Mort

Mort


Mort

Página 10 de 15

—Joven, joven —se apresuró a interrumpirlo el Canciller—, sabía que se podía contar contigo. Muchos cohetes, ¿entendido?, y para el broche final, debería haber algo sobrecogedor como un retrato de…, de…

Los ojos se le tornaron vidriosos de un modo que a Buencorte le resultaba ya deprimentemente familiar.

—De la princesa Keli —dijo, agobiado.

—Ah. Sí. De ella —dijo el Canciller—. Un retrato de…, de quien has dicho tú…, hecho con fuegos artificiales. Claro que para vosotros, los hechiceros, esto es cosa de coser y cantar, pero al pueblo le gusta. Yo siempre digo que no hay como una buena comilona, unas buenas explosiones de petardos y demás, y unos cuantos saludos desde el balcón para mantener en forma los músculos de la lealtad. Encárgate de todo. Cohetes. Con runas.

Una hora antes, Buencorte había hojeado el índice del Grimorio de la Diversión Monstruosa, había reunido cuidadosamente un cierto número de ingredientes caseros y había acercado a ellos una cerilla encendida.

Mira que son curiosas las cejas, pensó. Nunca reparas en ellas hasta que te faltan.

Con los ojos enrojecidos y oliendo ligeramente a humo, Buencorte avanzó sin prisa hacia los aposentos reales y fue dejando atrás grupos de doncellas ocupadas en lo que fuera que las doncellas se ocuparan, para lo cual, al parecer, siempre hacían falta al menos tres. Cuando se cruzaban con Buencorte, se quedaban calladas, apuraban el paso, agachaban la cabeza y después soltaban risitas ahogadas por el pasillo. Aquello fastidiaba a Buencorte. No por motivos personales, se apresuró a aclarar para sus adentros, sino porque los hechiceros se merecían más respeto. Además, algunas doncellas lo miraban de un modo que le inspiraban unos pensamientos claramente antihechiceriles.

No cabe duda, pensó, de que el camino de la ilustración es como medio kilómetro recubierto de vidrios rotos.

Llamó a la puerta de las estancias de Keli. Le abrió una doncella.

—¿Está tu ama? —le preguntó con toda la arrogancia de que fue capaz.

La doncella se llevó la mano a la boca. Sus hombros se estremecieron y le brillaban los ojos. De entre sus dedos salió un sonido parecido al que produce el vapor al escapar de un recipiente.

No puedo evitarlo, pensó Buencorte, fíjate tú el asombroso efecto que tengo sobre las mujeres.

—¿Es un hombre? —inquirió desde dentro la voz de Keli.

Los ojos de la doncella se tornaron vidriosos e inclinó la cabeza, como si no estuviera segura de haber oído bien.

—Soy yo, Buencorte —anunció Buencorte.

—Ah, está bien, entonces. Puedes pasar.

Buencorte empujó a la muchacha e intentó hacer caso omiso de la risita ahogada que soltó la doncella al salir corriendo de la habitación. Estaba claro que todo el mundo sabía que los hechiceros no necesitaban una dama de compañía. Pero fue el tono con que la princesa había pronunciado su «Ah, está bien, entonces» lo que le revolvía las tripas.

Keli estaba sentada delante de su tocador, cepillándose el pelo. Son escasos los hombres de este mundo que llegan a averiguar lo que una princesa lleva debajo de sus vestidos, y Buencorte se unió a ellos con suprema renuencia pero notable autocontrol. Sólo lo traicionó el bambolearse frenético de la nuez de Adán. No cabía duda, transcurrirían días sin que pudiera practicar magia alguna.

Ella se volvió y hasta él llegó un olorcillo a polvos de talco. Maldición, serían semanas, semanas.

—Pareces un poco acalorado, Buencorte. ¿Te ocurre algo?

—Noogh.

—¿Cómo?

El hechicero se sacudió todo. Concéntrate en el cepillo para el pelo, hombre, el cepillo para el pelo.

—No fue más que un experimento mágico, majestad. Unas quemaduras superficiales.

—¿Sigue avanzando esa cosa?

—Me temo que sí.

Keli volvió a mirarse al espejo. Tenía el rostro crispado.

—¿Tenemos tiempo?

Era justo lo que él temía. Había hecho todo lo que había podido. Habían sacado de la borrachera al Astrólogo Real el tiempo justo como para que insistiese en que el día siguiente era el único posible para celebrar la ceremonia, de modo que Buencorte había dispuesto que empezase un segundo después de la medianoche. Había reducido despiadadamente la duración de la fanfarria real de trompetas. Había cronometrado la invocación del Sumo Sacerdote a los dioses y la había recortado a fondo; menuda se iba a armar cuando los dioses se enteraran. La ceremonia del ungimiento con los óleos sagrados había quedado reducida a un ligero toque detrás de las orejas. Los monopatines eran un invento desconocido en el Disco, de lo contrario, el recorrido de Keli por el pasillo habría sido inconstitucionalmente veloz.

Y aun así, no bastaba. Procuró darse ánimos.

—Posiblemente no —repuso—. Vamos muy, pero que muy justos.

Por el espejo vio que le echaba una mirada colérica.

—¿Cómo de justos?

—Hum. Mucho.

—¿Intentas decirme que esa cosa podría alcanzarnos en el mismo instante de la ceremonia?

—Hum. Más bien diría que antes —replicó Buencorte con tono lleno de desdicha.

El único ruido perceptible era el tamborilear de los dedos de Keli sobre el borde la mesa. Buencorte se preguntó si la muchacha se vendría abajo o si rompería el espejo. Pero no hizo nada de esto, sino que inquirió:

—¿Y cómo lo sabes?

