Nina

Nina


LIBRO SEGUNDO » 19

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El parterre de las rosas daba un reflejo rojo bajo el resplandor del sol, azules y amarillos y blancos y amarillos se erguían los gladiolos sobre la hierba de un verde intenso. Los pájaros cantaban en las ramas de los ancianos árboles, un carpintero golpeaba afanoso y, sobre las aguas del estanque, las libélulas se libraban a sus danzas. Mientras llevaba el cofrecillo de Nina sobre el ancho sendero de grava, pensaba en aquella lluviosa noche en que, por vez primera, había pisado estas piedrecillas. Entonces se agitaban por aquí hombres extraños, los coches de la policía aparcaban en la hierba y, en la villa se olía a gas. Entonces me pareció que habían transcurrido años entre aquella noche y esta mañana.

Nina andaba delante de mí y, si cierro los ojos, ahora, muchos meses después, veo claramente su imagen, la rubia mujer, vestida de primavera, envuelta en los rayos del sol, y su recuerdo me excita hoy de nuevo, tal como me excitó su contemplación, aquella mañana de verano.

Habíamos llegado a una distancia aproximada de cinco metros de la villa, cuando la puerta de entrada se abrió y salió una niñita, pasando bajo las fachendosas letras J y B. Era una niña muy pequeña, vestida de azul claro. Llevaba un ramo de blancos claveles en las diminutas manos, nos miró con gran seriedad y se pasó rápidamente la puntita de la lengua sobre los labios. Seguidamente, se volvió en demanda de ayuda y miró hacia la oscura abertura de la puerta. Detrás de ella oí voces.

La pequeña asintió heroicamente y nos salió al encuentro. En esto, tropezó y estuvo a punto de caer. En el último momento recobró el equilibrio y nos alcanzó, fuera de aliento.

—Hola, Mickey —la llamó Nina, abriendo los brazos y, al oír el nombre, se me ocurrió quién probablemente sería esta niña: la hija del único pariente de Mila Blehova, el reportero policíaco, Peter Romberg.

—Buenos días, tía —farfulló Mickey.

Tenía el encargo de entregar los claveles a Nina y, al principio, también la intención de cumplirlo. Pero, mientras tanto, sucedió algo inesperado. Mickey se quedó quieta. Todos nos paramos. La niñita tenía los ojos negros que se dilataron ahora de fantástica forma. Seriamente me miró la niña del pelo negro y yo le devolví tímidamente la mirada. La piel de Mickey tenía el brillo de la seda y llevaba el pelo corto y muy bien arreglado.

—Este es el señor Holden, Mickey —le explicó Nina—. Todavía no le conoces, pero te llevará a menudo a pasear en el coche.

—Buenos días, señor Holden —saludome amistosamente Mickey.

—Buenos días, Mickey.

La niña empezó a sonreír, tímidamente al principio, luego con más ánimo y, finalmente, se rió. Su pequeña boca se mantenía abierta de forma que podía ver los pequeños, irregulares dientes. Mickey me contemplaba riendo, llegó hasta mí y me ofreció los claveles.

—¡Para ti, señor Holden!

Seguidamente se volvió hacia Nina, hizo una reverencia y recitó:

—Sé bienvenida a casa, tía Nina, nos alegramos todos mucho de que vuelvas a estar con nosotros.

En aquel momento sonó un grito de protesta. Mila Blehova salía precipitadamente de la villa. La seguían Peter Romberg y el abogado Zorn que llevaba hoy un traje de color beige, con un chaleco a cuadros amarillos y verdes. Mientras los dos hombres reían, se quejaba desesperadamente Mila:

—Jesús, María y José. ¡Vaya historias que te inventas, Mickey! Los claveles no son para el señor Holden, sino para la señora, te lo hemos dicho expresamente...

Pero Mickey contestó:

—¡A mí me ha parecido mejor dárselos al señor Holden!

Yo estaba allí plantado, como un idiota, el cofrecillo a mi lado, los claveles en la mano. También Nina se reía ahora.

—¿Pero por qué quieres darle las flores, Mickey?

Mila se retorcía las manos, mientras el pecoso y miope Peter Romberg, le daba al tornillo de su aparato fotográfico y tomaba instantáneas de nosotros.

—Porque me gusta —respondió Mickey. Se acercó cariñosa a mí—. ¿Jugarás conmigo, señor Holden?

—Claro que sí.

—Tienes que preguntarme. Ciudades y cosas de éstas. Ya sé mucho. Incluso la capital de Varsovia.

—Ha hecho usted una conquista, señor Holden —me dijo Nina.

—Sí, una —contesté.

Ella se volvió rápidamente para abrazar a Mila.

—Mi querida viejita...

—¡Ay!, señora, no se enfade con la niña.

—También puedes preguntarme animales —murmuró Mickey, apretada contra mis piernas.

—Mis cordiales felicitaciones por su curación. —El doctor Zorn se inclinó profundamente. La blanca melena tenía la apariencia de la blanca corona de un diente de león, alrededor de su cabeza—. Le transmito los cordialísimos saludos de su señor marido. Espiritualmente está a nuestro lado; en esta hora.

—¡Papá! —llamó Mickey—. Ahora tienes que retratarme con el señor Holden.

Peter Romberg puso una rodilla sobre la hierba, y Mickey se colgó de mi brazo como una mujer hecha y derecha, y ambos reímos hacia el aparato. Estábamos entre las flores, iluminados por el sol, y nadie tenía la menor idea de que este retrato que ahora se hacia serviría para envolvernos a todos en un oscuro terror, en una tremenda pesadilla, pronto, muy pronto...

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