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NEXUS » 39. De mal en peor

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CAPÍTULO 39

DE MAL EN PEOR

Feng la despertó sacudiéndole el cuerpo y la mente. Incluso después de todos estos años, su cuerpo aún necesitaba dormir.

Shu abrió los ojos.

—¿Qué pasa? —preguntó en mandarín.

—Una explosión. En el barrio de Nana. Cerca de donde lo atacaron el lunes.

Shu se despabiló al momento. Feng abrió la mente para ella y absorbió toda la información. Se fusionó con su ser superior, se impregnó de todo su esplendor, navegó por la red en busca de toda la información hecha pública sobre el incidente, vio lo incompleta que era. Las bases de datos de la policía real tailandesa se abrieron para ella, le aportaron un poco más de información, pero ni rastro de lo que quería saber. ¿Dónde estaba Kade? La Tai Telecom respondió a su contacto mental. Ahí. Su teléfono estaba en el lugar del siniestro.

—Ve a buscar un coche —ordenó.

—Podría ser peligroso —repuso Feng.

—Ve a buscar un coche —repitió Shu.

Feng hizo una reverencia, se dio la vuelta y enfiló rápidamente hacia la otra habitación de la suite.

—Y las armas, Feng. Coge tus armas.

Sam aterrizó en el suelo duro del callejón. La pierna herida cedió por el dolor. Con Kade en brazos, no había podido rodar para amortiguar el golpe, así que había caído sobre una rodilla. Joder. Saltar desde un primer piso no debería ser tan doloroso.

Un ataque de tos sacudió todo su cuerpo y un pegote de saliva teñida de rojo sangre aterrizó en la camisa quemada de Kade. El chico estaba lleno de quemaduras. Ya fuera por el dolor, el humo o cualquier otra cosa, se había desmayado. Sam oyó en su cabeza los últimos gritos agónicos de la gente que había quedado atrapada en el apartamento mientras el humo y las llamas consumían sus vidas.

«Así murió mi familia.»

Otro ataque de tos. Había inhalado demasiado humo. Joder. No había tiempo para eso ahora. Tenían que largarse. Por allí, la calle principal. Pararía un taxi. Se esconderían, daba igual dónde.

Pero ¿qué había hecho?

Ya habría tiempo para reflexionar más tarde.

Se levantó y enfiló a trompicones por el callejón en dirección a la calle principal. Había avanzado unos pocos pasos cuando oyó a su espalda que alguien se acercaba corriendo.

—¡Allí! —gritó alguien en tailandés.

Sam intentó volverse, pero estaba demasiado cansada y Kade no le facilitaba los movimientos. Notó una punzada en la espalda. Una descarga eléctrica recorrió su cuerpo y empezó a sufrir convulsiones. Gritó. Una pistola eléctrica. Oh, no. Otra vez no. Ahora no, estaba demasiado cansada…

Recibió una segunda descarga. Le flaquearon las piernas. Se tambaleó y cayó de rodillas. Kade se alejó rodando por el suelo. Los asaltantes se acercaron. Empezaba a perder la visión. Alguien le dio una patada en la cara y Sam se derrumbó de espaldas, sobre una alfombra de cristales rotos por la explosión. Entrevió que recogían a Kade y se lo llevaban. Sintió el contacto con una mente… Una mente que ya había sentido…

Suk. Suk Prat-Nung. Había sobrevivido.

Recibió un golpe con una porra eléctrica. Su cuerpo se agitó con un espasmo. Entonces empezaron a lloverle patadas y más golpes con la porra eléctrica. Eran tres hombres. Cuatro. Cinco quizá. Se dejó hacer, como había hecho con las palizas, con las violaciones, con las humillaciones y los abusos.

Había sido tan estúpida.

«La fiesta del viernes por la noche es una trampa», decía la nota.

