Numbers

Numbers


Capítulo 30

Página 32 de 43

Capítulo 30

—Hablaré con ellos con una condición: tienen que soltar a mi amigo, Spider. Necesito verle. Él no ha hecho nada. Si le sueltan, hablaré con ellos. Puede decirles eso.

El rector dejó escapar el aire como si fuera un chorro de vapor.

—¿De verdad es necesario que andemos de un lado a otro así? Tienes problemas graves, jovencita. Si no has hecho nada malo, si no tienes nada que ocultar, entonces deberías hablar con la policía. No te va a pasar nada malo si dices la verdad.

—Sí, claro —respondí sarcástica.

Se le ensancharon las aletas de la nariz.

—No me gusta tu actitud. Han ocurrido cosas atroces. Ha muerto gente inocente. Necesitamos saber la verdad y encontrar a los responsables. No es algo que se pueda tomar a broma.

—No me estoy riendo —respondí—, pero tampoco voy a hablar con ellos. No confío en ellos. ¿Por qué debería hacerlo? Han metido a mi amigo en la cárcel.

—Era sospechoso. —Pronunció la palabra muy lentamente, como si estuviera hablando con un niño pequeño o con un extranjero—. Tenían que llevarlo a la cárcel. Pero si no ha hecho nada malo y dice la verdad, lo soltarán. Quizá… —su voz se hizo más amable—. A veces no conocemos a la gente tan bien como creemos. Es posible que tu… tu amigo no te lo haya contado todo. Que tú te hayas visto envuelta en algo de lo que ni siquiera tienes idea…

—¡No! —grité, y mi voz hizo que el lugar se llenara con el eco—. No es eso. Usted es igual que los otros. Está tergiversando las cosas, intentando que parezca que él es algo que no es. Lo de la London Eye no fue cosa suya, sino mía.

Ambos me miraron con mucha intensidad.

—Sigue.

—No hicimos nada. Pero yo sabía que algo malo iba a pasar ese día. Vi que iba a morir mucha gente.

—¿Cómo lo supiste? —Esperaba que le dijera que yo lo hice, que yo puse la bomba.

—Puedo ver la fecha en que la gente va a morir. —Ambos intercambiaron miradas rápidas—. Podría decirles a ambos las fechas, cuándo serán sus últimos días, pero no lo haré. Nunca se lo digo a la gente, no está bien. Pero cuando vi que toda aquella gente tenía el mismo día, ese día, me asusté. No quería estar allí, así que salimos corriendo.

—¿Qué quieres decir con que puedes ver la fecha…?

—Cuando miro a alguien a los ojos, veo un número. Es como si estuviera al mismo tiempo dentro y fuera de mi cabeza. Ese número es una fecha.

—¿Y cómo sabes qué es lo que significa el número que ves?

—He visto bastantes muertos en mi vida. Lo sé. De todas formas, tenía razón con lo que pasó en la London Eye, ¿no? Teníamos que huir de allí.

Volvieron a intercambiar miradas.

—¿Por qué no fuisteis a la policía para decirles lo que sabíais?

—¿Y usted qué cree? Para usted es todo muy simple, ¿no? Si voy y digo la verdad, todo se va a solucionar. Tal vez sea así aquí, pero no es ni mucho menos así en el lugar de donde yo vengo. Ven a un chico negro con un poco de dinero: un traficante; un par de chicos que andan por ahí, pasando el tiempo nada más: dos ladrones. Si necesitan a alguien para colgarle el muerto de algún delito, lo encuentran: alguno de los sospechosos habituales, cualquiera que case con el perfil, no importa. Se mezclan las verdades y las mentiras. Nadie me habría creído.

—Lo que dices es bastante… inesperado. —El rector escogía las palabras con cuidado—. Pero si eso es lo que crees, deberías decírselo a ellos. Podrán hacer pruebas que te exoneren, por ejemplo, buscar en tu ropa restos de explosivos.

—Pruebas para cargarme el muerto, querrá decir.

