Nano

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Hospital Boulder Memorial, Aurora, Colorado

Martes, 23 de abril de 2013, 14.05 h

Pia regresó a Urgencias con un montón de preguntas en la cabeza, la mayoría de ellas sobre Mariel Spallek. Su jefa no era una persona que se esforzara por caer bien, una característica que Pia, por lo general, apreciaba, ya que la consideraba un rasgo de sinceridad. Era una mujer autoritaria, estaba claro, pero sabía lo que hacía y era una superior competente, constructiva y exigente. También era propensa a los cambios de humor, como los de aquella mañana, pero a Pia le daba igual, porque no le interesaban las relaciones sociales. Había llegado a saber qué debía esperarse de Mariel, al menos hasta que aquella mañana la había llamado para pedirle ayuda con el corredor desmayado.

Nunca habría podido imaginarse que su jefa se presentaría con cuatro guardias armados para llevarse a un paciente al que no habían dado el alta, sin diagnosticar y sin el más mínimo indicio de explicación para su posible parada cardiorrespiratoria.

Volvió a entrar en Urgencias ligeramente aturdida y vio que la zona estaba recobrando la normalidad. Todavía había unos cuantos corros de gente que comentaban lo sucedido. El policía que había ido con la ambulancia a recoger al corredor seguía allí, enfrascado en una conversación con varios miembros del personal de seguridad del hospital. Pia no pudo evitar preguntarse dónde se habría metido cuando los guardias de Nano llegaron e irrumpieron en Urgencias. Varios de los miembros de la administración del centro seguían rondando por allí, pero no quedaba ni rastro de Noakes. Al parecer opinaba que el dinero de Mariel resolvía la situación: el hospital había examinado al paciente y ella había pagado la cuenta.

Encontró su móvil en una mesita de la habitación donde habían metido al corredor. Tenía pensado llamar a un taxi para que la llevara de vuelta a Nano. En la funda del iPhone guardaba un billete de veinte dólares para casos de emergencia.

Mientras regresaba hacia el mostrador de admisiones para preguntar dónde podía encontrar un taxi, se dio cuenta de que estaba más alterada de lo que había creído en un principio. Se ponía nerviosa siempre que veía un arma. Últimamente era habitual ver a vigilantes de seguridad con pistolas e incluso con fusiles de asalto, sobre todo en los aeropuertos, pero el recuerdo de ver una bala entrando a quemarropa en la cabeza de Will McKinley seguía fresco en su memoria, y además a ella también la habían secuestrado unos hombres armados. Había podido contemplar con sus propios ojos lo que una bala podía hacerle a una persona de carne y hueso.

Cuando estaba a punto de llegar a la ventanilla, oyó que la llamaban por su nombre. Era Paul Caldwell.

—Aún estás aquí. Creía que te habías marchado con el resto de las tropas de Nano.

—Es que me había olvidado el móvil —repuso Pia al tiempo que se lo mostraba.

—¿Te encuentras bien? Ha sido una experiencia complicada.

—Sí, estoy bien. Pero, como bien dice, ha sido extraño.

—¿Qué tal si nos tomamos un café en el bar del hospital? —propuso Paul—. Ahora que el servicio de Urgencias ha recuperado la normalidad, el resto del personal puede hacerse cargo de todo. Me gustaría que me hablaras de Nano. Debe de ser un lugar muy emocionante si ocurren cosas así todos los días.

—La verdad es que no es así —contestó Pia con seriedad—. Al menos no en el departamento donde trabajo. Nos dedicamos a la investigación y en los casi dos años que llevo allí no ha sucedido nada digno de mención.

Mientras hablaba, la joven se dio cuenta de que en Nano podrían estar ocurriendo muchas cosas sin que ella se enterase, dados el tamaño de las instalaciones y la cantidad de personal que trabajaba en ellas.

—Estaba bromeando —rio Paul—, pero lo del café iba en serio. ¿Qué me dices? Me gustaría que me contases por qué decidiste mudarte a Boulder en lugar de hacer la residencia.

Una luz roja se encendió en el cerebro de Pia. A pesar de que estaba hambrienta, pues no había comido nada tras su interrumpida sesión de ejercicio, no pudo evitar sospechar de los motivos de Paul. Era un hombre, un hombre apuesto, pero ella ya había tenido hombres más que suficientes en el programa de acogida. Tal vez su curiosidad por el estado del corredor chino fuera más fuerte que su apetito. Quería conocer la opinión de Paul en cuanto a su diagnóstico. Y tampoco le apetecía especialmente volver a Nano y tener que enfrentarse a Mariel. Así pues decidió hacer caso omiso de la luz roja, al menos por el momento.

—¿Qué me dices? —repitió Paul, que notó que Pia estaba muy lejos de allí.

