Numbers

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Capítulo 32

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Capítulo 32

No estaba del todo oscuro en la iglesia. La luz de las farolas se filtraba en el interior a través de las ventanas con los cristales de colores. Una vez que los ojos se habituaban, se podían ver las formas de las cosas en todos los tonos de gris: bancos, estatuas, pilares. Sabía que las puertas que estaban en el extremo y en un lateral llevaban a la calle, pero no quería salir. Estaba bastante segura de que tenía más poder de negociación si me quedaba dentro de la iglesia. Tenía ganas de explorar. Escogí una puerta en una esquina, a un lado del altar, y empecé a probar todas las llaves.

La tercera, funcionó. Abrí la puerta: llevaba a una pequeña habitación llena de basura (bueno, al menos a mí me parecían trastos todos aquellos trozos de piedra y madera). Estaba más oscuro, pero pude distinguir que había otra puerta en el lado más alejado de donde yo estaba. También tenía la llave de ésa. Allí estaba todavía más oscuro, y la poca luz que llegaba sólo alcanzaba la parte baja de unos escalones de piedra que iban rodeando uno de los pilares centrales por el interior. Dudé un segundo. Todo eso empezaba a darme un poco de miedo. No estaba segura de que pudiera subir por allí en la oscuridad. Entré y apoyé la mano sobre la fría pared de piedra. Algo sobresalía: un interruptor. Lo accioné y la escalera se iluminó, girando sobre sí misma y desapareciendo de la vista.

—Vamos —me dije, intentando darme ánimos. Las palabras rebotaron contra la piedra. Ni en el mejor de los casos es algo bueno que te pongas a hablar solo, ¿verdad? Pues en una iglesia parece una locura mayor.

Comencé a subir las escaleras. Me temblaban las piernas y todavía no tenía bien la rodilla, pero me lo tomé con calma subiendo los escalones poco a poco, uno por uno. Solamente se veía el escalón que había delante y, una vez que perdías de vista el inicio de las escaleras, parecía que seguían infinitamente. Todo lo que había por allí estaba frío: notaba la piedra a través de los calcetines, las paredes, incluso el aire era más frío. De hecho, ya estaba empezando a pensar en volver a por mis zapatillas y el abrigo o simplemente volver y punto cuando llegué arriba. Las escaleras se acabaron y apareció delante de mí una pared sin nada, pero con una puerta a un lado. Volví a utilizar las llaves para abrirla y me recibió una corriente de aire frío. Salí y sonreí, no pude evitarlo: estaba en el tejado.

No le tengo miedo a las alturas (qué suerte), pero cuando salí al tejado empecé a sentirme mal, algo mareada y noté náuseas. Jadeaba por el esfuerzo de subir las escaleras. Me senté e incliné la cabeza hacia delante. El aire era tan frío que me dolieron los pulmones. Intenté respirar por la nariz para calentarlo. Eso ayudó un poco. Muy lentamente fui volviendo a la normalidad. Había un pequeño parapeto de piedra que recorría el borde del tejado. Como todo lo que había por allí, estaba tallado y tenía grandes agujeros. Aun sentada, podía ver todos los tejados que me rodeaban. Me agarré a la piedra y me impulsé para ponerme en pie.

Dios, era precioso. Una ciudad diferente. Desde ahí arriba no se apreciaba la suciedad que se veía a nivel de calle; todo eran tejados, chimeneas, agujas, plazas y arcos. Las farolas con su luz naranja hacían que la piedra pareciera cálida y los edificios casi brillaran, aunque hacía un frío helador. También se veían haces de luz que se cruzaban unos con otros al atravesar las calles más pequeñas. En el patio que había junto a la abadía se congregaba una pequeña multitud, algunos sentados en los bancos o en el suelo, otros reunidos alrededor del árbol. Había policías mezclados entre ellos. Era sorprendente lo estúpidos que podían ser los turistas, andando a la intemperie en una noche como ésa.

La torre nacía del otro lado del tejado. Con la cabeza baja fui acercándome hasta que alcancé otra puerta. Mis llaves no me decepcionaron y pude cruzarla y ponerme a buscar el interruptor de la luz. Otra escalera, pero esta vez se podía acceder desde ella a varias salas. La primera estaba llena de cuerdas que caían desde el techo. Los extremos de todas ellas estaban atados a un lado de la habitación y yo no caí en lo que eran hasta que vi una foto en la pared con la etiqueta: «Campaneros de la abadía, 1954». Eran las cuerdas de las campanas y me hormiguearon los dedos al pensar en desatarlas y darles un buen tirón.

De la habitación de las campanas salían más puertas.

