Mort

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Mort

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«Alberto Malich, fundador de esta Universidad. AM 1222-1289. “No se verán otros como él”.»

Fíate tú de las predicciones, pensó. Y si en tanta estima lo tenían, al menos podrían haber contratado a un escultor decente. Era una vergüenza. La nariz estaba mal hecha. ¿Y a eso llamaban piernas? Además, habían tallado nombres por todas partes. Y él no se moriría nunca con un sombrero como aquél puesto. Estaba claro que, si podía evitarlo, no se moriría.

Albert lanzó una descarga octarina a aquella cosa espantosa y sonrió malignamente cuando se pulverizó.

—Muy bien —le dijo al Disco entero—. He vuelto.

El cosquilleo de la magia le recorrió todo el brazo, y en su mente se inició un brillo cálido. Cómo lo había echado de menos durante todos aquellos años.

Al oír la explosión, por las enormes puertas dobles comenzaron a salir hechiceros que sacaron una conclusión equivocada al ver a aquel hombre allí de pie.

Ahí estaba el pedestal vacío. Y una nube de polvo de mármol lo cubría todo. Y surgiendo de ella, mascullando para sí, salió Albert.

Los hechiceros que estaban al fondo de la multitud se alejaron tan deprisa y en silencio como pudieron. No había uno solo de ellos, en un momento u otro de su alocada juventud, que no hubiera colocado en la vieja cabeza de Albert un utensilio corriente del dormitorio, o que no hubiera tallado su nombre en alguna parte de la fría anatomía de la estatua, o que no hubiera derramado cerveza sobre el pedestal. Y algo mucho peor también durante la Semana de las Gamberradas, cuando la bebida fluía deprisa y el retrete parecía encontrarse demasiado lejos como para llegar a él tambaleándose. Entonces, todas estas ideas les habían parecido hilarantes. Pero en aquel momento, de repente, dejaron de pensar así.

Sólo dos figuras se quedaron para enfrentarse a las iras de la estatua; una de ellas porque se le había enganchado la túnica en la puerta, y la otra porque en realidad se trataba de un simio y, por lo tanto, podía considerar los asuntos humanos desde un punto de vista relajado.

Albert agarró al hechicero, que intentaba desesperadamente atravesar la pared. El hombre chilló.

—¡Está bien, está bien, lo reconozco! Pero estaba borracho cuando lo hice, créeme, no era mi intención. Cielos, lo siento. Lo siento mucho…

—Pero ¿de qué estás hablando, hombre? —inquirió Albert realmente intrigado.

—… lo siento muchísimo, si tuviera que decirte cuánto lo siento nos…

—¡Basta ya de tonterías! —exclamó Albert y luego le echó un vistazo al pequeño simio, que le lanzó una cálida sonrisa amigable—. ¿Cómo te llamas, hombre?

—Sí, señor, me dejaré de tonterías, señor… Rincewind, señor. Soy el ayudante del bibliotecario, si le parece bien.

Albert lo miró de pies a cabeza. El hombre tenía un aspecto desesperado y gastado, como una prenda que se aparta para echar a la colada. Decidió que si la hechicería se había reducido a aquello, alguien debía poner remedio a la situación.

—¿Qué clase de bibliotecario iba a quererte como ayudante? —inquirió, irritado.

—Oook.

Algo parecido a un guante abrigado de cuero intentó agarrarle la mano.

—¡Un mono! ¡En mi Universidad!

—Orangután, señor. Antes era hechicero, pero quedó enganchado en un encantamiento y ahora no quiere que lo volvamos a transformar; es el único que sabe dónde están todos los libros —se apresuró a informarle Rincewind. Y como se sentía en la obligación de explicarle algo más, añadió—: Yo me ocupo de sus plátanos.

—Cállate —le mandó Albert lanzándole una mirada fulminante.

—Me callo ya mismo, señor.

—Y dime dónde está la Muerte.

—¿La Muerte? —repitió Rincewind retrocediendo hacia la pared.

—Es alta, esquelética, de ojos azules, paso majestuoso, HABLA ASÍ… La Muerte. ¿La has visto últimamente?

Rincewind tragó saliva y repuso:

—Últimamente no, señor.

—Pues la estoy buscando. Esta tontería tiene que acabar. Y voy a ponerle fin ahora, ¿entendido? Quiero que los ocho magos más veteranos se reúnan aquí dentro de media hora, con el equipo necesario para realizar el Rito de CuesthiEnte, ¿me has entendido? No es que vuestro aspecto me inspire excesiva confianza. Sois un atajo de nenitas, ¡y deja ya de querer sujetarme la mano!

—Oook.

—Y ahora me iré al pub —dijo Albert—. ¿Venden pis de gato medianamente decente en esta época?

—Tiene usted el Tambor, señor —le informó Rincewind.

—¿El Tambor Roto, de la calle de la Filigrana? ¿Sigue existiendo?

—De vez en cuando le cambian el nombre y lo vuelven a reconstruir, pero ha estado en el mismo sitio desde…, desde siempre. Supongo que tendrá sed, ¿eh? —dijo Rincewind con un aire de espantosa camaradería.

—¿Y tú qué sabes de eso? —le espetó Albert.

—Absolutamente nada, señor —respondió Rincewind a toda prisa.

—Me voy al Tambor, pues. Media hora, no lo olvides. ¡Si no me están esperando cuando yo regrese… pues… más les vale estar esperando!

Salió como una tromba del vestíbulo, envuelto en una nube de polvo de mármol.

Rincewind lo vio marchar. El bibliotecario lo sujetaba de la mano.

—¿Sabes qué es lo peor? —le preguntó Rincewind.

—¿Oook?

—Ni siquiera recuerdo haber andado debajo de un espejo.