Wats. Debió haber sido Wats. Por eso estaba allí. Él sabía que era una trampa. Y aun así había ido, había muerto intentando rescatar a Kade.

«Gracias por salvarme la vida», le susurró.

Sintió mentalmente un último grito ahogado de alguien que seguía arriba, sintió cómo su piel se convertía en ceniza y su mente se apagaba. Loesan. Había muerto. Todos estaban muertos.

Abrió los ojos. Le había hecho una promesa a Wats. Le había prometido que mantendría con vida a Kade para que el chico cambiara el mundo.

Le dieron la vuelta para tumbarla bocabajo y la levantaron para ponerla de rodillas, de cara a los adoquines y los cristales rotos del suelo. Estaba rodeada por un bosque de piernas, apenas visibles a la primera luz del alba. Uno gritaba en tailandés que había matado a su hermano. Habían dejado de pegarla.

El mismo tipo dijo que se la llevarían y la violarían. La harían gritar durante horas. Iban a despellejarla viva. La obligarían a suplicar que la mataran.

Imbéciles. Debían haber aprovechado la oportunidad para matarla. Sam cerró la mano alrededor de un trozo afilado de cristal de un par de dedos de ancho y treinta centímetros de largo. Las aristas puntiagudas se hundieron en la palma de su mano, en sus dedos. La sangre empezó a manar.

Chaonai Rayum Khongkhun pen Kon Kaa! —espetó. (¡El cabrón de vuestro jefe lo mató!)

Sam lanzó una coz que impactó en la espalda de uno de los tipos, y con el trozo de cristal embistió a la pierna que tenía más cerca y le seccionó un tendón. La sangre empezó a salir a borbotones. El matón se derrumbó sobre una rodilla, con la boca abierta, chillando de dolor.

Levantó la mano izquierda y agarró del pelo al tipo que estaba a su lado y tiró de él hasta que lo derribó. Se montó encima de él y le hundió los treinta centímetros de cristal desde la mandíbula hasta la coronilla.

El ruido de un rotor encima de sus cabezas. Un helicóptero. Alguien le dio una patada en el pecho y ella se lo agradeció con un tajo en la pierna. Un foco dirigido hacia el tumulto. Una voz amplificada ordenó en tailandés que no se movieran. La policía. Rebotaron balas en los muros de ladrillo. Los matones huyeron en todas direcciones. Mierda.

Una nueva explosión sacudió el edificio: la munición de alguno de los cuerpos por fin había estallado. El piloto del helicóptero se sobresaltó, y por un momento el foco dejó de apuntar directamente a Sam. Esta se lanzó rodando por el suelo, se levantó con todo el cuerpo dolorido y se ocultó en un portal protegido por la oscuridad.

Tenía que encontrar a Kade. ¿Adónde se lo habrían llevado?

Kade volvió en sí bruscamente. Acababan de golpearle la cara. Estaba hundido en una silla. Solo pudo abrir un ojo. Le dolía todo el cuerpo. Le ardían las manos y el lado izquierdo de la cara. Incluso le dolía respirar.

Volvieron a pegarle. Gritó de dolor. Oh, Dios mío, eso ha dolido. Sintió el golpe como si le hubieran quemado la cara. En cuanto al ojo, ¡no veía una mierda por un ojo! El dolor era insoportable.

Un puñetazo en el estómago. Se dobló e intentó tomar aire entre arcada y arcada. No podía respirar, no podía respirar, no podía respirar.

Una voz habló en tailandés. El siguiente golpe no llegó. Un hilito de aire alcanzó sus pulmones. Jadeó. Estaba en alguna clase de espacio vasto. Un almacén. ¿Dónde estaba Sam? ¿Y Wats? ¡Oh, Dios mío, Wats! Había sentido morir a su amigo. Había sentido morir a todos.

«Oh, no. Oh, no. Muertos, muertos, todos muertos. Por mi culpa. Mi culpa. Todo por mi culpa.»