¿Lograría salir del atolladero respondiendo algo así como «Porque soy hechicero, y los hechiceros sabemos de estas cosas»? Decidió que no. La última vez que había utilizado un argumento similar, la princesa había amenazado con cortarle la cabeza.

—He preguntado a los guardias por la posada de la que Mort habló —dijo—. Y luego calculé la distancia aproximada que debía recorrer. Mort dijo que avanzaba a paso lento de hombre; calculo que su paso cubre unos…

—¿Así de simple? ¿No utilizaste la magia?

—Sólo el sentido común. A la larga, es mucho más fiable.

Keli tendió el brazo y le palmeó la mano.

—Mi viejo Buencorte —dijo.

—Majestad, que sólo tengo veinte años.

La princesa se puso en pie y se dirigió a su vestidor. Una de las cosas que se aprenden cuando se es princesa es ser siempre mayor que la gente de rango inferior.

—Sí, supongo que ha de haber hechiceros jóvenes —dijo por encima del hombro—. Pero es que la gente siempre piensa en ellos como viejos. ¿Por qué será?

—Gajes del oficio, majestad —repuso Buencorte poniendo los ojos en blanco.

Le llegaba el crujir de la seda.

—¿Cómo fue que decidiste convertirte en hechicero?

Su voz sonó amortiguada, como si tuviera la cabeza cubierta.

—Es un oficio que se hace bajo techo y no hace falta levantar pesos —respondió Buencorte—. Además, supongo que quería aprender cómo funciona el mundo.

—¿Y lo has logrado?

—No. —A Buencorte se le daba mal hablar de cosas baladíes, de lo contrario, jamás habría permitido que su mente divagara tanto como para hacerle preguntar—: ¿Y cómo fue que decidiste convertirte en princesa?

Tras un reflexivo silencio, ella repuso:

—Lo decidieron por mí.

—Lo siento, yo…

—Esto de la realeza es una tradición familiar. Supongo que con la magia ocurre igual; sin duda, tu padre era hechicero.

Buencorte rechinó los dientes y replicó:

—Hum, no, la verdad que no. Absolutamente no, para ser más preciso.

Sabía lo que iba a preguntarle después, y ahí llegó, fiable como un ocaso, con una voz fascinada teñida de diversión.

—¿Ah, no? ¿Es verdad que a los hechiceros no se les permite…?

—Bueno, si no hay nada más, creo que debo marcharme —dijo Buencorte en voz alta—. Si alguien preguntara por mí, que siga el rastro de explosiones. Yo… ¡gnnh!

Keli había salido del vestidor.

La ropa de mujer no era un tema que preocupara demasiado a Buencorte… De hecho, en general, cuando pensaba en mujeres, sus imágenes mentales rara vez incluían ropa, pero la visión que tenía ante sí lo dejó sin aliento. Quienquiera que hubiese diseñado el vestido no había sabido cuándo parar. Había puesto encaje encima de la seda, lo había adornado con pieles negras y recubierto con perlas en todos los sitios que parecían descubiertos; le había inflado y almidonado las mangas y luego le había añadido filigrana de plata, y después vuelta a empezar con la seda.

En realidad, resultaba asombroso lo que se podía llegar a hacer con unos cuantos kilos de metal pesado, unos cuantos moluscos irritados, unos pocos roedores muertos y un montón de hilo tejido por el trasero de unos insectos. Al vestido no lo llevaban puesto, sino que lo ocupaban; si los volantes exteriores no iban aguantados sobre ruedas, entonces Keli era más fuerte de lo que él hubiera imaginado jamás.

—¿Qué te parece? —inquirió ella girándose despacio—. Este vestido se lo han puesto mi madre, mi abuela y mi bisabuela.

—¿Qué, todas juntas? —preguntó Buencorte dispuesto a creérselo.

¿Cómo diablos puede meterse en eso?, se preguntó. Tiene que llevar una puerta en la parte de atrás…

—Es una reliquia de la familia. Lleva diamantes genuinos en el corpiño.

—¿Qué parte es el corpiño?

—Esta.

Buencorte se estremeció.

—Es muy impresionante —dijo cuando logró reunir la suficiente confianza en sí mismo como para hacerlo—. Pero, ¿no te parece quizá un poquitín maduro?

—Es regio.

—Sí, pero, ¿no te impedirá tal vez moverte deprisa?

—No tengo intención de correr. Ha de haber dignidad.

Una vez más, al apretar la mandíbula, quedó esbozada toda la línea de sus ascendentes hasta su antepasado conquistador, que siempre prefería moverse muy deprisa y que de dignidad sabía la que le cabía en la punta de su afilada lanza.

Buencorte hizo un amplio ademán.

—Está bien. De acuerdo. Todos hacemos lo que podemos. Espero que a Mort se le haya ocurrido alguna idea.

—Resulta difícil confiar en un fantasma —dijo Keli—. ¡Atraviesa paredes!

—He estado meditando al respecto. Es un enigma, ¿verdad? Atraviesa cosas sólo cuando no sabe que lo está haciendo. Creo que debe de ser una enfermedad industrial.

—¿Qué?

—Anoche estaba casi seguro. Se está volviendo real.

—¡Pero si todos somos reales! Al menos tú lo eres, y supongo que yo también.

—Pero él se está volviendo más real. Sumamente real. Casi tan real como la Muerte, y alcanzado ese nivel, no se puede ser más real. Es imposible.

—¿Estás segura? —preguntó Albert con suspicacia.

