Mort

Mort


Mort

Página 12 de 15

—Si ciertas personas no se dan prisa —dijo Keli recatadamente—, habrá problemas.

Murmullos.

—No lo sé, no estoy seguro —dijo el Sumo Sacerdote—. Pero es posible que, mmm, a la gente no le importe nada, mmm, la ceremonia religiosa. A ver, que traigan ese elefante.

El acólito lanzó a Buencorte una mirada frenética e hizo señas a los guardias. Mientras hacían avanzar su carga ligeramente bamboleante con gritos y palos puntiagudos, el joven sacerdote se acercó sigilosamente hacia Buencorte y le metió algo en la mano.

El hechicero miró hacia abajo. Era un sombrero impermeable.

—¿Es necesario?

—El Sumo Sacerdote es muy devoto —le informó el acólito—. Quizá necesitemos un tubo de respiración.

El elefante llegó al altar y, sin demasiada dificultad, lo obligaron a arrodillarse. La bestia hipó.

—Y bien, ¿dónde está? —profirió el Sumo Sacerdote—. ¡Acabemos, mmm, de una vez con esta, mmm, farsa!

El acólito volvió a murmurar. El Sumo Sacerdote escuchó, asintió con gravedad, eligió el cuchillo inmolador de mango blanco y lo levantó con ambas manos por encima de su cabeza. Los allí congregados lo observaban conteniendo el aliento. Después, volvió a bajarlo.

—¿Delante de mí dónde?

Murmullos.

—¡Muchacho, no necesito tu ayuda! ¡Hace setenta años que sacrifico hombres, muchachos y, mmm, mujeres y animales, y cuando no pueda utilizar el, mmm, cuchillo, más vale que me entierren!

Y bajó el cuchillo describiendo un brusco arco en el aire que, por pura suerte, logró causar al elefante un leve rasguño en la trompa.

La bestia despertó de su agradable estupor reflexivo y lanzó un barrito. El acólito se volvió horrorizado para encontrarse con dos ojitos inyectados de sangre que lo miraban desde lo alto de una trompa enfurecida, y abandonó el altar de un salto.

El elefante estaba furioso. Vagos y confusos recuerdos inundaron su dolorida cabeza; recuerdos de incendios, gritos, hombres con redes, y jaulas, y lanzas, y demasiados años tirando de pesados troncos. Bajó la trompa sobre la piedra del altar y, para su propia sorpresa, la partió en dos, ensartó los trozos con los colmillos y los levantó en el aire, intentó, sin lograrlo, arrancar una columna de piedra y luego, sintiendo una repentina necesidad de aire fresco, se abrió paso por el salón embistiendo artríticamente contra cuanto se le ponía por delante.

Golpeó contra la puerta a toda carrera, enfurecido por la llamada de la selva y envuelto en los vapores del alcohol, y la arrancó de sus goznes. Con el marco encasquetado en los hombros, cruzó medio escorado el patio, destrozó las puertas exteriores, soltó un eructo, recorrió como una tromba la ciudad dormida… y seguía acelerando cuando husmeó el lejano y oscuro continente de Klatch en la brisa nocturna. Con la cola enhiesta, siguió la antigua llamada de su tierra natal.

Entretanto, en el salón, todo era polvo, gritos y confusión. Buencorte se quitó el sombrero de los ojos y se puso a cuatro patas.

—Gracias —dijo Keli que había quedado debajo de él—. ¿Se puede saber por qué saltaste sobre mí?

—Mi primer instinto fue protegeros, majestad.

—Puede haber sido instinto, pero…

Iba a decirle que tal vez el elefante habría pesado menos, pero cuando vio su cara grande, seria y enrojecida, se contuvo.

—Ya hablaremos de esto —dijo, sentándose y quitándose el polvo—. Mientras tanto, habrá que prescindir del sacrificio. Todavía no soy tu majestad, sólo tu señoría, y ahora si alguien me busca la corona…

A sus espaldas se oyó el sonido metálico de un dispositivo de seguridad.

—Que el hechicero ponga las manos donde pueda verlas —ordenó el duque.

Buencorte se levantó despacio y se dio media vuelta. El duque estaba apoyado por media docena de hombres grandotes y serios, el tipo de hombres cuya única función en la vida es la de destacar amenazadoramente detrás de personas como el duque. Llevaban media docena de ballestas grandotas y serias, cuya función principal era la de dar la impresión de estar a punto de dispararse.

La princesa se puso en pie de un salto y se abalanzó sobre su tío, pero Buencorte la agarró.

—No —le dijo en voz baja—. Éste no es el tipo de hombre que te ata en un sótano con el tiempo suficiente para que los ratones se coman las cuerdas antes de que las aguas suban. Éste es el tipo de hombre que te mata aquí y ahora.

El duque hizo una reverencia.

—Creo que se puede decir sinceramente que los dioses han dicho su palabra. Está claro que la princesa murió trágicamente aplastada por el elefante solitario. El pueblo lo sentirá. Yo, personalmente, decretaré una semana de duelo.

—¡No puedes hacer eso, todos los invitados han visto…! —comenzó a decir la princesa al borde de las lágrimas.

Buencorte sacudió la cabeza. Alcanzaba a ver a los guardias que se movían entre la multitud de asombrados invitados.

—No han visto nada —dijo el duque—. Te asombraría saber lo poco que han visto. Sobre todo cuando se enteren de que morir trágicamente aplastado por elefantes solitarios puede ser contagioso. Se puede morir de eso incluso en la cama.

El duque rió divertido.

—Eres bastante inteligente para ser hechicero —dijo—. Y ahora, propondré meramente el destierro…

—No se saldrá con la suya —dijo Buencorte. Pensó un momento y añadió—: Bueno, probablemente se salga con la suya, pero en su lecho de muerte se arrepentirá y deseará…

Dejó de hablar. Se quedó boquiabierto.

