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Capítulo 29

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Capítulo 29

Me miró.

—¿Estás bien?

Asentí.

—¿Son policías de verdad? —Se refería a los tíos que había al otro lado de la puerta.

Asentí de nuevo.

—Entonces debería abrir y dejarles entrar.

Cerré los ojos; me iba a entregar después de todo.

—Pareces exhausta. ¿Necesitas tiempo para recomponerte un poco?

No sabía qué quería decir con eso de recomponerme, pero sí que quería más tiempo.

—Sí.

—Pasa por esa puerta y entrarás a la abadía. Siéntate allí mientras yo les explicó lo que está pasando.

No estaba segura.

—Estate tranquila. Ve.

Tiré de una gran asa de metal y abrí la puerta interior. La crucé esperando encontrarme con más penumbra, pero la iglesia estaba llena de luz. Me encontraba justo en el espacio más alto; había columnas de piedra que subían y subían hasta el techo, que parecía estar apoyado sobre enormes abanicos de piedra. Algo más abajo las ventanas eran de cristales coloreados, pero arriba del todo eran transparentes y se veía el cielo que había tras ellas, que ahora era de un azul brillante. Me quité la mochila y me senté en un banco de madera con la espalda apoyada y los hombros encogidos. Detrás de mí pude oír el cerrojo de la puerta principal al correrlo. En cualquier momento esos tíos entrarían allí. No quería ver cómo pasaba. Cerré los ojos de nuevo y esperé. Se oían voces, pero no pude distinguir las palabras. De nuevo el sonido de la puerta al cerrarse y el cerrojo. Después, pasos y la puerta interior que se abría.

—Esperarán. No les ha hecho gracia, pero lo harán. Les he dicho que te has acogido a sagrado en la Casa de Dios y que no pueden entrar aquí. Una mentira piadosa —dijo con una risita vergonzosa—, dicha con la mejor de las intenciones.

Abrí los ojos y lo miré inexpresiva. Necesitó un momento para darse cuenta de que no tenía ni idea de lo que estaba hablando.

—Es eso lo que buscabas, ¿no? ¿Un refugio? Un lugar seguro —intentó explicarme. Era más joven de lo que había pensado cuando lo vi por primera vez. Veintimuchos tal vez. Delgado, con el pelo castaño ondulado que llevaba peinado con raya a un lado. La nuez le subía y le baja nerviosamente y sus ojos eran de un color muy, muy claro.

—Sí —murmuré—. Un lugar seguro.

Frunció el ceño.

—¿Te importa que te pregunte por qué te persigue la policía? No tienes que decírmelo si no quieres.

—Creen que he hecho algo malo, pero no es así.

—¿Algo grave?

—Creen que yo volé la London Eye.

Frunció más profundamente.

—Ya veo. —Tragó saliva y su nuez se aceleró—. Tú eres la que están buscando, la chica de Londres. Eso es grave. Tienes que hablar con ellos. Aclararlo todo —añadió amablemente.

—Sí, pero no me van a escuchar, ¿sabe? Sólo quieren meter a alguien en la cárcel, culparle de todo y hala, caso cerrado. Ya los ha visto; creen que lo he hecho yo, pero yo no hice nada. Yo nunca… —Había subido un poco la voz y ahora se oía el eco en aquel enorme espacio.

—Quieren hablar contigo, pero no como sospechosa. Como testigo.

—Me van a encerrar. Ya han encerrado a mi amigo y ahora…

—Vale, vale. Mira, el rector… Mi jefe —añadió rápidamente como explicación— llegará pronto para maitines. Lo hablaremos con él. Tengo que preparar la iglesia. ¿Te importa esperar aquí mientras lo hago? Puedes venir conmigo si quieres. A mí no me importa.

El respaldo del asiento se me estaba clavando en la espalda. No quería seguir allí sentada, así que me levanté y lo seguí mientras recorría el lugar encendiendo luces, abriendo puertas y prendiendo velas.

—Por cierto, me llamo Simon. —Se volvió a medias y me tendió la mano. Se la estreché, incómoda. Tenía la mano cálida, delicada y sorprendentemente fuerte para un hombre tan delgado—. ¿Y tú te llamas…?

—Eh, Jem. Me llamo Jem.

—Encantado de conocerte, Jem.

Qué cosa más graciosa para decir en aquel momento… Supongo que sería por su educación, los modales y todo eso. Yo no sabía qué es lo que se supone que se debe responder a eso, así que no dije nada.

—Tienes las manos muy frías. ¿Has estado durmiendo a la intemperie?