Aproximadamente a la hora en que Albert se encontraba en El Tambor Emparchado, discutiendo con el tabernero sobre una nota amarillenta que había pasado cuidadosamente de padres a hijos a través de un regicidio, tres guerras civiles, sesenta y un incendios grandes, cuatrocientos noventa robos y más de quince mil peleas de taberna, que registraba el hecho de que Alberto Malich seguía debiendo al establecimiento tres piezas de cobre más los intereses, que en esos momentos superaban el contenido de la mayoría de las principales cámaras acorazadas del Disco, lo cual probaba, una vez más, que un mercader ankhiano al que le deben una factura tiene una memoria que haría parpadear a un elefante… más o menos a esa misma hora, Binky dejaba una estela de vapor en los cielos que había sobre el misterioso continente de Klatch.

Abajo, en las junglas tenebrosas y perfumadas, tocaban los tambores, y se alzaban columnas de bruma rizada de los ríos ocultos, bajo cuyas superficies acechaban bestias inefables, a la espera de que pasara por allí su cena.

—Ya no quedan de queso, tomarás el de jamón —le dijo Ysabell—. ¿Qué es esa luz de allí?

—Los Diques Lumínicos —respondió Mort—. Nos estamos acercando.

Sacó el reloj de arena del bolsillo y controló el nivel de la arena.

—Pero ¡no estamos lo bastante cerca, maldita sea!

Los Diques Lumínicos se extendían como estanques de luz hacia el Eje de su ruta; ciertas tribus construían paredes de espejo en las montañas del desierto para recoger la luz solar del Disco, que es lenta y ligeramente pesada. Se la utilizaba como moneda.

Binky se deslizó sobre los fuegos de los campamentos de los nómadas y sobre los pantanos silenciosos del río Camis-Het. A lo lejos, unas formas sombrías y familiares comenzaron a perfilarse bajo la luz de la luna.

—¡Las Pirámides de Camis-Het bajo la luz de la luna! —exclamó Ysabell con un hilo de voz—. ¡Qué romántico!

—ERIGIDAS CON LA SANGRE DE MILES DE ESCLAVOS —le hizo notar Mort.

—Por favor, no digas eso.

—Lo siento, pero el aspecto práctico de la cuestión es que estas…

—De acuerdo, de acuerdo, ya he captado la idea —dijo Ysabell, irritada.

—Demasiado esfuerzo sólo para enterrar a un rey muerto —dijo Mort mientras volaban en círculos sobre una de las pirámides menores—. Los llenan de conservantes para que aguanten hasta el otro mundo.

—¿Funciona?

—No de un modo evidente. —Mort se inclinó sobre el cogote de Binky—. Allá abajo hay antorchas. Espera.

Una procesión se alejaba, sinuosa, de la avenida de pirámides, guiada por una estatua gigantesca de Offler, el Dios Cocodrilo, conducida por cien esclavos sudorosos. Binky avanzó a medio galope sobre ella, sin que nadie se percatase, y realizó un aterrizaje perfecto sobre cuatro patas en la arena compacta que había a la entrada de la pirámide.

—Han encurtido a otro rey —dijo Mort.

Volvió a examinar el reloj a la luz de la luna. Era bastante sencillo, no del tipo que se suele relacionar con la realeza.

—No puede ser él —dijo Ysabell—. No los encurten cuando todavía están con vida, ¿verdad?

—Espero que no, porque leí en alguna parte que, antes de conservarlos, los… esto… abren en canal para quitarles…

—No quiero oírlo…

—… todas las partes blandas —concluyó Mort con poca convicción—. Tanto da que lo de la conservación no funcione, de verdad, pero imagínate tener que ir por ahí sin…

—De modo que no has venido a llevarte al rey —gritó casi Ysabell—. ¿Quién es, pues?

Mort se volvió hacia la oscura entrada. No la sellarían hasta el amanecer, para permitir que saliera el alma del rey fallecido. Parecía profunda y llena de presagios, sugería unos fines mucho más horrendos que, por ejemplo, mantener la navaja bien afilada.

—Averigüémoslo —dijo Mort.

—¡Atención, que ahí viene!

Los ocho hechiceros más veteranos de la Universidad se colocaron en fila. Arrastrando los pies, intentaron alisarse las barbas y, en general, hicieron un esfuerzo inútil por mostrarse presentables. No era fácil. Los habían sacado de sus laboratorios, de delante de un fuego abrasador mientras se tomaban un coñac de sobremesa o de la tranquila contemplación debajo de un pañuelo en una silla cómoda, y todos ellos se sentían sumamente aprensivos y más bien asombrados. No paraban de echar miradas al pedestal vacío.

Sólo una criatura habría podido describir las expresiones de sus caras; habría sido una paloma que no sólo se ha enterado de que lord Nelson se ha bajado de su columna, sino que también le ha visto comprándose un arma de repetición del calibre 12 y una caja de municiones.

—¡Viene por el pasillo! —gritó Rincewind y se ocultó detrás de una columna.

Los magos reunidos contemplaban las enormes puertas dobles como si estuviesen a punto de explotar, lo cual demuestra cuán prescientes eran, porque, efectivamente, explotaron. Sobre ellos cayó una lluvia de trozos de roble del tamaño de cerillas y una delgada figura quedó perfilada contra la luz. En una mano sostenía un báculo humeante. En la otra, un sapo amarillo.

—¡Rincewind! —aulló Albert.

—¡Señor!

—Llévate esta cosa y deshazte de ella.

El sapo saltó a la mano de Rincewind y le lanzó una mirada como pidiéndole disculpas.

—Es la última vez que ese maldito tabernero se insolenta con un hechicero —dijo Albert con satisfacción presuntuosa—. Es el colmo, vuelvo la espalda unos cuantos siglos, y de repente, toda la gente de este pueblo tiene el valor de creerse que le pueden contestar a un hechicero, ¿eh?