—Sí, estupendo —contestó—. ¿Tendrán algo de comer, aparte de café?

—Desde luego, pero si tienes hambre te sugiero la cafetería. Allí la oferta es mucho más variada.

Le hizo un gesto para que lo siguiera y ambos se encaminaron a la cafetería del hospital, que todavía estaba llena de gente almorzando.

Paul pasó una bandeja por el mostrador de autoservicio, y Pia cogió distraídamente un sándwich de ensalada de huevo y una botella de agua. No era exigente con la comida. Intentó pagar, pero Paul no se lo permitió y le dijo que su dinero no valía en su hospital. Luego fueron a sentarse a una mesa situada al fondo de la sala.

—Bueno, ¿por dónde empezamos? —preguntó Paul tras tomar un sorbo de café. Era lo único que había pedido.

—¿A qué se refiere? —preguntó Pia mientras quitaba el envoltorio de plástico al sándwich y abría la botella.

—Puedes tutearme. En fin, ha sido bastante tenso. Está claro que conocías a la mujer que se ha presentado con esos guardias. ¿Qué es exactamente eso de Nano? Nunca había oído hablar de ese sitio.

Pia le explicó en qué consistía su trabajo y qué se hacía en Nano. Paul solía pasear en bicicleta por el mismo camino de montaña que ella utilizaba para correr, pero no tenía la menor idea de lo que ocurría en el interior del vasto complejo. A medida que Pia iba hablando, el médico empezó a sospechar que ella tampoco.

—¿Tu especialidad es la salmonela?

—Trabajé mucho con ella —contestó Pia—. De hecho, esa fue la razón por la que me invitaron a venir aquí, para que intente solucionar un problema que la salmonela y otras bacterias flageladas causan en un nuevo procedimiento para combatir la sepsis mediante nanotecnología.

Pia se interrumpió de repente al recordar lo que Mariel le había dicho acerca de la importancia del secreto profesional. Pero Paul era médico de urgencias, ¿qué interés podría tener en la nanotecnología aparte de la mera curiosidad profesional?

—Sigue —insistió Paul.

Mientras la escuchaba, se reafirmó en su opinión de que era innegablemente hermosa, de facciones exóticas y piel delicada. Además sabía que tenía un cuerpo escultural, pues la había visto con ropa de lycra antes de que se pusiera la bata que todavía llevaba. Y era una investigadora médica que trabajaba con tecnologías de vanguardia de las que él apenas sabía nada. Se sentía cautivado. Pero notaba que Pia se mantenía distante y no se sentía del todo cómoda charlando con él. Se preguntó por qué. Quería hablar con ella de muchas cosas, pero refrenó su lado efusivo y charlatán y se concentró en la medicina. No tuvo que fingir. Aquel tema también le fascinaba.

—Dime, ¿estás aprovechando las ventajas del magnífico entorno que ofrece Colorado? —preguntó cuando se produjo una pausa en la conversación—. Eso fue lo que me hizo venir hasta aquí.

—Sí —repuso Pia—. Salgo a correr, sobre todo, pero también hago algo de ciclismo.

—¿No esquías?

—Solo un poco. Al menos lo he intentado. Más bien es una meta que me he propuesto. ¿Y tú?

—Yo esquío, hago bici de montaña, corro e incluso practico la escalada. Nunca tengo bastante. Es una de las principales razones de que sea médico de urgencias. Cuando libro, desaparezco y salgo a hacer deporte. Quizá podríamos quedar algún día para correr o algo así. Debo confesar que me gustas.

—Estaría bien —repuso Pia sin comprometerse a nada.

Se acordó de la luz roja y empezó a preguntarse si aceptar la invitación de Paul habría sido buena idea.

La reacción de Pia a su inocente sugerencia de hacer algo juntos no resultaba muy esperanzadora, de modo que Paul condujo rápidamente la conversación hacia la experiencia que acababan de compartir.

—El corredor al que has acompañado… Dices que cuando lo encontraste estaba inconsciente. ¿Cuánto tiempo crees que llevaba sin respiración?

—No tengo forma de saberlo —contestó Pia—. Lo único que sé es que no respiraba cuando lo examiné, y que no pude encontrarle el pulso hasta después de practicarle la reanimación cardiopulmonar.

—Sin embargo, el examen neurológico me pareció normal, igual que el electro —comentó Paul—. Resulta, como poco, muy curioso.

—Se recuperó como si hubiera estado dormido. No sé ni una palabra de chino, pero no me pareció que arrastrara las palabras cuando se despertó. Y sus funciones motoras estaban en perfectas condiciones, porque lo primero que hizo fue intentar levantarse.

—Si tuvieras que conjeturar cuánto tiempo había estado sin respiración, ¿qué dirías?