El duque se volvió de lado para seguir su mirada.

—¿Y bien, hechicero? ¿Qué has visto?

—No te saldrás con la tuya —repitió Buencorte, histérico—. Ni siquiera estarás aquí. Y todo esto no habrá ocurrido nunca, ¿te das cuenta?

—Vigilad sus manos —ordenó el duque—. Si llega a mover un solo dedo, disparadle.

Volvió a mirar a su alrededor, intrigado. El hechicero había hablado con convicción. Claro que se decía que los hechiceros veían cosas inexistentes…

—Ni siquiera importa si me matas —prosiguió Buencorte—, porque mañana me despertaré en mi cama y todo esto no habrá ocurrido nunca. ¡Ha atravesado el muro!

La noche avanzaba por el Disco. Estaba siempre allí, claro, acechando en las sombras, los agujeros y los sótanos, pero a medida que la luz lenta del día iba rezagada tras el sol, los lagos y estanques de la noche se iban extendiendo, para encontrarse y fundirse. En el Mundodisco, la luz se mueve lentamente debido al amplio campo mágico.

La luz del Mundodisco no se parece a la luz que todos conocemos. Ha crecido un poco, ha viajado mucho, no siente la necesidad de ir corriendo a todas partes. Sabe que, por veloz que vaya, la oscuridad siempre llega antes, de modo que se lo toma con calma.

La medianoche se deslizaba sobre el paisaje como un murciélago aterciopelado. Y más veloz que la medianoche, una chispita contra el oscuro mundo del Disco, Binky galopaba tras ella. De sus cascos brotaban llamas. Bajo su piel brillante, los músculos se movían como serpientes en el aceite.

Avanzaban en silencio. Ysabell sacó un brazo de alrededor de la cintura de Mort y contempló las chispas que le salían de los dedos, brillantes, con los ocho colores del arco iris. De su brazo fluían pequeñas serpientes de luz, y las puntas de los cabellos lanzaban chisporroteos brillantes.

Mort hizo descender al caballo dejando tras él una estela nubosa que se prolongaba durante kilómetros.

—Ahora sé que estoy enloqueciendo —masculló.

—¿Por qué?

—Allá abajo acabo de ver un elefante. Uauh, chica. Mira, allá adelante, Sto Lat.

Ysabell espió por encima de su hombro hacia el lejano fulgor luminoso.

—¿Cuánto nos queda? —inquirió, nerviosa.

—No lo sé. Unos pocos minutos, tal vez.

—Mort, no te lo había preguntado antes pero…

—¿Sí?

—¿Qué vas a hacer cuando lleguemos allí?

—No lo sé —repuso—. Esperaba que me surgiera alguna inspiración cuando fuera el momento.

—¿Y te ha surgido?

—No. Pero todavía no es la hora. Puede que el hechizo de Albert nos ayude. Y yo…

El domo de la realidad se sentó sobre el palacio como una medusa aplastada. La voz de Mort se fue apagando hasta caer en un horrorizado silencio.

Entonces, Ysabell dijo:

—Bueno, creo que ya casi es la hora. ¿Qué vamos a hacer?

—¡Agárrate fuerte!

Binky planeó a través de las puertas destrozadas del patio exterior, se deslizó por los adoquines dejando un rastro de chispas y, de un salto, traspuso la astillada puerta del salón. El muro perlado de la zona de contacto se elevó y pasó como una descarga de frío rocío.

Mort percibió una confusa visión de Keli y Buencorte y un grupo de hombres corpulentos que se lanzaban al suelo como si en ello les fuera la vida. Reconoció las facciones del duque, desenvainó la espada y saltó de la silla de montar en cuanto el caballo frenó de un patinazo.

—¡No le pongas ni un solo dedo encima! —chilló—. ¡O te cortaré la cabeza!

—Vaya, es de lo más impresionante —dijo el duque desenvainando su espada—. Y además, muy tonto. Yo…

Se detuvo. La mirada se le volvió vidriosa. Y cayó de bruces. Buencorte bajó el enorme candelabro de plata que había utilizado como arma y lanzó a Mort una sonrisa de disculpa.

Mort se volvió hacia los guardias con la llama azul de la espada de la Muerte zumbando en el aire.

—¿Alguien quiere más? —gruñó.

Todos retrocedieron, se dieron la vuelta y echaron a correr. Al pasar a través de la zona de contacto, desaparecieron. Los invitados también habían desaparecido de esa zona. En la realidad verdadera, el salón estaba vacío y a oscuras.

Los cuatro quedaron en un hemisferio que se iba encogiendo rápidamente.

Mort se acercó sigilosamente a Buencorte.

—¿Alguna idea? —inquirió—. Tengo aquí un encantamiento que…

—Olvídalo. Si intentara utilizar aquí la magia, nuestras cabezas estallarían. Esta realidad es demasiado pequeña para contenerla.

Mort se dejó caer contra los restos del altar. Se sentía vacío, agotado. Por un momento, contempló cómo se acercaba la pared chisporroteante de la zona de contacto. Esperaba poder sobrevivir a ella, lo mismo que Ysabell. Buencorte no lo haría, pero un Buencorte sí. Sólo Keli…

—¿Van a coronarme o no? —preguntó con tono gélido—. ¡He de morir reina! ¡Sería terrible estar muerta y ser plebeya!

Mort le lanzó una mirada desenfocada; trató de recordar de qué diablos estaba hablando. Ysabell hurgó entre los restos que había detrás del altar y logró pescar una diadema un tanto aplastada de diamantes engastados.

—¿Es ésta? —inquirió.