Uno de los magos veteranos balbuceó algo.

—¿Qué has dicho? ¡Habla más alto!

—Como tesorero de esta Universidad, debo decir que siempre hemos favorecido la política de buenas relaciones con los vecinos y respeto a la comunidad —balbuceó el hechicero, tratando de esquivar la mirada penetrante de Albert.

Había que tener en cuenta que llevaba en la conciencia un orinal volcado y tres casos de grafiti obscenos.

Albert se quedó boquiabierto.

—¿Por qué? —preguntó.

—Bueno, esto… por un sentido del deber cívico, creemos que es de vital importancia que mostremos una conducta ejem… ¡aaargh!

El hechicero intentó desesperadamente apagar las llamas de su barba. Albert bajó el báculo y paseó la vista por la fila de magos. Bajo su mirada, se agitaron como la hierba en un vendaval.

—¿Alguno más quiere mostrar un sentido del deber cívico? —inquirió—. ¿Hay algún otro buen ciudadano? —Se irguió cuan alto era—. ¡Gusanos sin carácter! ¡No he fundado esta Universidad para que acabaseis prestando a los vecinos la cortadora de césped! ¿De qué sirve tener poder si no sabéis hacerlo valer? Si un hombre no os muestra respeto, arrasáis su posada hasta que no quede ni para asar castañas, ¿entendido?

De entre los magos surgió algo parecido a un suave suspiro. Miraron con tristeza al sapo que Rincewind tenía en la mano. En sus días de juventud, la mayoría de ellos habían dominado el arte de emborracharse como cubas en el Tambor. Evidentemente, todo eso había quedado atrás, pero la cena anual de cuchillo y tenedor del Gremio de Mercaderes se habría celebrado al día siguiente, en el salón que había en el piso superior del Tambor, y todos los hechiceros del Octavo Nivel habían recibido invitaciones gratuitas; habrían tomado cisne asado y dos clases de bizcocho borracho, con gelatina, frutas y natillas, y montones de brindis fraternales a la salud de «Nuestros estimados, no, distinguidos huéspedes» hasta que llegara la hora de que apareciesen los conserjes de la facultad con los carros.

Albert se paseó delante de la fila, hurgando con el báculo alguna que otra barriga. La mente le bailaba y le cantaba. ¿Volver? ¡Jamás! Aquello sí era poder, aquello era vida; retaría a la vieja caradehueso y le escupiría en las vacías cuencas de los ojos.

—¡Por el Espejo Humeante de Grism que por aquí habrá algunos cambios!

Aquellos hechiceros que habían estudiado historia asintieron incómodos. Volverían a los suelos de piedra, y a levantarse cuando todavía era de noche, y nada de alcohol bajo ninguna circunstancia, y tendrían que memorizar los verdaderos nombres de las cosas hasta que el cerebro les chillara.

—¡Qué hace ese hombre!

Un hechicero que distraídamente había sacado la bolsita del tabaco, dejó caer de entre los dedos el cigarrillo a medio liar. Rebotó al tocar el suelo y todos los hechiceros se quedaron mirando con ojos ansiosos cómo rodaba hasta que Albert dio un elegante paso al frente y lo aplastó.

Albert giró en redondo. Rincewind, que lo había seguido como una especie de ayudante extraoficial, a punto estuvo de tragárselo.

—¡Tú! ¡Rinceloquesea! ¿Fumas?

—¡No, señor! ¡Asquerosa costumbre! —Rincewind esquivó la mirada de sus superiores.

Repentinamente, fue consciente de haberse ganado unos cuantos enemigos eternos, y no le sirvió de consuelo el saber que, quizá, no le durasen demasiado.

—¡Muy bien! Aguántame el báculo. Y ahora vosotros, atajo de apóstatas, esto se acabó, ¿me oís? ¡Mañana por la mañana, lo primero que haréis es levantaros al amanecer, daréis tres vueltas alrededor del cuadrángulo y volveréis aquí para hacer ejercicio! ¡Tomaréis comidas equilibradas! ¡Estudiaréis! ¡Haréis gimnasia saludable! ¡Y ese maldito simio irá a un circo!

—¿Oook?

Algunos de los hechiceros más ancianos cerraron los ojos.

—Pero antes —anunció Albert bajando la voz— me haréis el favor de preparar el Rito de CuesthiEnte. —Hizo una pausa y luego añadió—: Tengo unos asuntos que atender.

Mort avanzó a grandes zancadas por los corredores oscuros como gatos negros de la pirámide, seguido de cerca por Ysabell. El leve brillo de su espada dejaba entrever cosas desagradables; Offler, el Dios Cocodrilo, resultaba un anuncio de cosméticos comparado con algunas de las cosas adoradas por el pueblo de Camis-Het. En unos nichos que había en las paredes se encontraban estatuas de criaturas aparentemente construidas con todos los restos que le habían sobrado a Dios.

—¿Para qué están aquí? —susurró Ysabell.

—Los sacerdotes camishetanos dicen que cobran vida cuando sellan la pirámide y acechan por los pasillos para proteger el cuerpo del rey de los ladrones de tumbas —repuso Mort.

—¡Qué superstición más horrible!

—¿Quién ha hablado de superstición? —inquirió Mort distraídamente.

—¿De veras cobran vida?

—Sólo te diré que cuando los camishetanos le echan la maldición a un sitio, no se andan con chiquitas.

Mort giró en una esquina e Ysabell lo perdió de vista durante un momento de infarto. Se escabulló en la oscuridad y fue a chocar con él. Examinaba un pájaro con cabeza de can.

