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Capítulo 28

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Capítulo 28

Había alguien persiguiéndome, tan cerca que podía oír su respiración y sentirla en la nuca. Corría más rápido de lo que había corrido en mi vida. Me ardía el pecho. No dejé de correr, pero me alcanzó; no tenía escapatoria. Era demasiado, no podía seguir con ello. Luché para volver a la superficie; abrí poco a poco los ojos para ver la luz grisácea del amanecer e intenté reconocer lo que me rodeaba.

Sólo había sido un sueño, pero el ruido seguía allí. Había alguien a mi lado; podía oírlo respirar. ¿Spider? Durante un segundo creí que estaba a mi lado otra vez. Dios. Rodé sobre mí lentamente. Había una sombra oscura casi encima de mí, alguna clase de animal olisqueando por allí. ¿Vacas? Creía que estaban en el otro campo. Pero no, no era un vaca, era un perro; uno grande y negro que tenía la nariz metida en mi mochila.

Me quedé helada. Puede que Ray fuera una oveja con piel de lobo, pero yo seguía sin confiar mucho en los perros y éste era grande, alto y delgado, con músculos marcados en los hombros y las patas traseras.

De repente sonó otro ruido: la voz de una mujer.

—¡Sparky! ¡Ven aquí! ¡Ven aquí ahora! —Vi cómo movía la oreja. La había oído, pero lo que quedaba del pan que me había dado Britney era más interesante. La propietaria de la voz apareció por un recodo: botas de goma, abrigo peludo y una bufanda. Cuando nos vio, echó a correr.

—¡Mierda! ¡Sparky, ven aquí! —El perro levantó la cabeza y volvió a hundirla. Se le acababa el tiempo. Era su última oportunidad de dar otro bocado. La mujer agarró con los dedos el collar y lo apartó de un tirón.

—Lo siento, lo siento mucho. Es por la comida. Siempre está buscando comida en cualquier parte. Vaya, se ha comido tu comida. Lo siento mucho. —Su voz era cursi y sonaba preocupada.

Se produjo un silencio incómodo. Yo seguía tumbada en el suelo, medio dormida. La mujer y el perro me miraban desde arriba. Estaba esperando que dijera algo, preocupada por mi reacción. Me senté y arrastré un poco el trasero para alejarme de ellos.

—Te ha despertado, ¿verdad? Lo siento. Y te ha asustado. No te va a morder. Sólo ha venido por la comida. Vivo aquí al lado. ¿Quieres venir a casa y tomar algo para desayunar y una taza de té? —No parecía decirlo en serio; solamente estaba intentando decir algo para arreglar las cosas.

—No —conseguí responder—. No pasa nada.

—Pero se ha comido tu comida. ¿Y si te traigo algo…?

—No, de verdad. No pasa nada.

—Me parece que no llevo dinero ahora mismo… —Rebuscó en los bolsillos—. Mira, tal vez puedas comprarte algo para desayunar con esto —dijo tendiéndome un puñado de monedas. Yo sólo quería que dejara el tema y se largara llevándose a su maldito perro, su amabilidad burguesa y su lástima compasiva.

—No quiero su puto dinero. Estoy bien. —Con eso lo conseguí.

Ella se echó atrás y agarró con más fuerza el collar del perro.

—Vale. Lo siento. —Se apartó y se agachó para ponerle la correa al animal.

Hicieron un gran semicírculo por debajo de donde yo estaba en la colina y cruzaron la verja para pasar al otro campo. Allí se detuvieron un momento, la mujer soltó el perro, se metió la mano en el bolsillo y se volvió para mirarme. De repente el perro echó a correr, estirando las patas y cruzando el campo como una exhalación. El movimiento lo recorrió como una ola, como si fuera un pequeño caballo de carreras negro. Ella echó a andar detrás de él por el camino y yo me levanté para verlos alejarse. El animal dio tres vueltas al campo, después trotó a su lado y la siguió, soltando un poco de vapor visible a la luz de la mañana. Observarlos me hizo sentir más sola, aunque creía que eso no era posible.