La mano le propinó otro puñetazo en la cara. Había gritado. Gimoteó, lloró en silencio. El dolor físico no era nada. Tomó aire y dejó que el paquete de serenidad se hiciera con el control de su cuerpo y lo tranquilizara.

—¿Quién eres? —le preguntaron en inglés.

Captó la presencia de una mente. Suk. Suk Prat-Nung.

Otro puñetazo en la cara. De nuevo el dolor abrasador.

—¿Quién eres? ¿Para quién trabajas? Están todos muertos por tu culpa.

Recibió otro golpe, más fuerte esta vez. Kade sintió la ira y el miedo y el odio en la mente de Suk.

«Por tu culpa —se repitió Kade—. Tiene razón. Toda la razón.»

El paquete de serenidad estaba ejecutándose. Kade se sintió vacío. Sintió indiferencia. Estaba reducido a la nada.

Se acercó otro hombre. Tailandés. De facciones angulosas. Con una nariz aguileña.

—¿Cómo lo haces? —le preguntó en un inglés con mucho acento—. ¿Cómo lo haces para mantener tanto Nexus dentro de ti durante tanto tiempo?

El Nexus. De eso se trataba. No abriría la boca. Meneó la cabeza.

El hombre le cogió por los testículos y apretó fuerte.

—Hablarás —le advirtió—, o te mataremos. —Apretó aún más fuerte—. Será una muerte lenta —añadió—. Y dolorosa.

Kade meneó la cabeza.

—¡NO! —gritó por la garganta y la mente, dejando salir toda su ira.

Vio que el hombre daba un paso atrás y sintió que Suk se estremecía de dolor. Tenían Nexus en sus mentes. Podía hacerles daño a través de ellas.

El tipo se abalanzó sobre Kade y le plantó otro puñetazo en la cara, en el costado quemado y amoratado. El mundo alrededor desapareció un instante cubierto por una neblina de dolor.

Suk volvió a acercarse.

—Habla.

El otro tailandés sujetó la mano izquierda de Kade, le agarró el dedo meñique y lo dobló hacia atrás hasta que se lo rompió.

«¡JODER!»

Kade supo entonces qué debía hacer. La sensación de vacío lo consumía. Y el odio.

—¡Hablaré! ¡Hablaré! ¡Parad! ¡Por favor!

El tipo le agarró el siguiente dedo y lo dobló hasta el punto de hacerle daño. Kade se mantuvo sereno. El dolor no era nada.

—¡Por favor! ¡Parad! Tengo que enseñároslo. Por favor.

Abrió la mente para que ambos entraran. Los dos se acercaron. Kade les mostró sus primeros descubrimientos, los primeros experimentos realizados junto a Rangan. Suk y el otro hombre se impregnaron de los conocimientos con avidez. Kade siguió mostrándoles cosas nuevas. Los paseó por recuerdos… cada vez más rápido. Ellos se arrimaron un poco más, ansiosos, absorbiendo todo lo que podían de Kade. El chico estaba ofreciéndoles más de lo que podían asimilar. Kade los quería lo más cerca y lo más abiertos que fuera posible.

—¡Espera, espera, más despacio! —espetó el de las facciones angulosas.

Entonces Kade lo sintió. Tenía una mente débil. Se llamaba Tuksin y era un monje. Estaba allí para robarle todos esos secretos, quería librarse de Ananda y convertirse en el amo y señor de Nexus. Su mente, al contacto con ella, era retorcida y nauseabunda.

Kade los arrastró hacia las profundidades de su mente, les mostró la síntesis de Nexus 5, la estructura molecular de los componentes individuales, la manera como se enlazaban. Era demasiado complejo para ellos, para absorberlo todo a la vez. Necesitaban más banda ancha. Se acercaron un poco más, con los cuerpos casi pegados a Kade, y abrieron las mentes cuanto pudieron para absorber todo la información que estaba ofreciéndoles.

