Nina
LIBRO SEGUNDO » 20
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En el vestíbulo había flores en jarros y búcaros, había grandes ramos y pequeños ramilletes. Las flores procedían de Brummer y otra gente. Llevé el equipaje hacia arriba y Zorn se quedó inmediatamente al lado de Nina:
—Tengo algunas Cosas que tratar urgentemente con usted, señora.
—Está bien, señor Holden —me dijo Nina, fría como un pez—. Ya no le necesito más.
Así, pues, me fui a la cocina. Aquí se despidió Peter Romberg. Debía irse a la redacción.
Mickey empezó a quejarse:
—Papá, por favor, ¡déjame quedar! ¡Quiero jugar con el señor Holden!
—El señor Holden tiene que hacer. No debes molestarle.
—¡Él me lo ha prometido! ¿Te molesto, señor Holden?
—Déjela tranquilamente —le dijo—. Se lo he prometido en serio. Mickey puede ayudarme a lavar los coches.
—Oh, sí, sí...
Mila sacudió la cabeza:
—Por mi alma que no lo entiendo, señor Holden. La niña es normalmente tan tímida con todos, no habla con nadie, y, en cambio, con usted...
—¡Vamos, vamos, señor Holden, a lavar los coches!
Saqué el «Cadillac» y lo puse a la sombra de un gran castaño. Aquí se estaba más fresco. El «Mercedes» lo aparqué en la calle, al lado de la entrada. Me puse un mono viejo y Mila dio a Mickey las instrucciones pertinentes:
—Primero, quítate el vestido nuevo, los zapatos y los calcetines, si no tu madre me reñiría de lo lindo cuando te viera con toda la ropa mojada.
Obedientemente, Mickey se desnudó, conservando solamente un pantaloncito de color rosa. El pequeño cuerpo aparecía blanco, los huesos de las paletillas se marcaban bajo la piel y, en el sobaco izquierdo, se destacaba un lunar.
Le confié la manguera y la autoricé a mojar el «Cadillac». ¡Cómo se divirtió! Porque, naturalmente, de cuando en cuando también me regaba «sin querer», a mí, y yo me espantaba mucho, me retorcía las manos, invocando el estado de mi corazón, y Mickey casi se ahogaba de risa. Seguidamente lo enjabonamos y mientras tanto me demostró Mickey su grado de cultura.
—Pregúntame sobre un iceberg, señor Holden.
—¿Qué pasa con un iceberg?
—Nueve décimas partes están bajo el agua. Sólo una está encima. Por esto los barcos siempre chocan contra ellos.
—¡Caramba!
—Pregúntame algo más. De ciudades y países.
—¿Cuál es la capital de Austria?
—Viena.
—¡Magnífico!
—¡Otra cosa, otra cosa, por favor!
—¿Quién fue Adolfo Hitler?
Ella me miró tristemente.
—¿No has oído hablar de él?
Con la irritación del experto al que hacen demasiadas preguntas, me declaró:
—No se puede saber todo. —Y con la curiosidad de la infancia—: ¿Quién fue, pues, Adolfo Hitler?
En efecto, ¿quién fue?
Me puse a reflexionar, pero no tuve mucho tiempo, porque en el mismo instante se oyó un tremendo crujido en la calle. El hierro golpeó el hierro y el vidrio se rompió sobre las piedras.
—¡Ay, cielos! —exclamó Mickey con arrobamiento—. ¡Alguien ha chocado contra ti, señor Holden!
Nos precipitamos hacia la verja de entrada. Un «BMW» azul había embestido el blanco «Mercedes» de Brummer. La capota de su motor se hundía profundamente en la maleta posterior de nuestro coche. La calle parecía desierta, bajo el calor del mediodía. Al lado de los autos se hallaba una mujer joven, qué digo, una muchacha, apenas salida de la escuela. Llevaba un vestido de hilo rojo, ribeteado de blanco, zapatos rojos y guantes del mismo color. Su cabello era negro y cortado de forma juvenil, la piel muy blanca, y la ancha boca muy roja. La muchacha me pareció bonita, pero de una clase de belleza que hace presumir de infancia solitaria, pobreza y necesidad. Hubiera debido parecer más independiente, más segura de sí misma, hubiera debido sostenerse más erguida. Daba, en cambio, la impresión de encorvada y humilde. Seguramente la habrían reñido a menudo y empujado sin miramientos. Era una belleza de baja extracción.
La miré dos veces, porque me parecía imposible creerlo, era tan joven, apenas tendría veinte años, pero no existía duda alguna: esta muchacha estaba encinta. Aunque un poco inclinada, a la luz del sol, le sobresalía perceptiblemente la barriga.
—¿Cómo pudo suceder? —le pregunté.
La muchacha no contestó. Me miró y yo me agité incómodo. Nunca había visto tanto miedo en los ojos de una criatura. Mejor dicho, no, no era miedo. ¿Qué sería, pues, maldita sea? Tragedia. Ahora tenía la palabra, esos ojos eran trágicos, todo era trágico en la joven muchacha.
—¡Huiuiuiuiui! —exclamó Mickey—. ¡Esto si que te va a costar dinero!
La muchacha cerró los ojos. Sus labios temblaron. Se sostenía contra el «BMW».