—Es la corona —dijo Keli al borde de las lágrimas—. Pero no tenemos sacerdote.

Mort lanzó un profundo suspiro.

—Buencorte, si ésta es nuestra propia realidad, podemos ordenarla del modo que más nos plazca, ¿verdad?

—¿Qué se te ha ocurrido?

—Convertirte en sacerdote. Designa tú a tu propio dios. —Buencorte hizo una reverencia y tomó la corona que tenía Ysabell.

—¡Os estáis burlando de mí! —exclamó Keli bruscamente.

—Lo siento —se excusó Mort con tono cansado—. Ha sido un día muy largo.

—Espero hacerlo bien —dijo Buencorte solemnemente—. Porque nunca había coronado a nadie.

—¡Y yo nunca había sido coronada!

—Bien —dijo Buencorte, y para calmarla añadió—: Aprenderemos juntos.

Comenzó a mascullar algunas palabras impresionantes en una lengua extraña. En realidad se trataba de un hechizo para eliminar las pulgas de la ropa, pero pensó que tanto daría. Y luego pensó, caray, en esta realidad soy el hechicero más poderoso que jamás haya existido, es algo digno de contarles a mis nie… Hizo rechinar los dientes. En aquella realidad había que cambiar algunas reglas, no cabía duda.

Ysabell se sentó al lado de Mort y deslizó su mano en la de él.

—¿Y bien? —le preguntó en voz baja—. Es el momento. ¿Se te ha ocurrido algo?

—No.

La zona de contacto había recorrido ya medio salón; iba algo más lenta a medida que aplastaba implacablemente la presión de la realidad intrusa.

Algo cálido y húmedo le sopló a Mort en la oreja. Levantó una mano y tocó el morro de Binky.

—Mi caballito guapo —dijo—. Se me han acabado los terrones de azúcar. Tendrás que volver a casa solo…

Su mano se detuvo en mitad de una palmadita.

—Podemos volver todos —dijo.

—Creo que a mi madre no le gustaría mucho la idea —comentó Ysabell, pero Mort no le hizo caso.

—¡Buencorte!

—¿Sí?

—Nos vamos. ¿Vienes con nosotros? Seguirás existiendo cuando la zona de contacto se cierre.

—Lo hará una parte de mí —repuso el hechicero.

—A eso me refería —dijo Mort montándose a lomos de Binky.

—Pero hablando por la parte que no lo hará, me gustaría ir con vosotros —se apresuró a agregar Buencorte.

—Pienso quedarme aquí, a morir en mi propio reino —declaró Keli.

—Lo que tú pienses, no tiene importancia —dijo Mort—. He recorrido el Disco entero para rescatarte, ¿sabes?, y vas a ser rescatada.

—¡Pero yo soy la reina! —exclamó Keli. La incertidumbre se le agolpó en la mirada, se giró en redondo hacia Buencorte, que bajó el candelabro con aire culpable—. ¡Te he oído pronunciar las palabras! Soy reina, ¿no?

—Claro que sí —respondió Buencorte al instante; y luego, como se supone que la palabra de un hechicero es más fuerte que el hierro forjado, añadió virtuosamente—: Y además, estás completamente libre de plagas.

—¡Buencorte! —gritó Mort.

El hechicero asintió, cogió a Keli por la cintura y la colocó sobre el lomo de Binky. Subiéndose la túnica hasta la cintura, se izó detrás de Mort, se inclinó y ayudó a subir tras él a Ysabell. El caballo dio unos saltitos por el suelo, quejándose del exceso de peso, pero Mort lo obligó a girar hacia la puerta y lo espoleó para que avanzara.

La zona de contacto los siguió cuando avanzaron por el salón y salieron al patio para elevarse despacio. Su niebla perlada se encontraba a unos metros de distancia y avanzaba palmo a palmo.

—Discúlpame —le dijo Buencorte a Ysabell levantándose el sombrero—, Ígneo Buencorte, Hechicero de Primer Grado por la Universidad Invisible, ex Reconocedor Real y, quizá muy pronto, futuro decapitado. ¿Por casualidad sabes a dónde vamos?

—Al país de mi madre —gritó Ysabell para hacerse oír por encima de la ráfaga de viento que levantaban.

—¿La he visto alguna vez?

—Lo dudo. Porque ahora te acordarías.

La parte superior del muro del palacio rozó los cascos de Binky cuando éste, forzando los músculos, trató de elevarse más. Buencorte volvió a inclinarse hacia atrás sujetándose del sombrero.

—¿Quién es esta señora de la que estamos hablando? —inquirió a gritos.

—La Muerte —respondió Ysabell.

—Pero no…

—Sí.

—Ah. —Buencorte contempló los tejados lejanos que habían quedado allá abajo y le lanzó una sonrisa torcida—. ¿Ahorraríamos tiempo si saltara desde aquí?

—Cuando se la conoce, resulta bastante agradable —dijo Ysabell a la defensiva.

—¿De veras? ¿Crees tú que tendremos ocasión?

—¡Agarraos! —ordenó Mort—. Deberíamos cruzar más o menos…

Un agujero lleno de negrura surgió del cielo y los engulló.

La zona de contacto se bamboleó, llena de incertidumbre, vacía como el bolsillo de un mendigo, y continuó encogiéndose.

La puerta principal se abrió. Ysabell asomó la cabeza.

—No hay nadie en casa —anunció—. Será mejor que paséis.

Los otros tres entraron en el pasillo en fila india. Buencorte se limpió los zapatos meticulosamente.

—Es un poco pequeña —sentenció Keli con tono crítico.

—Pero por dentro es mucho más grande —le explicó Mort. Se dirigió a Ysabell—. ¿Has mirado por todas partes?