Y entonces les mostró el infierno.

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Los bombardeó con el disruptor Nexus, la señal que había lanzado la ERD contra el cerebro de Rangan, el arma que habían empleado para aniquilar su capacidad de pensamiento en la celda. El dolor era más atroz que cualquier cosa que pudieran imaginar. Chillaron, chillaron y se desplomaron de rodillas. A pesar de los filtros instalados en su mente, Kade percibió una fracción minúscula del dolor que le cortó la respiración.

El tipo que había estado torturándolo se dio la vuelta y vio a sus jefes retorciéndose de dolor. Vaciló un momento. Kade siguió bombardeando sus cerebros con la señal. El matón se abalanzó sobre él y le soltó un puñetazo que lo arrancó de la silla y lo tiró al suelo, aturdido por el dolor.

Sin embargo, siguió transmitiendo la señal a los cerebros de los otros dos. El matón le dio una patada y Kade sintió una explosión de dolor en el vientre, pero continuó enviando la señal. Sí. Estaba funcionando. Suk y Tuksin se retorcían de dolor, con las mentes en blanco.

Kade detuvo el disruptor Nexus. Tenía que concentrarse por entero en otra cosa. Suk llevaba una pistola en la cintura. Kade estaba dentro de su mente. «Tira y empuja.» Era un maestro en el juego. Siempre ganaba.

«La pistola. La pistola. La pistola.»

El matón le dio otra patada. Algo crujió en su interior.

«Dispárale. Dispárale. Dispárale.»

Suk tenía la pistola en la mano. El matón se volvió y abrió completamente los ojos. Suk disparó. El arma tronó de una manera ensordecedora en el vasto espacio del almacén. La rótula del matón se hizo añicos. El tipo rugió. Su pierna cedió y se derrumbó. Se incorporó penosamente y soltó manotazos en el aire para intentar arrancar el arma de la mano de Suk.

Pero Suk disparó de nuevo. La bala se incrustó en el estómago del hombretón. El matón gruñó, todavía tratando de acercarse a Suk, casi arrastrándose por el suelo.

Suk disparó por tercera vez. La bala penetró en la cabeza del matón y la abrió como si fuera un melón.

Suk hizo una mueca de sorpresa. Tuksin se abalanzó sobre él y ambos cayeron al suelo. Ahora la pistola se disparó sola. Tuksin tosió y su boca empezó a manar sangre.

Suk se arrastró lejos de Kade y se puso de pie, todavía empuñando la pistola, se alejó un poco más del chico. Kade sentía cómo se debilitaba su control sobre su mente a medida que ponía distancia entre ambos. Kade intentó levantarse, pero una punzada de dolor le recorrió la pierna izquierda y se derrumbó sobre el suelo. «Joder.»

Suk se había alejado hasta el otro extremo del almacén. Los separaban unos doce metros. Apuntaba a Kade con la pistola. Le temblaba la mano.

—Pero ¿qué eres?

Kade intentó apoderarse de su mente, pero fue inútil. Estaba demasiado lejos.

—¡Eres un demonio! ¡Un demonio!

Suk disparó, pero erró el tiro debido a la distancia. Kade sintió que la bala se incrustaba en el suelo no muy lejos de él. Intentó alejarse arrastrándose con una pierna y las dos manos. Suk disparó de nuevo. También falló.

Kade miró a su alrededor buscando un lugar donde esconderse o algo que pudiera utilizar como arma. Vio la metralleta del matón apoyada contra la pared. Se arrastró hacia ella todo lo rápido que pudo, cada movimiento le causaba un sufrimiento insoportable. El arma estaba demasiado lejos. Le dolía todo el cuerpo de una manera atroz. Suk empuñaba ahora la pistola con una mano firme.

—¡Irás al infierno! —le gritó el tailandés, apuntándole cuidadosamente con el arma.

