que aparecieras por aquí. Eres una de «las más buscadas».

—Sólo soy una niña. No he hecho nada.

—Sí, pero ellos no lo saben, ¿verdad? Y aunque no hayas hecho nada, puede que vieras algo. Podrías ser una testigo. —Le dio un mordisco a su trozo de pizza—. ¿Viste algo?

Volví mentalmente a esa tarde. Parecía que hubiera pasado un año. Era antes de que robáramos los coches, de que camináramos todos esos kilómetros, antes de que durmiéramos en el bosque y de que encontráramos ese establo…

—¿Estás bien? Te has puesto de un color muy raro.

Supongo que el calor, la comida y el cansancio me habían afectado. La habitación empezó a girar a mi alrededor.

—Estoy un poco mareada.

Britney saltó de la cama donde estaba sentada junto a mí y me cogió el plato.

—Túmbate. Se te pasará.

Me tumbé, pero eso fue peor. Antes de que pudiera levantarme y llegar al baño, vomité la pizza y la coca-cola en la manta de peluche negro. Ella estaba horrorizada y, para ser sincera, yo también. Había sido más amable conmigo de lo que podía esperar y yo le había estropeado la colcha. Me senté.

—Lo siento, lo siento —murmuré. Dios, normal que nadie me invitara a ir a ninguna casa…

—No pasa nada. Voy a por algo.

Britney salió disparada de la habitación mientras yo me levantaba y abría la ventana para intentar que se fuera el olor. Me apoyé en el marco de la ventana, respirando el aire fresco de la noche. Cuando Britney reapareció con un cubo y una esponja, se la cogí de la mano, la mojé en el cubo e intenté quitar todo aquello del peluche. No había nada que hacer.

—Oye, ¿por qué no te das una ducha mientras yo me ocupo de eso? No te preocupes por el ruido; mi madre pensará que soy yo. —Me enseñó dónde estaba el baño y abrió la ducha.

—Espera un momento. Te traerá ropa limpia. —Desapareció y volvió con una pequeña pila de ropa limpia y doblada. También trajo una toalla gruesa y grande—. No tardes mucho. El programa de mi madre termina dentro de diez minutos.

Se fue otra vez y yo cerré la puerta tras ella. El cuarto se estaba llenando de vapor. Limpié el espejo que había encima del lavabo con una toalla de mano. Había alguien allí que me miraba y que no pude reconocer. Estaba casi calva, tenía unos oscuros surcos bajo los ojos, parecía tener unos veinte o veinticinco años y toda la parte delantera de su camiseta estaba llena de vómito. Me volví y me quité la ropa sucia. Después entré en la ducha.

El agua caliente y agradable cayó sobre mí. Respiré el vapor y volví la cabeza hacia los chorros. Busqué a ciegas el bote de champú más cercano, me eché un poco en la mano y después me froté la cabeza y el cuerpo. Según la suciedad iba deslizándose por mi piel y acumulándose en el sumidero empecé a sentirme más limpia. Me froté bajo los brazos y en la entrepierna y, de repente, pensé: «Me estoy lavando lo único que me queda de él», y me puse triste. Durante las últimas veinticuatro horas, había llevado el olor de Spider conmigo, en mi piel, en mi interior. Y ahora todo se estaba yendo en un remolino por el desagüe.

Cerré la ducha y salí toda mojada. Me envolví con la toalla limpia como si fuera un vestido y me incliné para secarme la cabeza con el extremo de la misma.

Se oyó un suave golpe en la puerta.

—¿Estás bien? —susurró Britney.

Corrí el pestillo y abrí un poco la puerta. Nuestras caras aparecieron tan sorprendentemente cerca que ambas dimos un pequeño salto atrás.

—Salgo en un minuto —le respondí en voz baja. Volví a cerrar la puerta, me sequé rápido y me vestí. La ropa estaba genial, el tipo de prenda que yo solía llevar, un poco grande, pero ponible. Cogí mis cosas y la toalla y crucé el rellano hacia la habitación de Britney.

