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CAPÍTULO 45
CUALQUIERA
La sinfonía de mentes llegó a su fin. Los pensamientos de la gran mente colectiva pasaron de gruesas trenzas a finos zarcillos que acabaron evaporándose y se disiparon en un glorioso suspiro de satisfacción. Todos abrieron los ojos y dirigieron una reverencia respetuosa al altar.
Ananda hizo un gesto a Kade para que se quedara mientras los monjes abandonaban en fila la sala de meditación.
—¿Cómo te sientes ahora?
Kade reflexionó sobre su estado, lo observó.
—Mejor. Más tranquilo. Cansado.
Ananda asintió.
—Bien. Solo es el principio, pero has empezado con buen pie. Te curarás.
—Gracias —dijo Kade.
Ananda asintió de nuevo.
—Su-Yong Shu nos visitará esta noche. Llegará pasada la medianoche.
Venía Shu. Tenía tantas preguntas para ella. ¿La ira también dirigía sus acciones? ¿Podía curarse? ¿Podía liberar el odio que la consumía?
—Me aseguraré de que te despierten cuando llegue —dijo Ananda.
Kade inclinó la cabeza en un gesto de agradecimiento.
—Y mañana os marchareis.
Kade asintió. Por ahora, su seguridad dependía de que no permanecieran en un lugar fijo. Echaría de menos este sitio. Había tantas cosas que quería saber.
—Las cosas que hacen aquí… Las cosas de las que habló en el congreso. ¿Cuál es su fin?
Ananda se sonrió.
—Ya has visto lo que hacemos aquí. Oíste mi ponencia. ¿Qué te parece que estamos haciendo?
—Está enseñando a los monjes a utilizar Nexus, a integrarlo de manera permanente.
—Así es.
—Está enseñándoles a meditar colectivamente, a sincronizar sus mentes.
—Estamos aprendiendo a hacerlo juntos.
—Habló de conjuntos de mentes —continuó Kade—. De trasladar el foco de las neurociencias de lo individual a lo colectivo.
—Así es.
—Están intentando materializarlo.
Ananda miró a Kade a los ojos. Los del monje eran oscuros y penetrantes.
—Así es.
—¿Y usted está al mando? —preguntó Kade.
Ananda esbozó media sonrisa.
—Hablaba en serio cuando dije que el budismo es democrático. Has formado parte de la mente colectiva. ¿Hay alguien al mando? ¿Una sola neurona manda sobre tu cerebro?
Kade asintió para sus adentros. Lo que había sentido era orgánico, emergente, autónomo, descentralizado. Cada uno de ellos era una porción de la mente que se formaba cuando meditaban juntos. Pero ¿hasta qué punto era ese el verdadero objetivo de Ananda?
—Sin embargo, usted está al mando.
Ananda lo miró sosegadamente.
—A los ojos de un extraño, quizá. Pero ¿aquí? Soy el mayor. El que posee más experiencia. Mis pensamientos tienen algún peso. Cuando nuestras mentes están desligadas, disfruto de cierta autoridad. Pero cuando se conectan… la mente colectiva me contiene. Solo soy una parte más. Las decisiones que toma son más sabias y justas que las que pueda tomar yo solo. La perspicacia que alcanza y las verdades que desentraña son más profundas que las que yo solo podría entrever. Respeto que sea así. Solo soy una porción. No soy su amo.
Kade asintió de nuevo para sus adentros.
—Entonces, los logros de su trabajo… ¿están reservados a los monjes? —preguntó Kade—. ¿A la meditación?
—A cualquiera que sepa manejarlo. Para utilizarlo como quiera.
—¿Cualquiera? —inquirió Kade.
Ananda lo miró, impasible.
—Cualquiera.
—Pero manejarlo requiere práctica —apuntó Kade—. Esfuerzo. Horas de meditación todos los días, durante meses… años.
—Así es.
—Por lo tanto nunca estará al alcance de la mayoría de las personas.
—Lo estará, pero les exigirá un esfuerzo.
Kade meneó la cabeza.
—Es decir, desde un punto de vista práctico, la mayoría de la gente no va a meditar durante horas todos los días.
Ananda asintió lentamente.
—Es cierto. La mayoría no estará dispuesta a hacer el esfuerzo.
—¿Y si existiera un atajo?
—¿Un atajo como el que has tomado tú? —preguntó Ananda.
Kade asintió.
—Más o menos.
Ananda lo miró fijamente mientras reflexionaba.
—¿Cuánto tiempo tardaste en aprender a leer?
La pregunta sorprendió a Kade.
—Un año o dos, supongo.
—¿Y en hablar?
—¿Dos años quizá? —sugirió Kade.
—Imagina un mundo en el que se tardara casi una vida entera en aprender a hablar, a leer o a escribir, en el que muchas personas ni siquiera llegaran a lograrlo.
Kade cerró los ojos e intentó imaginarlo.
—Imagina que pudieras enseñar a la gente una manera de conseguirlo más rápida —continuó Ananda—. Y que en un año o dos aprendiera gracias a ti las bases del lenguaje, de la escritura.
Kade lo imaginó.
—¿Les ayudarías? —inquirió Ananda.
—Sí —respondió Kade.
—¿Aunque tuvieras la certeza de que en ocasiones se utilizaría el lenguaje para blasfemar e insultar?
—Sí.
—¿Aunque algunos idiotas podrían leer textos escritos por otros más idiotas aún, seguir sus instrucciones y utilizar la violencia contra ellos mismos u otras personas?
—Sí —contestó Kade.
—¿Aunque la escritura podría utilizarse para describir armas con el fin de matar a otras personas? —preguntó Ananda.
—Sí —dijo Kade.
—¿Aunque fascistas carismáticos podrían utilizar el poder del lenguaje para agitar al pueblo, para incitarlo a la violencia, para alimentar el odio, para provocar guerras?
Kade tragó saliva.
—Sí.
—¿Por qué? —inquirió Ananda.
—Porque creo que la gente lo emplearía para hacer más cosas buenas que malas.
—¿Solo por eso?
—Y porque creo que simplemente es algo bueno. Es bueno que la gente tenga la capacidad de comunicarse de una manera más sencilla. Es bueno que la gente sea más inteligente, que esté más conectada, que tenga acceso a la riqueza de los pensamientos del resto de las personas.
—Ahí tienes mi respuesta.
El anciano monje se levantó con agilidad y abandonó en silencio el gran salón.
Kade continuó sentado en soledad varios minutos más, sin poder desviar la atención del peso del medallón prendido a la cadena que le rodeaba el cuello. Al cabo se levantó, lleno de dolores, abandonó el salón caminando lentamente, apoyándose en las muleteas, y fue a ver si había sobrado algo de la cena.