—Claro que sí —respondió Ysabell—. Descífralos tú, si quieres.

Albert volvió a mirar el enorme libro; su rostro era el retrato de la incertidumbre.

—Bueno, puede que estén casi bien —admitió con poco estilo y copió los dos nombres en un trozo de papel—. De todos modos, hay una forma de averiguarlo.

Abrió el cajón superior del escritorio de la Muerte y sacó un enorme llavero de hierro. De él pendía una sola llave.

—¿Y AHORA QUÉ VIENE? —inquirió Mort.

—Tenemos que buscar los biómetros —respondió Albert—. Debes venir conmigo.

—¡Mort! —siseó Ysabell.

—¿Qué?

—Lo que acabas de decir… —Guardó silencio un instante y luego añadió—: No, nada. Es que me sonó… no sé… extraño.

—Sólo he preguntado que qué viene ahora.

—Sí, pero… olvídalo.

Albert pasó al lado de ellos rozándolos y salió furtivamente al pasillo como una araña con dos patas, hasta que llegó a la puerta que siempre permanecía cerrada. La llave encajaba a la perfección. La puerta se abrió. Las bisagras no soltaron un solo chirrido, sólo un silbido de profundo silencio.

Y el rugido de la arena.

Mort e Ysabell se quedaron traspuestos en el umbral, mientras Albert recorría con paso sonoro los pasillos de cristal. El sonido no entraba en el cuerpo a través de las orejas, sino que subía por las piernas, llegaba al cráneo y llenaba el cerebro hasta que éste no podía pensar en otra cosa que el ruido siseante y gris, el sonido producido por millones de vidas mientras vivían. Y se precipitaban hacia su inevitable destino.

Se quedaron mirando las interminables filas de biómetros, todos diferentes, todos con un nombre. La luz de las antorchas alineadas en las paredes se reflejaba en ellos arrancándoles destellos, de modo que en cada cristal brillaba una estrella. Las paredes más alejadas de la habitación parecían perdidas en la galaxia de luz.

Mort notó que Ysabell le clavaba los dedos con fuerza en el brazo. Cuando habló, lo hizo con la voz forzada.

—Mort, algunos son tan pequeños…

—YA LO SÉ.

Aflojó la presión, con suavidad, como quien se dispone a colocar el último as en una casita de naipes y aparta la mano delicadamente para no provocar el derrumbe de todo el edificio.

—Repite eso, por favor —le pidió en voz baja.

—He dicho que ya lo sé. Y no hay nada que yo pueda hacer. ¿Nunca habías estado aquí?

—No.

La muchacha se había apartado ligeramente y lo miraba fijamente a los ojos.

—No es peor que la biblioteca —dijo Mort, convencido casi—. Pero en la biblioteca sólo se puede leer lo que pasa; aquí ves cómo ocurre.

Hizo una pausa y luego le preguntó:

—¿Por qué me miras así?

—Trataba de acordarme de qué color tienes los ojos —repuso la muchacha—, porque…

—¡Eh, si ya os habéis hartado de vuestra mutua compañía —gritó Albert por encima del rugido de la arena—, venid por aquí!

—Pardos —le dijo Mort a Ysabell—. Son pardos. ¿Por qué?

—¡Daos prisa!

—Será mejor que vayas a ayudarle —le sugirió Ysabell—. Creo que empieza a sentirse muy molesto.

Mort la dejó; su mente era una repentina ciénaga de incomodidad; avanzó a grandes zancadas por el suelo de baldosas hasta donde se encontraba Albert dando pataditas impacientes con un pie.

—¿Qué debo hacer? —preguntó.

—Seguirme.

La habitación se dividía en una serie de pasillos, cada uno tapizado de relojes de arena. Aquí y allá, los estantes aparecían separados por columnas de piedra sobre las que se veían unas inscripciones angulares. Albert les echaba una mirada de vez en cuando, pero en general avanzaba por el laberinto de arena como si se conociera de memoria cada recoveco.

—Albert, ¿cada cual tiene su reloj?

—Sí.

—No parece haber aquí espacio suficiente.

—¿Sabes algo sobre topografía m-dimensional?

—Pues, no.

—Entonces, si yo fuera tú, no aspiraría a tener opinión alguna —dijo Albert.

Se detuvo delante de un estante de relojes, volvió a echar un vistazo al papel, pasó la mano por la fila y, de pronto, sacó un reloj. La ampolla superior estaba casi vacía.

—Aguanta esto —le pidió—. Si todo es correcto, entonces el otro debería andar por aquí cerca. Ah. Ya lo tengo.

Mort giró los dos relojes para verlos. Uno de ellos tenía todas las marcas de una vida importante, mientras que el otro era rechoncho y sin gracia.

Mort leyó los nombres. El primero parecía referirse a un noble de las regiones del Imperio Ágata. El segundo era una colección de pictogramas que le parecían originarios de Klatch Dextro.

—Andando —le ordenó Albert, burlón—. Cuanto antes te pongas en camino, antes acabarás. Te llevaré a Binky a la puerta principal.

—Oye, ¿a ti te parecen normales mis ojos? —le preguntó Mort ansiosamente.

—Que yo sepa, no les veo nada raro —respondió Albert—. Un poco enrojecidos, tal vez un poco más azules que de costumbre, nada especial.

Mort lo siguió y desanduvieron el camino entre los estantes de relojes; los dos parecían pensativos. Ysabell lo observó mientras sacaba la espada del perchero que había junto a la puerta y probaba su filo blandiéndola en el aire, como hacía la Muerte, mientras sonreía sin alegría al oír el sonido satisfactorio del trueno.