La puerta principal se abrió bruscamente. Sam apareció en el hueco. Suk la vio, dirigió la pistola hacia ella y disparó. Sam dio una voltereta y le arrojó algo. Un objeto cortante abrió un tajo en el brazo izquierdo de Suk. El tailandés avanzó hacia Sam apuntándola con la pistola. Disparó, falló.

Kade alcanzó por fin la metralleta. Suk estaba a unos diez metros. El tailandés volvió a disparar a Sam, pero tampoco esta vez acertó.

Kade cogió la metralleta y apretó el gatillo. Los culatazos del retroceso lo enviaron contra la pared que tenía detrás y reavivó el dolor en las costillas rotas. Las balas se perdieron, demasiado a la izquierda. Suk se volvió hacia él y disparó. Kade sintió un pinchazo lacerante en el brazo izquierdo, pero no aflojó el dedo del gatillo y trató de dirigir el cañón hacia Suk. El tailandés volvió a disparar y a fallar. Las balas de Kade trazaron un arco de izquierda a derecha y acribillaron el brazo de Suk que empuñaba la pistola y luego su pecho. Suk cayó al suelo. La metralleta emitió un clic. Cargador vacío. Se instaló el silencio en el almacén. Entonces se oyó el rugido de las sirenas en el exterior.

El silencio era sepulcral en el centro de mando del Boca Ratón. Nichols no podía creer lo que acababa de ocurrir. Una docena de agentes muertos, más otros tantos civiles como mínimo, de los que la mayoría estaban vivos en el momento de iniciar el Protocolo n.º 13.

Nichols bajó la mirada y sacudió la cabeza.

—¿Señor? —dijo Jane Kim.

Nichols levantó la cabeza.

—¿Qué pasa, Jane?

—Señor… Canario sigue vivo, señor. Y también Mirlo… la mayoría de los canales están caídos, pero el GPS de su teléfono sigue enviando datos. Y… se mueve, señor. Ha salido del edificio.

Nichols se volvió hacia las pantallas. Era cierto. No se recibía la señal de los transmisores de los doce miembros del equipo de asalto, pero sí de los de Lane. En cuanto a Cataranes, la mayoría de sus transmisores habían muerto, pero antes de hacerlo habían registrado una localización fuera del edificio. Y su teléfono móvil seguía enviando la información del GPS. El indicador de la posición del teléfono se movió mientras Nichols observaba la pantalla, desde el callejón hasta el interior del edificio en el que se encontraba Lane. Los indicadores convergieron. Sam se movía.

Ahí. En la transmisión de vídeo de Lane, esa figura que había aparecido fugazmente era Sam. No había lugar al error.

Shu dirigía mientras Feng conducía. El control del tráfico era suyo. Las frecuencias de radio de la policía eran suyas. Las cámaras de vigilancia callejera eran suyas. El Opal se deslizaba por la calzada a ciento sesenta kilómetros por hora. Las calles estaban casi desiertas a la primera luz del amanecer. Todos los semáforos se ponían en verde para ellos. Los vehículos de la policía metropolitana de Bangkok circulaban en carriles paralelos, sin verlos.

Shu conocía la posición exacta del teléfono de Lane. No estaba lejos del lugar de la explosión; apenas a una decena de metros del apartamento que había volado por los aires. Sin embargo, ese pequeño detalle era crucial. Su única esperanza era que el chico llevara el teléfono encima.

Sabía que estaba cometiendo una estupidez. Lo más sensato era dejar morir al chico. Pero no lo haría, si podía evitarlo.

—Por aquí —dijo a Feng.

Tiraron abajo una barrera y entraron en un callejón con el paso prohibido para los vehículos motorizados, por el que apenas cabía el Opal.

—Ahora, por aquí —ordenó telepáticamente a Feng.

El chófer maniobró con mano experta el Opal y giró para incorporarse a un callejón perpendicular. Lane estaba subiendo.

