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CAPÍTULO 44

CONCLUSIONES

A bordo del Boca Ratón, un icono se volvió de color amarillo en una pantalla y empezó a emitir una luz parpadeante. Jane Kim cliqueó el icono y abrió el mensaje de alerta. Una de las arañas en el objetivo n.º 67. Una posible concordancia. Ahí. Esa cara. Kaden Lane con el hábito de monje, la cabeza afeitada y el rostro vendado. Y enfrente de él, el profesor Somdet Phra Ananda, amigo personal del rey de Tailandia.

Kim notificó el hallazgo a Nichols, que estaba en su camarote. Querría verlo con sus propios ojos.

Mientras esperaba a su jefe, Jane Kim revisó el resto de las arañas desplegadas por el objetivo n.º 67. Si Lane estaba allí, lo más probable era que Cataranes también estuviera. Actualizó las características del objetivo Cataranes para incluir la posibilidad de una cabeza afeitada, vendajes y hábito religioso, y modificó las instrucciones de todas las arañas para que se concentraran en la búsqueda del objetivo primario beta. Encontrar a Mirlo.

Cumplieron su misión dos horas y media después. Cataranes seguía viva.

Becker respondió la llamada a las 4.13 h de la madrugada del domingo, hora de Washington. Tarde del domingo en Tailandia. El Boca Ratón. Habían encontrado a Lane y a Cataranes. En un monasterio. Desguarnecido. Dentro de su radio de acción. Los datos iban desfilando por la pantalla de su tableta.

—Ultimen los preparativos de la misión —ordenó a Nichols.

—¿Tenemos luz verde para el lanzamiento?

—La tendrán dentro de cuatro horas.

Casa Blanca, despacho de la consejera de Seguridad Nacional.

—Esta operación acabó en un completo fiasco, ¿no es así? —preguntó la senadora Barbara Engels—. ¿Y ahora quiere prolongarla con una invasión armada? Es una locura.

Becker sintió el impulso de frotarse las sienes. La voz de la senadora le daba dolor de cabeza. Ya llevaban más de una hora reunidos, dando vueltas sin cesar a las mismas cuestiones.

—Gracias, Barbara —dijo la consejera de Seguridad Nacional Carolyn Price—. Comprendemos el punto de vista de la Comisión.

La senadora meneó la cabeza.

—No te lo tomes tan a la ligera. Si esto nos explota en la cara, mi comisión abrirá investigaciones. Investigaciones que se llevarán a cabo durante un año electoral. ¿Te lo tengo que explicar con un dibujo? Estáis metiéndoos en la boca del lobo.

El secretario de Estado asintió.

—Estoy de acuerdo con la senadora Engels. No podemos tensar más la cuerda con los tailandeses.

—Están protegiendo a un criminal —dijo el superior de Becker, el director de la ERD Joe Duran—. Un ser posiblemente poshumano que ha coaccionado y secuestrado a nuestros agentes, los ha utilizado para matar a nuestros hombres. Tenemos que actuar.

El jefe de Duran, el secretario de Seguridad Nacional Langston Hughes, asintió.

Pryce se volvió hacia el presidente del Estado Mayor Conjunto. Stanley McWilliams había permanecido en silencio la mayor parte de la reunión, estudiando los detalles del plan que Becker le había enviado a su tableta.

—Almirante McWilliams, ¿qué opina usted?

El almirante de cabello plateado levantó la cabeza y fijó la mirada en los ojos de Pryce.

—Este plan es una mierda.

A Becker le hirvió la sangre. Las personas sentadas alrededor de la mesa se pusieron rectas con un respingo por efecto de la sorpresa. Becker abrió la boca para replicar.

—Explíquese, almirante.

—En primer lugar, esos drones de reconocimiento no tendrían que haber despegado anoche. La cadena de mando existe por un motivo. —Miró de refilón a Becker y a Maximilian Barnes.

«He hecho un enemigo —se dijo Becker—. Le cabrea que hayamos pasado por encima de él.»

—En segundo lugar, la misión queda muy bonita en la tableta, pero ningún plan sobrevive al contacto con el enemigo. Todo tendría que salir a la perfección para que entráramos y saliéramos sin que nos detectasen. Puede ocurrir, pero es improbable. Si una sola cosa no sale según lo previsto, se nos descubrirá invadiendo un lugar desprotegido, civil y sagrado en un país teóricamente aliado. ¿Y todo eso por qué? —Deslizó la tableta por la mesa. El retrato de Kaden Lane ocupaba toda la pantalla—. Por una chorrada. No vale la pena.