Reconoció su forma de caminar. Andaba majestuosamente.

—¿Mort? —susurró Ysabell.

—¿SÍ?

—Te está ocurriendo algo.

—YA LO SÉ —replicó Mort—. Pero creo que puedo controlarlo.

Desde fuera les llegó el sonido de unos cascos, y Albert abrió la puerta y entró frotándose las manos.

—Muy bien, muchacho, no hay tiempo para…

Mort extendió el brazo con el que empuñaba la espada. Cortó el aire con un ruido como el que hace la seda al rasgarse y fue a sepultarse en la jamba de la puerta, junto a la oreja de Albert.

—ARRODÍLLATE, ALBERTO MALICH.

Albert se quedó boquiabierto. Miró de reojo a la reluciente hoja de la espada, que se encontraba a unos centímetros de su cabeza, y luego entrecerró los ojos con fuerza.

—No te atreverías, muchacho —le dijo.

—MORT.

La sílaba salió disparada de su boca con la misma velocidad de un latigazo, pero con el doble de violencia.

—Existe un pacto —dijo Albert, pero en su voz se oyó un asomo de duda, ligero como el canto de un mosquito—. Existe un acuerdo.

—Pero no conmigo.

—¡Existe un acuerdo! ¿Adónde iríamos a parar si no se cumplieran los acuerdos?

—No sé adónde iría a parar yo —dijo Mort en voz baja—. PERO SÉ ADONDE IRÍAS A PARAR TÚ.

—¡No es justo!

Su voz era un gemido.

—LA JUSTICIA NO EXISTE. SÓLO EXISTO YO.

—Basta —pidió Ysabell—. Mort, te comportas como un tonto. Aquí no se puede matar a nadie. De todos modos, tú no quieres matar a Albert.

—Aquí no. Pero podría mandarlo de vuelta al mundo.

Albert palideció.

—¡Serías incapaz!

—¿Tú crees? Puedo llevarte de vuelta y dejarte ahí. Tengo la impresión de que no te queda mucho tiempo, ¿no es así? ¿NO ES ASÍ?

—No hables de ese modo —le pidió Albert, incapaz de mirarlo a los ojos—. Cuando hablas así te pareces al ama.

—Puedo ser mucho peor que el ama —le advirtió Mort, tajante—. Ysabell, ve a buscar el libro de Albert, ¿quieres?

—Mort, me parece que estás…

—¿TENGO QUE VOLVER A PEDÍRTELO?

Salió corriendo de la habitación, blanca como el papel.

Albert miró a Mort con los ojos entrecerrados, siguiendo la longitud de la espada, y le lanzó una sonrisa torcida, despojada de humor.

—No podrás controlarlo eternamente —le dijo.

—Ni lo pretendo. Sólo quiero controlarlo el tiempo suficiente.

—Ahora estás receptivo, ¿entiendes? Cuanto más tiempo esté fuera el ama, más te parecerás a ella. Aunque será mucho peor, porque te acordarás de todo lo que significa ser humano, y porque…

—¿Qué me dices de ti? —le espetó Mort—. ¿Qué es lo que te acuerdas sobre eso de ser humano? Si volvieras, ¿cuánta vida te quedaría?

—Noventa y un días, tres horas y cinco minutos —respondió velozmente Albert—. Sabía que me seguía la pista. Pero aquí estoy seguro y, después de todo, no es tan mala ama. A veces no sé qué haría sin mí.

—Es cierto, nadie muere en el reino de la Muerte. ¿Y eso te satisface? —le preguntó Mort.

—Tengo más de dos mil años. He vivido más que nadie en el mundo.

Mort sacudió la cabeza.

—Pues no es así. No has hecho más que estirar las cosas. Aquí nadie vive de verdad. En este lugar, el tiempo no es más que una farsa. No es real. Nada cambia. Preferiría morirme para ver qué sucede después a pasarme aquí toda la eternidad.

Albert se pellizcó la nariz con aire pensativo, y finalmente admitió:

—Pues, sí, la verdad es que tú sí. Pero yo fui hechicero, ¿sabes? Y se me daba bastante bien. Erigieron una estatua en mi nombre. Pero un hechicero logra sobrevivir mucho tiempo a costa de hacerse unos cuantos enemigos, enemigos que…, que me esperan al Otro Lado.

Husmeó el aire y luego añadió:

—No todos tienen dos piernas. Algunos ni siquiera tienen piernas. Ni caras. La Muerte no me asusta. Lo que me asusta es lo que viene después.

—Entonces, ayúdame.

—¿Qué sacaré yo de eso?

—Quizá algún día necesites amigos del Otro Lado —respondió Mort. Reflexionó durante unos segundos y agregó—: Yo, en tu lugar, me entretendría en darle a mi alma una limpieza de última hora, no te haría ningún daño. Además, a los que te esperan no les gustaría nada el sabor.

Albert se estremeció y cerró los ojos.

—No sabes nada de aquello de lo que estás hablando —dijo con más sentimiento que corrección gramatical—, de lo contrario, no lo dirías. ¿Qué pretendes de mí?

Mort se lo dijo.

Albert lanzó una risotada aguda.

—¿Sólo eso? ¿Que cambie la Realidad? No se puede. Ya no queda magia lo suficientemente potente. Los Grandes Hechizos podrían haberlo logrado. Sólo ellos. Y sanseacabó. De modo que ya puedes hacer lo que te dé la gana, y te deseo la mejor de las suertes.