Escogí una que tenía otra escalera. Seguí subiendo y abriendo todas las puertas que me iba encontrando. Una habitación era diferente a las demás. La cruzaba una pasarela de madera suspendida por encima de un suelo de piedra que caía a ambos lados con unas extrañas crestas que sobresalían. Me llevó un tiempo darme cuenta de por qué parecía exactamente el reflejo del tejado que se veía desde abajo. Es que era exactamente eso: el otro lado de los abanicos que soportaban el techo de la abadía. Se me puso de punta el vello de la nuca; me sentía como si estuviera en un mundo secreto.

Otra puerta al final de la pasarela reveló una minúscula habitación sin salida. En la pared más lejana había un disco grande y blanco, iluminado por la suave luz de las farolas. Había marcas recorriendo el borde y dos palos: las manecillas de un reloj. Estaba detrás del reloj de la torre de la abadía. Había unos salientes de piedra en ambas paredes laterales. Me senté en uno mirando el reloj. Sonreí; nunca había estado en un lugar tan extraño. Era como estar sentada en el interior de la Luna. De repente una de las varillas de metal que tenía detrás hizo un clic y el minutero se movió. Había pasado otro minuto, lo que me trajo de nuevo a la cabeza a Spider y se me hizo un nudo en el estómago.

Los relojes de todo el mundo estaban marcando cada minuto, cada segundo y cada hora. Sin detenerse. Miles, tal vez millones de relojes. Si hubiera tenido un ladrillo a mano lo abría lanzado contra la esfera redonda y blanca, enviando trozos de cristal a la noche. Por mí, destruiría todos los relojes del mundo. Pero ¿cambiaría eso algo? ¿No dicen que es mejor no matar al mensajero?

Sentada allí entendí que estaba echándole la culpa a la cosa equivocada. Estaba mirando fuera, cuando todo el mundo podía ver que sólo había una persona en medio de todo eso: yo. Yo era la única que veía los números. Yo veía algo que nadie más veía. Mi ojos, mi mente, yo. Fueran reales o imaginarios, los números eran parte de mí y yo era ellos.

Sin mí, ¿existirían?

La palanca que había en la pared volvió a moverse y el minutero avanzó otra vez. De repente, necesitaba salir de allí. Si me quedaba un minuto más me iba a ahogar. Me levanté de un salto y empecé a correr por la pasarela, después por las escaleras y, al fin, adelante y arriba, a ciegas hasta la cúspide.

Aunque en la escalera ya hacía frío, lo helado del aire de allá arriba me impresionó. No había nada allí, sólo un tejado plano y un mástil de bandera vacío. Había otro parapeto rodeando el borde. La vista desde allí era incluso mejor que la de antes: las luces naranjas de la ciudad se extendían por todas las colinas que la rodeaban. Había una piscina en uno de los tejados con un agua turquesa iluminada desde abajo. Y justo debajo de donde yo estaba, otra piscina, cuadrada y verde, con estatuas a su alrededor y vapor que salía de ella y se elevaba lentamente. Desde allí parecía que podía tirarme de cabeza desde la torre y caer dentro. Ojalá pudiera tirarme a esa piscina y borrarlo todo: los recuerdos, el dolor, la culpa. No tenía más que subirme al parapeto y saltar…

Desde muy abajo me llegó una voz:

—¡Allí está!

En el patio de la abadía, caras iluminadas miraban hacia arriba. Desde tan lejos todas parecían iguales: una multitud de marionetas. Y me di cuenta de que no eran turistas, sino gente que estaba esperando para verme.

Alguien chilló y su terror me llegó a mí un segundo después de que ella lo emitiera, infectándome, asustándome de repente. El suelo que había abajo pareció moverse y la gente mezclarse en un patrón aleatorio, tambaleándose delante de mis ojos.

Las piernas me fallaron y me dejé caer al suelo. ¿A quién quería engañar? No podía saltar desde allí: toda mi fuerza y mi determinación se habían ido. Mis piernas parecían de gelatina. Ya ni siquiera me sostenían para bajar de nuevo las escaleras, así que me senté en un escalón y bajé uno a uno, apoyándome en el trasero. No tengo ni idea de cuánto tiempo me llevó y no cerré las puertas detrás de mí. Sólo arrastré el culo por las escaleras y, cuando no pude seguir así más, bajé a cuatro patas hasta que llegué de nuevo a la abadía. Después crucé de esa forma toda la nave hasta llegar a la sacristía.

Me metí en mi cama improvisada junto a la de Karen y cerré los ojos con fuerza, pero los números seguían allí: el de mi madre, el de Karen, el del viejo vagabundo, el de las víctimas de la bomba…

Y el de Spider.

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