—Aquí —indicó.

Feng frenó en seco. Lane estaba a punto de llegar a la azotea del edificio que tenían justo enfrente. Shu ya podía sentir su mente. Seguía vivo; estaba herido y sufría fuertes dolores. Tendió su mente hacia la de Lane y la de Cataranes y les dijo que la ayuda estaba en camino. Ahora el asunto quedaba en manos de Feng.

En la primera planta había otras dos mentes ejecutando Nexus, ambas a punto de fallecer. Qué interesante…

Sam recogió la metralleta que Kade había dejado caer, expulsó el cargador doble y volvió a insertarlo por la parte llena.

—¿Estás bien? —preguntó a Kade.

Sam sentía su mente. El Nexus estaba un poco colapsado por todas las emociones que había experimentado, pero había acabado peor la vez anterior. Sam sentía a Kade a través de la electricidad estática. Su organismo desbordaba adrenalina. Acababa de matar a un hombre por primera vez. Eso lo atormentaría durante una buena temporada, junto con el resto de las cosas que habían ocurrido esta noche.

Kade asintió e intentó levantarse, pero su pierna volvió a ceder y se derrumbó en el suelo. Le dolía todo el cuerpo. Tenía los pulmones abrasados. La costilla rota le provocaba un dolor insoportable cuando intentaba moverse. La pierna no aguantaba su peso. Meneó la cabeza y tosió débilmente. Le salió sangre por la boca.

Sam se inclinó para levantarlo. Tenían que largarse de allí.

Un ruido en la puerta precedió la aparición de otro matón. Sam levantó el arma y disparó una ráfaga. El matón volvió a desaparecer maldiciendo en voz alta.

En el otro extremo del almacén había otra puerta.

—Vamos, Kade.

Sam lo agarró y se lo cargó sobre la espalda. El tormento de Kade era evidente, pero Sam no perdió un segundo y corrió renqueando hacia la otra puerta. El dolor era espantoso. Llegó a la puerta y la derribó de una patada con la pierna sana, se dio la vuelta y disparó otra ráfaga en la dirección en la que habían aparecido los matones, por si acaso. Abrió con el hombro otra puerta que encontró al lado y que daba paso a una escalera. Sam asió con fuerza a Kade, dio un saltito para acomodárselo sobre la espalda y oyó el gemido del muchacho. Empezó a subir la escalera peldaño a peldaño. La puerta que encontró en el primer descansillo estaba cerrada con llave.

Disparó contra la cerradura y abrió la puerta con el hombro para despistar a quien pudiera seguirlos. Siguió subiendo por la escalera.

Había llegado a la segunda planta cuando oyó que sus perseguidores llegaban a la escalera. Se quedó inmóvil. Kade gemía. Le dijo mentalmente que guardara silencio. Los hombres que se hallaban en el primer piso hablaban en tailandés. Eran tres. Cuatro, quizá. Se movían con cautela. Oyó que revisaban los cargadores de sus armas. Las voces desaparecieron.

Sam contó hasta cinco y reemprendió la marcha.

Un grito. ¡Joder! Uno de ellos se había quedado atrás. Las balas subieron volando por el hueco de la escalera. Sam olvidó toda precaución y todo dolor y salió disparada por la escalera, sintiendo la protesta de los músculos de su pierna herida con cada paso que daba. Le importaba una mierda. Las costillas rotas de Kade irradiaban punzadas de dolor a todo su cuerpo. Sam no les prestó atención. No había elección.

Los matones gritaban a viva voz. Subían corriendo detrás de ella. Eran unas moles, fuertes como cinco hombres, pero patéticamente flojos de piernas en comparación. Sus músculos hinchados minaban su capacidad cardiovascular. Sam era más pequeña, pero estaba mejor constituida para la velocidad. Era más rápida incluso cargando a Kade.