—Sí.

Llegamos a una zona en la parte delantera de la iglesia, a la derecha, que estaba separada del resto por una especie de pantalla de madera.

—Aquí en la capilla hay unos conductos de ventilación que despiden aire caliente. Siéntate, te calentarás un poco. Yo tengo que seguir dando la vuelta, pero volveré dentro de un momento, Jem.

Me senté donde me había dicho, en un asiento con un cojín que había en un extremo de la habitación. En el otro extremo había una mesa con una cruz de oro. En el medio, un pequeño soporte redondo y negro con una vela encima. Había algo escrito en el borde. Me levanté para echar un vistazo: «Dona nobis pacem». Ni idea de lo que quería decir. ¿Por qué escribir algo en un idioma como ése, algo que sólo los pijos entienden? Era como decirle al resto de nosotros que nos fuéramos a la mierda, ¿no? Leí las palabras, repitiendo en alto lo extraño que me sonaban.

Me sobresalté al darme cuenta de que había alguien de pie a la entrada de la capilla.

—Soy yo —dijo Simon—. No quería interrumpirte. Sigue rezando.

—No rezaba —le dije—. Sólo… leía.

Sonrió.

—Ah, claro. Son palabras muy bellas, poderosas.

No tuve tiempo de preguntarle qué significaban porque el sonido brusco de una puerta al abrirse resonó en la iglesia. Le lancé una mirada preocupada a Simon.

—No te preocupes. Debe de ser el rector. Espera aquí.

Desapareció de nuevo en la iglesia. Me levanté, me acerqué a la pantalla de madera y miré a través de los huecos que tenía tallados. Un hombre había entrado por una puerta lateral. Era bajo pero corpulento, se estaba quedando calvo y llevaba gafas. Parecía más un director de banco que un religioso. Miraba a izquierda y derecha, examinando el lugar como si sus ojos fueran focos.

Simon trotó hasta él y escuchó cuando el hombre tronó:

—En nombre de Dios, ¿qué es lo que está ocurriendo aquí, Simon? Hay policías armados en el exterior de la abadía. El lugar está rodeado.

Simon levantó las manos como si quisiera protegerse de la fuerza de la voz del hombre.

—Es una niña, rector. Vino en busca de ayuda, a acogerse a sagrado.

—Me han cacheado, Simon. ¡Cacheado! Antes de entrar en mi propia iglesia.

—Caramba… ya veo.

—Quítate esa sonrisita de la cara. Esto es muy serio. Debemos detener todo esto ahora mismo. Entreguemos a la chica. ¿Dónde está?

Me apreté en mi rincón de la capilla.

—Está en la capilla, pero… —Inmediatamente empezaron a oírse pasos que se acercaban hacia donde yo estaba—. No puede echarla fuera así. No es más que una niña.

—Puede que sea también una asesina de masas, Simon. Y yo puedo hacer en mi iglesia lo que me plazca. Para eso soy el rector después de todo. —Ya estaban cerca.

—Es la iglesia de Dios. —Los pasos se detuvieron. Su eco se fue extinguiendo en el techo abovedado y después sólo hubo silencio.

—¿Perdón?

Conocía ese tono. «Se acabó», pensé. Simon tenía graves problemas ahora. Y yo también.

—Quiero decir que es la Casa de Dios. Claro que nosotros cuidamos de ella, pero realmente no es nuestra. Somos sus guardianes, pero… —Su tartamudeo se quedó en el aire.

—¿Adónde quieres llegar?

—Deberíamos… buscar en nuestros corazones y hacer lo que Jesús haría.

«Qué argumento más flojo… Estoy perdida», me dije. Pero no, porque Simon había encontrado la razón perfecta y había dicho la única cosa que podía salvarme.

—Lo que Jesús haría… —repitió lentamente el párroco—. ¿Qué haría él…? ¿Dónde está? —Su tono era más calmado ahora.

—Estoy aquí —dije saliendo de detrás de la pantalla.

Me miró y pude ver su futuro: más de cuarenta años, la tranquilidad de hacerse viejo, respetado, de llegar a ser alguien. No sé lo que vio él al mirarme porque su cara no expresó nada, pero pasado un momento dijo:

—Venid aquí. Recemos juntos. —Caminó hacia la parte delantera de la capilla y se arrodilló.

—Lo siento, pero yo… —empecé a decir, pero Simon se puso un dedo sobre los labios y meneó la cabeza para después colocarme a su lado e indicarme que me arrodillara.