—¡Aaj! —exclamó la muchacha—. ¿Es que no te da escalofríos en la espalda?

—No —repuso Mort, categórico.

—¿Por qué no?

—PORQUE SOY MORT.

Se volvió y entonces Ysabell vio que los ojos del muchacho brillaban azulados como puntas de alfileres.

—¡Para ya!

—No… PUEDO.

Ysabell intentó reírse. Pero no le sirvió de nada.

—No eres la Muerte —le dijo—. Sólo estás haciendo su trabajo.

—LA MUERTE ES TODA AQUELLA PERSONA QUE HACE EL TRABAJO DE LA MUERTE.

La pausa asombrada que siguió a aquella declaración fue interrumpida por un gruñido que provenía de un sitio más alejado del oscuro pasadizo. Mort se volvió sobre sus talones y se dirigió hacia allí.

Tiene razón, pensó Ysabell. Hasta la forma de moverse…

Pero el miedo a la oscuridad que la luz le provocó fue suficiente para que venciera todas las dudas, y salió tras él; giró una esquina y, bajo el fulgor caprichoso que provenía de la espada, se encontró con algo que parecía un cruce entre un tesoro y un desván atestado.

—¿Qué es este lugar? —susurró—. ¡En mi vida había visto tantos trastos!

—EL REY SE LO LLEVA CONSIGO AL OTRO MUNDO —respondió Mort.

—Está claro que no cree en eso de viajar ligero de equipaje. Fíjate, un barco entero. ¡Y una bañera de oro!

—NO CABE DUDA DE QUE QUIERE ESTAR LIMPIO PARA CUANDO LLEGUE.

—¡Y todas esas estatuas!

—LAMENTO DECIR QUE ESAS ESTATUAS ERAN PERSONAS. SIRVIENTES PARA EL REY, ¿COMPRENDES?

El rostro de Ysabell se crispó

—LOS SACERDOTES LOS ENVENENAN.

Se oyó otro gruñido que provenía del otro lado de la estancia atestada. Mort lo siguió hasta sus orígenes, pasando torpemente por encima de alfombras enrolladas, manojos de dátiles, cajas con vajillas y pilas de gemas. Era evidente que el rey había sido incapaz de decir qué iba a dejar atrás en el viaje, de modo que había decidido ir a lo seguro y llevarse todo.

—PERO NO SIEMPRE EL EFECTO ES RÁPIDO —añadió Mort sombríamente.

Ysabell se arrastró valientemente hasta donde él estaba, espió por encima de una canoa y vio a una joven tendida sobre una pila de felpudos. Vestía unos pantalones de gasa, un chaleco hecho con escasa tela y tantos brazaletes que habrían alcanzado para amarrar un barco de tamaño decente. Tenía la boca manchada de verde.

—¿Y duele? —inquirió Ysabell en voz baja.

—NO. CREEN QUE LOS CONDUCIRÁ AL PARAÍSO.

—¿Y es verdad?

—ES POSIBLE. ¿QUIÉN SABE?

Mort sacó el reloj de arena de un bolsillo interior y lo examinó bajo el brillo que despedía la espada. Parecía contar en voz baja, y después, con un movimiento repentino, tiró el reloj por encima del hombro y con la otra mano dejó caer la espada.

La sombra de la muchacha se sentó y se estiró, produciendo un tintineo de joyas fantasmales. Vio a Mort e inclinó la cabeza.

—¡Mi señor!

—NO SOY EL SEÑOR DE NADIE —dijo Mort—. Y AHORA APRESÚRATE A IR DONDEQUIERA QUE CREES QUE IRÁS.

—Seré una concubina en la corte celestial del rey Zetesphut, que morará eternamente entre las estrellas —dijo con tono firme.

—No estás obligada —le hizo notar Ysabell.

La muchacha se volvió y la miró con los ojos como platos.

—Oh, pero es mi deber. Me he estado preparando para ello —le dijo, y su imagen se fue desvaneciendo—. Lo que ocurre es que hasta ahora sólo he logrado ser criada.

Desapareció. Ysabell contempló con sombría desaprobación el espacio que había ocupado.

—¡Vaya! ¿Has visto cómo iba vestida?

—SALGAMOS DE AQUÍ.

—Pero no puede ser verdad eso que dijo de que el rey Nosecuántos vive entre las estrellas —protestó mientras buscaban el camino de salida de aquel cuarto atestado—. Allá arriba sólo está el espacio vacío.

—ES DIFÍCIL DE EXPLICAR —dijo Mort—. MORARÁ ENTRE LAS ESTRELLAS QUE TIENE EN LA CABEZA.

—¿Con esclavos?

—SI CREEN QUE LO SON.

—No es muy justo.

—LA JUSTICIA NO EXISTE —dijo Mort—. SÓLO EXISTIMOS NOSOTROS.

Recorrieron a toda prisa las avenidas de espíritus al acecho, y casi corrían cuando salieron y se encontraron con la noche del desierto. Ysabell se apoyó contra la pared de piedra y jadeó tratando de recuperar el aliento.

A Mort no le faltaba el aliento.

No respiraba.

—TE LLEVARÉ A DONDE TÚ QUIERAS —dijo—, LUEGO HE DE DEJARTE.

—¡Pero creí que querías rescatar a la princesa!

Mort sacudió la cabeza.

—NO TENGO ALTERNATIVA. NO HAY ALTERNATIVAS.

Corrió hacia él y lo aferró del brazo cuando se disponía a volverse hacia Binky. Él le apartó la mano suavemente.

—HE TERMINADO MI APRENDIZAJE.

—¡Está todo en tu mente! —le gritó Ysabell—. ¡Eres lo que crees ser!

La muchacha se detuvo y miró hacia el suelo. La arena que Mort tenía alrededor de los pies comenzó a elevarse en pequeños chorros y remolinos.