—Lo vi tendido en el suelo desde una distancia considerable y me di cuenta de que no se había movido. Tuvieron que ser al menos unos quince o veinte minutos. Sé que parece imposible.

—Sería muy interesante poder hacerle un seguimiento. Dado que está relacionado con Nano de algún modo, ¿crees que podrías preguntar por él? ¿Crees que trabaja allí?

—No tengo la menor idea. No me ha parecido que tuviera aspecto de científico. Pero mi jefa ha dicho que era un representante del gobierno chino, aunque a saber lo que significa eso.

—¿Esa mujer es tu jefa?

—Eso me temo —reconoció Pia—. Es mi superior directo. Tengo que trabajar con ella todos los días.

—Mis condolencias —dijo Paul.

—En realidad no es tan mala. Desde el punto de vista profesional es muy competente. Está titulada en biología molecular y supervisa casi toda la bioinvestigación de Nano. Me resulta de gran ayuda.

—Pues yo me alegro de no tenerla como jefa —aseguró Paul esbozando una exagerada mueca de disgusto—. Se comporta como una arpía, y ese peinado…

Pia no pudo evitar pensar en el adjetivo que Paul había elegido para describir a Mariel. Aunque era preciso, le parecía que, de algún modo, estaba fuera de lugar.

—Si puedes averiguar algo acerca de nuestro hombre, te agradecería que me lo comunicaras —repitió Paul.

Pia se acabó el sándwich y él se dio cuenta de que estaba nuevamente sumida en sus pensamientos.

—Deja que te lleve de vuelta al trabajo —le propuso Paul—. Es lo menos que puedo hacer después de todo lo que me has ayudado.

—No te molestes, de verdad —contestó Pia—. Cogeré un taxi.

—No, insisto. Somos varios los médicos que llevamos el servicio de Urgencias. Le he pedido a uno de mis compañeros que venga antes. Mi turno acaba a las tres, en cualquier caso, pero iba a subir a ver a Noakes, el presidente, para decirle lo que pienso de su patética actuación de hoy. Su modo de manejar la situación ha sido inapropiado, por decirlo con delicadeza.

—No creo que sea una buena idea —contestó Pia.

—No, no lo es, así que me estarías haciendo un favor salvándome de mi propia estupidez.

Le pasó una tarjeta de visita por encima de la mesa y añadió:

—Me gustaría que nos mantuviéramos en contacto por si averiguas algo más sobre el corredor chino. Yo te avisaré si el asunto tiene repercusiones en el hospital. No llevarás una tarjeta encima por casualidad, ¿verdad? Supongo que no, porque habías salido a correr. Dame tu número de móvil y lo guardaré directamente en el mío.

Pia recogió la tarjeta y se levantó.

—No te preocupes, Paul. Sé cómo ponerme en contacto contigo.

El doctor acusó el golpe. Se daba cuenta de que ella pensaba que estaba insistiendo demasiado, y era cierto, aunque no por las razones que quizá la joven se estuviese imaginando. Le gustaba la tranquilidad distante de Pia e intuía que tenían muchos intereses comunes, cosa que no podía decir de mucha gente. Y era tan condenadamente guapa… Por lo menos había cogido su tarjeta.

—Entonces ¿vas a evitar que me ponga en ridículo, que me despidan, incluso? Tengo el coche a la entrada de Urgencias. Unas de las ventajas de mi trabajo es que dispongo de plaza de aparcamiento propia.

Pia lo miró y sopesó la situación. Uno de los factores a tener en cuenta era que no sabía si un billete de veinte sería suficiente para pagar el taxi hasta Nano. Y, aunque Paul tenía una actitud agresiva socialmente hablando, había algo en él que le decía que aquello no era el típico intento de acercamiento sexual masculino.

—De acuerdo —contestó de repente—, acepto que me lleves, pero solo para salvarte de ti mismo. —Sonrió—. Pero deja que te cuente un secretillo: soy cinturón negro de taekwondo. —Su sonrisa se convirtió en una carcajada.

—¿Bromeas?

—En absoluto. Lo aprendí en el colegio, a partir de los catorce años.

Lo que no le explicó fue que aquel colegio era básicamente un reformatorio y que había utilizado las artes marciales para protegerse.

En el rostro de Paul se dibujó una amplia sonrisa. Para él aquella mujer era cada vez más interesante.

—¡Fabuloso! —exclamó con total sinceridad.

Caminaron en silencio hasta el aparcamiento donde esperaba el Subaru de Paul, pertrechado con un portaesquís y una baca para bicicletas que sujetaba una Trek Madone azul oscura. En el maletero había varios rollos de cuerda de escalar. Mientras abría la puerta, Paul miró a su acompañante desde el otro lado del vehículo.

—Pia, no vas a necesitar el taekwondo cuando estés conmigo —dijo.