—Ni siquiera logro encontrar a Albert —repuso—. No recuerdo una sola vez que no estuviese en casa.

Tosió al recordar sus deberes de anfitriona.

—¿Os apetece tomar algo? —preguntó.

Keli no le hizo ni caso.

—Me esperaba por lo menos un palacio —dijo—. Grande y negro, con enormes torres negras. No un paragüero.

—Se han dejado una guadaña dentro —señaló Buencorte.

—Pasemos todos a sentarnos al estudio, estoy segura de que allí nos sentiremos mejor —sugirió rápidamente Ysabell y abrió una puerta negra.

Buencorte y Keli pasaron mientras iban discutiendo. Ysabell aferró a Mort del brazo.

—¿Y ahora qué vamos a hacer? —le preguntó—. Mi madre se enfadará mucho cuando los encuentre aquí.

—Ya se me ocurrirá algo. Reescribiré las biografías o algo así. —Sonrió débilmente—. No te preocupes. Ya se me ocurrirá algo.

A sus espaldas, se oyó un portazo. Mort se giró para encontrarse con la sonrisa maliciosa de Albert.

El enorme sillón de cuero que había detrás del escritorio giró despacio. La Muerte miró a Mort por encima de las manos unidas por las puntas de los dedos. Cuando estuvo segura de haber conseguido llamar su horripilada atención, dijo:

—SERÁ MEJOR QUE EMPIECES AHORA MISMO.

Se puso de pie, la habitación se tornó más oscura y fue como si ella hubiera crecido.

—NO TE MOLESTES EN DISCULPARTE —añadió.

Keli sepultó la cabeza en el amplio pecho de Buencorte.

—HE VUELTO. Y ESTOY ENFADADA.

—Ama, yo… —comenzó a decir Mort.

—CÁLLATE —le ordenó la Muerte.

Con un índice calcáreo hizo señas a Keli para que se acercara. La muchacha se volvió para mirar a Mort, aunque su cuerpo no se atrevió a desobedecer.

La Muerte tendió el brazo y le tocó la barbilla. Mort llevó la mano a la espada.

—¿ES ÉSTE EL ROSTRO QUE ECHÓ A LA MAR MIL NAVES E INCENDIÓ LAS TORRES DESNUDAS DE PSEUDÓPOLIS? —preguntó la Muerte.

Keli miraba como hipnotizada las rojas puntas de alfileres sepultadas en la profundidad de las oscuras cuencas de los ojos.

—Esto, discúlpeme —dijo Buencorte sosteniendo el sombrero respetuosamente, al estilo mexicano.

—¿SÍ? —insistió la Muerte, distraída.

—No, señora. Debe de estar pensando usted en otro rostro.

—¿CÓMO TE LLAMAS?

—Buencorte, señora. Soy hechicero, señora.

—SOY HECHICERO, SEÑORA —se mofó la Muerte—. CÁLLATE, HECHICERO.

—Sí, señora —repuso Buencorte y retrocedió.

La Muerte se volvió hacia Ysabell.

—HIJA, EXPLÍCATE. ¿POR QUÉ AYUDASTE A ESTE CRETINO?

Ysabell hizo una reverencia nerviosa.

—Porque lo quiero, madre. Eso creo.

—¿De veras? —inquirió Mort asombrado—. ¡Nunca me lo habías dicho!

—No encontraba nunca el momento —dijo Ysabell—. Madre, él no quería…

—CÁLLATE.

Ysabell bajó la mirada y repuso:

—Sí, madre.

La Muerte rodeó el escritorio con paso majestuoso hasta quedar directamente enfrente de Mort. Se lo quedó mirando fijamente durante un largo rato.

Luego, con un movimiento velocísimo, abofeteó a Mort y lo tiró al suelo.

—TE INVITO A VIVIR EN MI CASA —le dijo—, TE ENSEÑO EL OFICIO, TE DOY DE COMER Y DE VESTIR, TE OFREZCO OPORTUNIDADES CON LAS QUE JAMÁS HABRÍAS PODIDO SOÑAR, Y ME PAGAS DE ESTE MODO. SEDUCES A MI HIJA Y LA ALEJAS DE MÍ, DESATIENDES EL SERVICIO, PROVOCAS UN OLEAJE EN LA REALIDAD QUE TARDARÁ UN SIGLO EN DESAPARECER. TUS ACTOS INTEMPESTIVOS HAN CONDENADO A TUS COMPAÑEROS. LOS DIOSES NO SE CONFORMARÁN CON MENOS.

»EN RESUMEN, MUCHACHO, NO ES UN BUEN COMIENZO PARA SER TU PRIMER TRABAJO.

Mort se sentó con esfuerzo y se frotó la mejilla. Sentía un frío ardiente, como hielo de cometa.

—Mort —aclaró.

—¡PERO SI SABE HABLAR! ¿Y QUÉ DICE?

—Podría dejarlos marchar —sugirió Mort—. Ellos no tienen la culpa, sólo se vieron implicados. Podría reordenarlo todo para que…

—¿Y POR QUÉ IBA A HACER ALGO ASÍ? AHORA ME PERTENECEN.

—Lucharé contra usted por ellos —dijo Mort.

—MUY NOBLE. LOS MORTALES SE PASAN LA VIDA LUCHANDO CONTRA MÍ. QUEDAS DESPEDIDO.

Mort se incorporó. Recordó cómo había sido ser la Muerte. Se aferró a la sensación, dejó que aflorara…

—No —dijo.

—AH. ¿ME RETAS DE IGUAL A IGUAL, PUES?

Mort tragó saliva. Al menos entonces ya tenía el camino despejado. Cuando se salta por un precipicio, la vida de uno toma un rumbo definitivo.