Todo el mundo alzó la voz a la vez.

Pryce levantó una mano.

—Silencio.

El barulló cesó con la misma brusquedad con la que había empezado.

Pryce señaló a Becker.

—Es su plan, subdirector Becker. ¿Qué respuesta tiene a las objeciones del almirante?

Becker respiró hondo y trató de transmitir tranquilidad.

—El almirante McWilliams está en lo cierto cuando señala que algo podría no salir según lo previsto. Pero le garantizo, almirante, que abortaremos la misión al menor indicio de que pueda ser descubierta. Si bien los riesgos son reales, me gustaría poner de relieve el valor que tendría para la seguridad nacional que comprendiéramos las técnicas de coacción de los chinos, la importancia de mantener las mejoras de cuarta generación y el Nexus 5 fuera de las calles y mi obsesión personal de repatriar de una pieza a un agente leal. Creo que lo comprenderá.

—Me conmovería más si mostrara la mitad de esa obsesión en garantizar los derechos civiles de los ciudadanos normales —respondió McWilliams en un tono despectivo.

Becker echaba humo.

«Capullo.»

Las personas reunidas empezaron de nuevo a hablar a la vez, compitiendo por ver quién lo hacía más alto. El director de la CIA, Alan Keyes, lanzó los brazos al cielo, exasperado. La senadora Engels no dejaba de reír con satisfacción. Maximilian Barnes se limitaba a observar la escena hundido en su sillón, con el gesto impasible.

—¡Silencio! —Pryce pegó un manotazo en la mesa.

El jaleo cesó.

—Almirante McWilliams. Recuerde dónde está y resérvese sus opiniones personales.

Paseó lentamente la mirada por el resto de los participantes en la reunión, como retándoles a que se atrevieran a emitir un sonido. Nadie abrió la boca.

—El presidente ha convertido la eliminación de las amenazas transhumanas y poshumanas en una prioridad de su política de seguridad —dijo Pryce—. Nuestro deber es implementar esas políticas. Al mismo tiempo, no queremos que nos descubran llevando a cabo acciones militares sin autorización en territorio tailandés. Por lo tanto, voy a recomendar al presidente que sigamos adelante con esta operación, pero con unas condiciones muy concretas.

Alzó una mano de piel oscura que exhibía una elegante manicura, clavó la mirada en Becker y enumeró las condiciones acompañándose de los dedos.

—Primera. No se llevará a cabo ninguna acción contra Su-Yong Shu a menos que se pueda aportar alguna prueba concluyente de que ha actuado directamente contra las fuerzas de nuestro país o ha violado los Acuerdos de Copenhague. Todo lo que me han mostrado hasta ahora es circunstancial.

Becker asintió.

—Segunda. Solo se empleará equipo indetectable y se actuará de noche.

»Tercera. No habrá bajas civiles. Ni una. Cargarán las armas con munición no letal y solo, repito, solo recurrirán a la letal si no hay civiles alrededor y si es para responder a fuego letal de sus agentes desaparecidos o cualquier otro combatiente hostil.

»Y cuarta. No quiero ninguna, y cuando digo ninguna hablo literalmente, prueba de la participación de Estados Unidos. No quiero que esto se convierta en un conflicto internacional, ni tampoco se convertirá en un escándalo dentro de Estados Unidos en noviembre. Si aparece el más mínimo indicio de detección, se abortará la misión inmediatamente.

Becker volvió a asentir. Desconfiaba de su capacidad para hablar.

Pryce recorrió la sala con la mirada, mirándolos uno a uno a los ojos. Becker, subdirector de la ERD, Hughes, secretario de Seguridad Nacional, Duran, director de la ERD, Kayes, director de la CIA, McWilliams, presidente del Estado Mayor Conjunto, Abrams, secretario de Estado, Engels, presidenta de la Comisión senatorial, y Maximilian Barnes, consejero de Política Especial.

—¿A todo el mundo le ha quedado claro?

McWilliams resopló. Barnes estudió los rostros circundantes en silencio. Los demás respondieron afirmativamente.

—Perfecto. Informaré al presidente en menos de una hora. Almirante McWilliams, puede acompañarme si quiere y exponer sus objeciones. Les comunicaré la decisión del presidente inmediatamente. Buenos días, caballeros. Buenos días, senadora.

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