—¡Mickey, vete en seguida al parque! ¡Anda, vete ya!
Se alejó descontenta y permaneció pegada al portal de entrada con el fin de no perderse una sola palabra de nuestra conversación. Le dije a la joven:
—Tranquilícese. En resumidas cuentas todo lo va a pagar el seguro.
Ella se tambaleó.
—¿Quiere un vaso de agua?
—Gracias, ya va mejor. —Sonrió forzadamente y con ello su rostro apareció más trágico—. Yo..., me vino repentinamente un mareo, no vi nada, debe de haber pasado así. Estoy...
—Sí, ya lo he notado. Siéntese en el coche. Telefonearé en seguida a la patrulla volante.
Al pronto la tenía colgada de mi cuello. Me tenía agarrado con ambas manos y su respiración entrecortada sonaba en mi cara.
—¡La patrulla no!
Intenté libertarme, pero sin conseguirlo. El pánico le daba una fuerza terrible.
—¡La patrulla no!
—Oiga usted, yo sólo soy el chofer, el «Mercedes» no me pertenece.
—Señor Holden —chilló Mickey desde dentro del portal—, ¿quieres que vaya a buscar a tía Mila?
Entonces la muchacha forastera me soltó.
—Tampoco el «BMW» me pertenece.
—¿Lo has robado? —preguntó esperanzada Mickey.
—El coche pertenece a mi amigo.
—¿Cómo se llama?
—Herbert Schwertfeger —murmuró ella.
Yo había oído ese nombre, pero no sabía ni dónde ni cuándo.
—¿Y cómo se llama usted? Hable más fuerte.
Tan alto que hasta Mickey pudo oírla, contestó la joven de los negros cabellos:
—Me llamo Hilde Lutz. Vivo en la calle Regina, 31.
—¿Lleva su tarjeta de identidad?
Negó con la cabeza.
—¿Nada?
—No. Yo..., tampoco tengo licencia de conducir.
Ambos nos miramos y enmudecimos.
Yo no sé, señor comisario Kehlmann, y vuelvo a nombrarle a usted por su nombre, pues me parece indicado recordarme de cuando en cuando la intención que llevo al llenar estas páginas, con qué fin lo hago, no sé, señor comisario de lo criminal de Baden-Baden, sí su profesión le permite alguna vez sentir compasión por sus semejantes. Yo no sé si usted nació pobre o rico. No me conteste, no tendría sentido. El hecho es que esa muchacha encinta, Hilde Lutz, nació pobre, sin lugar a dudas, ése hecho fue el que despertó mi compasión. La pobreza, señor comisario, me unió a ella. La riqueza separa, hace exclusivo. Esto se me había ocurrido precisamente a propósito del señor Brummer y de su hermosa y altiva mujer. La riqueza saca al hombre fuera de su ambiente. Quedan apartados pero, al mismo tiempo, liberados de los malolientes contactos del tranvía y del metro, se ven encerrados, pero separados en sus lujosos coches y bien vigiladas quintas, en los coches-camas de los trenes expresos y en las lujosas cabinas de los transatlánticos, protegidos, pero aislados. Probablemente no me hubiera compadecido si el «Mercedes» hubiera sido de mi propiedad y el «BMW» de la de Hilde Lutz. Espero que comprenderá a dónde quiero ir a parar, señor comisario. Si no lo puede comprender, entonces añada ésta a la larga lista de mis prevaricaciones como una culpa más.
Le dije, pues, a Hilde Lutz:
—¿En qué situación quiere colocarme usted? Si no aviso a la patrulla, ¿quién pagará los daños?
—¡Mi amigo! ¡El señor Schwertfeger!
—¡No sé siquiera dónde vive!
—¡Y nosotros no sabemos siquiera si este es tu verdadero nombre, Hilde Lutz! —exclamó Mickey.
Había comprendido, por tanto, el nombre. Entonces, esto no significó nada para mí. Hoy, al escribir estas líneas, lo significa todo. Pues todo hubiera salido diferente, hubiera incluso podido ir bien, si Mickey no hubiese comprendido este nombre.
Hilde Lutz manifestó:
—Acompáñeme a mi domicilio. Le mostraré mis papeles. Llamaremos al señor Schwertfeger. Él lo dejará todo en orden.
—Pero le digo que el «Mercedes» no es mío.
—¡Por favor! —En su rostro no quedaba una gota de sangre.
—Conforme, pues —le dije, con la inocente intención de ayudar a aquella pobre muchacha, señor comisario Kehlmann.
Usted se desengañará, si sigue leyendo, sobre los buenos resultados de las intenciones inocentes.
—Le quedo muy agradecida. Dentro de media hora, podrá volver a estar en casa.
—Bueno. Mickey, dile a tía Mila lo que ha pasado.
—No vayas, señor Holden, tengo mucho miedo.
—No tienes por qué tener miedo, tú te quedas aquí.
—¡No tengo miedo por mí! ¡Es por ti, señor Holden! —exclamó ella, y los negros ojos se le dilataron extraordinariamente, y las costillas de su pequeña caja torácica se movieron inquietamente al ritmo del desacompasado respirar—. ¡Quédate!
Pero no me quedé, sino que fui con Hilde Lutz al número 31 de la calle Regina y con ella hacia la injusticia, la oscuridad y el terror.