—Si es preciso —repuso—. Y si gano…

—SI GANAS, ESTARÁS EN CONDICIONES DE HACER LO QUE TE PLAZCA —dijo la Muerte—. SÍGUEME.

Pasó junto a Mort, majestuosa, y salió al vestíbulo.

Los otros cuatro miraron a Mort.

—¿Estás seguro que sabes lo que haces? —le preguntó Buencorte.

—No.

—No puedes vencer al ama —dijo Albert. Suspiró y luego agregó—: Créeme.

—¿Qué pasará si pierdes? —inquirió Keli.

—No perderé —dijo Mort—. Ése es el problema.

—Mi madre quiere que gane —dijo Ysabell amargamente.

—¿Quieres decir que dejará ganar a Mort? —preguntó Buencorte.

—Oh, no, no lo dejará ganar. Es que quiere que gane.

Mort asintió. Mientras seguía a la oscura silueta de la Muerte, pensó en un futuro infinito, sirviendo los misteriosos propósitos que el Creador tuviera en mente, viviendo fuera del Tiempo. No podía culpar a la Muerte por querer dimitir. La Muerte le había dicho que los huesos no eran obligatorios, pero tal vez eso no importaría. ¿Acaso la eternidad le parecería un tiempo larguísimo o quizá todas las vidas, desde un punto de vista personal, tenían exactamente la misma duración?

Hola —lo saludó la voz de su cabeza—. ¿Te acuerdas de mí? Soy tú. Yo te metí en esto.

—Gracias —repuso amargamente.

Los otros lo miraron de reojo.

Podrías salir de ésta —le dijo la voz—. Posees una gran ventaja. Has estado en su lugar, pero ella nunca ha estado en el tuyo.

La Muerte recorrió veloz el vestíbulo y entró en la Sala Larga; en cuanto entró, las velas se encendieron, obedientes.

—ALBERT.

—¿Ama?

—TRAE LOS RELOJES.

—Ama.

Buencorte agarró al anciano por el brazo y con voz siseante le dijo:

—Eres hechicero. ¡No tienes por qué obedecerla!

—¿Cuántos años tienes, muchacho? —le preguntó Albert amablemente.

—Veinte.

—Cuando tengas mi edad, verás con otros ojos las alternativas que se te ofrecen. —Y volviéndose a Mort, le dijo—: Lo siento.

Mort desenvainó la espada, cuya hoja era prácticamente invisible a la luz de las velas. La Muerte se giró y quedó frente a él, una delgada silueta contra una estantería altísima, repleta de relojes de arena.

Tendió los brazos. Con un leve trueno, la guadaña apareció en ellos.

Albert regresó por uno de los pasillos atestados de biómetros, portando dos relojes de arena; los colocó sin decir palabra en un saliente de una de las columnas.

Uno de ellos, varias veces más grande que los corrientes, era negro, ahusado y estaba decorado con un complicado motivo de calavera y huesos.

Y ése no era el aspecto más desagradable.

Mort gimió para sus adentros. En el reloj no había arena.

El más pequeño que había a su lado era bastante simple y sin adornos. Mort tendió la mano para tocarlo.

—¿Puedo?

—ADELANTE.

El nombre de Mort aparecía tallado en la ampolla superior. Lo acercó a la luz y, sin sorpresa, notó que casi no quedaba arena en él. Cuando se lo acercó a la oreja, creyó oír, incluso por encima del omnipresente rugido de los millones de biómetros que lo rodeaban, el sonido producido por su propia vida al fluir.

Con mucho cuidado volvió a dejarlo donde estaba.

La Muerte se volvió hacia Buencorte.

—SEÑOR HECHICERO, ¿SERÍA TAN AMABLE DE CONTAR HASTA TRES?

Buencorte asintió sombríamente.

—¿Está segura de que no podríamos solucionar todo esto sentándonos a una mesa y…? —comenzó a preguntar.

—No.

—No.

Mort y la Muerte comenzaron a dar vueltas en círculos cansadamente, sus reflejos fluctuaron por los bancos de relojes de arena.

—Uno —dijo Buencorte.

Amenazante, la Muerte hizo girar la guadaña.

—Dos.

Las hojas se unieron en el aire produciendo un ruido como el de un gato al deslizarse por una ventana de cristal.

—¡Los dos han hecho trampa! —gritó Keli.

Ysabell asintió y dijo:

—Por supuesto.

Mort retrocedió de un salto, dejando caer su espada en un arco demasiado lento que la Muerte desvió fácilmente; luego convirtió el quite en un movimiento bajo y perverso que Mort esquivó gracias a un torpe salto en el aire.

Si bien la guadaña no ocupa un lugar preeminente entre las armas de guerra, todo aquel que haya estado del lado erróneo, digamos de una revuelta de campesinos, sabrá que en manos diestras, resulta temible. Una vez que quien la esgrime logra blandirla y hacerla girar, nadie —ni siquiera quien la esgrime— puede estar muy seguro de dónde se encuentra la hoja en un momento dado, ni de dónde se encontrará al momento siguiente.

