Nora

Nora


Capítulo 20

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Decir que amaneció soleado era una redundancia. Las horas extras de descanso le sentaron de maravillas y se presentó a desayunar de mejor humor del esperado.

Kaliska la aguardaba con galletas de avena y una disculpa:

—Lamento que se haya sentido burlada, no era mi intención.

—Sí lo era, pero me gustaría saber los motivos. —Indagó en los ojos de la Miwok y suspiró—. Supongo que me lo dirá a su debido tiempo, o expresará alguna frase enigmática o, simplemente, esperará a que me dé cuenta sola.

—Así es, señorita, en preferencia la última opción, seguida de la segunda si no lo comprende y, por último, no me dejará más remedio que ser una metiche y decírselo. —La sinceridad hizo carcajear a Nora.

—Que eso baste como bandera de paz entre nosotras. El enojo quita energías que uno tiene que utilizar para hacer algo productivo.

—Es usted una mujer sabia.

Finalizado el desayuno, esperó en el alero de ingreso, bajo la sombra de un roble, la llegada de las hermanas Foster. Lucía un traje acorde al verano de Boston, y, aun así, la asfixiaba. Era color malva, con unas puntillas blancas que dibujaban una uve desde el escote hasta la cintura y dejaban ver la delicada camisa que tenía debajo, alta hasta el cuello, donde se abría apenas un par de centímetros sin siquiera revelar el esternón. No poseía sombrilla a juego, por lo que optó por un sombrero de ala ancha, bastante sencillo, que le protegía la cabeza del sol. Los guantes le hacían picar y sudar las manos, y sin ser las ocho, ya quería arrancarse las prendas y recostarse en camisola a dormir al resguardo de su recámara.

Le entusiasmaba saber cómo le iba a Amy, le alegraba tenerla tan cerca y extrañaba a Clarise. Las hermanas llegaron a las ocho y veinte, en el instante exacto en que Nora comenzaba a impacientarse. Su pie, enfundado en un botín, repiqueteaba contra el suelo rojizo del ingreso. Por instinto, alzó la mirada hacia la casa, para encontrarse con la sombra de Charles Miler que la observaba desde una de las ventanas de la zona de habitaciones. El hombre hizo un paso atrás adelantándose a las intenciones de la señorita Jolley. Ella siguió con la mirada en el marco, apartando el ala del sombrero para buscar a su jefe.

—Señorita Jolley —exclamó una jovial voz desde dentro del carruaje. Un hombre moreno conducía, con ropaje ligero, del estilo que solía ver en los esclavos, solo que de buena calidad y confección. Se trataba de un hombre libre, que optaba por esas prendas para combatir el calor. Según supo después, había escapado de Virginia, de una plantación algodonera, y allí solía hacer el mismo calor en verano—. Disculpe la tardanza, a última hora, Brithany ha decidido acompañarnos.

Quien hablaba era Megan, la esposa de Jonathan Grant. A su lado, Amber, la prometida de Elton, se abanicaba con ahínco.

—No tiene usted que disculparse. —La reverencia le salió por costumbre, y las muchachas, educadas, se guardaron de remarcárselo. Sin embargo, Nora supo que, en la ventana, oculto en las sombras, Charles Miler sonreía a su costa—. Muchas gracias por acceder a escoltarme al pueblo.

El cochero se bajó del pescante para descender la escalera junto a la portezuela y ayudarla a subir. Como el vestido de Nora era simple, por lo menos en comparación al de las hermanas Foster, no necesitó de mucho auxilio para ocupar su lugar. Lo hizo junto a Amber, que viajaba sola de espaldas al camino. Las otras dos compartían la butaca enfrentada. Las crinolinas, o miriñaques, se adueñaban de gran parte del espacio y se tocaban unas con las otras.

—¡Oh, por todos los santos, te debes de estar asfixiando! —exclamó Amber compartiéndole el abanico.

—La verdad es que sí, mi ropa es apta para Boston.

—Creo que me congelaría en esas tierras —comentó Megan. La conversación sobre clima serenó a la señorita Jolley, era exactamente la clase de charla que debían tener las muchachas, según sabias palabras de Saint Jordan.