El aire trajo un crepitar y una sensación untuosa. Mort parecía nervioso.

—ALGUIEN ESTÁ PRACTICANDO EL RITO DE CUESTHI…

Una fuerza surgida del cielo golpeó como un martillo la arena y formó un cráter. Se oyó un zumbido sordo, y todo olía a latón caliente.

Solo, en el centro tranquilo del vendaval de arena, Mort miró a su alrededor girando como en sueños. Un relámpago surcó el remolino nuboso. En el fondo de su mente, luchó por liberarse, pero algo lo tenía aferrado entre sus garras y no pudo resistirse, del mismo modo que la aguja de una brújula no puede hacer caso omiso del impulso de apuntar hacia el Eje.

Por fin encontró lo que buscaba. Una puerta envuelta en luz octarina que conducía a un corto túnel. En el otro extremo, unas figuras lo invitaban a avanzar.

—YA VOY —dijo, y luego se volvió al oír un ruido repentino.

Sesenta kilos de joven feminidad lo golpearon de lleno en el pecho levantándolo del suelo.

Mort aterrizó, e Ysabell, arrodillada encima de él, se aferraba sombríamente a sus brazos.

—SUÉLTAME —salmodió—. HE SIDO INVOCADO.

—¡Tú no, idiota!

La muchacha miró fijamente los estanques azules y sin pupila de sus ojos. Era como mirar en el fondo de un túnel.

Mort encorvó la espalda y gritó una maldición tan antigua y violenta que, en el fuerte campo mágico, tomó forma, agitó sus alas correosas y se escabulló. Una tormenta de truenos se desató en las dunas.

Los ojos de Mort volvieron a posarse sobre ella. Ysabell apartó la mirada antes de caer como una piedra por un pozo de luz azulada.

—TE LO ORDENO.

La voz de Mort podría haber horadado la piedra.

—Mi madre se pasó años tratando de emplear ese tono conmigo —le dijo tranquilamente—. Sobre todo cuando quería que limpiara mi dormitorio. A ella tampoco le dio resultado.

Mort gritó otra maldición que cayó del aire e intentó enterrarse en la arena.

—QUÉ DOLOR…

—Todo es obra de tu cabeza —le dijo tratando de resistir la fuerza que quería arrastrarlos a ambos hacia la puerta fluctuante—. No eres la Muerte. Sólo eres Mort. Eres lo que yo crea que eres.

En el centro del borroso azul de sus ojos se vieron dos puntitos pardos que se alzaron a la velocidad de la luz.

La tormenta que los rodeaba aumentó en intensidad. Mort gritó.

En pocas palabras, el Rito de CuesthiEnte sirve para invocar y comprometer a la Muerte. Los estudiantes de ciencias ocultas sabrán que puede practicarse mediante un sencillo encantamiento, tres trozos de madera y 4 centímetros cúbicos de sangre de ratón, pero ningún hechicero digno de su sombrero puntiagudo soñaría jamás con hacer algo tan poco impresionante; en el fondo de sus corazones, sabían que si un hechizo no requería enormes cirios amarillos, montones de raro incienso, círculos dibujados en el suelo con tizas de ocho colores diferentes, y unos cuantos calderos dispersos por el lugar, entonces, la verdad, no merecía la pena ni siquiera ponerse a pensar en ello.

Los ocho hechiceros, situados en las puntas del gran octograma ceremonial, se balanceaban y cantaban con los brazos extendidos hacia los lados para que las puntas de sus dedos se tocasen.

Pero había algo que no acababa de cuajar. Si bien era verdad que se había formado una bruma en el centro mismo del octograma viviente, ésta se agitaba y giraba sobre sí misma, resistiéndose a centrarse.

—¡Más poder! —gritó Albert—. ¡Dadle más poder!

Del humo surgió momentáneamente una silueta: vestía una negra túnica y empuñaba una espada reluciente. Albert lanzó un juramento al atisbar el rostro pálido envuelto en la capucha; no era lo bastante pálido.

—¡No! —aulló Albert metiéndose en el octograma y sacudiendo a la fluctuante figura con las manos—. Tú no, tú no…

Entretanto, en la lejana Camis-Het, Ysabell se olvidó de que era una señorita, apretó el puño, entrecerró los ojos y le encajó un directo a la mandíbula a Mort. El mundo que la rodeaba estalló…

En la cocina del Asador de Harga la sartén cayó al suelo y los gatos salieron corriendo por la puerta…

En el gran vestíbulo de la Universidad Invisible todo ocurrió a la vez.[9]

La tremenda fuerza que los hechiceros habían ejercido sobre el reino de las sombras tuvo, de repente, un punto en el cual centrarse. Como el corcho renuente de una botella, como el chorro de ígneo kétchup de la botella de salsa del Infinito vuelta del revés, la Muerte aterrizó en el octograma y lanzó un juramento.

Albert se dio cuenta demasiado tarde de que se encontraba en el interior del círculo encantado y se abalanzó hacia el borde. Pero unos dedos esqueléticos lo agarraron por el dobladillo de la túnica.

Los hechiceros que todavía seguían en pie y conscientes se mostraron un tanto sorprendidos al comprobar que la Muerte llevaba un mandil y sujetaba un gatito.

—¿POR QUÉ TUVISTE QUE ESTROPEARLO TODO?

—¿Estropearlo todo? ¿Ha visto lo que ha hecho el muchacho? —le espetó Albert tratando de alcanzar el borde del círculo.

La Muerte levantó su calavera y husmeó el aire.

El sonido se impuso a todos los demás ruidos del vestíbulo y los obligó a callar.