Pasó el tercer piso, el cuarto, el quinto, y llegó a la puerta de la azotea. Reventó la cerradura y tiró la puerta abajo. Dios mío, habría matado por un par de granadas. Buscó un refugio. Al otro lado de la azotea había un gigantesco aparato de aire acondicionado. Sam salió disparada hacia allí, soltó a Kade, que aterrizó en el suelo con un golpe seco y un gemido de dolor, se agachó y revisó el cargador.

Casi vacío. Cambio el modo de disparo a manual. Había que reservar munición.

KADE… CATARANES… ESTAMOS AQUÍ… AGUANTAD… FENG ESTÁ EN CAMINO.

La voz de Shu retumbó en la cabeza de Sam. Kade soltó un alarido. Hostia puta, ¿qué era eso?

Las ráfagas de armas automáticas perforaron la unidad de aire acondicionado y una lluvia de fragmentos metálicos laceró los brazos, las piernas y el pecho de Sam. Kade gimió con nuevos dolores. Los matones continuaron disparando desde el otro lado de la azotea, y las balas acribillaron esta vez un lado del aparato de aire acondicionado y rociaron de metralla la posición de Sam. La agente se pegó a Kade. Los soportes que sostenían el aire acondicionado cedieron y el costado agujereado se derrumbó. Sam se pegó al suelo y empujó a Kade contra él. Los matones estaban haciendo añicos su parapeto.

Las armas se callaron. Sam asomó la cabeza y disparó tres balas a uno de los hombres, vio que dos de los proyectiles impactaban en su torso y volvió a esconder la cabeza. Uno menos. Quedaban tres. Expulsó el cargador y comprobó la munición de nuevo. Dos balas. «Mierda.»

¿Podían saltar al callejón desde la azotea? ¿Kade sobreviviría a la caída?

Los matones abrieron fuego contra su parapeto y pulverizaron lo poco que quedaba de él. El brazo de Sam recibió otra ráfaga de metralla. Sam rodó por el suelo y apareció en otra posición, disparó sus dos últimas balas y alcanzó a otro matón en el estómago. El resto dirigió sus armas hacia ella. Tronaron más disparos, de pistola, seis, y las cabezas de los dos matones que quedaban explotaron. Sus cuerpos sin vida se desmoronaron.

Detrás de ellos, vestido con un impecable uniforme de chófer, se alzaba Feng, empuñando una pistola humeante en cada mano. Saludó a Sam arqueando una ceja y ella respondió con un suspiro de alivio. Nunca se había imaginado que uno de esos hombres sería su salvador, pero era una grata sorpresa. Ya lo creo que lo era.

Feng se acercó al hombre al que Sam había disparado en el estómago. Todavía se movía. El miembro del Puño de Confucio le metió dos balas en la cabeza. Hizo lo mismo con la primera víctima de Sam.

Sam se arrodilló junto a Kade. El chico irradiaba dolor. Tenía la piel chamuscada por las llamas y erosionada por la metralla. Sin embargo, estaba vivo. Devastado, roto, con una bala de Suk en el brazo, pero todavía vivo, y consciente. Feng se reunió con ellos.

—Hora de largarse —dijo el soldado chino con una sonrisa en los labios.

Kade intentó hablar, pero solo consiguió toser sangre. Asintió con la cabeza.

Feng se agachó para levantarlo.

Sam lo detuvo con un gesto y se agachó junto a Kade.

—Usted está herida —dijo Feng.

—Lo llevaré yo —repuso Sam.

Feng asintió en silencio mirando a Sam a los ojos. Lo entendió.

Sam se echó a Kade sobre la espalda sin prestar oído a los quejidos de dolor del chico. Bajaron por la escalera en dirección al Opal negro. Cada paso era un suplicio para Sam.

—Es un miembro del Puño de Confucio —dijo Nichols.

Williams y Kim asintieron con la cabeza.

—¿Qué diablos pinta aquí uno de esos clones?

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