Aparté la vista de ellos mientras se iban haciendo cada vez más pequeños caminando en dirección al otro extremo del campo y me puse a mirar algo más allá. El viento de la noche anterior había desaparecido completamente. El cielo era de un azul pálido y aún se veían las últimas estrellas. Por debajo, cruzando la escena cerca del suelo, se veían unas nubes que parecían de la lana más blanca y esponjosa. Agujas y torres del color de la miel las ensartaban como islas en un mar agitado. Nunca había visto nada como eso. En algún lugar entre la niebla, la gente dormía o se despertaba, se tiraba pedos, se rascaba, hacía el primer pis de la mañana y esas cosas, pero la superficie parecía Disneylandia.

Me había puesto nerviosa al pensar en adentrarme en la ciudad, pero ahora sentía un extraño arrebato de confianza. Nada malo podía pasarme en un lugar como aquél, ¿verdad? Enrollé la manta y la até a la mochila. Tenía los dedos torpes por el frío. Todas mis cosas, incluida la ropa que llevaba, estaban húmedas de rocío.

Empecé a bajar la colina en dirección a la verja; mis pies añadían otro juego de pisadas a los dos rastros que habían dejado la mujer y el perro. Cuando estiré la mano para abrir la puerta, vi una pilita de monedas sobre el poste. Al final había decidido dejar el dinero. Me lo metí en el bolsillo. Pero no me sentía bien cogiendo su dinero, nada que ver con lo que había sentido cuando Britney me dio sus cosas. Esto me parecía caridad y yo no quería ser el blanco de la caridad de nadie.

Atravesé la verja que estaba más lejos y después crucé la carretera. No había nadie allí. Atajé por una callejuela entre dos hileras de casas adosadas y me dirigí al centro de la ciudad. Pasé por debajo de un puente del ferrocarril y de repente ya estaba de vuelta en el siglo XXI y justo en medio de una calle principal con coches y camiones que pasaban a mi lado, desorientándome con sus luces y su ruido que resonaba en mis oídos. Todavía estaba sólo medio despierta. Vi un lugar en que el tráfico iba a menos velocidad y me atreví a intentar cruzar.

Un claxon aulló justo a mi derecha, inyectando adrenalina en mi torrente sanguíneo y haciendo que me diera un vuelco el corazón y que las piernas me fueran más rápido y empezara a correr. ¿De dónde demonios había venido eso? Tenía que mantenerme más alerta. Estuve corriendo durante un minuto o así y, al llegar a un puente que cruzaba un ancho río marrón, reduje la velocidad hasta quedarme caminando. Al otro lado había hoteles y bares; también tiendas, pero no de las reales, sino de las que son para los turistas. Tiendas en las que te timan. Todas tenían luces de Navidad y adornos en las ventanas: basura parpadeante y brillante. No había nada abierto.

Miré el reloj. Sólo eran las ocho menos diez. Se veía a algunas personas por allí: limpiaventanas, alguien que vaciaba los cubos de basura, gente mirando los escaparates o apresurándose hacia alguna parte con las barbillas hundidas en las bufandas. En algunos todavía pude oler su primer cigarrillo del día cuando pasaron a mi lado. Nadie se fijó en mí. Era esa hora del día en la que no te importa nadie más. Si estás en la calle tan pronto, es porque tienes algo que hacer o algún sitio adonde ir y vas a ello.

Me seguía molestando la rodilla, pero no quería parar en ninguna parte de por allí, así que seguí cruzando la ciudad. Había un grupo de vagabundos en unas escaleras dando cuenta de unas latas de cerveza para desayunar.

—¿Qué tal te va, cariño? —me dijo uno haciendo un brindis con la cerveza en el aire en mi dirección. «Creerá que me cae bien. Un vagabundo saludando a otra igual que él. Aunque tiene razón, porque eso es lo que soy», pensé.

—Muy bien —le respondí con los ojos dirigidos a la acera y evitando los suyos automáticamente. Seguí adelante esquivando las latas que había al final de las escaleras.

Caminé por la calle principal bajo guirnaldas de luces de Navidad y, justo al final, encontré el único lugar que estaba abierto: un McDonald’s. Tenía suficiente dinero para una taza de té y un Egg McMuffin. Siempre me ha gustado el olor de los McDonald’s pero, mientras esperaba a que el chico del mostrador me trajera el pedido, empezó a darme arcadas. Cogí mis cosas y salí fuera, agradecida por el aire fresco, y seguí caminando por la calle.