El rector empezó una oración, una retahíla de cosas que no entendí. Parecía que estuviera hablando con alguien, pidiéndole algo. Pero no había nadie allí, sólo nosotros tres. Después todo fue tranquilidad. Yo no sabía lo que se suponía que tenía que hacer. Puse las manos delante de mí con las palmas juntas y me sentí ridícula. No sabía si tener los ojos abiertos o cerrados, así que miré de reojo a los otros dos para ver qué hacían ellos. Estaban de rodillas como dos ángeles en una tarjeta de Navidad, con los ojos cerrados y en su propio mundo. Empezaban a dolerme las rodillas, sobre todo la que me había torcido días atrás. Me revolví para intentar ponerme más cómoda y al fin me senté preguntándome cuánto tiempo pasaría hasta que supiera cuál sería mi destino.

Horas después (¿o fueron sólo minutos?) y sin intercambiar ni una palabra entre ellos, ambos abrieron los ojos a la vez y se levantaron. Yo hice lo mismo. El rector se me acercó y me cogió las manos entre las suyas.

—Te doy la bienvenida a la Casa de Dios, niña. Has querido acogerte a sagrado con nosotros y aquí encontrarás ese acogimiento. Por ahora. —Detrás de mí, Simon sonreía—. Esto no va a ser fácil para ninguno de nosotros. Antes de seguir, necesito que me respondas a unas preguntas con toda sinceridad. ¿Llevas algún tipo de arma contigo?

Negué con la cabeza.

—No, nada.

—¿Ni pistolas, ni cuchillos? ¿Explosivos? —dijo mirando mi mochila que estaba en el suelo.

—No.

—¿Te importa que yo, o Simon, echemos un vistazo?

Lo cierto era que sí me importaba. Era todo lo que tenía en el mundo, aunque realmente no eran mis cosas, sino las de Britney. Pero no estaba en situación de discutir. Abrí la mochilla allí mismo y dejé caer todo su contenido sobre el suelo de azulejos: comida, botellas de agua, cigarrillos y unas bragas de repuesto que me había dado Britney.

—No puedes fumar aquí. Seguro que lo entiendes. —Me encogí de hombros.

—¿Y en los bolsillos? ¿Te importaría vaciarte los bolsillos?

Metí las manos en los bolsillos del abrigo y de los vaqueros y añadí unos pañuelos de papel usados, el mechero y las últimas monedas que me quedaban al resto de las cosas. Quince años y ahí estaba todo lo que poseía en este mundo.

—Me temo que tendremos que registrarte. —Le lancé una mirada de advertencia. «Ah, vale, ahora vamos al grano… Cualquier excusa vale para magrear… ¡Viejo verde!», pensé. Si intentaba algo, me defendería. Ninguno de los dos parecía una amenaza para mí.

—Simon —dijo el párroco—, ¿te importaría?

Simon pareció más asustado que yo. Dio un paso hacia mí.

—Discúlpame.

Empezó dándome golpecitos en los hombros, después sus manos pasaron por debajo de mis brazos y bajaron por el resto del cuerpo. Se agachó y me tocó las piernas. Tenía la cara apartada de mi entrepierna, pero se había ruborizado. Cuando terminó pude ver gotas de sudor en su frente, de la tensión, diría yo. Estaba claro que no estaba acostumbrado a estar tan cerca de una mujer.

—Todo bien —dijo incorporándose—. No lleva nada.

—Bien. Bueno, recoge tus cosas. Simon, muéstrale a nuestra huésped…

—Jem —dijo Simon con rapidez.

—Muéstrale a Jem la sacristía mientras yo hablo con la policía y les explico que esto no es un estado de sitio. Tenemos que abrir. Habrá gente fuera esperando para maitines. —Se dirigió hacia la puerta principal contento de poder volver a encaminar el día.

Simon me llevó a una habitación lateral donde había una mesa y unas sillas, además de un perchero con hábitos y otras cosas de ésas colgadas.

—Pon tus cosas por ahí. —Desde que me había registrado le costaba mirarme a los ojos—. ¿Sabes qué? Pondré agua a calentar. No tenemos leche, pero podemos preparar un café solo o té. Voy a por un poco de agua.

Desapareció en el interior del baño, pero dejó la puerta abierta. El grifo estuvo abierto mucho rato; pude oír el sonido del jabón mientras se lavaba las manos antes del inconfundible ruido de una tetera llenándose. Cierto que estaba algo sucia por haber dormido en el campo, pero tenía la sensación de que no era el barro y la hierba lo que quería limpiarse de las manos.

Al salir, me miró y me sonrió.

—Eso está mejor. ¿Café o té?

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