Ysabell regresó un tanto agitada; aferraba entre sus manos el último volumen de la vida de Albert. Albert volvió a husmear el aire. La gotita que pendía de la punta de su nariz tenía fascinado a Mort. Estaba siempre a punto de caer, pero nunca reunía el valor suficiente. Igual que él, pensó.

—No puedes hacerme nada con ese libro —dijo el anciano hechicero, cauteloso.

—No lo pretendo. Pero tengo entendido que no se llega a ser un poderoso hechicero diciendo siempre la verdad. Ysabell, lee lo que se está escribiendo.

—«Albert lo miró con incertidumbre», leyó Ysabell.

—No se puede creer en todo lo que está escrito ahí…

—«… dijo, pero en el fondo de su corazón de piedra sabía que Mort podía» —siguió leyendo Ysabell.

—¡Basta!

—«… gritó, tratando de quitarse de la cabeza la certeza de que si bien la Realidad era imparable, al menos se podía aminorar su avance.»

—¿CÓMO?

—«… inquirió Mort con los plúmbeos tonos de la Muerte» —prosiguió Ysabell, obediente.

—De acuerdo, de acuerdo, no hace falta que te molestes en leer mi parte —le espetó Mort, enfadado.

—Perdóname por vivir.

—NADIE ES PERDONADO POR VIVIR.

—Y no me hables así, gracias. Que no me asustas —dijo la muchacha.

Echó un vistazo al libro, donde la línea de escritura que iba avanzando la llamaba mentirosa.

—Dime cómo, hechicero —insistió Mort.

—¡Mi magia es todo lo que me queda! —gimió Albert.

—No la necesitas, viejo miserable.

—No me asustas, muchacho…

—MÍRAME A LA CARA Y REPÍTEME ESO.

Mort chasqueó los dedos imperiosamente. Ysabell volvió a inclinar la cabeza sobre el libro.

—«Albert contempló el azul resplandor de aquellos ojos, y perdió los últimos vestigios de reticencia —leyó la muchacha—, porque lo que veía no era sólo la Muerte, sino la Muerte con todos los aderezos humanos de la venganza, la crueldad y la ira. Y, con una terrible certeza, supo que aquella era la última oportunidad, que Mort lo enviaría de vuelta al Tiempo para perseguirlo hasta darle caza y llevárselo para entregar su cuerpo a las oscuras Dimensiones Mazmorra, donde las criaturas del horror le puntos suspensivos» —concluyó y luego dijo—: Sigue media página llena de puntos.

—Es porque el libro no se atreve siquiera a mencionarlos —susurró Albert.

Intentó cerrar los ojos pero las imágenes de la oscuridad que se alzaba tras sus párpados eran tan vívidas que volvió a abrirlos. Incluso Mort era mejor que eso.

—Está bien —dijo—. Existe un hechizo. Hace que el tiempo transcurra más lento en una pequeña zona. Lo escribiré, pero tendrás que conseguirte un hechicero para que lo pronuncie.

—Está hecho.

Albert se pasó una lengua parecida a una vieja esponja vegetal por los labios secos.

—Pero hay un precio —añadió—. Primero has de cumplir con el Servicio.

—¿Ysabell? —dijo Mort.

Ella miró la página que tenía delante.

—No miente —le advirtió la muchacha—. Si no lo haces, todo saldrá mal y él acabará volviendo al Tiempo de todos modos.

Los tres se volvieron para mirar el enorme reloj que dominaba el pasillo. Su péndulo aserraba despacio el aire, cortando el tiempo en pedacitos.

Mort lanzó un gruñido.

—¡No me queda tiempo! ¡No podré hacer las dos cosas a tiempo!

—Mi ama habría encontrado tiempo —le hizo notar Albert.

Mort arrancó la espada de la jamba de la puerta y la sacudió con furia, pero sin lograr efecto alguno, hacia Albert, que dio un respingo.

—Escríbeme el hechizo —le gritó—. ¡Y date prisa!

Se volvió en redondo y regresó con paso majestuoso al estudio de la Muerte. En un rincón había un enorme disco del mundo, completo, con elefantes de plata maciza montados sobre el caparazón forjado en bronce, de más de un metro de largo, de Gran A’Tuin. Los grandes ríos estaban representados por venas de jade; los desiertos, por polvo de diamantes, y las principales ciudades aparecían indicadas en piedras preciosas; Ankh-Morpork, por ejemplo, era un rubí de vidrio.

Dejó caer los dos relojes aproximadamente en los sitios que les correspondía a sus dos dueños y se desplomó en la silla de la Muerte, mirándolos ceñudo, y deseando que estuvieran más cerca el uno del otro. La silla chirrió suavemente cuando él la hizo girar de un lado al otro al tiempo que lanzaba furibundas miradas al pequeño disco.

Al cabo de un rato, entró Ysabell con paso silencioso.

—Albert ya lo ha escrito —dijo en voz baja—. Lo he comprobado en el libro. No se trata de un truco. Ahora se ha encerrado en su habitación y…

—¡Fíjate en estos dos! ¡Míralos!

—Mort, creo que deberías tranquilizarte un poco.

—¿Cómo voy a tranquilizarme? Fíjate, éste de aquí está casi en el Gran Nef, y éste otro está justo en Bes Pelargic, y de ahí tengo que volver a Sto Lat. Ida y vuelta son quince mil kilómetros, lo mires por donde lo mires. Es imposible.

—Estoy segura de que encontrarás el modo. Y voy a ayudarte.

La miró por primera vez y notó que llevaba el abrigo de salir, el que tenía el enorme cuello de piel.

—¿Tú? ¿Qué podrías hacer tú?