Era el tipo de ruido que se oye en las fronteras inciertas de los sueños, el tipo de sonido que te hacen despertar, empapado en los sudores de un miedo atroz. Era el husmear que se oye debajo de la puerta del terror. Era como el husmear de un erizo, pero en ese caso, era el tipo de erizo que se abre paso desde el borde del camino y aplasta camiones. Era el tipo de ruido que uno desea no oír dos veces; ni siquiera una.

La Muerte se irguió despacio.

—¿ES ASÍ COMO AGRADECE MI BONDAD? ¿ROBÁNDOME A MI HIJA, INSULTANDO A MIS SIRVIENTES Y PONIENDO EN PELIGRO LA ESTRUCTURA DE LA REALIDAD SÓLO POR UN CAPRICHO PERSONAL? ¡AY, QUÉ TONTA HE SIDO, HE SIDO TONTA DURANTE DEMASIADO TIEMPO!

—Ama, si tuviera la amabilidad de soltarme la túnica… —comenzó a decir Albert.

El hechicero notó en su voz un tono suplicante que antes no había tenido.

La Muerte no le hizo caso. Chasqueó los dedos como una castañuela, y el mandil que llevaba puesto estalló en breves llamas. Pero al gatito lo depositó con cuidado en el suelo y lo empujó suavemente con el pie.

—¿ACASO NO LE DI LA MÁS GRANDE DE LAS OPORTUNIDADES?

—Claro que sí, ama, pero si pudiera soltarme de…

—¿HABILIDADES? ¿UNA INFRAESTRUCTURA? ¿PERSPECTIVAS? ¿UN OFICIO PARA TODA LA VIDA?

—Sin duda, y si ahora pudiera…

El cambio en la voz de Albert fue completo. Las trompetas de mando se habían convertido en los flautines de la súplica. De hecho, parecía aterrado, pero de reojo logró ver a Rincewind y siseó:

—¡Mi báculo! ¡Lánzame el báculo! ¡Mientras siga dentro del círculo no es invencible! ¡Dame el báculo y lograré soltarme!

—¿Cómo dices? —preguntó Rincewind.

—¡AH, YO TENGO LA CULPA POR ABANDONARME A ESTAS DEBILIDADES QUE, A FALTA DE UNA PALABRA MEJOR, LLAMARÉ DE LA CARNE!

—¡Mi báculo, idiota, mi báculo! —farfulló Albert.

—¿Qué?

—HAS HECHO BIEN, CRIADO MÍO, POR HABERME DEVUELTO A LA SENSATEZ —dijo la Muerte—. NO PERDAMOS TIEMPO.

—¡Mi bá…!

Se produjo una implosión y una succión de aire.

Las llamas de las velas se estiraron por un momento como líneas de fuego y luego se apagaron.

Pasó un tiempo.

Entonces, la voz del tesorero, desde algún lugar cerca del suelo, dijo:

—Vaya ingratitud la tuya, Rincewind, mira que perder así su báculo. Recuérdame que un día de estos he de castigarte severamente por ello. ¿Alguien tiene fuego, por favor?

—¡No sé dónde está! Lo había dejado apoyado, aquí, contra la columna, y ha…

—Oook.

—Ah —dijo Rincewind.

—Una ración extra de plátanos para el simio —ordenó el tesorero, categórico.

Se vio el fulgor de una cerilla y alguien logró encender una vela. Los hechiceros comenzaron a incorporarse.

—Pues bien, ha sido una lección para todos —prosiguió el tesorero, quitándose el polvo y la cera de vela de la túnica.

Miró hacia arriba, esperando ver la estatua de Alberto Malich devuelta en su pedestal.

—Está claro que hasta las estatuas tienen sentimientos —dijo—. Recuerdo que cuando era estudiante de primero escribí mi nombre en su… bueno, dejémoslo así. La cuestión es que propongo, aquí y ahora, que reemplacemos la estatua.

La propuesta fue recibida con un silencio de muerte.

—Por una reproducción idéntica en oro. Convenientemente embellecida con joyas, que es lo menos que se merece nuestro gran fundador —añadió con brillantez.

»Y para asegurarnos de que ningún estudiante la mutile, sugiero que la erijamos en el más profundo de los sótanos.

»Y después, que lo cerremos con llave —añadió.

Varios hechiceros se pusieron a aplaudir.

—¿Y que tiremos la llave? —sugirió Rincewind.

—Y soldemos la puerta —añadió el tesorero.

Acababa de acordarse de lo acaecido a El Tambor Emparchado. Reflexionó un instante y se acordó también del régimen de comidas.

—Y después, que tapiemos el umbral —dijo.

Se oyó una salva de aplausos.

—¡Y que tiremos al albañil! —exclamó Rincewind ahogándose de risa; le estaba tomando el gustito a la cosa.

El tesorero lo miró ceñudo y le dijo:

—No es preciso que nos entusiasmemos.

En el silencio, una duna más grande de lo normal se elevó con dificultad y luego se deshizo, dejando al descubierto a Binky, que resoplaba para quitarse la arena de las narices y sacudía las crines.

Mort abrió los ojos.

Debería existir una palabra para denominar ese breve período que sigue al despertar, cuando la mente está llena de la nada cálida y rosada. Uno permanece allí, acostado, libre de todo pensamiento, salvo por la creciente sospecha de que hacia uno se dirigen, como un guantazo recibido en plena noche en un callejón, todos los recuerdos de los que uno preferiría prescindir, y que se reducen al hecho de que el único factor mitigante de nuestro horrible futuro es la certeza de que será brevísimo.

Mort se sentó y se llevó las manos a la coronilla para impedir que la cabeza se le siguiera desatornillando.

A su lado, la arena se elevó e Ysabell se sentó. Tenía el pelo lleno de tierra, la cara sucia del polvo de la pirámide, y las puntas del cabello chamuscadas. Se lo quedó mirando con indiferencia.

