Nora

Nora


Capítulo 21

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Solicitó a las hermanas Foster que la dejaran en el sendero de ingreso. Necesitaba caminar, una actividad que la ayudaba a pensar, y aprovechar la libertad de su nuevo atuendo. Desde que había puesto un pie en California que no se permitía un paseo por lo pesado de sus trajes y los fuertes calores. El paisaje, lejos de su quiebre emocional, era atractivo y la invitaba a explorarlo.

El camino de tierra se abría por entre la arboleda. Los robles, altos, la secundaban. Las plantaciones de los mismos pertenecían a Benedict Grant, que solía utilizar la ecuación de plantar cinco árboles por cada uno talado, y debía talar bastante para conseguir la madera de sus barricas. Otra parte provenía de roble francés, aunque el señor Grant aseguraba que se podía conseguir igual calidad con el californiano. Solía poner a prueba a sus invitados con las degustaciones de los chardonnay de su finca, para poder exponer luego las bondades de la madera que allí plantaban.

Nora no sabía nada de vino, de hecho, apenas había probado alguna copa en casa de la señora Saint Jordan. No era propio de una dama. Sin embargo, la sombra de esos robles sí era algo que podía apreciar, degustar, saborear. La brisa fresca le rozaba la piel, algo que experimentaba gracias al vestido amarillo, liviano, que se bamboleaba a su alrededor. El andar era ligero, y requirió tan solo de algunos pasos para acostumbrarse a mantener el equilibrio con ese armatoste de alambres que la rodeaba. Hizo girar el parasol sobre la cabeza y repitió las palabras de Amy una y mil veces hasta memorizarlas.

—Señor Miler…

En su mente recreaba la escena que tendría lugar una vez que atravesara el umbral. Le daba pequeñas variaciones al discurso, contemplaba la posibilidad de que Charles se sintiera ofendido por el desprecio y ella le explicaría que debía respetar sus costumbres, las cuales, se evidenciaba, eran mucho más civilizadas. Luego, en cambio, imaginaba que el hombre se sentía apenado por haber sido malinterpretado y le brindaba una disculpa, en ese caso, ella le aseguraría que no había problema, le regalaría una sonrisa y, podrían terminar la jornada leyendo en el porche de ingreso, con una confianza que se reestablecía.

Y en todos los escenarios, Nora intentaba imaginar el rostro de su interlocutor. Sabía que tenía el cabello castaño, del color de las nueces, ondulado y espeso. De modo que creyó lógico pensar que tendría barba, o quizá bigote. También poseería las cejas pobladas, visualizó, con un ceño fruncido por las horas de concentración. Las pestañas serían largas y enmarcaría ojos claros… no, castaños también, como su cabello. Sí, y los labios…

—Hmmm… —Podían ser finos en una boca ancha, de los cuales siempre salían palabras acertadas y repletas de sabiduría. Por otro lado, la voz ronca y gutural vestía todo lo que decía con sensualidad, de modo que bien podían ser labios carnosos, con el inferior mucho más grande que el superior, y con el arco de cupido perdiéndose en el supuesto bigote o barba.

—Señor Miler… —repitió con el mentón alzado, practicando la escena como lo haría una actriz. Debía concentrarse para no caer en la red de sus propias fantasías. Si hasta había llegado al porche sin siquiera notarlo, y todo por pensar en la imaginaria boca de su jefe.

Se detuvo al escuchar la voz de él. Sintió un estremecimiento, y se enojó consigo por prestarse a tan infantiles fantasías. ¿Qué demonios le sucedía?, jamás había pensado en un hombre en términos románticos, y eso que la señora Saint Jordan los hacía desfilar frente a sus narices. Y a ellos sí los había visto. ¿Qué hacía ella?, albergar sentimientos por un rostro desdibujado, por un hombre que la despreciaba y que no le brindaba ni el simple honor de su compañía.

—Señor Miler… —intentó con mayor firmeza y fue en busca del origen de la conversación. Se detuvo en seco al oír su nombre, hablaba con Kaliska. Ambos le daban la espalda, podía verlos a través de la ventana. Tenían la mirada perdida en la ladera, la corpulencia de Charles y los mechones ondulados de su nuca representaban lo más conocido para ella. La mujer tenía el cabello negro salpicado en canas trenzado de una manera muy particular, con algunos detalles confeccionados a mano que le quedaban bonitos.

—La pobre piensa que la tomamos de tonta…

—Eso será porque lo has hecho, Kaliska —la reprendió con su voz grave, y la mujer no se dio por afectada. Nora, en cambio, sentía que ese tuteo era una herida más en su pecho, mucho mayor que el hecho de saberse burlada.

—No lo hice, Charles. No la tomé de tonta, solo quería comprender por qué la desprecias, qué la hace tan insoportable, tan… repulsiva para ti. —La señorita Jolley hubiera salido corriendo de allí si las piernas le hubiesen respondido. Se tapó la boca y sintió que, una vez más, ese día, lloraba.