Nora no hablaba mucho, pues las hermanas eran bastante parlanchinas, en el buen sentido. Comentaban anécdotas y chismes no malintencionados. Hablaban de moda, de folletines, de novelas y, en ese tema, la obligaron a participar.

—Tienes que convencer al señor Miler de que publique las novelas de Sarah Lorean, ¿has leído algo de ella?

—No tuve el gusto, el señor Miler es más de… otro tipo de publicación.

—Pues que eso no te limite a leerla —agregó, divertida, Megan y le guiñó un ojo—, ya verás lo mucho que nuestra Sarah sabe de hombres.

—Ay, ya empezó… —se quejó Brithany.

—¿Qué? —indagó Nora, presa de una pueril curiosidad.

—Todos saben en la zona que las últimas novelas de Sarah Lorean tienen de protagonistas a cuatro hermanos rubios y su hermana lady, ¿te resulta familiar?

—Y por supuesto —rio Megan—, el hermano mayor es el mejor de ellos.

Nora no podía creer lo que escuchaba, quizá sí le contaría a Miler de las novelas rosas con los hermanos Grant de protagonistas.

—Y, dígame, señora Grant…

—Llámame Megan, te lo ruego, la única señora Grant es Sandra, mi suegra.

—Bien, Megan, ¿es usted la protagonista de dicha novela?

—Oh, no, al parecer mi Jonathan se enamora perdidamente de una dama con poco seso que escapa hacia México y que él debe rescatar de unos piratas que desean llevarla a Australia. Pero admito que la novela es de lo más divertida, y pronto saldrá la de Zachary…

—Imagina que acierte con su amorío —dijo Amber—. Es el soltero más deseado de California, por lo menos ahora, que yo he pescado a Elton. —Se quitó el guante para exponer con orgullo la hermosa alianza que le decoraba el dedo.

Las risas inundaron el carruaje e hicieron ameno el viaje de una hora. El calor en el pueblo era mil veces peor, la falta de árboles, de agua y las calles de tierra que saturaba todo de polvo le brindaban al paisaje el aspecto árido tan característico del oeste. Las construcciones eran de madera, ya no se veía tan marcado el estilo español que los Grant habían sabido conservar. Se encontraba el correo, la iglesia, una cantina de mala muerte y, en la calle principal, las mejores tiendas que uno podía encontrar en millas a la redonda.

Nora les avisó que se marcharía en busca de Amy y que, si su amiga podía, se uniría a ellas en la sesión de compras.

—Nora, querida… —Megan le tomó el brazo al andar y la cubrió con su parasol—, aquí no hay tantas normas y no pasará nada por un par de metros, pero ten en bien evitar la cantina… allí, bueno, la moral y las buenas costumbres escasean, sin contar con que su regente, el señor Ramírez, es un hombre malo que detesta a los Grant. Siempre que puede molestarlos, lo hace…

Prometió no meterse en problemas, y la tranquilizó al explicarle que Amy Brosman era la nueva maestra. El aula, única para todos los alumnos de edades variadas, se hallaba junto a la iglesia protestante, de modo que el pastor servía de protección para que el sucio regente de la cantina —que era a su vez un burdel— se mantuviera a prudencial distancia.

—¡Nora!, ¡Nora! —Los gritos de Amy alertaron a los transeúntes. Las amigas corrieron a abrazarse, y lo hicieron en el medio de la polvorosa calle. Chillaban y exclamaban como dos niñas, hasta que un caballo cortó la diversión.

—No me digas que les temes —dijo Nora, sorprendida por la reacción.

—Es que nunca imaginé que aquí montarían así. —Amy tenía la mano sobre el pecho, como si así pudiera contener los latidos del corazón—. Siempre los vi atados a sus coches o dirigidos por caballeros que manejaban las monturas de manera calma. Aquí hasta los cabalgan sin montura… —La idea la aterrorizó.

—Dos años y recién descubro tu secreto. ¿Tienes tiempo?, estoy con las hermanas Foster, debo hacer algunas compras. —Señaló su vestido como prueba fehaciente de la necesidad de un nuevo guardarropa.