La Muerte avanzaba, sonriendo. Mort esquivó un guadañazo a la altura de la cabeza, se lanzó hacia un costado y oyó un tintineo a sus espaldas cuando la punta de la guadaña fue a tocar un reloj de arena del estante más cercano…

… en un oscuro callejón de Morpork, un empresario nocturno dedicado a las basuras, se agarró el pecho y cayó de bruces sobre su carro…

Mort rodó y se levantó haciendo girar la espada con ambas manos por encima de su cabeza; sintió una vibración de sombrío entusiasmo al ver que la Muerte retrocedía veloz por el damero del suelo. El potente mandoble partió en dos un estante; uno tras otro, los relojes comenzaron a deslizarse hacia el suelo. Mort notó brevemente que Ysabell había salido corriendo para recogerlos uno por uno…

… en el Disco, cuatro personas escaparon milagrosamente a la muerte después de sufrir una caída…

… y Mort avanzó a la carrera, aprovechando la ventaja. Las manos de la Muerte se movieron diestramente para parar cada estocada y contraatacar; luego cambió de mano la guadaña y levantó la hoja haciéndole describir un arco que Mort esquivó saltando torpemente hacia un costado, al tiempo que con el mango de su espada le daba un golpe a un reloj de arena que lo remontó por los aires y lo envió al otro lado de la habitación…

… en las Montañas del Carnero, un pastor de thargas, que ayudándose con la luz de una lámpara estaba buscando una vaca extraviada en los prados altos, perdió pie y cayó por un precipicio de tres mil metros…

… Buencorte se tiró hacia adelante y cogió el reloj con una mano desesperadamente estirada, cayó con estrépito al suelo y quedó tendido boca abajo…

… un sicómoro de retorcidas ramas surgió misteriosamente debajo del pastor que gritaba a voz en cuello, frenó su caída y le evitó sus principales problemas —la muerte, el juicio de los dioses, la incertidumbre del Paraíso y demás— para reemplazarlos por otro, comparativamente sencillo, como era escalar en plena oscuridad trescientos metros de helado precipicio cortado a pico.

Hubo una pausa cuando los combatientes tomaron distancia para volver a dar vueltas en círculos para buscar cómo aventajar al contrincante.

—Tiene que haber algo que podamos hacer —dijo Keli.

—Sea cual sea el resultado, Mort saldrá perdiendo —repuso Ysabell meneando la cabeza.

Buencorte sacó el candelabro de plata de la manga abultada y empezó a pasarlo pensativamente de una mano a la otra.

La Muerte sopesó la guadaña con gesto amenazante y sin querer destrozó un reloj de arena que tenía junto al hombro…

… en Bes Pelargic, el torturador jefe del Emperador cayó hacia atrás en su propio pozo de ácido…

… lanzó otro guadañazo que Mort esquivó por pura casualidad. Pero justo por los pelos. Sintió el dolor cálido en los músculos y los grises venenos adormecedores de la fatiga en la mente, dos desventajas que la Muerte no tenía que considerar siquiera.

Porque la Muerte las notó.

—DATE POR VENCIDO —le dijo—. TAL VEZ SEA CLEMENTE.

Para ofrecer una demostración práctica de lo que decía, hizo un movimiento en redondo con el brazo que Mort paró torpemente con el filo de su espada. La hoja de la guadaña rebotó y partió en mil pedazos un reloj…

…el duque de Sto Helit se llevó las manos al corazón; sintió la gélida puñalada del dolor, lanzó un grito ahogado y cayó de su cabalgadura…

Mort retrocedió hasta que notó en el cuello la rugosa piedra de una columna. El reloj de la Muerte, con sus ampollas desalentadoramente vacías, se encontraba a unos cuantos centímetros de su cabeza.

La Muerte misma estaba un tanto distraída. Miraba, pensativa, los restos dentados de la vida del duque.

Mort gritó y blandió la espada hacia arriba animado por los débiles vítores del grupo que llevaba rato esperando a que lo hiciera. Hasta Albert aplaudía con sus manos arrugadas.

Pero en lugar del tintineo de cristal que Mort había esperado no hubo… nada.

Se volvió y lo intentó otra vez. La hoja de la espada atravesó el cristal sin romperlo.

El cambio en la textura del aire le hizo mover la espada y ponerla en posición de ataque justo a tiempo para desviar una maligna estocada descendente. La Muerte se apartó de un salto justo a tiempo para esquivar el contragolpe de Mort, que fue lento y débil.

—ASÍ SE ACABA, MUCHACHO.

—Mort —aclaró Mort. Levantó la mirada—. Mort —repitió, y levantó la espada con tanta fuerza que partió en dos el mango de la guadaña.

La rabia bullía en su interior. Si iba a morir, al menos moriría con su nombre correcto.

—¡Mort, mal nacida! —gritó y enfiló derecho hacia la calavera sonriente mientras la espada ronroneaba en una complicada danza de luz azulada.

La Muerte retrocedió tambaleante, mientras reía y se agachaba bajo la lluvia de furiosos mandobles que recortaron en más pedazos el mango de la guadaña.

Mort se movió en círculos a su alrededor, repartiendo mandobles a diestro y siniestro, y sombríamente consciente, incluso a través de la roja bruma de la ira, de que la Muerte seguía cada uno de sus movimientos, empuñando como espada la hoja huérfana de la guadaña. No lograba encontrar un hueco en la defensa de la Muerte y el motor de su rabia no duraría. Nunca la derrotarás, se dijo. Lo mejor que podemos hacer es mantenerla a raya durante un rato. Y tal vez, después de todo, perder sea mejor que ganar. Al fin y al cabo, ¿quién necesita la eternidad?

A través del telón de su fatiga vio a la Muerte extenderse cuan largos eran sus huesos para hacer que su arma describiese un arco lento y tranquilo, como pasando por un montón de melaza.

—¡Madre! —chilló Ysabell.

La Muerte volvió la cabeza.

Posiblemente, la mente de Mort agradeciera la perspectiva de la vida futura, pero su cuerpo, que quizá sintiera que era quien más iba a perder en ese juego, se rebeló. Fue su cuerpo, pues, el que levantó el brazo en el que empuñaba la espada y con un mandoble imparable, le quitó el arma a la Muerte y luego la acorraló contra la columna más cercana.

En el repentino silencio, Mort cayó en la cuenta de que ya no oía un ruidito entrometido que, durante los últimos diez minutos, había estado justo en el umbral de lo audible. Miró de reojo.