—Lo sé —repuso ella—. Por eso te lo he dicho. Si hubiera pensado que iba a necesitarlo, me habría callado.

Subieron al vehículo, que estaba tan limpio y pulcro como su propietario. El médico puso el motor en marcha y miró a Pia.

—Si te he pedido el número de teléfono es porque me gustaría llamarte, y no solo para hablar del corredor. Quizá podríamos salir a tomar algo y charlar de medicina o de cualquier otra cosa que te interese.

—Es una posibilidad —contestó ella.

No estaba acostumbrada a que la gente fuera tan apabullantemente sincera. Se sentía a salvo con Paul. Por lo general se daba cuenta de cuándo a un hombre le resultaba atractiva porque solían desnudarla con la mirada. Sin embargo, allí tenía uno que solo le decía que le gustaba. Era un cambio agradable.

Salieron del aparcamiento del hospital y ella le indicó el camino hasta Nano. Cuando llegaron a la verja, Pia mostró su identificación a los guardias de seguridad y les explicó que Paul solo iba a acercarla a su departamento. Cuando este detuvo el vehículo ante el edificio principal, se quedó claramente impresionado.

—Este sitio es enorme, y el paisaje es para morirse. Debo reconocer que el conjunto intimida.

—Sí, así es —repuso Pia, que tras el incidente con el corredor chino veía Nano desde otra perspectiva. Aquella sensación no acababa de gustarle. Se apeó del coche, y Paul la imitó.

—Bueno, llámame un día de estos —le dijo él apoyado sobre el techo del coche—, pero nada de presiones, recuerda.

—Tengo tu tarjeta —contestó ella. Entonces recordó que seguía llevando la bata blanca del hospital, así que se la quitó, la dobló y se la entregó a Paul—. Toma, esto es tuyo —añadió.

—No exactamente. Más bien diría que pertenece al señor Noakes, en cuyo caso puedes quedártela. En serio, guárdala como recuerdo de tu visita al Boulder Memorial.

—Tengo muchas batas de laboratorio. No la necesito para nada. Va a desperdiciarse.

Pia siguió tendiéndole la bata, pero él se negó a cogerla. Se limitó a sonreír y levantar los brazos en gesto de rendición.

Al final Pia cedió, desdobló la bata y volvió a ponérsela. Mientras lo hacía, algo cayó sobre el asfalto del aparcamiento. Era la primera muestra de sangre que le había sacado al corredor. Se había olvidado por completo de que se la había guardado en el bolsillo. El tubo rebotó sobre el tapón de goma. Obedeciendo un acto reflejo, Pia lo cazó al vuelo antes de que pudiera rebotar de nuevo y romperse. Lo alzó y tanto ella como Paul pudieron comprobar que estaba intacto. Él se acercó rodeando el coche y ella se lo entregó.

—¡Qué lista! —exclamó—. No sabía que te habías quedado con una de las muestras.

—No me la he quedado. Es decir, no lo he hecho a propósito. Me la guardé en el bolsillo para que no me estorbara mientras sacaba las otras dos muestras.

—Pues es estupendo disponer de esta, porque las otras nos las han confiscado. Si no te importa, me la quedaré. Será interesante comprobar si es normal, aunque sospecho que así será, ya que el comportamiento del hombre lo era.

—Adelante —contestó Pia. Había pensado en analizar la sangre ella misma, pero cabía la posibilidad de que se la confiscaran al entrar en Nano, así que decidió que la muestra estaría más segura en manos de Paul—. Solo te pido que no la utilices toda —agregó—. Me gustaría echarle un vistazo.

—De acuerdo.

—¿Quieres mi número de móvil?

—Por supuesto —contestó Paul, que sacó inmediatamente el suyo para introducir el teléfono de Pia en su lista de contactos.

Pia seguía conservando su número de Nueva York. Paul lo anotó y a continuación se guardó la muestra en su propia bata. Luego se despidió de Pia con un gesto cohibido y una sonrisa amable, subió al coche y salió del aparcamiento.

Cuando se detuvo en la verja para que lo dejaran salir, miró brevemente por el retrovisor y vio que Pia seguía donde la había dejado. Una vez que levantaron la barrera, el médico aceleró para regresar a Boulder.

Unos minutos más tarde se sorprendió a sí mismo silbando. Estaba contento a pesar de su enfado con Noakes por el incidente del corredor chino. En aquellos momentos no mantenía ninguna relación seria a causa de una reciente ruptura, así que pensó que conocer a Pia era exactamente lo que necesitaba para apartar los pensamientos negativos de su mente. Tenía muchas ganas de conocerla mejor. Era la mujer más interesante e inteligente que había conocido en mucho tiempo. También estaba impaciente por ver qué mostraba el análisis de la sangre del corredor, si es que revelaba algo.

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