Binky puede llevarnos a los dos sin ningún esfuerzo —dijo Ysabell humildemente. Agitó un paquetito envuelto en papel con gesto vago—. He preparado algo para comer. Podría…, podría abrirte las puertas y cosas así.

Mort lanzó una carcajada nada alegre.

—NO HARÁ FALTA.

—Ojalá dejaras de hablar así.

—No puedo llevar pasajeros. Me entretendrías.

Ysabell suspiró y le dijo:

—Oye, ¿qué te parece esto? Finjamos que hemos discutido y que yo he ganado. ¿De acuerdo? Nos ahorraríamos muchos esfuerzos. Y la verdad, Binky podría mostrarse un tanto renuente a ir si no lo hago yo. Durante todos estos años, le he dado una increíble cantidad de terrones de azúcar. Y bien… ¿nos vamos ya?

Albert estaba sentado en su estrecha cama, mirando colérico a la pared. Oyó el sonido de los cascos que se cortó abruptamente cuando Binky se elevó en el aire, y masculló por lo bajo.

Transcurrieron veinte minutos. Por la cara del hechicero iban pasando las expresiones como las sombras de las nubes por una colina. De vez en cuando, susurraba algo entre dientes, como «Se lo advertí», o «No lo debí permitir», o «Habría que informar a mi ama».

Finalmente, llegó a un acuerdo consigo mismo, se arrodilló delicadamente y sacó un baúl desvencijado de debajo de la cama. Lo abrió con dificultad y desplegó una polvorienta túnica gris, de la que se desprendieron bolas de naftalina y lentejuelas deslustradas que se desperdigaron por el suelo. Se la puso, se sacudió la capa más gruesa de polvo y volvió a meterse debajo de la cama. Se oyeron unas cuantas maldiciones ahogadas, el repiqueteo ocasional de la porcelana y, finalmente, Albert salió; llevaba en la mano un báculo más alto que él.

Era más grueso que un báculo normal, sobre todo por las tallas que lo cubrían de arriba abajo. En realidad, apenas se distinguían, pero daba la impresión de que si llegaban a verse mejor, uno lo lamentaría.

Albert volvió a sacudirse y se examinó con ojo crítico en el espejo del lavabo.

Después dijo:

—El sombrero. Me falta el sombrero. He de tener un sombrero para practicar la magia. Maldición.

Salió de su habitación como una tromba y volvió al cabo de quince frenéticos minutos que dieron por resultado que la alfombra del dormitorio de Mort tuviera un agujero circular, que el espejo del cuarto de Ysabell estuviera sin el papel plateado, que del costurero que había debajo del fregadero de la cocina faltaran hilo y aguja, y de la pechera de la túnica, unas cuantas lentejuelas. El resultado final no era tan bueno como él habría deseado, y tendía a inclinársele sobre un ojo dándole un aire disoluto, pero al menos era negro y tenía estrellas y lunas, y proclamaba sin lugar a dudas que su dueño era hechicero, aunque posiblemente un hechicero muy desesperado.

Era la primera vez en dos mil años que se sentía bien vestido. Era una sensación desconcertante que le hizo reflexionar durante un segundo, pero luego apartó de una patada la alfombrita que había al costado de la cama y, con el báculo, dibujó un círculo en el suelo.

Por donde pasaba la punta del báculo, dejaba una línea de luminoso octarino, el octavo color del espectro, el color de la magia, el pigmento de la imaginación.

Marcó ocho puntos en su circunferencia y los unió para formar un octograma. Un leve palpitar comenzó a llenar la habitación.

Alberto Malich se colocó en el centro y sujetó el báculo por encima de la cabeza. Notó cómo despertaba en sus manos, sintió el cosquilleo del poder dormido desplegarse lenta y deliberadamente, como un tigre que sale de un sueño. Aquello desató viejos recuerdos de poder y magia que zumbaban en los desvanes polvorientos de su mente. Por primera vez en siglos, se sintió vivo.

Se pasó la lengua por los labios. El palpitar se había desvanecido para dejar atrás un silencio extraño, expectante.

Malich levantó la cabeza y gritó una sola sílaba.

De ambos extremos del báculo salieron llamaradas verdeazuladas. De los ocho extremos del octograma brotaron torrentes de fuego octarino que envolvieron al hechicero. Todo esto no era realmente necesario para conseguir el encantamiento, pero para los hechiceros, las apariencias son muy importantes…

Y también las desapariciones. Se desvaneció.

Los vientos estratohemisféricos azotaban la capa de Mort.

—¿Dónde irás primero? —le gritó Ysabell al oído.

—¡A Bes Pelargic! —contestó Mort a gritos y el vendaval se llevó sus palabras.

—¿Dónde queda eso?

—¡En el Imperio Ágata! ¡En el Continente Contrapeso!

Señaló hacia abajo.

Por el momento, no forzaba a Binky, pues sabía los kilómetros que les faltaban, y el enorme caballo blanco corría a galope tendido por encima del océano. Ysabell se inclinó para ver las rugientes olas verdes, coronadas de blanca espuma, y se aferró con más fuerza a Mort.

Mort entornó los ojos y vio a lo lejos el banco de nubes que indicaba el lejano continente, y resistió el impulso de azuzar a Binky con la espada plana. Nunca le había pegado y no estaba muy seguro de cuál sería el resultado si lo hiciera. Sólo le quedaba esperar.

Por debajo de su brazo apareció una mano y, en ella, un bocadillo.

—Hay de jamón o de queso con salsa picante —le dijo Ysabell—. Más te vale ponerte a comer, no hay otra cosa que hacer.