Su arena ya se estaba agotando.

—ADELANTE.

Mort levantó la espada y miró en el fondo de los dos fuegos azules.

Bajó la espada.

—No.

El pie de la Muerte salió disparado a la altura de la entrepierna con una velocidad que hizo dar un respingo incluso a Buencorte.

Mort se ovilló silenciosamente como una pelota y salió rodando por el suelo. A través de las lágrimas vio que la Muerte avanzaba con la hoja de la guadaña en una mano y el reloj de arena de Mort en la otra. Vio que Keli e Ysabell eran apartadas con un desdeñoso empellón cuando intentaron agarrarla por la túnica. Vio como Buencorte recibía un codazo en las costillas y su candelabro se alejaba rodando ruidosamente por las baldosas.

La Muerte se alzó sobre él. La punta de la hoja flotó durante un momento ante los ojos de Mort y luego se elevó en el aire.

—Tienes razón. La justicia no existe. Sólo existes tú.

La Muerte vaciló; después, lentamente, bajó la hoja. Se volvió y miró desde su altura el rostro de Ysabell. La muchacha temblaba de ira.

—¿QUÉ HAS QUERIDO DECIR?

Lanzó una mirada enfurecida a la Muerte; después, su mano se extendió hacia atrás y describió un breve arco para extenderse hacia adelante y hacer contacto con un sonido como una caja de dados.

No fue tan fuerte como el silencio que lo siguió.

Keli cerró los ojos. Buencorte se alejó y se puso los brazos sobre la cabeza.

Muy despacio, la Muerte se llevó una mano a la calavera.

El pecho de Ysabell subía y bajaba de un modo que habría hecho que Buencorte abandonara la magia de por vida.

Finalmente, con una voz más hueca que de costumbre, la Muerte le preguntó:

—¿POR QUÉ?

—Dijiste que jugar con el destino de una sola persona podía destruir el mundo entero —le recordó Ysabell.

—¿Y?

—Has jugado con el de él. Y con el mío. —Con un dedo tembloroso señaló los fragmentos de vidrio que había en el suelo y añadió—: Y con los de esos también.

—¿Y ENTONCES?

—¿Qué van a exigirte los dioses por eso?

—¿A MÍ?

—¡Sí!

La Muerte se mostró sorprendida.

—LOS DIOSES NO ME PUEDEN EXIGIR NADA. A LA LARGA, HASTA LOS DIOSES DEBEN RENDIRME CUENTAS.

—No parece muy justo, ¿verdad? ¿Acaso los dioses no se ocupan de la justicia y la piedad? —le espetó Ysabell.

Sin que nadie lo advirtiera, había levantado la espada.

La Muerte sonrió, burlona.

—APLAUDO TUS ESFUERZOS —le dijo—, PERO NO TE SERVIRÁN DE NADA. APÁRTATE.

—No.

—DEBES SABER QUE NI SIQUIERA EL AMOR TE SERVIRÁ PARA DEFENDERTE DE MÍ. LO SIENTO.

Ysabell levantó la espada y le preguntó:

—¿Lo sientes, que tú lo sientes?

—APÁRTATE, TE DIGO.

—No. Esto que haces es por pura venganza. ¡No es justo!

La Muerte inclinó la calavera un momento y luego la miró con ojos encendidos.

—HARÁS LO QUE TE ORDENO.

—No lo haré.

—ME ESTÁS DIFICULTANDO MUCHO LAS COSAS.

—Me alegro.

La Muerte tamborileó impacientemente con los dedos sobre la hoja de la guadaña, produciendo un sonido como el de un ratón bailando zapateado sobre una lata. Daba la impresión de estar reflexionando. Contempló a Ysabell, que se alzaba junto a Mort, y luego se volvió para mirar a los demás, acurrucados contra un estante.

—NO —dijo finalmente—. NO. A MÍ NO SE ME PUEDEN DAR ÓRDENES. NADIE PUEDE OBLIGARME. SÓLO HARÉ LO QUE SÉ QUE ES CORRECTO.

Agitó una mano y la espada que empuñaba Ysabell saltó al suelo con un chirrido. Hizo otro complicado ademán y la muchacha se elevó por el aire, y quedó sujeta suavemente, aunque con firmeza, contra la columna más cercana.

Mort vio como la parca volvía a avanzar hacia él blandiendo la hoja, dispuesta a asestar el golpe final. Se detuvo sobre el muchacho.

—NO SABES COMO SIENTO TODO ESTO —dijo.

Mort se incorporó apoyándose en los codos.

—Tal vez sí.

La Muerte lo miró sorprendida durante varios segundos y luego se echó a reír. El sonido recorrió misteriosamente la habitación, reverberando en los estantes, mientras la Muerte, que seguía riendo como un terremoto en un cementerio, sostenía el reloj de arena de Mort delante de los ojos de su propietario.

Mort intentó enfocar la vista. Vio el último grano deslizarse por la superficie lisa y brillante, vacilar en el borde y luego caer en cámara lenta, hacia el fondo. La luz de la vela se reflejó en sus diminutas facetas de sílice mientras se precipitaba suavemente hacia abajo. Se depositó sin ruido formando un pequeño cráter.

La luz de los ojos de la Muerte brilló hasta llenar la vista de Mort y el sonido de sus carcajadas sacudió el universo.

Y entonces, la Muerte le dio la vuelta al reloj de arena.

Una vez más, el gran salón de Sto Lat estaba iluminado por la luz de las velas y en él se oía el bullicio de la música.

