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NEXUS » 38. El infierno en la tierra

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CAPÍTULO 38

EL INFIERNO EN LA TIERRA

Garrett Nichols contemplaba la pantalla en un silencio de estupefacción.

—Comunicación de radio interceptada —informó Jane Kim—. Un helicóptero de la policía de Bangkok está en camino… dos minutos para llegar al destino.

No. Esto era una pesadilla. No podían permitir que las autoridades locales encontraran pruebas de su presencia. Las reglas en ese aspecto eran claras como el agua.

Quedaban tres hombres vivos. La radio de otro estaba apagada, por lo tanto se desconocía su estado.

—Bruce, levante a esos hombres. Tienen que salir de allí.

Bruce Williams presionó teclas febrilmente.

—No hay respuesta. Dos están en estado inconsciente. Las constantes vitales de otro son buenas, pero su radio no emite señal, debe de estar dañada.

—Noventa segundos para la llegada del helicóptero —anunció Jane Kim—. También hay drones de agencias de noticias en camino.

—Procedimiento de higienización —repuso tranquilamente Becker desde la pantalla—. Protocolo n.º 13.

Nichols se volvió a él con el gesto horrorizado.

—Señor, todavía tenemos a tres hombres vivos dentro, quizá cuatro. ¡Y hay civiles! Tengo que sacarlos de allí.

—No hay tiempo —contestó Becker en un tono de resignación. El subdirector estaba pálido. Sus labios apretados dibujaban una línea recta—. La policía local tardará menos de dos minutos en llegar.

—Solo necesitamos un poco más de tiempo… para sacar a nuestros hombres… a los civiles… ¡No existen precedentes!

—¡No hay tiempo! —espetó Becker—. Esos hombres están inconscientes. La policía de Bangkok se le echa encima. ¡Procedimiento de higienización! Ya conoce las reglas. Protocolo n.º 13.

Nichols se había quedado sin aliento. Estaba viviendo una auténtica pesadilla… una pesadilla espantosa. Kim y Williams lo miraban con los rostros lívidos.

—Ejecute la orden, Nichols, o le juro por Dios que lo relevaré.

Nichols se concentró en su teclado y abrió una ventana que solo había utilizado en simulaciones. Apareció un mensaje de confirmación que le pedía una contraseña. La introdujo. Apareció otro mensaje, esta vez en todos los ordenadores. Se requería la contraseña de una segunda persona.

Kim y Williams miraban la pantalla de sus ordenadores, con los rostros blancos como el papel.

—Bruce, escriba su contraseña.

Williams palideció aún más.

—Señor, yo… yo…

—Escríbala, Bruce —insistió Nichols en un tono comprensivo—. Yo asumo la responsabilidad.

Williams temblaba mientras tecleaba su contraseña. Apretó ENTER. El sistema la aceptó. Apareció un último mensaje de confirmación en la pantalla de Nichols.

Nichols recorrió con la mirada las pantallas tácticas, las bajas, los hombres tirados en el suelo que no se movían pero aún respiraban, los civiles que se arrastraban sollozando por las habitaciones. Apretó ENTER… Dios se apiadase de su alma.

Sam se agachó de espaldas junto al cadáver de un agente y le quitó el cuchillo que llevaba en el cinturón, cortó la brida de plástico y se levantó convertida en una mujer libre.

Wats llegó junto a Kade un segundo antes que ella. El chico estaba volviendo en sí. Se había llevado un buen golpe en la cara. Tenía un ojo hinchado y un corte profundo que le cruzaba el rostro desde la sien hasta la mejilla. Aún estaba aturdido, pero recobraba rápidamente el conocimiento.

Wats enfundó las armas y cogió en brazos a Kade.

—Tenemos que salir de aquí.

Sam no podía estar más de acuerdo.

—¿Qué… Wats? —Kade abrió un ojo.

—Kade, amigo. Te pedí que no te metieras en problemas.

Sam arrancó una metralleta de las manos de un guardaespaldas de Prat-Nung. Las armas de la ERD podían bloquearse biométricamente. Tendría que conformarse con esa arma obtenida en el mercado negro. Expulsó el cargador, comprobó que no estuviera vacío y volvió a incrustarlo en el arma.

—Vamos.

Sam enfiló hacia la puerta trasera. Wats se pasó un brazo de Kade por encima del hombro y la siguió.

Oyeron un ruido a su espalda. Sam se volvió rápidamente y vio que Wats hacía lo mismo, se acomodaba a Kade sobre el costado, desenfundaba un arma y apuntaba hacia el origen de ruido.