Mort contempló el pastoso triángulo e intentó recordar cuándo había sido la última vez que había comido. Habría sido en un momento fuera del alcance de un reloj… para calcularlo, habría necesitado un calendario. Tomó el bocadillo.

—Gracias —dijo con toda la elegancia de que fue capaz.

El pequeño sol fue bajando hacia el horizonte, arrastrando tras de sí su perezosa luz diurna. Las nubes que tenían delante se hicieron más grandes y aparecieron perfiladas de rosa y anaranjado. Al cabo de un rato, allá abajo, divisó el manchón más oscuro de tierra, salpicado aquí y allá por las luces de alguna ciudad.

Media hora más tarde, estuvo seguro de ver edificios individuales. La arquitectura ágata se inclinaba hacia las pirámides achaparradas.

Binky perdió altura hasta que sus cascos se encontraron a varios palmos del mar. Mort volvió a examinar el reloj de arena, tiró suavemente de las riendas para dirigir al caballo hacia un puerto de mar, un poco más hacia la Periferia de la dirección que ya llevaban.

Había unos cuantos barcos anclados, en su mayoría buques mercantes de cabotaje de una sola vela. El Imperio no animaba a sus súbditos a alejarse demasiado, no fuera cuestión que viesen cosas que pudieran trastornarlos. Por ese mismo motivo, había mandado construir un muro alrededor de todo el país, un muro patrullado por la Guardia Celestial cuya función principal radicaba en pisotearle los dedos a todo aquel habitante que sintiera la necesidad de salir cinco minutos a tomar el fresco.

Esto no ocurría a menudo, porque la mayoría de los súbditos del Emperador Sol se sentían bastante felices de vivir detrás del Muro. Es una realidad de la vida el hecho de que todos nos encontramos a uno u otro lado de un muro, de modo que la única solución es olvidarse de él o desarrollar unos dedos resistentes.

—¿Quién gobierna este lugar? —preguntó Ysabell cuando pasaron sobre un puerto.

—Una especie de niño emperador —respondió Mort—. Pero creo que el que lleva verdaderamente las riendas es el Gran Visir.

—No te fíes nunca de un Gran Visir —dijo Ysabell sabiamente.

En realidad, el Emperador Sol no se fiaba. El Visir, que se llamaba Nueve Espejos Giratorios, tenía unas ideas muy claras sobre quién debía gobernar el país, es decir, que debía ser él, y dado que el niño ya estaba lo bastante crecidito como para formular preguntas del tipo «¿No te parece que el muro estaría mejor con unas cuantas puertas?» y «Sí, pero ¿cómo es por el otro lado?», había decidido que por el propio bien del Emperador, debía ser envenenado dolorosamente y enterrado en cal viva.

Binky descendió sobre la grava rastrillada que había ante el palacio bajo, de múltiples habitaciones, y que reajustaba drásticamente la armonía del universo. [8] Mort desmontó y ayudó a Ysabell a bajar del caballo.

—Sólo te pido que no estorbes, ¿de acuerdo? —le dijo con tono perentorio—. Y tampoco hagas preguntas.

Subió corriendo unos escalones lacados, recorrió deprisa las habitaciones silenciosas deteniéndose de vez en cuando para situarse, consultado el reloj de arena. Finalmente, se desvió por un pasillo y espió a través de una celosía ornamentada que daba a un cuarto bajo donde la Corte tomaba la cena.

El joven Emperador Sol estaba sentado con las piernas cruzadas en la cabecera de una alfombra; tras él se extendía su capa de pieles y plumas. Daba toda la impresión de quedarle pequeña. El resto de la corte se había dispuesto alrededor de la alfombra en un orden de precedencias estricto y complicado, pero al Visir se lo identificaba sin lugar a dudas: era el que se estaba zampando un cuenco de squishi y algas hervidas con un estilo sumamente sospechoso. Nadie parecía a punto de morir.

Mort recorrió el pasillo con paso sigiloso, giró en la esquina y a punto estuvo de tragarse a varios miembros corpulentos de la Guardia Celestial, que se encontraban arracimados alrededor de una mirilla que había en la pared de papel y se iban pasando un cigarrillo de ese modo tan característico de los soldados de servicio: oculto en la mano ahuecada.

Volvió de puntillas hasta la celosía y escuchó la siguiente conversación:

—Soy el más desafortunado de los mortales, oh, Presencia Inmanente, por haber encontrado esto en mi squishi, que por lo demás está exquisito —dijo el Visir tendiendo los palillos.

La Corte se estiró para ver. Igual que Mort. Mort no podía hacer otra cosa que estar de acuerdo con aquella declaración: la cosa era una especie de terrón verdeazulado del que pendían unos tubos de gomosos.

—El preparador de comidas será castigado, Noble Personaje de la Erudición —dijo el Emperador—. ¿A quién le han tocado las costillas extra?

—No, Oh Perceptivo Padre de Tu Pueblo, me refería más bien al hecho de que creo que tengo aquí la vejiga y el bazo de la anguila abuñuelada de aguas profundas que es, según se dice, el manjar más preciado, hasta tal punto que sólo puede ser comido por los dioses mismos, o al menos así está escrito, y entre cuya compañía, por supuesto, no incluyo a mi miserable persona.

Con un hábil movimiento, lo lanzó al cuenco del Emperador, donde se bamboleó un instante hasta que se quedó quieto. El niño se lo quedó mirando y luego lo ensartó en un palillo.

—Ah —dijo—, pero ¿acaso no fue escrito, y nada menos que por el gran filósofo Ly Tin Zalameryn, que puede considerarse a veces que un erudito está por encima de los príncipes? Creo recordar que tú mismo me diste una vez ese pasaje para que lo leyera, Oh Fiel y Asiduo Buscador del Conocimiento.