—¿Repulsiva? ¡Por Dios, Kaliska!, no hay nada repulsivo en la señorita Jolley. En ningún momento dije despreciarla…

—Pero sí se te hace insoportable su presencia, escapas, te escondes. Has salido hoy de tu guarida solo porque la sabes en el pueblo… ¿para qué la has contratado si no puedes estar con ella? Le has dado un trabajo que requiere compartir el tiempo, horas y horas, y te mantienes inalcanzable. Siempre fuiste racional, pero ahora…

—Fue un error —murmuró.

—Ya lo creo, ¿en qué estabas pensando?

—No, Kaliska… fue un error, error. No un lamento, sino una confusión… Pensé, creí…

—¿Qué?

—¡Que era una vieja media gorda, estirada, de rodete tirante y ojos severos, de esas que corrigen las cosas con una vara! ¿contenta? —La risa de la mujer Miwok resonó en toda la casa, por desgracia, su humor no llegó a serenar el corazón herido de Nora, que los oía a sabiendas de que era de mala educación, pero sin poder ponerle fin a su réprobo comportamiento.

—¿Por qué has pensado eso?

—Porque logró manejar la oficina de Boston, que era un desastre. Nunca pensé que esa mujer de la que Frank hablaba tan bien pudiera tener la edad de su hija. Sé lo difícil que son los hombres, muchas veces no me respetan siquiera a mí. Pasó cuando era joven y mi padre me dio responsabilidades, tuve que mostrar que era digno de ese puesto. Nor… La señorita Jolley lo hizo en Boston, consiguió que conservadores hombres maduros aceptaran sus órdenes. Así que pensé…

—Preso de tus propios prejuicios. —Kaliska tomó el rol maternal con él para darle la reprimenda que merecía; que requería, como una muestra de cariño, como un abrazo.

—Y algo más… —largó como un suspiro. No quiso ahondar en eso, lo dijo sin pensar. Kaliska no lo dejaría ir sin terminar, tenía que sacar el veneno, succionarlo de la herida, del mismo modo que se hacía con las mordidas de una serpiente.

—Vamos, dilo. Suéltalo.

—Necesitaba imaginarla así para resguardarme, Kaliska. La respeto, la admiro, ¡maldición!, me parece una de las personas más inteligentes que conozco. Posee una gran sensibilidad y empatía, comprende a lo que se enfrenta ideológicamente en este país, comparte mis ideas sin ser condescendiente, sin temer confrontarme… no es obsecuente, es franca, sincera… es… joven, demasiado joven para tener tantas cualidades.

—Demasiadas cualidades para ser tan bella… —agregó Kaliska.

Nora observó la mano enguantada de Charles mesar el cabello, casi como si esa verdad le doliera. Ella pasó de sentirse petrificada y dolida, a sentir un gran pudor por lo que había hecho. No tenía derecho a arrebatarle una confesión en esas condiciones, con esa vulnerabilidad. Le había profanado su intimidad, de modo que se dio media vuelta y se marchó a la recámara sin escuchar el resto, aunque se muriese de ganas.

Comprendió, entonces, de dónde había nacido el malentendido de los Grant y pudo encontrar la gracia. Reiría, reiría a carcajadas de esa anécdota en otro momento, porque en ese, solo podía pensar en Charles y en lo que él sentía. Y en los motivos por los cuáles se cerraba a ella. El sentimiento era compartido, ¿empatía?, no, no era eso. No sabía por lo que Miler pasaba porque fuera capaz de ponerse en sus zapatos, sino porque caminaban con el mismo par.

Ella lo respetaba, lo admiraba, creía que él era inteligente, sensible, moral, ético, brillante… Lo único que faltaba para equilibrar la balanza era mirar su rostro y decirle: señor Miler, también lo encuentro bello. Si Amy supiera a dónde había ido a parar su discurso.

Ese era el punto que no comprendía, pues ella deseaba pasar el tiempo con él, ahondar en tantos temas que tenían en común, regresar a esa relación que los unía cuando Charles la pensaba una vieja severa y rechoncha. Entonces, ¿por qué él la esquivaba?, ¿profesionalismo?, ¿mantener la distancia empleado-jefe?

Se acercó a la ventana de la habitación y contempló la ladera. Lo vio alejarse hacia el pequeño establo que poseía, uno con un único caballo que solía utilizar para recorrer la zona. Se alejó, brindándole a Nora la estampa de su espalda, de sus piernas largas y su cadera estrecha. La dejó con más preguntas sin responder, con un corazón que latía acelerado y unas inmensas ganas de correr a su encuentro.

Como nada de eso podía hacer, se dirigió al despacho y buscó algo para leer. No podía pensar más, no ese día, había traspasado los límites de sus nervios. Sonrió al hallar una novela de Sarah Lorean, ¿así que ya la conocía? Por desgracia, no se trataba de una historia sobre los hermanos rubios, sino la de un Robin Hood del oeste, que se enamoraba de la hija del villano banquero. Se fue con ella y un vaso de té frío al porche, dispuesta a esperar por el regreso de Charles.

 

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