—¡No! —gritó, y golpeó la puerta con el puño. Empezaba a enfadarse—. Las cosas no funcionan así en este país. Hay procesos, comprobaciones, balances. Debes confiar en el sistema. Es lo que hace que este país siga siendo civilizado.

Cerré los ojos. ¿Qué se le podía decir a gente como aquella que estaba demasiado metida en el sistema o que era tan inocente como para creerse todo eso del estado de bienestar? No podía discutir con ellos tampoco; no tenía las palabras que podían hacer que me escucharan, que me respetaran. No conocía su idioma.

Dejaron que la policía entrara para verme, claro. Y, como siempre, trajeron a una asistente social con ellos. La sensación de que Simon y el rector iban a protegerme de todo eso se había ido desvaneciendo durante su discurso sobre la «sociedad civilizada» y todo aquello me pareció una traición. No respondí a sus preguntas. Lo único que dije una y otra vez hasta que pensé que nos iba volver locos a todos fue:

—Hablaré cuando traigan aquí a mi amigo. Hablaré cuando haya visto a Spider.

Intentaron todas las cosas habituales: poli bueno-poli malo; poli amable-poli irritado; poli comprensivo-poli amenazador… Nada de eso me afectó. Sus voces resbalaban sobre mí mientras ellos se iban frustrando cada vez más. Trajeron un médico, pero tampoco quise hablar con él. Estaba segura de que, en cuanto empezara a contarles lo de los números, me meterían en un manicomio antes de que me diera tiempo a pestañear: enviada a algún sitio seguro, encerrada y sedada.

Se oyó movimiento fuera y la puerta se abrió para dejar entrar a otra mujer: Karen. Para ser sincera, me costó unos segundos recordar de qué la conocía. Los últimos días habían sido tan intensos que era como si hubiera pasado una vida entera desde que salí de su casa la última vez.

—¡Jem! —dijo, y cruzó toda la sala medio corriendo y con los brazos abiertos. Me atrajo hacia ella y en un segundo estaba de nuevo en su cocina, en Sherwood Road, y volvía a ser la persona que era antes de que pasara todo esto. Me estuvo abrazando mucho rato. Puso mucha emoción en ese abrazo. Eso me sorprendió y a la vez me produjo cierta repulsión, pero no intenté apartarme. Parecía que me había echado verdaderamente de menos, aunque yo pensaba que estaría agradecida por la paz y la tranquilidad de los últimos días.

Al fin me soltó y se separó un poco.

—¿Cómo estás? ¿Estás bien? He estado tan preocupada… Si me lo hubieras dicho… —Había dolor y preocupación en su cara.

—Estoy bien —dije, pero me traicionó el temblor de mi voz.

—Tienes cara de cansada y estás muy pálida. —Me acarició la mejilla con una de sus manos rechonchas—. Todo irá bien ahora, Jem. Puedes venir a casa conmigo. Supongo que la policía querrá hacerte más preguntas mañana. Iré contigo, pero esta noche puedes venir a casa.

A casa. El recuerdo de Sherwood Road, el barrio, los gemelos… Vuelta a la normalidad.

—No iré. No sin Spider.

—Tienes que venir, Jem. Ya has pasado demasiado. Déjame que te cuide un poco. Date un descanso.

—Voy a quedarme aquí.

Frunció el ceño.

—No creo que puedas, Jem. No es un lugar donde uno pueda quedarse a vivir.

—Me puedo quedar y lo haré. Me voy a quedar hasta que me traigan a Spider. No puedes hacer que me vaya. No puedes llevarme a la fuerza.

Me puso la mano en el brazo.

—Nadie te va a llevar a la fuerza a ningún sitio adonde no quieras ir. Sólo te estoy pidiendo… Pidiendo, Jem, que vengas a casa.

Encogí un hombro y aparté el brazo. Su cara mostró instantáneamente el dolor que sentía.

—No me voy, Karen. Me quedo aquí.

Suspiró y meneó la cabeza.