—Sí, la mayoría de los niños vienen a clases solo por la tarde. —El tono de Amy era de lamento. Fueron juntas al aula, a su lado, una humilde casa de tan solo una habitación, una cocina y una sala funcionaba de hospedaje para la maestra. A la señorita Brosman le bastaba, y siempre que podía le dedicaba tiempo a decorarla y hacerla acogedora. Ya sabía algo de carpintería y de jardinería, y estaba iniciando una huerta para consumo personal. El recorrido fue breve, lo suficiente para beber agua fresca y para que Amy recogiera su bolso en caso de necesitar dinero. Marcharon juntas por las calles hasta la tienda de la modista.

En el camino, Amy la puso al tanto de algunas cosas:

—Los niños trabajan en las plantaciones, desde muy pequeños. Debo ir hogar por hogar en busca de ellos, pues a no todos los padres le parece buena idea que los hijos estudien. Creen que son más útiles ganando unos dólares extras o prefieren que aprendan un oficio que las asignaturas básicas. Lamento mucho mi miedo a los caballos, el pastor me ha ofrecido el suyo, con el que visita a los enfermos y necesitados, para que vaya con la carreta y los traiga… pero me da tanto miedo.

—Estoy segura de que encontrarás la forma de afrontarlo.

—Espero que sí. Clarise tenía razón, aquí sí se me necesita, y no saben cuánto lo hacen. No reniegan del método de educación, mucho menos de que sea gratuito; de hecho, si tengo un par de alumnos es por eso… sino, lo creen una pérdida de tiempo. Además, hay mucha discriminación, Nora… si provienen de México, si hablan español, si son nativos, esclavos que huyeron. Parecen no querer mezclarse, ni aceptarse. La división es muy fuerte.

Nora le contó sobre algunas de las publicaciones de Miler que abarcaban ese asunto, y sobre una de las corrientes abolicionistas que proclamaba el regreso de los esclavos a África. Un pensamiento que se correspondía con lo que a Amy atormentaba, todo parecía indicar un enfrentamiento entre partes que terminaría en violencia y que llevaría demasiado tiempo apaciguar. Entre proclamar a los hombres libres y proclamarlos iguales existía una brecha del tamaño del país. Y ellas sabían cuánto costaba atravesarlo.

Por fortuna, las hermanas Foster eran menos propensas a los pensamientos pesimistas y enseguida las contagiaron de su buen humor. La frescura de las californianas encantaba a las británicas, mientras que las tres hermanas estaban casi tan fascinadas por los modos de las amigas.

—Nuestra madre contrató a una institutriz británica una vez, la pobre sufrió de dolores de cabeza desde que empezó el empleo hasta que conoció a un inglés que la sacó de aquí. Ustedes parecen más… firmes.

—¿Firmes? —Nora no pudo más que reír. Amy era aún más delgada que ella, y eso era mucho decir. Sin contar con su altura y su talla. Las Foster eran mujeres curvilíneas, desarrolladas, con una forma natural de reloj de arena que la moda solo acentuaba sin esfuerzo. En cambio, tanto la señorita Brosman como Jolley necesitaban que los corsés realzaran los senos y las enaguas, las caderas. La cintura era lo único que no requería extra, las cintas podían ir flojas que nadie se percataría.

Entraron en el salón de la modista, aunque era más correcto decir que se asemejaba más a una costurera. Hacía arreglos de todo tipo, y habían puesto el negocio en sociedad con una viuda que confeccionaba sombreros. Eran muy bonitos, pensó Nora, dignos de los mejores salones neoyorkinos.

—Buenos días —saludó una de las dueñas, Lila Anteen. Conocía a las hermanas y se relamió al pensar en los ingresos.

Las muchachas Foster solían comprar mucho en las ciudades más grandes del estado, incluso se hacían traer prendas, telas y modelos de Europa y de la costa este, pero también eran fieles al pueblo, en donde dejaban parte de su fortuna en retribución.

—Buenos días, Lila —saludó Megan, quien, al estar casada, ostentaba el poder de matrona—. Venimos a buscar los encargos de la semana pasada y… te presentamos a la señorita Nora Jolley y a la señorita Amy Brosman.

Lila ya había tenido el gusto de conocer a Amy y la saludó con cortesía. Le había confeccionado un par de vestidos sencillos y un delantal con tantos bolsillos que parecía una maleta. La otra muchacha, en cambio…

—Oh, debe ser usted la asistente de Miler. Sí, sí… —adivinó, y Nora asintió con la cabeza, inhibida.