Mientras los invitados bajaban en tropel las escaleras para dirigirse a la mesa de manjares fríos, el Maestro de Ceremonias anunciaba sin parar a quienes, por motivos de importancia o por pura distracción, habían aparecido tarde. Como por ejemplo:

—El Reconocedor Real, Maestre de la Alcoba de la Reina, Su Honorabilíssssimo Ígneo Buencorte, Hechicero de Primer Grado por la Universidad Invisible.

Buencorte se acercó sonriente a la real pareja con un enorme cigarro en una mano.

—¿Puedo besar a la novia? —preguntó.

—Si a los hechiceros les está permitido —respondió Ysabell ofreciéndole una mejilla.

—Los fuegos artificiales nos han parecido maravillosos —dijo Mort—. Supongo que muy pronto habrán reconstruido el muro exterior. Seguramente ya sabrás cómo llegar hasta la comida.

—Últimamente tiene mucho mejor aspecto —dijo Ysabell tras la sonrisa almidonada, cuando Buencorte se perdió entre el gentío.

—Claro que también hace mucho el hecho de ser la única persona que no se molesta en obedecer a la reina —dijo Mort intercambiando unas inclinaciones de cabeza con un noble que pasaba por allí delante.

—Dicen que él es el verdadero motor que hay detrás del trono —comentó Ysabell—. Que es una eminencia no sé qué más.

—Una eminencia grasa —acotó Mort distraídamente—. ¿Te has fijado que ya no practica la magia?

—Cállatequeahívieneella.

—Su Majestad Suprema, la reina Kelirehenna I, Señora de Sto Lat, Protectora de los Ocho Protectorados y Emperatriz del Largamente Debatido Trozo hacia el Eje de Sto Kerrig.

Ysabell hizo una reverencia. Mort se inclinó. Keli les sonrió a los dos. No pudieron por menos de notar que estaba bajo una influencia que la inclinaba a utilizar ropas que por lo menos siguiesen someramente su silueta, y a abandonar peinados que pareciesen descendientes de las piñas y el algodón de azúcar.

Besó a Ysabell en la mejilla y luego retrocedió para mirar a Mort de arriba abajo.

—¿Qué tal marcha Sto Helit? —le preguntó.

—Bien, bien —repuso Mort—. Aunque deberemos hacer algo con los sótanos. Tu difunto tío tenía unas…, unas aficiones de lo más raras, y…

—Se refiere a ti —susurró Ysabell—. Es tu nombre oficial.

—Prefería Mort —dijo Mort.

—El escudo es de lo más interesante —dijo la reina—. Guadañas cruzadas sobre un reloj de arena rampante sobre un campo color sable. Le causó al Colegio Real un verdadero dolor de cabeza.

—No es que me importe ser duque —dijo Mort—. Lo que realmente me impresiona es estar casado con una duquesa.

—Ya te acostumbrarás.

—Espero que no.

—Bien. Y ahora, Ysabell —dijo Keli apretando la mandíbula—, si vas a moverte en los círculos de la realeza, hay ciertas personas que debes conocer…

Ysabell lanzó a Mort una mirada desesperada cuando la condujeron a través del gentío y se perdió de vista.

Mort se pasó un dedo por el interior del cuello, miró hacia ambos lados y luego corrió a refugiarse en un rincón, a la sombra de los helechos, para estar un momento a solas.

Detrás de él, el Maestro de Ceremonias carraspeó. Sus ojos se perdieron en la distancia con una mirada vidriosa.

—La Hurtadora de Almas —anunció con el tono lejano de la persona cuyos oídos no oyen lo que su boca dice—. Vencedora de Imperios, Deglutidora de Océanos, Ladrona de los Años, la Realidad Final, Cosechadora de la Humanidad, la…

—ESTÁ BIEN, ESTÁ BIEN. YA PASARÉ YO SOLA.

Mort se detuvo con un muslo de pavo a medio camino de la boca. No se volvió. No era preciso. Aquella era una voz inconfundible, se sentía más que se oía, por la forma en que el aire se helaba y se ensombrecía. Las conversaciones y la música de la fiesta de bodas se fueron apagando hasta que se hizo el silencio.

—No pensábamos que vendrías —dijo hacia una maceta con helechos.

—¿A LA BODA DE MI PROPIA HIJA? DE TODOS MODOS, ES LA PRIMERA VEZ QUE ME ENVÍAN UNA INVITACIÓN PARA ALGO. SI HASTA TENÍA LOS BORDES DORADOS Y PONÍA «CONFIRME ASISTENCIA» Y TODO.

—Sí, pero como no asististe a la ceremonia…

—PENSÉ QUE QUIZÁ NO SERÍA DEL TODO APROPIADO.

—Ya, sí, me lo figuro…

—PARA SER SINCERA, CREÍ QUE IBAS A CASARTE CON LA PRINCESA.

Mort se sonrojó y repuso:

—Lo discutimos. Y luego pensamos que por el simple hecho de haber rescatado a una princesa no había por qué precipitarse.

—MUY SENSATO. SON DEMASIADAS LAS JÓVENES QUE SE LANZAN A LOS BRAZOS DEL PRIMER MUCHACHO QUE LAS DESPIERTA DESPUÉS DE UN SUEÑO DE CIEN AÑOS, POR EJEMPLO.

—En fin, que pensamos que después de todo, cuando llegara a conocer a fondo a Ysabell, bueno que…

—SÍ, SÍ, DE ESO ESTOY SEGURA. EXCELENTE DECISIÓN. SIN EMBARGO, HE DECIDIDO NO INTERESARME MÁS EN LOS ASUNTOS HUMANOS.

—¿De veras?

—SALVO POR MOTIVOS OFICIALES, CLARO ESTÁ. ME NUBLABA EL JUICIO.

Una mano esquelética apareció en el campo visual de Mort y ensartó diestramente un huevo relleno. Mort se giró en redondo.

Ir a la siguiente página

Report Page