—¿Me has pegado? —preguntó Mort tocándose suavemente la mandíbula.

—Sí.

—Ah.

Miró al cielo como si pudiera hacerle recordar las cosas. Recordó que debía estar en algún sitio. Después recordó algo más.

—Gracias —dijo.

—De nada, cuando quieras, ya sabes.

Ysabell logró ponerse en pie e intentó sacudirse la tierra y las telarañas del vestido.

—¿Vamos a rescatar a esa princesa tuya? —inquirió tímidamente.

La realidad interna y personal de Mort lo alcanzó. Se puso en pie de un salto lanzando un grito ahogado; ante sus ojos vio estallar unos fuegos artificiales y volvió a dejarse caer. Ysabell lo agarró por debajo de las axilas y lo puso otra vez de pie.

—Bajemos al río. Creo que a todos nos vendría bien beber un poco.

—¿Qué me ha pasado?

Ysabell se encogió de hombros como pudo sin dejar de sostenerlo.

—Alguien utilizó el Rito de CuesthiEnte. Mi madre lo detesta. Dice que siempre la invocan en los momentos menos oportunos. La parte tuya que era la Muerte se fue y tú te quedaste aquí. Creo. Al menos has recuperado tu voz.

—¿Qué hora es?

—¿A qué hora dijiste que los sacerdotes cerrarían la pirámide?

Mort intentó ver a través de las lágrimas y miró hacia la tumba del rey. Ya estaba, unos dedos como antorchas se disponían a sellar la puerta. Según la leyenda, muy pronto los guardianes cobrarían vida y comenzarían su eterna vigilancia.

Lo sabía. Recordaba ese conocimiento. Recordaba que su mente se había sentido fría como el hielo e ilimitada como el cielo nocturno. Recordaba que sería invocado a una existencia renuente en el momento en que viviera la primera criatura, y que tendría la certeza de que viviría más que la vida misma hasta que el último ser del universo hubiera acudido a recibir su recompensa, y entonces, a él le correspondería, hablando en sentido figurado, colocar las sillas sobre las mesas y apagar todas las luces.

Recordaba la soledad.

—No me abandones —dijo con urgencia.

—Estaré aquí hasta cuando me necesites.

—Es medianoche —dijo él monótonamente, dejándose caer junto al Camis-Het y bajando la cabeza dolorida hasta el agua. A su lado oyó un ruido como el de una bañera al vaciarse cuando Binky se puso a beber.

—¿Significa que hemos llegado demasiado tarde?

—Sí.

—Lo siento. Ojalá pudiera hacer algo.

—No puedes.

—Al menos mantuviste la promesa que le hiciste a Albert.

—Sí —admitió Mort amargamente—. Al menos hice eso.

Todo un disco de distancia…

Debería existir una palabra que describiese la microscópica chispa de esperanza que uno no se atreve siquiera a sentir, no sea que el mero hecho de reconocerlo la hiciera desaparecer, como intentar mirar un fotón. No queda más remedio que acercarse furtivamente a ella, mirarla sin verla, seguir de largo y esperar que crezca lo suficiente como para enfrentarse al mundo.

Levantó la cabeza empapada y miró hacia el horizonte de poniente, tratando de recordar el enorme modelo del Disco que había en el estudio de la Muerte sin dejar que el universo se enterara de lo que estaba pensando.

En momentos como aquél, puede dar la impresión de que la eventualidad está tan bien equilibrada que sólo el pensar en voz demasiado alta podría echarlo todo a perder.

Se orientó siguiendo los leves torrentes de luz del Eje que bailaban entre las estrellas y adivinó, con bastante inspiración, por cierto, que Sto Lat se encontraba… por allá…

—Medianoche —dijo en voz alta.

—Pasada ya —acotó Ysabell.

Mort se puso en pie, procuró que la dicha no manara de él como la luz de un faro, y aferró las riendas de Binky.

—Vamos, no tenemos mucho tiempo.

—¿De qué hablas?

Mort se agachó para ayudarla a montar. Fue una bonita idea que a punto estuvo de derribarlo de la silla. Ella volvió a colocarlo en su sitio y montó sola. Binky se movió inquieto. Presintiendo la febril emoción de Mort, bufó y piafó en la arena.

—Te he preguntado de qué hablas.

Mort hizo girar al caballo en dirección al fulgor lejano del poniente.

—La velocidad de la noche —dijo.

Buencorte asomó la cabeza por entre las almenas del palacio y gimió. La zona de contacto se encontraba a una calle de distancia, claramente visible en el octarino, y no tenía que esforzar la imaginación para oír el chisporroteo. Lo oía muy bien: era el zumbido horrendo, como de sierra dentada que producían las partículas de la posibilidad al chocar contra la zona de contacto despidiendo su energía en forma de sonido. Mientras avanzaba por la calle, el muro perlado engullía las banderas, las antorchas y las multitudes reunidas dejando sólo calles oscuras. En algún lugar, allá afuera, pensó Buencorte, estoy durmiendo a pierna suelta en mi cama y nada de esto ha ocurrido. Qué afortunado soy.

Se agachó, bajó la escalera hasta los adoquines y volvió a paso ligero al salón principal con la túnica enredándosele en las pantorrillas. Pasó por el pequeño postigo de la gran puerta y ordenó a los guardias que la cerraran con llave; luego volvió a subirse la túnica y salió a toda carrera por un pasillo lateral para que no lo viesen los invitados.

El salón estaba iluminado por miles de velas y lleno de dignatarios de la llanura de Sto, casi ninguno de los cuales tenía una clara idea de por qué estaba allí. Ah, y por supuesto, estaba también el elefante.