Las ráfagas de armas automáticas volvieron a resonar en el apartamento. Sam sintió el gruñido de dolor de Wats cuando se acercó a él para responder juntos a los disparos. Era el agente que ella había dejado sin sentido. Había conseguido echar mano de su arma. La parte superior de su cuerpo explotó, acribillada.

Wats se había derrumbado sobre las rodillas. Las balas le habían alcanzado justo debajo del ombligo, le habían atravesado el abdomen y habían salido por su espalda. Había salvado la vida de Kade apartándolo de la línea de fuego. Sam tenía suerte de no haber recibido ningún balazo. El cuerpo de Wats se los había llevado todos.

Era la segunda vez que le salvaba la vida en cinco minutos.

—Ahhhh —gimoteó el hombretón—. ¡Maldita sea, qué dolor!

Sam podía sentirlo. Por encima de todos los gemidos, todo el miedo y el dolor, la pena y la ira que poblaban la habitación, podía sentir el dolor de Wats, el frío que se extendía por sus entrañas.

«Mierda», pensó.

Kade apoyó una rodilla en el suelo y se puso de pie. Agarró a Wats del brazo y trató de arrastrarlo por el suelo en dirección a la puerta destrozada.

—¡Joder! —protestó Wats—. Suéltame, idiota. Lárgate. Tienes una misión que cumplir, hermano. Ve a cumplirla de una puta vez.

—Ni lo sueñes, cabrón —espetó Kade—. ¡Sam, ayúdame!

—Joder —dijo Sam. Agarró el otro brazo de Wats y tiró de él para llevarlo hasta la puerta, gimiendo de dolor a cada paso.

Entonces comenzaron las explosiones, y el mundo se convirtió en un infierno.

Nichols apretó el ENTER definitivo. Las pantallas parpadearon y se apagaron. Intentó imaginarse la escena. En la nuca de cada hombre, cuatro gramos de CL-70 acababan de explosionar. Sus cerebros se habrían desintegrado inmediatamente. Las ventanas del apartamento habrían reventado. La vivienda se habría convertido en un infierno de llamas en cuanto el calor de la explosión incendiara la madera, el papel, las telas y cualquier cosa que encontrara a su paso. Cualquier superviviente dentro de la casa habría muerto por la explosión o carbonizado en cuestión de segundos. Que Dios se apiadase de ellos. Que Dios se apiadase de su alma.

La explosión lanzó por los aires a Sam. Aterrizó sobre la espalda y permaneció unos instantes aturdida. Entonces comprendió lo que había pasado.

«Dios mío…»

El apartamento se había convertido en un infierno. Las paredes y las vigas se habían desmoronado. Las llamas arrasaban con todo; el humo ocupaba hasta el último espacio libre. ¿Dónde estaba Kade? ¿Y Wats? Podía sentirlos. Dolor. Por allí, hacia la puerta.

Llegó junto a Wats. Kade estaba a su lado. El marine agonizaba. Tenía una astilla gigantesca clavada en el cuello que le había desgarrado la tráquea y la carótida. Kade le presionaba la herida, pero la sangre seguía manando a borbotones. Una viga en llamas se derrumbó sobre el hombro de Sam. La chica se la quitó de encima y volvió a concentrarse en Wats, apartó las manos de Kade y apretó las suyas contra la arteria para intentar taponarla. Un chorro de sangre salió despedido entre sus dedos y le regó la cara. Wats la miraba fijamente. Sam podía sentirlo en su cabeza. El exmarine sabía que estaba muriéndose, que no había posibilidad de que sobreviviera. Sam sintió su mensaje. Quería que ella protegiera a Kade, que lo llevara a un lugar seguro. Quería que diera la oportunidad al chico de hacer lo que tenía que hacer, de cambiar el mundo. Clavó los ojos en los de Sam, puso todas sus fuerzas en esa mirada, quería que Sam se lo prometiera.

«¡Prométemelo!»

Sam no sabía qué hacer. Las lágrimas se deslizaban por su rostro. Le dolía todo el cuerpo. Ni siquiera conocía a ese hombre. La última vez que lo había visto luchaban en bandos enfrentados. El Nexus y el Empathek todavía circulaban por su cerebro y la hacían estar receptiva a Wats. Sentía cómo moría, sentía la determinación de ese hombre para que le garantizara el éxito de la misión. Sentía a Kade observándolos, horrorizado. Asintió con la cabeza. Sí. Sí, ella tomaría el relevo.