Había un arco que daba a una plaza con muchos bancos y un enorme árbol plantado en el medio que estaba justo delante de una gran iglesia con una torre. Un lugar tan bueno como otro cualquiera. Me senté y apoyé el té en el banco a mi lado.

Desenvolví el bollo. La yema de huevo se había roto y estaba rebosando. Tenía hambre pero no podía comérmelo, así que cogí el té y le quité la tapa de plástico. Le di un sorbo y el calor que sentí en la boca me hizo darme cuenta del frío que tenía.

Me puse a mirar el enorme edificio que tenía a la izquierda. Unos carteles que había en cada esquina ponían: «ABADÍA DE BATH». Había una gran puerta de madera y encima una ventana enorme con forma de arco. A ambos lados y en toda su altura había bandas verticales talladas en la piedra con figuras encaramadas en ellas; parecían personas subidas a una escalera. De hecho, eso es lo que eran: escaleras de piedra con gente también de piedra que intentaba ascender por ellas. A algunas les faltaban algunos trozos, lo que hacía que parecieran dibujos distorsionados pero, otras, las que estaban enteras, tenían alas. ¿Ángeles? No había duda de que querían escalar por allí, aunque algunos estaban subiendo de forma incorrecta y parecía que se iban a caer en cualquier momento. Estúpidos, ¿por qué no echaban a volar y ya está?

Estudié las extrañas figuras de piedra mientras bebía el té. La bebida me estaba calentando y me hacía sentir un poco más humana. Cogí el bollo, que ya estaba helado; incluso el huevo líquido se había congelado. Le di un pequeño mordisco, pero mi estómago se revolvió mientras masticaba. Imposible. Escupí lo que tenía en la boca en el envoltorio.

Ya empezaba a verse más gente por allí. Iban hacia una zona que estaba a un lado de la abadía; a través de una especie de arco pude ver unas casetas de madera como de un mercado. Podía sentir las miradas de soslayo, la incomodidad de la gente y volví a sentirme expuesta. Era mejor que me fuera de allí y buscara algún lugar más apartado para sentarme hasta que decidiera qué hacer. Me levanté y me puse la mochila a la espalda. Estaba a punto de irme sin más, pero lo pensé mejor, recogí el vaso vacío y el bollo vomitivo en su envoltorio y lo tiré todo a un cubo de basura que estaba a unos metros.

—Gracias por mantener limpio el patio de la abadía —dijo al pasar a mi lado un tío con un abrigo largo y una bufanda. Levantó la mano en una especie de saludo y entró corriendo por una pequeña puerta que había al lado de la más grande utilizando un manojo de llaves que llevaba en la cintura. Me di la vuelta y me encaminé a una callejuela que había a mi izquierda y que salía de la plaza.

Había alguien en uniforme en el otro extremo.

Giré sobre los talones y volví a cruzar la arcada por la que había entrado. Dos hombres en traje venían directos hacia mí; podían haber sido simples oficinistas de camino al trabajo, pero me miraban fijamente.

Mierda, ya estaba. Toda esa gente que había pensado que no se fijaban en mí… Uno de ellos me había visto, tal vez muchos. O quizá había sido la mujer del campo. Maldita entrometida… Quería gritar «¡No!» y oír el eco en la plaza. Miré por encima del hombro para ver si había alguien detrás de mí. El tipo de las llaves había entrado y estaba cerrando la puerta. Corrí hacia él.

—Espere, por favor. —Levantó la vista sorprendido y sujetó la puerta por el borde para detener su movimiento—. Ayúdeme, por favor. Estoy asustada. Déjeme entrar. —Se me quebraba la voz. Sus pálidos ojos azules examinaron los míos y después miró detrás de mí. Dudó durante un agónico segundo y, al fin, me agarró del brazo y tiró de mí hacia el interior. Yo entré tropezando en la oscuridad mientras él empujaba la pesada puerta con ambas manos para cerrarla y corría el cerrojo. Desde el otro lado llegó el sonido de pasos y unas manos que golpeaban la madera de la puerta.

Y después los gritos.

—¡Abra! ¡Somos de la policía!

Mis ojos se acostumbraron a la penumbra y pude ver que mi salvador se daba la vuelta, se apoyaba contra la puerta y se cubría la boca con las manos.

—¿Qué he hecho? —exclamó mirándome a los ojos—. Dios santo, ¿qué he hecho?

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