La charla saltaba de un tema a otro, Amber y Brithany comentaban algo, Megan hablaba con Lila de la salud de su hija y de lo mucho que había crecido mientras Amy y Nora miraban las prendas en exhibición. Los dedos de Nora fueron directo a un miriñaque y suspiró con anhelo. En ese momento llevaba tres enaguas almidonadas para mantener la forma de la falda, y por las noches, incluso llegaban a seis las requeridas por algunos vestidos. Tener la libertad de caminar bajo eso y limitar las prendas a una era tentadora, se lamentaba el precio y hacía cálculos mentales para saber si le bastaría o si podía sacrificar alguna compra.

—¡Por supuesto que debes llevar uno! —exclamó Megan al ver el objeto de interés—. Aquí es una pieza de necesidad. Te juro, pequeña, que sudo de solo verte con ese traje.

Nora se sonrojó, por lo impropio de su vestido, por el calor y por el precio inaccesible.

—Creo que empezaré por algo sencillo, que me permita trabajar con más frescura. Disculpe, señora Anteen, veo que hay algunos trajes ya confeccionados, ¿son de otras clientas o funciona como las tiendas que he visto?

Lila sonrió complacida de lo práctico de su negocio. Sabía de qué tiendas hablaba, eran más conocidas en el norte, donde la industria daba lugar a una pujante clase media. Ella había intentado traerlas al sur. Se trataba de prendas hechas en varios talles que permitían simples retoques para que quedaran como a medida; la falta de diseño propio y de originalidad hacía que el valor fuera accesible, del mismo modo que la tela en la que se confeccionaba era de menor calidad, para que no significara una gran pérdida si la inversión no daba resultado.

—Hice unos pocos para ver si funciona aquí, es útil, creo yo, sobre todo cuando se está en un apuro.

—Insisto —intervino Megan—, lleva un miriñaque.

Nora sonrió, pensó que si conseguía dos vestidos de confección simple le alcanzaría para el miriñaque. Aunque debía sumar también algunas camisolas frescas, de ese algodón fino que utilizaban allí.

—Sin duda —coincidió Lila—. No tiene por qué ser ahora, puedo hacerlo llegar con el resto del pedido. Empecemos por las medidas.

Como todos a su alrededor daban por sentado que gastaría una fortuna, se sintió en la obligación moral de aclarar que no tenía tanto dinero.

—Señora Anteen, la verdad es que tomaré solo lo indispensable, no cuento con tanto dinero en este momento, quizá cuando perciba mi próximo salario…

El silencio que siguió a esas palabras fue tenso. Solo Amy parecía ajena al mismo, comprendía lo que Nora le decía y estaba de acuerdo, gastar en vestidos era un acto de vanidad no acorde a la clase trabajadora.

—Pero… pero yo ya tengo la cuenta paga —balbuceó la modista.

—¿Cómo?

—El señor Miler hizo llegar al notario de los Grant con las órdenes para abrir una cuenta en su nombre. Ya está todo pago, o por lo menos un monto que le permite cinco trajes completos, dos de día, dos de noche y uno de montar, con toda su ropa interior y accesorios. Tres sombreros, dos parasoles y cinco abanicos. Dos pares de zapatos de uso diario y los de baile… —Lila se calló cuando el color de Nora pasó a ser tan rojo como la sangre.

—¡¿Quién demonios se cree que es?! —blasfemó, y Amy la instó a sentarse.

—Señora Anteen, ¿tendrá usted agua fresca? —solicitó la señorita Brosman.

Una de las empleadas corrió en busca de la jarra y le alcanzaron a Nora, que continuaba en plena furia, mientras que los demás presentes, salvo su amiga, la miraban desconcertada.

—¿Qué sucede? —se atrevió a preguntar Amber.

—¿Qué sucede?, ¡¿Qué sucede?, ¡¿Cómo se atreve a pagar por mi vestuario?! ¡Por Dios, hasta ropa interior! —y por poco tiene un vahído de los nervios. Amy la abanicaba, y las demás seguían sin entender.