La cosa describió otro breve arco en el aire para hundirse, como excusándose, en el cuenco del Visir. Éste la recogió con un rápido ademán y la preparó para un segundo servicio. Entrecerró los ojos.

—En general, suele ocurrir así, Oh Río de Jade de Sabiduría, pero en mi caso específico, no se puede considerar que estoy por encima del Emperador, a quien he amado y amo como si fuese mi propio hijo desde la infortunada muerte de su difunto padre, por ello pongo a tus pies esta pequeña ofrenda.

Los ojos de toda la corte siguieron al desgraciado órgano en su tercer vuelo para cruzar la alfombra, pero el Emperador levantó el abanico y logró una magnífica volea que lo envió de vuelta al cuenco del Visir con tanta fuerza que levantó una lluvia de algas.

—Que alguien se lo coma, por el amor del cielo —gritó Mort sin que nadie lo oyera—. ¡Tengo prisa!

—Eres, sin duda, el más dedicado de los sirvientes, Oh Devoto y Único Compañero de Mi Difunto Padre y de Mi Difunto Abuelo Cuando Se Murieron, y por lo tanto decreto que tu recompensa sea este preciado, exquisito y raro bocado.

Indeciso, el Visir hurgó en aquella cosa y observó la sonrisa del Emperador. Era brillante y terrible. Balbuceó algo en busca de una excusa.

—Caray, me parece que ya he comido demasiado… —comenzó a decir, pero el Emperador lo mandó callar con un ademán.

—Sin duda, exige un aderezo adecuado —dijo y dio una palmada.

La pared que tenía a su espalda se partió de arriba abajo y aparecieron cuatro Guardias Celestiales; tres de ellos empuñaban espadas cando y el cuarto intentaba tragarse a toda prisa una colilla encendida.

Al Visir se le cayó el cuenco de las manos.

—El más fiel de mis siervos cree que ya no le queda sitio para este último bocado —anunció el Emperador—. No me cabe duda de que podréis investigar en su estómago para comprobar si es cierto. ¿Por qué le sale humo por las orejas a ese hombre?

—Es el ansia por la acción, Oh Eminencia del Cielo —repuso, veloz, el sargento—. Me temo que no hay modo de frenarlo.

—Entonces que saque su cuchillo y… ah, parece ser que el Visir ha recobrado el apetito. Así me gusta.

Hubo un absoluto silencio mientras las mejillas del Visir se abultaban rítmicamente. Luego tragó.

—Delicioso —dijo—. Soberbio. Sin duda, manjar de dioses, y ahora, si me disculpáis…

Separó las piernas e hizo ademán de ponerse en pie. La frente se le había perlado de sudor.

—¿Deseas retirarte? —preguntó el Emperador enarcando las cejas.

—Me reclaman urgentes asuntos de estado, Oh Perspicaz Personaje de…

—Siéntate. Eso de levantarse tan deprisa después de las comidas es malo para la digestión —dijo el Emperador, y los guardias asintieron con la cabeza—. Además, no hay urgentes asuntos de estado, a menos que te refieras a los que están en la botellita roja que dice «Antídoto», y que está en la vitrina negra lacada, sobre la alfombra de bambú, que hay en tus aposentos, Oh Candil de Aceite de Medianoche.

El Visir sintió un zumbido en los oídos. El rostro comenzó a tornársele azulado.

—¿Lo veis? —inquirió el Emperador—. Toda actividad inoportuna con el estómago lleno produce malos humores. Que este mensaje viaje velozmente a todos los confines de mi país, que todos los hombres conozcan tu infortunado estado y que den las instrucciones oportunas.

—He… he de… felicitarte… Personaje… por semejante… consideración —dijo el Visir, y cayó encima de una bandeja de cangrejos cocidos de caparazón blando.

—He tenido un excelente maestro —dijo el Emperador.

—POR FIN, YA ERA HORA —dijo Mort, y blandió la espada. Un momento después, el alma del Visir se levantó de la alfombra y miró a Mort de pies a cabeza.

—¿Quién eres tú, bárbaro? —le espetó.

—LA MUERTE.

—Pero no la mía —le aclaró el Visir con voz firme—. ¿Dónde está el Negro Dragón de Fuego Celestial?

—NO HA PODIDO VENIR —respondió Mort.

En el aire, detrás del alma del Visir, comenzaron a formarse unas sombras. Algunas de ellas vestían túnicas de emperador, pero había muchas más que las empujaban, y todas parecían de lo más ansiosas por darle la bienvenida al recién llegado al territorio de los muertos.

—Creo que aquí hay algunas personas interesadas en verte —dijo Mort.

Y se alejó a toda prisa. Cuando llegó al pasillo, el alma del Visir comenzó a gritar…

Ysabell esperaba pacientemente junto a Binky, que se estaba almorzando un bonsái de quinientos años.

—Uno menos —dijo Mort montándose al caballo—. Andando. El siguiente me da mala espina y no disponemos de mucho tiempo.

Albert se materializó en el centro de la Universidad Invisible, de hecho, en el mismo sitio del que había desaparecido del mundo unos dos mil años antes.

Gruñó, satisfecho, y se quitó unas cuantas motas de polvo de la túnica.

Se dio cuenta entonces de que lo observaban; al levantar la cabeza descubrió que había vuelto a la existencia bajo la severa mirada marmórea de él mismo.

Se acomodó las gafas y miró con aire de censura la placa de bronce atornillada al pedestal. Decía:

Ir a la siguiente página

Report Page