Los ojos de Wats hurgaron en los suyos. Siguió insistiendo con su mente. Ella tenía que hacerlo. ¡Tenía que hacerlo! Sam asintió de nuevo con lágrimas en los ojos. Sí, llevaría a Kade a un lugar seguro. Sí.

Sam sentía cómo se escapaba la vida del cuerpo de Wats. Sintió que su voluntad se dirigía a Kade. El chico tenía que coger algo. Un objeto que Wats llevaba alrededor del cuello. Un medallón de datos… Con el tiempo lo entendería. Le permitiría difundir su don. Le ayudaría a convertir el mundo en un lugar mejor.

Wats dejó la mirada perdida. Su mente empezó a debilitarse. Sam manoseaba el cuello para detener la hemorragia. Era inútil. La herida seguía escupiéndole sangre en la cara. La mente de Wats se apagaba… se apagaba…

—Karma… —balbuceó.

Sus pensamientos perdieron toda coherencia, se volvieron caóticos. El caos se fragmentó, y esos pedazos desaparecieron. Wats había muerto.

De nuevo se oyeron gritos procedentes del salón. Narong seguía con vida. Las llamas estaban quemándolo vivo. Era horrible. Horrible. Sam sintió en su mente cada instante de su agonía, sintió a Areva, derrumbándose sobre las rodillas con los pulmones llenos de humo y abrasados. Sus padres habían muerto de esa manera. Su hermana había muerto así. Así había matado ella a todas las personas que Sarita Catalan había conocido. El humo era denso.

Kade sacó la cadena por encima de la cabeza de Wats. Se la colocó alrededor del cuello, llorando, y la escondió debajo de la camisa. Estaba sufriendo un fuerte dolor. Sam lo sentía. Tenía la pierna atrapada debajo de algo. Gateó hasta él y le envolvió el torso con los brazos.

«No te levantes —pensó—. Mantente debajo del humo.»

La mano de Sam notó algo. La pierna, la tibia. Estaba rota. Tenía la espinilla atrapada bajo una viga caliente. Sam la levantó y la tiró a un lado. Kade tosió. El humo estaba penetrando en sus pulmones. Kade intentó levantarse, pero se derrumbó. Sam sintió la punzada de dolor que le recorrió la pierna. El chico no podría salir de allí por su propio pie.

Sam sintió y oyó que el pasillo que se extendía delante de ellos se derrumbaba convertido en una montaña de escombros en llamas. No podrían utilizarlo para salir. Se puso de rodillas y levantó a Kade. Trazó mentalmente un plano del apartamento. La puerta principal llevaba a un edificio que estaba ardiendo, un pasillo largo, una puerta cerrada con llave al fondo. Opción descartada. El altar… encima había una ventana que daba al callejón. Intentó visualizarlo. El fuego estaba consumiendo a Areva, su piel carbonizada y crujiente, su dolor invadía la mente de Sam. Sam tosió una, dos, tres veces, ya fuera a causa del dolor que experimentaban otras personas o del humo que ella misma había inhalado, no lo sabía. Empezaba a marearse. Tenía que concentrarse. El altar, la ventana. No podría ver. Tendría que llegar a ellos a ciegas.

Sam pegó la cabeza al suelo y respiró un aire abrasador, pero no encontraría uno más frío en todo el apartamento. Era lo único que había. Tomó una última bocanada de aire y se levantó con Kade en brazos. Mantuvo la cabeza todo lo baja que pudo y contuvo la respiración. Recorrió el pasillo dando tumbos, arrastrando la pierna izquierda, que se resentía de algún golpe.

El salón estaba invadido por las llamas, y el calor era más intenso aún que en el pasillo. Sam se encogió y retrocedió. En el centro de la estancia estaba formándose un torbellino de fuego, y el aire tórrido giraba cada vez más rápido.

Avanzó medio corriendo medio arrastrándose. Su pie chocó contra una persona que aún estaba viva. Alguien gritó a viva voz. Sam no le prestó atención y continuó caminando a ciegas. La ventana debía estar justo delante de ella. Que Dios se apiadase de ella si no era así.

—¡CIERRA LOS OJOS! —gritó con el poco aire que había reservado.

Sam salió disparada con las pocas fuerzas que le quedaban, ladeó el cuerpo en el último momento para proteger a Kade, atravesó los escasos cristales que continuaban en la ventana tras la explosión y saltó al cielo pálido que precedía al amanecer.

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