—¿Qué tiene eso de malo?, es tu empleador, imagino que también paga por tu hospedaje y pagó por el pasaje que te trajo aquí. —Megan intentaba ser práctica, solo se ganó dos miradas de sorpresa, la de Jolley y la de Brosman.

—Oh, por Dios, Amy, ¿qué pensarán de mí?, estoy sola, en el oeste, viviendo con un hombre soltero que paga mi ropa… —Escondió la cabeza en su hombro para dejar allí las penas—. He arruinado mi reputación, ¡no!, ¡él ha arruinado mi reputación! ¡Porque yo no he hecho nada malo! ¿Me escucharon? ¡No hice nada malo! —y volvió a llorar.

—En Inglaterra —explicó Amy ante el desconcierto general—, solo un padre, un marido o… un amante paga la ropa de una mujer.

—Querida… —Amber fue la primera en reaccionar—, por supuesto que no pensamos eso de ti. Nadie aquí lo hace, todos sabemos que la relación es profesional.

—La ropa es ropa de trabajo —agregó Megan—, piénsalo así, no puedes estar con esos vestidos y no puedes afrontar el cambio de guardarropas. Sería injusto que gastaras tu salario en algo que surge de una necesidad laboral. Tiene que pagarla él, o, mejor dicho, Miler & Miler. Estoy segura de que no sale de su bolsillo sino de los gastos de la editorial. —Era una suposición, una que esperaba sonara creíble, porque Nora estaba fuera de sí.

Claro que las hermanas Foster no conocían todo lo que traía consigo la señorita Jolley. Los vestidos solo eran la gota que derramaba el vaso. Estaba el hermetismo, la distancia que le impedía abordar el tema de Elisa con él. La culpa por el silencio y por los secretos. La burla a la que se creyó sometida por Kaliska y que, comprendía, no era más que una prueba a su carácter. Se sentía una forastera, una extraña, un bicho raro. Se sentía despreciada por el hombre que admiraba, y veía los sueños que hilvanó en su mente hacerse añicos. Ellos, trabajando a la par, con la misma dinámica que en las cartas, construyendo una relación sólida de confianza… con lo que le costaba brindar su confianza.

—Quiero volver a Inglaterra —expresó, desesperada—. Quiero volver a tener una vida sosa, insulsa y desabrida como la comida británica. ¡Quiero que llueva! —gritó—, quiero que se me congelen las manos y los dedos de los pies, y llegar por la noche con la nariz roja y echando vaho por la boca. ¡Quiero que al menos se esconda el endemoniado sol!

—Nora… —Amy tuvo que sacarla de su histeria, y para eso necesitó dejar los gestos amables. La zamarreó de los hombros hasta que la cabeza se le sacudió como la de una muñeca mal cosida—. ¡Nora! Estás brotada, ¿lo has visto? Tienes un sarpullido por el calor. —Más lágrimas—. Así que deja de llorar y encontremos una solución…

—No la hay… Me vuelvo, ni siquiera me habla mirándome al rostro...

Ninguna sabía a qué se refería con eso y lo asociaron al ataque de nervios. Amy volvió a sacudirla.

—Escucha bien, Nora, vas a quitarte este vestido, vas a ponerte ese —Señaló uno de los ya confeccionados que parecía bastante bonito y recatado—, vas a comprar lo mínimo e indispensable sin pensar en tu presupuesto y regresarás a casa de Miler con el mentón ese tuyo en alza, como lo llevas siempre. —La señorita Jolley negó con la cabeza, y Brosman la obligó a asentir tomándola de las mejillas—. Sí, irás así, con todo el orgullo británico por la sangre, te presentarás en su despacho y dirás: Señor Miler… repite conmigo, Nora… Señor Miler…

—Señor Miler… —Sorbió por la nariz.

—He comprado lo mínimo e indispensable…

—… He comprado lo mínimo e indispensable…

—Por simple necesidad laboral…

—…Por simple necesidad laboral…

—Así que exijo, ¡exijo!...

—…Así que exijo, ¡exijo!...

—Que se me descuente del salario en mínimas cuotas que no afecten mis ingresos.

—…Que se me descuente del salario en mínimas cuotas que no afecten mis ingresos.