Fue el elefante el que convenció a Buencorte que había desbordado los límites de la cordura, pero horas antes le había parecido una buena idea, cuando la exasperación que le provocaba la miopía del Sumo Sacerdote le había hecho recordar que un aserradero que había en las afueras del pueblo tenía esa bestia para levantar cargas pesadas. Era viejo, artrítico y de un humor variable, pero poseía una ventaja importante como víctima para un sacrificio. El Sumo Sacerdote podría verlo.

Media docena de guardias intentaban delicadamente de contener a la criatura, cuyo cerebro lerdo acababa de darse cuenta de que debía estar en el establo de siempre, con mucho heno, agua y tiempo para soñar con los cálidos días en las grandes planicies color caqui de Klatch. Se estaba impacientando.

No tardará en resultar evidente que otro motivo de su creciente inquietud reside en el hecho de que, en la confusión previa a la ceremonia, su trompa había topado con el cáliz ceremonial, que contenía cinco litros de vino fuerte, y lo había vaciado. Ante sus ojos legañosos comienzan a brotar extrañas ideas acaloradas de baobabs arrancados, luchas con otros machos en celo, gloriosas estampidas a través de las aldeas nativas y otros placeres medio olvidados. Dentro de nada, le dará un ataque de delírium tremens y empezará a ver personas rosas.

Afortunadamente, de todo esto, Buencorte no tenía ni idea. En ese momento, el hechicero vio al ayudante del Sumo Sacerdote —un joven con aspecto impertinente que tuvo la previsión de equiparse con un mandil largo de goma y botas altas impermeables— y le hizo una seña para que diera inicio a la ceremonia.

Regresó velozmente al vestuario del sacerdote y, con gran esfuerzo logró ponerse la túnica especial para la ceremonia que la modista de palacio le había hecho, para lo cual había tenido que hurgar en el fondo de su costurero hasta dar con restos de encaje, lentejuelas e hilo dorado que le permitieran conseguir una prenda de una sobrecogedora falta de buen gusto tan grande que ni el Vicerrector de la Universidad Invisible se habría avergonzado de lucirla. Buencorte se permitió una pausa de cinco segundos delante del espejo para admirarse antes de encasquetarse el sombrero puntiagudo en la cabeza y correr hacia la puerta para detenerse justo a tiempo para salir a paso lento, tal como correspondía a una persona de importancia.

Llegó junto al Sumo Sacerdote justo cuando Keli comenzaba a avanzar por el pasillo central, flanqueada por doncellas que se arremolinaban a su alrededor como remolcadores en torno a un transatlántico.

A pesar de los contratiempos del traje hereditario, Buencorte consideró que estaba hermosa. Tenía un no sé qué que la hacía…

Apretó los dientes e intentó concentrarse en las medidas de seguridad. Había apostado guardias en varios sitios estratégicos del salón, por si el duque de Sto Helit intentaba llevar a cabo reordenamientos de última hora en la línea de sucesión real, y se recordó que debía vigilar especialmente al duque, que estaba sentado en la primera fila, con una extraña sonrisa tranquila en el rostro. Los ojos del duque se encontraron con los de Buencorte, y el hechicero apartó rápidamente la vista.

El Sumo Sacerdote levantó las manos para imponer silencio. Buencorte se acercó sigilosamente cuando el hombre se volvió hacia el Eje y con voz cascada comenzó a invocar a los dioses.

Buencorte volvió a echar una rápida mirada en dirección al duque.

—Escuchadme, mmm, oh, dioses…

¿Acaso Sto Helit miraba hacia la oscuridad plagada de murciélagos que había entre las vigas del techo?

—… escúchame, Oh, Ciego Io de los Cien Ojos; escúchame, Oh, Gran Offler, el de las Fauces Llenas de Pajaritos; escúchame, Oh, Destino Piadoso; escúchame, Oh, Frío, mmm, Hado; escúchame, Oh, Sek, la de las Siete Manos; escúchame, Oh, Hoki de los Bosques; escúchame, Oh…

Horrorizado, Buencorte se dio cuenta de que, haciendo caso omiso de todas las instrucciones, el viejo reblandecido se disponía a mencionarlos a todos. En el Disco había más de novecientos dioses conocidos, y cada año los teólogos investigadores iban descubriendo más. Podrían tardar horas. La congregación comenzaba ya a mover los pies.

Keli se encontraba de pie, ante el altar, con una mirada iracunda en los ojos. Buencorte le metió al Sumo Sacerdote un codazo en las costillas que, al parecer, no consiguió ningún efecto digno de mención, y luego meneó las cejas desesperadamente haciéndole señas al joven acólito.

—¡Páralo! —siseó—. ¡Que no tenemos tiempo!

—Los dioses se disgustarían…

—No tanto como yo, y a mí me tienes aquí.

El acólito examinó un instante la expresión de Buencorte y decidió que más tarde se explicaría con los dioses. Le dio unos golpecitos en el hombro al Sumo Sacerdote y le susurró algo al oído.

—… Oh, Steikhegel, dios de, mmm, los establos de vacas aislados; escúchame, Oh… ¿sí? ¿Qué?

Murmullos.

—Esto es, mmm, del todo irregular. Está bien, pasaremos directamente a, mmm, la Enumeración del Linaje.

Murmullos.

El Sumo Sacerdote lanzó una mirada iracunda a Buencorte, o al menos hacia el lugar donde le parecía que se encontraba el hechicero.

—Está bien. Mmm, prepara el incienso y las fragancias para la Confesión del Cuádruple Sendero.

Murmullos.

El rostro del Sumo Sacerdote se ensombreció.

—Supongo que, mmm, queda descartada, mmm, una breve plegaria, mmm, ¿verdad? —inquirió agriamente.

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