—No eres tan dura, Jem. Algún día te darás cuenta de eso y yo estaré ahí para ayudarte.

Cogió su bolso y fue a reunirse con los otros fuera. No podía oír lo que decían, pero tampoco me importaba. Podían hablar de mí todo lo que quisieran. Lo supiera o no, Simon me había dado algo precioso, poderoso, una sola palabra que era como una única bala con la que defenderme: «refugio».

Volvieron a entrar: Karen, Imogen (la asistente social), Simon y el rector.

—No podemos dejarte aquí sola —dijo el rector con aire cansado.

—¿Por qué no?

—Porque eres una niña de quince años. No es apropiado.

—Llevo arreglándomelas sola varios días.

—Sé razonable, Jem —intervino Karen.

—No me voy a mover. Puedo dormir justo aquí. Es más seguro que la calle.

Se miraron los unos a los otros.

—Yo necesito volver —dijo Karen—. He dejado a una vecina cuidando de los niños, pero… Supongo que puedo intentar arreglarlo para que duerma con ellos.

Karen miró a Simon y al rector, que asintieron.

—Si usted se puede quedar, Karen, montaremos aquí un par de camas.

Karen hizo un par de llamadas de teléfono y hubo un poco más de follón. Estuvieron un rato haciendo eso que hacen tan a menudo los adultos: ponerse a hablar como si tú no estuvieras allí. El rector empezó a refunfuñar sobre destrozar el recinto, pero Karen lo interrumpió.

—Yo estaré aquí y respondo por ella. De todas formas, no es una niña violenta. Se metió en problemas en el colegio, pero creo que allí hubo provocación. No se mostrará destructiva con las cosas que hay aquí, seguro.

Me quedé sentada y quieta intentando arrancarme una piel suelta que tenía en el pulgar. Levanté la vista y Karen me miró. Su mirada no decía nada, pero yo sabía que ambas estábamos pensando en mi habitación de su casa, hecha añicos la noche antes de que me fuera.

La mujer del rector, Anne, había aparecido con un par de edredones y almohadas, y ella y Karen improvisaron dos camas en el suelo. También trajo comida: bolsas y paquetes que dejó en la mesa.

Después, el rector, Simon y Anne empezaron a despedirse. Simon le estaba contando a Karen los pequeños detalles domésticos y yo desconecté durante un rato. Cuando volví a la conversación, él había bajado un poco la voz, pero aún podía oírlo.

—Si surgen problemas —le estaba diciendo— y las necesita, hay un juego de llaves de repuesto en la sacristía. En el cajón del escritorio. La llave de la puerta lateral tiene una etiqueta amarilla.

—Bien —dijo Karen—. Gracias.

Se fueron en silencio, recorriendo el pasillo de la abadía y saliendo por la puerta lateral. Más allá de ellos pude ver un poco del mundo exterior. Había bastante gente y muchísimos policías. Cuando la puerta se abrió, un aluvión de destellos se disparó, como las luces de una discoteca. Dios, ¿pero qué estaba pasando? Había gente gritando, un revuelo increíble. El grupo que salió de la abadía pareció impresionado, y yo me aparté de la vista escondiéndome tras la puerta.

El último en salir fue Simon con el gran manojo de llaves colgando de la mano. Se detuvo un momento mientras se cerraba la puerta y por un hueco de unos cinco centímetros dijo:

—Buenas noches, señoras. Que duerman bien. —Su cara esbozó una sonrisa y la puerta se cerró. La enorme llave de metal giró en la cerradura con un extraño sonido líquido.

Al otro lado de las ventanas, el cielo estaba lleno de destellos, como si estuvieran tirando cohetes. El interior de la abadía también se veía iluminado por esas luces. Me apoyé contra la puerta mientras escuchaba el ruido del exterior.

—Bien —dijo Karen—. Vamos a ver qué nos ha dejado Anne, ¿quieres? Esto va a ser divertido, como ir de camping. ¿Has ido alguna vez de acampada, Jem?

Ir a la siguiente página

Report Page