—¿Bien? —Nora asintió, volvió a sorber por la nariz y la señora Anteen la invitó a la parte trasera de la tienda para ayudarla a cambiarse, tomarle las medidas y ajustar un poco el vestido que se llevaría puesto en esos momentos.

Megan miraba a Amy con los ojos fuera de sus cuencas. No podía creer que una muchacha tan menuda y de rasgos aniñados contuviera en su interior la fuerza para sacar a alguien de un ataque de nervios.

—¡Megan, debes contratarla para tus hijos! —manifestó Amber, que estaba tan sorprendida por el manejo de la situación como su hermana—. Creo que puede conseguir que Dorothy se comporte como una señorita inglesa.

La señora de Jonathan Grant lo pensó, tanto lo hizo que Amy pudo adivinarlo.

—No, señora. Soy maestra de aula. De hecho, me opongo a la educación con institutriz salvo en situaciones particulares.

—Oh, es una pena.

Nora reapareció con un porte bastante orgulloso, todo lo que podía dado el berrinche de minutos atrás. El vestido le sentaba bien, sobre todo con sus cabellos oscuros. Era de un tono amarillo pálido, con cintas y puntilla blanca. Tenía los botones por delante, desde la cintura estrecha hasta el punto exacto entre sus senos, allí se abría apenas para dejar entrar algo de fresco, aunque los delicados volados tapaban la piel para mantener el decoro. Era de mangas cortas, por lo que debía acompañarse con guantes hasta los codos e iba a juego con un parasol blanco. El sombrero era de ala ancha, no solo bello, también funcional.

—Te ves preciosa —le dijo Amy, para infundirle valor.

—Me siento fresca, aunque tenías razón, estoy brotada. Todo el borde del corsé está al rojo vivo, tuve que quedarme sin él y… —estaba por llorar de nuevo. Brithany fue quien lo impidió:

—¡Esa es tu maldita cintura sin corsé!

—¡La boca! —la reprendió Megan.

—¡Oh, vamos, tú también has maldecido, solo que mentalmente! No tenías esa cintura ni antes del nacimiento de Dorothy. —Las Foster rieron de sus defectos, entre los que se acusaron la nariz, el pelo, la piel y los dedos del pie. La verdad, sus vanidades no se vieron afectadas, eran bellas y lo sabían, pero consiguieron que Nora no volviera a lagrimear.

Decidieron que lo mejor era dar por terminada la tarde, y volver en quince días. Prometieron que la acompañarían de nuevo y que, en esa ocasión, se sentarían a tomar limonada en el ingreso de la señora Cortés, de donde podían curiosear a todos en el pueblo.

Amy y Nora se abrazaron, y la señorita Brosman se llevó a su amiga a un lado.

—No hemos podido hablar de lo que te sucede en realidad, y tú, teniendo un ataque como el que has tenido, no es buena señal.

—Lo sé.

—Escríbeme y cuéntame. Desahoga las penas, que al parecer te tienen al límite. Adivino que no has podido hablar de Elisa con él.

—No, es extraño, Amy. Ni siquiera le he visto el rostro. Se esconde de mí, me detesta… —Me detesta casi tanto como yo lo adoro y me siento una imbécil, quiso agregar. No lo hizo.

No lograba acomodar sus pensamientos, trazar la línea divisoria entre la admiración profesional y esa calidez que sentía en cada ocasión en que él se permitía un trato amable con ella. Sin contar con los celos… esas cadenas de fuego que le habían estrujado la boca del estómago al saber que los demás empleados sí podían verlo, hablarle mirándole a la cara, y que ese privilegio solo estaba vedado para ella… para ella que tanto lo anhelaba.

—Pues hoy te tendrá que mirar a los ojos cuando le tires por la cabeza su cuenta en la modista. ¡Por favor!, que no me escuchen —Bajó la voz hasta hacerla un susurro—, pero sí que son unos bárbaros cuando quieren. ¿Y has visto que no se han inmutado?, lo más común que paguen por… medias de seda.

—No me lo recuerdes…

—Ve, y ten mi abanico, que no has agarrado ninguno de los cinco o seis que puso en tu cuenta. Ahora tienes una deuda conmigo, debes regresar en quince días para devolverlo.

Sonrieron, se volvieron a abrazar y se despidieron.

 

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