Había hecho muy buen trabajo limpiando el desastre, pero todavía podía verse el lugar donde había vomitado.

—Lo siento —repetí.

—No pasa nada. ¿Te encuentras mejor?

—Sí.

—He estado pensando que lo mejor será que te quedes a dormir aquí y te vayas cuando ya haya amanecido. —La miré. ¿Es que se había vuelto loca? ¿O es que quería retenerme allí hasta que volviera su padre?

—No, debería irme ya.

—No se ve nada. Si te vas temprano, puedes sacar un par de horas de ventaja antes de que la gente se despierte.

—¿Y no entrará nadie aquí? —pregunté.

Sonrió.

—No, no se atreverían, porque uno: les he dicho que no lo hagan, y dos: tienen miedo de lo que se puedan encontrar. No es que fueran a descubrir nada raro: ni drogas, ni condones, ni pastillas, ni siquiera cigarrillos. Sólo a mí. Pero tal vez sea yo la que les da miedo de verdad. Mi madre y mi padre no pillan a los adolescentes. Puedes quedarte. Estarás totalmente a salvo.

Parecía que me lo estuviera suplicando; no conseguía entender que ella era la que tenía la sartén por el mango allí. Mi seguridad colgaba de un fino hilo plateado, de una tela de araña. No hacía falta ni siquiera que alguien lo cortara; con sólo soplar, el hilo se estiraría y se rompería. Sólo tenía que levantar la voz para llamar a su madre y todo se habría acabado para mí.

—¿Y tu hermano?

—Bueno… tampoco. Murió el año pasado.

Mi enorme bocaza y yo.

—Lo siento. Es que vi las fotos. Lo siento.

—No pasa nada. No podías saberlo, ¿verdad?

«Bueno, la cabeza calva podía haberme dado una pista», pensé.

Ella estaba ocupada repartiendo mantas y almohadas.

—¿Cuánto hace que no duermes en una cama? —me preguntó.

Tuve que hacer un esfuerzo por recordar.

—Tres noches. —La calidez de la ducha y el lujo de estar bajo techo me habían ablandado. No podía volver a salir a la noche y al frío. Esa noche, no.

—Entonces puedes dormir en mi cama. Yo me acostaré ahí abajo.

Se tumbó en el puf y se envolvió con la manta.

—No te pases… Es tu habitación. No puedo dejar que duermas ahí.

—Claro que puedes. Necesitas dormir. Dormir de verdad.

—No, no puedo. No está bien. Prefiero irme que quitarte tu cama. Lo digo en serio.

—Bueno, está bien. —Se levantó con dificultad y se subió a la cama. Yo me acurruqué sobre el puf y lo lamenté instantáneamente. Era incomodísimo.

Britney apagó la luz.

—Buenas noches, Britney —le dije.

—Buenas noches, Jem.

Varias oleadas de cansancio y de náuseas me recorrieron el cuerpo. Tenía miedo de volver a vomitar. Los acontecimientos del día llenaban mi cabeza. Esa misma mañana me había despertado con los brazos de Spider rodeándome. Parecía que hubieran pasado años. Era demasiado para mí.

La luz de la calle se filtraba a través de las finas cortinas de Britney, y yo me quedé allí tumbada, incómoda, con los ojos abiertos de par en par examinando la habitación. ¿Cómo sería ser esta chica? Tener una madre y un padre, un bonito dormitorio y amigas con las que salir… Y un hermano muerto. Por muy cómodas que parecieran las cosas, lo que pasaba en la vida era siempre lo mismo. No se puede escapar a la muerte: al final siempre te alcanza. Lo que volvió a llevarme a Spider. ¿Dónde estaría ahora? Allí tumbada me moría por saber si estaba bien, deseaba con todas mis fuerzas estar con él.

En algún sitio un reloj hacía tictac a un ritmo constante. El ruido llenaba la habitación y cada tic era como un martillo que me golpeaba en la cabeza. Sólo quedaban tres días.

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